Capítulo 11

Lynley experimentó cierta tranquilidad cuando localizó a Gareth Randolph en las oficinas de Estusor, la extraña sigla con que se bautizaba en la universidad de Cambridge a la Asociación de Estudiantes Sordos. Lo había buscado en sus habitaciones del Queen's College, y de allí le dirigieron a Fenners, el pabellón deportivo de la universidad, donde el equipo de boxeo se entrenaba dos horas al día. Al llegar al más pequeño de los dos gimnasios le asaltaron los olores, particularmente intensos, a sudor, cuero mojado, cinta atlética, tiza y uniformes de entrenamiento sucios. Lynley preguntó a un peso pesado del tamaño de un camión, el cual señaló con su enorme puño en dirección a la salida y dijo que «el gallo» (en referencia al peso gallo de Gareth, al parecