Capítulo 12

Rosalyn Simpson subió el último tramo de escaleras que conducían a su habitación, y maldijo por enésima vez su elección, cuando su nombre salió destacado en segundo lugar en el sorteo de habitaciones celebrado durante el último trimestre. Sus maldiciones no tenían nada que ver con la ascensión, aunque sabía que cualquier persona sensata habría elegido la planta baja o algo próximo al retrete. En cambio, se había decidido por la habitación en forma de L de las buhardillas, de paredes inclinadas, muy adecuadas a su dramático despliegue de tapices indios, su suelo de roble crujiente, maldecido por grietas periódicas en la madera, y su habitación extra, apenas más grande que una alacena, que contaba con un lavabo y donde su padre y ella habían encajado una cama. Tenía media docena de huecos, en los cuales había metido de todo, desde plantas a libros. Se trataba de un enorme desván en el cual se refugiaba cuando deseaba desaparecer del mundo (una vez al día, por lo general), con una trampilla en el techo que conducía a un pasadizo, por el cual se accedía a la habitación de Melinda Powell. Este último detalle se le había antojado de lo más original, una forma más bien victoriana de perpetuar su intimidad con Melinda sin que nadie supiera la exacta naturaleza de su relación, algo que en aquel momento Rosalyn deseaba mantener en secreto. El pasadizo había sido el motivo principal de escoger la habitación. Aplacaba a Melinda al tiempo que la tranquilizaba a ella, pero ahora ya no estaba tan segura sobre la decisión, sobre Melinda, o sobre su amor.

Varias cargas la abrumaban. En primer lugar, la mochila que llevaba a la espalda y «el paquetito de golosinas para ti, querida», que su madre le había entregado antes de que se marchara, con lágrimas en los ojos y un temblor en los labios.

– Oh, habíamos forjado tales sueños sobre ti, Ros -dijo, y su tono reveló hasta qué punto la había herido el anuncio de Rosalyn (producto de una insensata promesa de cumpleaños a Melinda).

– Solo es una fase -había dicho su padre más de una vez durante las penosas treinta y dos horas que pasaron juntos. Y lo volvió a repetir cuando Rosalyn se marchó, pero esta vez a su madre-. Los sueños no han muerto, coño. Solo es una fase.

Rosalyn no intentó desengañarlos. Ella también deseaba que solo fuera una fase, y calló que, si se trataba de un transitorio período bohemio, lo vivía activamente desde que tenía quince años. Ni siquiera se le pasó por la cabeza decírselo. Habría necesitado grandes dosis de energía y valentía para sacar el tema a colación. No tenía ganas de discutir.

Rosalyn cambió de sitio la mochila, notó que el paquete de su madre se le clavaba en el omóplato izquierdo y trató de mitigar la carga más pesada y detestable de la culpa. Daba la impresión de que se había enroscado alrededor de su cuello y hombros, como un enorme pulpo cuyos tentáculos nacían de cada parte de su vida. Su religión decía que era malo. Su educación decía que era malo. En la infancia, sus amigas y ellas habían susurrado, lanzado risitas y notado estremecimientos solo de pensar en ello. Sus expectativas siempre se habían centrado en un hombre, un matrimonio y una familia. Y ella continuaba viviendo su vida como un desafío constante.

Casi siempre enfocaba la vida como un puro seguir adelante, un día cada vez, y llenaba su tiempo con distracciones, concentraba su atención en las clases, evaluaciones y prácticas, sin pensar en lo que el futuro reservaba para alguien como ella. En todo caso, si pensaba en el futuro, trataba de enfocarlo desde el punto de vista global de la infancia, cuando su único sueño consistía en ir a la India, dar clases, hacer el bien y vivir dedicada a los demás.

Era un sueño que había perdido toda su definición durante una tarde, cinco años atrás, cuando su profesora de Biología de quinto la había invitado a té y ofrecido, junto a las pastas, los bollos y la nata montada, seducción, riqueza, oscuridad y misterio. Rosalyn, en la cama de aquella casa cercana al Támesis, había experimentado por un rato los efectos contradictorios del terror y el éxtasis que bombeaban sangre en sus venas, pero mientras la otra mujer murmuraba, besaba, exploraba y acariciaba, el temor no tardó en dar paso a la excitación, que preparó su cuerpo para el más delicioso placer. Caminó sobre el filo de la navaja del dolor y el placer. Y cuando el placer ganó por fin la partida, no estaba preparada para el estallido de goce que lo acompañó.

Ningún hombre se había convertido en parte íntima de su vida desde aquel momento. Y ningún hombre se había mostrado más devoto, amante y preocupado que Melinda. Por lo tanto, consideró razonable su petición de que contara la verdad a sus padres, haciendo gala de orgullo en lugar de miedo.

– Lesbiana -había dicho Melinda, pronunciando cada sílaba con especial cuidado-. Lesbiana, lesbiana. No significa leprosa.

Se lo había prometido en la cama una noche, mientras los brazos de Melinda la rodeaban y sus largos, espléndidos y sabios dedos espoleaban su deseo. Y acababa de pasar las últimas treinta y dos horas en su casa de Oxford, padeciendo las consecuencias. Estaba agotada.

Se detuvo ante la puerta de su habitación, situada en la última planta, y buscó las llaves en el bolso. Era la hora de la cena oficial (había faltado a la comida), y aunque pensó por un momento en ponerse la toga y reunirse con los demás, desechó la idea. No tenía ganas de ver ni hablar con nadie.

Por esa razón en concreto, cuando abrió la puerta aún se deprimió más. Melinda se acercó a ella. Tenía un aspecto excelente, descansado, y se había lavado poco antes su espeso cabello color siena, que rodeaba su cara formando una masa ondulante de rizos naturales. Rosalyn observó de inmediato que no iba vestida con su uniforme habitual, a saber, falda larga hasta la pantorrilla, botas, jersey y bufanda, sino que llevaba pantalones de lana, jersey de cuello cisne y un abrigo de seda largo hasta los tobillos, todo ello de color blanco. Daba la impresión de ir vestida para una celebración. De hecho, parecía una novia.

– Has vuelto -dijo. Se detuvo junto a Rosalyn, cogió su mano y depositó un beso en su mejilla-. ¿Cómo ha ido? ¿Le ha dado a mamá una apoplejía? ¿Transportaron a papá al hospital aquejado de dolores en el pecho? ¿Te gritaron «tortillera», o un contenido «pervertida»? Venga, dímelo. ¿Cómo ha ido?

Rosalyn dejó caer la mochila al suelo. Notó que la cabeza le dolía, pero no recordaba desde cuándo.

– Fue -respondió.

– ¿Eso es todo? ¿Nada de rabietas? ¿Nada de «¿Cómo has podido hacer eso a tu familia?»? ¿Nada de amargas acusaciones? ¿No te preguntaron qué iban a pensar la abuelita y las tías?

Rosalyn intentó borrar de su mente el recuerdo de la cara de su madre y la expresión confusa que se había pintado en sus facciones. Deseaba olvidar la tristeza que nubló los ojos de su padre, pero sobre todo ansiaba desembarazarse del sentimiento de culpa surgido al darse cuenta de que sus padres habían intentado controlar sus sentimientos al respecto, consiguiendo que Rosalyn aún se sintiera mucho peor.

– Yo había pensado que se iba a producir una terrible escena entre vosotros -dijo Melinda con una sonrisa irónica-. Estirones de pelo, llanto y crujir de dientes, la culpa indispensable, por no mencionar predicciones sobre tu condenación y castigo en las llamas del infierno. La típica reacción de la clase media. Pobre querida, ¿te maltrataron mucho?

Rosalyn sabía que Melinda había revelado la verdad a su familia cuando tenía diecisiete años, con su habitual estilo distendido, durante la cena de Navidad, entre los bizcochos y el budín. Rosalyn había escuchado la historia montones de veces:

– A propósito, soy homosexual, por si alguien está interesado.

No fue el caso, pero la familia de Melinda era así. Por eso no tenía ni idea de lo que significaba ser hija única de unos padres que soñaban, entre otras cosas, con un yerno, nietos y la frágil continuidad de la familia por un tiempo más.

– ¿Apretó mamá todos los botones de la culpabilidad? Supongo que sí, y supongo que te lo esperabas. Te dije lo que debías contestar cuando te soltara algo en la línea de «¿qué será de nosotros?». Si lo hiciste, tu madre habrá…

– No tengo ganas de hablar de ello, Mel -dijo Rosalyn. Se arrodilló, abrió la mochila y empezó a sacar las cosas. Apartó a un lado las «golosinas» de su madre.

– Te habrán dado una buena paliza, pues. Ya te dije que me dejaras ir contigo. ¿Por qué no quisiste? Habría podido con los dos. -Se agachó a su lado. Olía bien-. No te… No te habrán pegado, ¿verdad, Ros? Dios mío, dime que tu padre no te golpeó.

– Por supuesto que no. Escucha, no quiero hablar de ello, y punto. Así de claro.

Melinda encajó un espeso mechón de pelo detrás de una oreja.

– Te arrepientes, ¿verdad?

– No.

– Sí. Había que hacerlo, pero deseabas evitarlo. Preferías que te creyeran una solterona. No querías dar el paso. No querías exponer la verdad.

– Eso no es cierto.

– O quizá confiabas en curarte. Despertarte una mañana y, ¡zas!, ser normal. Expulsar a Melinda de la cama y dejar sitio a algún tío. Papá y mamá no se enterarían de nada.

Rosalyn levantó la vista. Vio que los ojos de Melinda brillaban y que sus mejillas se habían teñido de carmín. Siempre la intrigaba que una mujer tan bella e inteligente fuera al mismo tiempo tan insegura y miedosa.

– No pienso abandonarte, Melinda.

– Te gustaría un hombre, ¿verdad? Ojalá pudieras conseguir uno. Si pudieras ser normal. Te gustaría. Lo preferirías. ¿No es cierto?

– ¿Y a ti? -preguntó molesta Rosalyn. Se sentía terriblemente cansada.

Melinda lanzó una carcajada, aguda y sonora.

– Los hombres solo sirven para una cosa y ni siquiera los necesitamos ya para eso. Basta con conseguir un donante y puedes fecundarte en el lavabo de tu casa. Ya lo están haciendo. Lo he leído en algún sitio. Dentro de unos siglos, se producirán espermas en los laboratorios y los hombres se extinguirán.

Rosalyn sabía que era más prudente callar cuando el fantasma del abandono se cernía sobre Melinda. Estaba cansada y desanimada. Había soportado una sesión maratoniana de sentimiento de culpabilidad con sus padres, en especial para complacer a su amante, y se sentía como la mayor parte de la gente cuando descubre que ha sido manipulada con el fin de actuar de una forma que, en otras circunstancias, habría evitado: resentida.

– Yo no odio a los hombres, Melinda -contestó, sin pararse a reflexionar-. Nunca lo he hecho. Si tú los odias, es tu problema, pero no es el mío.

– Oh, los hombres son una pocholada. Todos son buenos chicos. -Melinda se levantó y caminó hacia el escritorio de Rosalyn. Cogió una hoja de papel naranja y la agitó-. Esto ha circulado hoy por toda la universidad. Te he guardado uno. Los hombres son así, Ros. Échale un vistazo, si tanto te gustan.

– ¿Qué es?

– Míralo.

Rosalyn se puso en pie, se frotó los hombros doloridos por la mochila y cogió la hoja. Era un panfleto. Entonces, vio el nombre impreso en grandes letras negras, bajo una fotografía granulosa: «Elena Weaver». Y luego otra palabra: «Asesinada».

Un escalofrío recorrió su espina dorsal.

– Melinda, ¿qué es esto?-preguntó.

– Lo que ha ocurrido aquí mientras mamá, papá y tú charlabais en Oxford.

Rosalyn se encaminó con el papel hacia la vieja mecedora. Contempló la fotografía, el rostro tan conocido, la sonrisa, el diente partido, la larga melena. Elena Weaver. Su principal competidora. Corría como un dios.

– Está en «Liebre y Sabuesos» -dijo Rosalyn-. Yo la conozco, Melinda. He estado en su habitación. He…

– La conocías, querrás decir.

Melinda le arrebató el papel, lo arrugó y lo tiró a la papelera.

– ¡No lo tires! ¡Déjame verlo! ¿Qué ha pasado?

– Ayer por la mañana fue a correr junto al río. Alguien la mató cerca de la isla.

– ¿Cerca de… la isla Crusoe? -Rosalyn notó que su corazón se aceleraba-. Mel, eso es…

Un recuerdo súbito, espontáneo, enredado en el tejido de su conciencia, como una sombra transformada en sustancia, como el fragmento de una canción.

– Melinda, he de llamar a la policía.

Melinda palideció, sin relación con el empleo que Rosalyn pretendiera dar a la información sobre Elena Weaver. La comprensión se abrió paso en su mente.

– La isla. Has corrido por esa zona durante este trimestre, ¿verdad? Justo junto al río. Como esa chica. Rosalyn, prométeme que no volverás a correr. Júralo, Ros. Por favor.

Rosalyn recogió su bolso del suelo.

– Vamonos -dijo.

Por lo visto, Melinda comprendió de repente la intención oculta tras la decisión tomada por Rosalyn de hablar con la policía.

– ¡No! -dijo-. Ros, si viste algo… Si sabes algo… Escúchame, no puedes hacerlo. Ros, si alguien descubre… Si alguien averigua que viste algo… Por favor, hemos de pensar en las consecuencias. Hemos de reflexionar sobre esto. Porque, si viste a alguien, quizá ese alguien también te vio a ti.

Rosalyn ya había llegado a la puerta. Se subió la cremallera de la chaqueta.

– ¡Rosalyn, por favor! -gritó Melinda-. ¡Reflexionemos!

– No hay nada que reflexionar -contestó Rosalyn, y abrió la puerta-. Quédate, si quieres. No tardaré.

– ¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer? ¡Rosalyn! Melinda corrió detrás de ella como una posesa.


Después de pasar por las habitaciones de Lennart Thorsson en St. Stephen y descubrir que no había nadie, Lynley se dirigió en coche a casa del profesor, en las inmediaciones de Fulbourn Road. Se encontraba en una zona que no respondía a la imagen marxista y canaille de Thorsson, porque el pulcro edificio de ladrillo, con su impecable tejado, estaba en una urbanización relativamente nueva, en una calle llamada Ashwood Court. Dos docenas de casas de un diseño similar surgían en lo que tiempo atrás habían sido tierras de cultivo. Cada una tenía una extensión de césped delante, un jardín vallado en la parte posterior y un árbol raquítico, tal vez plantado con la esperanza de crear un barrio que respondiera a las expectativas de los nombres de calles elegidos por el constructor: Maple Close, Oak Lane, Paulownia Court. *

Lynley había esperado encontrar la residencia de Thorsson en un entorno más acorde con la filosofía política que pregonaba; tal vez en las casas cercanas a la estación ferroviaria, o en un piso mal iluminado situado sobre algún comercio de la ciudad. Desde luego, no esperaba localizar su dirección en un barrio de clase media, con las calles y caminos particulares invadidos por Metro y Fiesta, y de calzadas tomadas por triciclos y juguetes.

La casa de Thorsson, en el extremo oeste del callejón sin salida, era idéntica a la de su vecino, dispuesta en ángulo respecto a la otra casa; cualquiera que mirara desde una ventana delantera, estuviera arriba o abajo, observaría sin obstáculos los movimientos de Thorsson. No resultaría difícil distinguir la llegada de la ida para alguien que mirara durante unos cuantos segundos. Por lo tanto, era imposible equivocarse respecto al apresurado regreso de Thorsson a su casa a las siete de la mañana.

No se veían luces en la casa del profesor desde la calle, pero Lynley tocó el timbre de la puerta varias veces. Sonó a hueco detrás de la puerta cerrada, como si la casa careciera de muebles o alfombras que absorbieran el sonido. Retrocedió y escudriñó las ventanas de arriba, por si detectaba signos de vida. No distinguió ninguno.

Volvió al coche y se quedó sentado unos momentos, pensando en Lennart Thorsson, examinando el barrio y reflexionando sobre la personalidad del hombre. Pensó en todas aquellas mentes jóvenes que escuchaban la versión de Shakespeare ofrecida por Thorsson, quien utilizaba una literatura con más de cuatrocientos años a cuestas para proclamar unas tendencias políticas que solo servían para disimular su frivolidad. En conjunto, una maniobra brillante. Coger una obra literaria tan conocida como las oraciones infantiles, elegir fragmentos aislados, elegir escenas aisladas, y extraer una interpretación que, examinada con minuciosidad, era de una miopía todavía mayor que la de aquellas que pretendía refutar. Por otra parte, Thorsson entregaba su material de una forma innegablemente seductora. Lynley se había dado cuenta durante el breve espacio de tiempo que había pasado en el aula de la facultad de Inglés. El compromiso del hombre con su teoría era palpable, su inteligencia irrefutable, y su postura lo bastante inconformista para alentar una camaradería con los estudiantes que, tal vez, no existía. ¿Qué joven resistiría la tentación de codearse con un rebelde?

Si este era el caso, ¿hasta qué punto era plausible la teoría de que Elena Weaver hubiera intentado seducirle, siendo rechazada, y hubiera presentado acusaciones falsas contra él para vengarse? ¿Y hasta qué punto era plausible la posibilidad contraria, que Thorsson se hubiera involucrado intencionadamente con Elena, descubriendo que no era una cabeza loca, sino una mujer con ideas muy claras?

Lynley contempló la casa, a la espera de respuestas, convencido de que todos los elementos del caso se reducían a un único hecho: Elena Weaver era sorda; se reducían a un único objeto: el módem.

Thorsson había estado en su habitación. Conocía la existencia del módem. Le habría bastado con efectuar la llamada a Justine Weaver que la disuadió de encontrarse con Elena por la mañana. Si Thorsson sabía que Elena corría con su madrastra. Si sabía utilizar el módem. Si otra persona con acceso a un módem no había hecho la llamada. Si tal llamada, en definitiva, se había producido.

Lynley puso en marcha el Bentley, condujo despacio por las calles de la urbanización y reflexionó sobre la casi instantánea antipatía nacida entre la sargento Havers y Lennart Thorsson. La intuición de Havers no solía fallar en lo relativo a la hipocresía de los hombres, y no era xenófoba en absoluto. No había necesitado ver la casa de Thorsson en las afueras para descubrir su grado de afectación. Su interpretación de Shakespeare confirmaba este punto. Y Lynley la conocía lo bastante bien para saber que, tras haber comprobado que Thorsson no se encontraba en su casa a primera hora de la mañana anterior, ardería en deseos de acribillarle a preguntas en la sala de interrogatorios de Sheehan en cuanto regresara a Cambridge por la mañana. Y eso ocurriría, tal como le dictaba el deber policial, a menos que él descubriera algo más.

A pesar de que los datos acumulados hasta el momento señalaban a Thorsson, Lynley desconfiaba de la facilidad con que todas las piezas encajaban. Sabía por experiencia que el asesinato, a menudo, era un asunto bien planificado, en que la persona menos sospechosa era la culpable del crimen. También sabía, empero, que algunas muertes nacen en las regiones más oscuras del alma, por motivos mucho más complicados que los sugeridos por las evidencias preliminares. Y como los hechos y los rostros de este caso en particular entraban y salían de su campo de conciencia, procedió a sopesar otras posibilidades, todas más complejas que las derivadas de eliminar a una muchacha porque estaba embarazada.

Gareth Randolph, sabedor de que Elena tenía un amante, y enamorado de ella al mismo tiempo. Gareth Randolph, con un módem en su despacho de Estusor. Justine Weaver, al corriente del comportamiento sexual de Elena. Justine Weaver, con un módem pero sin hijos propios. Adam Jenn, que veía con frecuencia a Elena a instancias de su padre, y cuyo futuro dependía del ascenso de Weaver. Adam Jenn, con un módem en el estudio del Patio de la Hiedra perteneciente a Anthony Weaver. Un estudio muy particular, considerando especialmente la breve visita de Sarah Gordon el lunes por la noche.

Giró al oeste y empezó el viaje de vuelta a Cambridge. Reconoció que, pese a las revelaciones del día, su mente volvía una y otra vez hacia Sarah Gordon. Le inquietaba.

Ya sabe por qué, habría dicho Havers. Ya sabe por qué aparece en sus pensamientos. Ya sabe a quién le recuerda.

No podía negarlo, ni dejar de admitir que, al finalizar el día, cuando estaba más cansado, solía perder la disciplina que mantenía su mente centrada en el trabajo. Al finalizar el día, era muy susceptible a todo (y a todo el mundo) que le recordara a Helen. Ya hacía casi un año que le ocurría. Y Sarah Gordon era esbelta, era morena, era sensible, era inteligente, era apasionada. De todos modos, se dijo, las cualidades que compartía con Helen no eran los únicos motivos por los que pensaba en ella, cuando en este momento el móvil y la oportunidad apuntaban directamente a Lennart Thorsson.

Existían otros motivos que impedían eliminar a Sarah Gordon, tal vez no tan apremiantes como los que acusaban a Thorsson, pero seguían existiendo, presentes en su mente.

Se está autoconvenciendo, diría Havers. Está construyendo un caso sobre motas de polvo.

Pero no estaba tan seguro.

No le gustaba la aparición de coincidencias en plena investigación criminal y, pese a las protestas de Havers, consideraba una coincidencia la presencia de Sarah Gordon en el lugar del crimen y su presencia aquella misma noche en el Patio de la Hiedra. Además, no podía olvidar el hecho de que conocía a Weaver. Le había dado clases… en privado. Le llamaba Tony.

Muy bien, se acostaban juntos, habría dicho Havers. Lo hacían cinco veces a la semana. Lo hacían en todas las posiciones conocidas por la humanidad y algunas otras que habían inventado. ¿Y qué, inspector?

El aspira a la cátedra Penford, Havers.

Ah, habría exclamado la mujer. Pongamos un poco de orden. Anthony Weaver dejó de tirarse a Sarah Gordon (si es que se la tiraba, para empezar), porque tenía miedo de perder la cátedra si alguien les descubría. Por lo tanto, Sarah Gordon mató a su hija. No a Weaver, quien merece probablemente que pongan fin a sus desdichas, si es tan capullo como parece, sino a su hija. Espléndido. ¿Cuándo lo hizo? ¿Cómo lo llevó a cabo? No llegó a la isla hasta las siete de la mañana, y la chica ya estaba muerta a esa hora. Muerta, inspector, fría, fiambre, kaput, muerta. ¿Por qué piensa en Sarah Gordon, pues? Dígame, por favor, porque me estoy poniendo nerviosa; usted y yo ya nos hemos visto antes en una tesitura similar.

No podía encontrar una respuesta que Havers considerara aceptable. Argumentaría que cualquier investigación de Sarah Gordon en este punto equivalía, en la realidad o en la fantasía, a perseguir a Helen. No aceptaría su curiosidad esencial por la mujer, ni apoyaría su inquietud ante las coincidencias.

Pero Havers no estaba con él ahora, y no podía oponerse a sus planes. Quería saber más cosas sobre Sarah Gordon, y sabía dónde encontrar a alguien que tenía acceso a los datos. En Bulstrode Gardens.

Muy conveniente, inspector, habría soltado Havers.

Dobló a la derecha por Hills Road y despidió a la presencia espectral de su sargento.

Llegó a la casa a las ocho y media. Las luces de la sala de estar se veían encendidas, y se filtraban por las cortinas como hebras de encaje que caían sobre el semicírculo del camino particular y arrancaban reflejos del metal plateado de un diminuto camión que yacía de costado y al que le faltaba una rueda. Lynley lo recogió y tocó el timbre.

Al contrario que la noche anterior, no se oyeron gritos de niños. Transcurrieron unos segundos de silencio, y en ese período escuchó el tráfico que pasaba por Madingley Road y percibió el acre olor de la hojarasca que quemaba algún vecino cercano. Después, alguien descorrió el cerrojo y la puerta se abrió.

– Tommy.

Curioso, pensó. ¿Durante cuántos años le había recibido ella de la misma manera, solo pronunciando su nombre? ¿Por qué nunca había dejado de notar lo mucho que significaba para él escuchar la cadencia de su voz cuando lo decía?

Le tendió el juguete. Aparte de la rueda extraviada, reparó en que la capota del camión estaba hundida, como si alguien lo hubiera machacado con un pedrusco o un martillo.

– Estaba en el camino particular.

Ella lo cogió.

– Christian. Temo que no se aplica mucho en lo tocante a cuidar las cosas. -Retrocedió un paso-. Adelante.

Lynley se quitó el abrigo sin esperar a que ella le invitara y lo colgó en un perchero de roten que había a la izquierda de la puerta. Se volvió hacia ella. Vestía un jersey color cerceta y una blusa gris ceniza debajo. El jersey estaba manchado en tres puntos distintos de lo que parecía salsa de tomate. Ella siguió su mirada.

– Christian otra vez. Tampoco se aplica mucho en el aspecto de cómo comportarse en la mesa. -Sonrió con cansancio-. Al menos, no ofrece falsas disculpas a la cocinera. Bien sabe Dios que nunca he pasado mucho tiempo en la cocina.

– Estás agotada, Helen -dijo Lynley.

Notó que su mano se levantaba como poseída de voluntad propia, y sus dedos rozaron la mejilla de Helen. Su piel estaba fría y suave, como la superficie tranquila de un manantial. Helen clavó los ojos en los suyos. La vena de su cuello se agitó.

– Helen -dijo, y experimentó la oleada de deseo que siempre surgía cuando realizaba el sencillo acto de pronunciar su nombre.

Ella se apartó de él y entró en la sala de estar.

– Ya están acostados, de modo que lo peor ha pasado ya. ¿Has comido, Tommy?

Lynley se dio cuenta de que aún tenía la mano levantada como para tocarla, y la dejó caer a lo largo del costado, sintiéndose como un idiota.

– No. Se me pasó la hora de la cena.

– ¿Te preparo algo? -Echó un vistazo a su jersey-. Que no sean espaguetis, desde luego. De todos modos, no recuerdo que hayas tirado comida a la cocinera alguna vez.

– Últimamente no, al menos.

– Tenemos un poco de ensalada de pollo. Queda algo de jamón, y salmón ahumado, si te apetece.

– No quiero nada. No tengo hambre.

Helen continuó de pie junto a la chimenea. Un montón de juguetes estaban apoyados contra la pared. Un rompecabezas de Estados Unidos se balanceaba en la cumbre. Al parecer, alguien había roto el extremo sur de Florida. Desvió la vista hacia Helen y vio arrugas de cansancio bajo sus ojos.

Deseaba decir: «Ven conmigo, Helen, quédate conmigo», pero se limitó a murmurar:

– He de hablar con Pen.

Lady Helen abrió los ojos de par en par.

– ¿Con Pen?

– Es importante. ¿Está despierta?

– Creo que sí, pero… -Dirigió una mirada de preocupación hacia la puerta y la escalera-. No sé, Tommy. Ha tenido un día malo. Los niños. Una pelea con Harry.

– ¿No está en casa?

– No. Otra vez. -Cogió la diminuta Florida, examinó los daños y encajó la pieza con las demás-. Es un lío. Están hechos un lío. No sé cómo ayudarla. No sé qué decirle. Ha tenido un hijo que no desea. Vive una vida que no soporta. Tiene unos hijos que la necesitan y un marido que se dedica a castigarla porque ella le castigó. Y mi vida es tan fácil, tan muelle comparada con las suyas… ¿Qué puedo decir, que no sea trivial, absurdo y absolutamente inútil?

– Solo que la quieres.

– El amor no basta. Ya sabes.

– Es lo único que hay, cuando profundizas. Es lo único auténtico.

– No seas tan simplista.

– Te equivocas. Si el amor fuera tan simple, no nos encontraríamos en este lío, ¿verdad? No nos tomaríamos la molestia de querer confiar nuestras vidas y nuestros sueños a la salvaguardia de otro ser humano. No seríamos vulnerables. No demostraríamos debilidad. No arriesgaríamos nuestros sentimientos. Dios sabe bien que nunca nos dejaríamos arrastrar por la fe ciega. Nunca nos rendiríamos. Mantendríamos el control. Porque, si perdemos el control, Helen, si lo perdemos un solo instante, solo Dios sabe qué vacío nos espera al otro lado.

– Cuando Pen y Harry se casaron…

Lynley se sintió invadido por la frustración.

– No estoy hablando de ellos. Lo sabes muy bien.

Se miraron fijamente. La anchura de la sala los separaba. Igual podía ser un abismo. De todos modos, él continuó hablando, si bien conocía la inutilidad de decir palabras que carecían de poder para impulsar alguna acción, pero las dijo, siempre necesitaba decirlas, olvidando cautela, dignidad y orgullo.

– Te quiero -dijo-. Me dan ganas de morir.

Aunque los ojos de Helen brillaron de lágrimas contenidas, su cuerpo se mantuvo rígido. Lynley sabía que no iba a llorar.

– Deja de tener miedo, por favor -dijo-. Solo eso.

Ella no contestó, pero tampoco apartó la vista, ni intentó salir de la sala. Las esperanzas de Lynley aumentaron.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Ni siquiera vas a decirme eso?

– Estamos bien donde estamos, y como estamos -dijo en voz baja-. ¿No te basta?

– No, Helen. No estamos hablando de amistad. No somos camaradas. No somos compinches.

– Lo fuimos una vez.

– Lo fuimos, pero no es posible volver atrás. Yo, al menos, no puedo hacerlo. Bien sabe Dios que lo he intentado. Te quiero. Te deseo.

Helen tragó saliva. Una solitaria lágrima escapó de un ojo, pero la secó rápidamente. Lynley creyó que se le iba a partir el corazón.

– Siempre creí que sería motivo de alegría, pero, sea lo que sea, no debería ser esto.

– Lo siento.

– No más que yo.

Desvió la vista. En la repisa de la chimenea, detrás de ella, había una foto de su hermana y su familia. Marido, mujer, dos hijos, la finalidad de la vida reproducida.

– De todos modos, necesito ver a Pen -dijo.

Ella asintió.

– Voy a buscarla.

Cuando Helen salió de la habitación, él se acercó a la ventana. Las cortinas estaban corridas. No había nada que ver. Contempló el dibujo floral del calicó, que se borró enseguida.

Aléjate de ello, se dijo con furia. Corta definitiva, permanentemente. Aléjate de ello.

Pero no podía. Era la gran ironía del amor. Que surgía como por ensalmo, que carecía de lógica, que siempre podía ser ignorado y rechazado, pero que, a la larga, siempre se pagaba el precio de dejarlo aflorar. Había sido testigo del amor y el rechazo en otras vidas, por lo general en mujeriegos y en hombres obsesionados por sus carreras. En tales casos, el corazón permanecía al margen, nunca se sentía dolor. ¿Por qué iba a ser de otra manera? Los mujeriegos solo deseaban la conquista momentánea. Los hombres de carrera solo aspiraban a las glorias de su trabajo. Ni el amor ni las penas los afectaban. Se alejaban sin mirar atrás ni una sola vez.

Su desgracia, si podía llamarlo así, consistía en no pertenecer a esa raza. En lugar de desear la conquista sexual o el éxito profesional, solo anhelaba la comunicación. Con Helen.

Las oyó en la escalera -murmullos, pasos lentos-, y se volvió hacia la puerta de la sala de estar. Sabía por Helen que su hermana no se encontraba bien, pero al verla se sintió impresionado. Sabía que tenía controlada la expresión cuando la mujer entró en la sala, pero sus ojos le traicionaron, por lo visto, porque Penélope esbozó una sonrisa pálida, como reconociendo una realidad no expresada, y pasó sus dedos por el cabello deslustrado y lacio.

– No me has pillado en mi mejor momento -dijo.

– Gracias por bajar a verme.

La pálida sonrisa, una vez más. Atravesó la habitación arrastrando los pies, con lady Helen a su lado. Se acomodó en una mecedora de mimbre y cerró el cuello de su bata rosa.

– ¿Te apetece algo? -preguntó- ¿Whisky? ¿Coñac?

Lynley negó con la cabeza. Lady Helen se acercó al extremo del sofá, el lugar más cercano a la mecedora, y se sentó en el borde, inclinada hacia delante, los ojos fijos en su hermana, las manos extendidas como para brindarle apoyo. Lynley escogió el sillón de orejas opuesto a Pen. Intentó concentrarse en sus ideas, sin hacer caso de los cambios operados en la mujer, qué significaban y cómo debían afectar a su hermana menor. Profundas ojeras, tez moteada, una expresión dolorida en la comisura de la boca. Cabello sucio, cuerpo sucio.

– Helen me ha dicho que has venido a Cambridge por un caso -dijo.

Le refirió los detalles esenciales del crimen. Mientras hablaba, Pen se mecía.

– Pero es Sarah Gordon quien me intriga -concluyó-. He pensado que tal vez pudieras contarme algo. ¿Has oído hablar de ella, Pen?

La mujer asintió. Sus dedos juguetearon con el cinturón de la bata.

– Ya lo creo. Durante bastantes años. El periódico local le dio mucha publicidad cuando se mudó a Grantchester.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace unos seis años.

– ¿Estás segura?

– Sí. Fue… -la sonrisa sin vida y un encogimiento de hombros-, antes de los niños, y yo trabajaba entonces en el Fitzwilliam. Restauración de cuadros. El museo le ofreció una calurosa recepción, así como una exposición de su obra. Harry y yo fuimos. Nos la presentaron, si es que aquello puede llamarse una presentación. Fue como si nos presentaran a la reina, aunque tuvimos esa sensación por culpa de los directores del museo. Recuerdo que Sarah Gordon era muy sencilla. Cordial, nada presuntuosa. No era la clase de mujer que esperaba conocer, considerando todo lo que había leído acerca de ella.

– ¿Es una artista tan importante?

– Hablando en términos generales, sí. Cada obra que crea es como un comentario social, lo cual favorece su buena prensa. Cuando la conocí, acababan de nombrarla M.B.E. o O.B.E., * no recuerdo qué. Había pintado un retrato de la reina que fue bien acogido por los críticos… Algunos la llamaron «la conciencia de la nación», o una tontería semejante. Realizó varias exposiciones en la Academia Real, con gran éxito. La consideraban como la nueva estrella del arte.

– Interesante -dijo Lynley-, porque no es lo que podríamos llamar una artista moderna, ¿verdad? Yo diría que la nueva estrella del mundo artístico tendría que explorar nuevos territorios, pero he visto su obra, y no da la impresión de que vaya por ese camino.

– ¿Te refieres a pintar latas de sopa? -Pen sonrió-. ¿O a dispararse en el pie, convertir el acontecimiento en una película y llamar a eso representación artística?

– En último extremo, supongo.

– Más importante que lanzar la moda del momento es poseer un estilo que satisfaga las preferencias emocionales de coleccionistas y críticos, Tommy. Como las piezas para el carnaval de Venecia de Jurgen Gorg, los primeros lienzos fantasiosos de Peter Max, o el arte surrealista de Salvador Dalí. Si un artista posee estilo personal, cuenta con una gran ventaja. Si ese estilo recibe el reconocimiento internacional, su carrera está hecha.

– ¿Como la suya?

– Yo diría que sí. Su estilo es personal, concreto, muy definido. Por lo visto, ella misma muele sus pigmentos, cual moderno Botticelli, o al menos lo hacía en otro tiempo, así que los colores de sus óleos también son maravillosos.

– Comentó que había sido una purista en el pasado.

– Siempre ha sido una característica de su personalidad. Y tiene la ventaja de vivir aislada. No en Londres, sino en Grantchester. El mundo va a buscarla. Ella no va a buscar al mundo.

– ¿Nunca trabajaste con sus telas cuando estabas en el museo?

– No era necesario. Su obra es reciente, Tommy. No precisa restauraciones.

– Pero has visto sus cuadros, recuerdas los detalles.

– Sí, claro. ¿Y qué?

– ¿Tiene relación su arte con lo ocurrido, Tommy? -preguntó lady Helen.

El detective concentró su atención en la alfombra marrón manchada que cubría parte del suelo.

– No lo sé. Dijo que no se dedicaba al arte desde hacía meses. Dijo que temía haber perdido la pasión de crear. La mañana del asesinato era el momento que había elegido para volver a pintar, o al menos a bosquejar. Era como una creencia supersticiosa. O pinto en este día y en este lugar, o abandono para siempre. Pen, si alguien que ha abandonado el arte, que ha perdido la inspiración, como si dijéramos, se enfrenta a enormes dificultades para regresar a su forma de expresión, ¿crees posible que concederá tamaña importancia al lugar donde pinta, a lo que pinta y al momento exacto en que pinta?

Penélope se removió en su silla.

– Es increíble que seas tan ingenuo. Pues claro que es posible. Hay gente que ha enloquecido por creer que ha perdido la capacidad de creación. Hay gente que se ha suicidado por eso.

Lynley alzó la cabeza. Vio que lady Helen le miraba. Las palabras de Penélope les habían conducido a la misma conclusión.

– ¿Han matado a alguien? -preguntó lady Helen.

– ¿A alguien que se interponía en su creatividad? -añadió Lynley.

– ¿Camille y Rodin? -dijo Penélope-. Se mataron mutuamente, ¿no? Al menos, de una forma metafórica.

– ¿Cómo pudo interponerse esa estudiante en la creatividad de Sarah Gordon? -preguntó lady Helen-. ¿Se conocían?

Lynley pensó en el Patio de la Hiedra, en cómo había utilizado Sarah el nombre de Tony. Meditó sobre todas las conjeturas que Havers y él habían desarrollado para explicar la presencia de Sarah Gordon en aquel lugar.

– Quizá no era la chica quien se interponía en su camino -dijo-. Quizá era su padre.

Antes de terminar la frase ya entrevió los argumentos contrarios a esa conclusión. La llamada a Justine Weaver, la certeza de que Elena corría, la cuestión del tiempo, el arma utilizada para golpearla, la desaparición del arma. Los puntos relevantes eran móvil, medios y oportunidad. Era indiscutible que Sarah Gordon carecía de ellos.

– Mencioné a Whistler y Ruskin mientras hablaba con ella -dijo en tono pensativo-. Reaccionó fervientemente. Es posible que su fracaso creativo durante el último año se deba a los ataques de algún crítico.

– Es posible, si recibió malas críticas -dijo Penélope.

– ¿Las recibió?

– Nada importante, que yo sepa.

– ¿Qué paraliza el flujo de creatividad, Pen? ¿Qué coarta la pasión?

– El miedo.

Lynley miró a lady Helen. Esta bajó la vista.

– ¿Miedo de qué?

– Del fracaso. Del rechazo. De ofrecer algo de sí mismo a alguien, al mundo, y verlo hecho añicos. Supongo que eso lo lograría.

– ¿Le ocurrió a ella?

– No, pero eso no significa necesariamente que no tema la eventualidad. El éxito atemoriza a mucha gente.

Penélope miró hacia la puerta cuando, en la cocina, el motor de la nevera tosió y zumbó. Se levantó. La mecedora osciló un momento más.

– Hacía un año, como mínimo, que no pensaba en arte. -Se apartó el pelo de la frente y sonrió a Lynley-. Qué extraño. Me ha gustado mucho hablar de ello.

– Tienes muchas cosas que decir.

– Antes, sí. -Se encaminó a la escalera y les indicó con un gesto que no se levantaran-. Voy a ver cómo está la niña. Buenas noches, Tommy.

– Buenas noches.

Lady Helen no dijo nada hasta que los pasos de su hermana sonaron en el pasillo de arriba, hasta que una puerta se abrió y cerró. Después, se volvió hacia Lynley.

– Ha sido estupendo para ella. Debías saber que la beneficiaría. Gracias, Tommy.

– No. Puro egoísmo. Quería información. Pensé que Pen me la podría proporcionar. Eso es todo, Helen. Bueno, no exactamente. Quería verte. Es algo imposible de remediar.

Lady Helen se levantó. Él la imitó. Se dirigieron hacia la puerta principal. Lynley extendió la mano hacia su abrigo, pero se volvió hacia ella impulsivamente antes de descolgarlo.

– Miranda Webberly toca en un concierto de jazz mañana por la noche en Trinity Hall -dijo-. ¿Quieres venir? -Cuando ella miró hacia la escalera, Lynley prosiguió-. Solo unas horas, Helen. Pen podrá arreglárselas sola. O, si no, trataremos de localizar a Harry en Emmanuel, o enviar a un agente de Sheehan. Pensando en Christian, esa es la mejor posibilidad. ¿Vendrás? Randy toca la trompeta fenomenal. Según su padre, se ha convertido en la versión femenina de Dizzy Gillespie.

Lady Helen sonrió.

– Muy bien, Tommy. Sí, iré.

Los ánimos de Lynley mejoraron al instante, pese a la probabilidad de que ella le estuviera complaciendo para demostrarle su gratitud por haber mitigado la depresión de Pen, siquiera durante unos minutos.

– Estupendo -dijo-. Quedamos a las siete y media. Yo sugeriría que, de paso, fuéramos a cenar, pero no quiero tentar mi suerte.

Descolgó el abrigo del perchero y se lo puso en los hombros. El frío no le importunaría. Un momento de esperanza parecía suficiente protección contra lo que fuera.

Ella adivinó sus sentimientos, como siempre.

– Solo es un concierto, Tommy.

Lynley no dejó de captar el significado de la frase.

– Lo sé. Además, es imposible ir a Gretna Green y volver a tiempo de hacerle el desayuno a Christian, ¿verdad? Y, aunque pudiéramos, cometer la locura delante del herrero local no me parece la forma más adecuada de casarse, de modo que estás relativamente a salvo. Por una noche, al menos.

La sonrisa de Helen se ensanchó.

– Eso me tranquiliza enormemente.

Él acarició su mejilla.

– Bien sabe Dios que solo deseo tu tranquilidad, Helen.

Esperó su próximo movimiento y se permitió por un momento sentir la fuerza de su deseo. Lady Helen ladeó la cabeza unos centímetros y apretó la mejilla contra su mano.

– Esta vez no fracasarás -dijo Lynley-. Conmigo, no. No te dejaré.

– En el fondo -contestó ella-, te quiero.

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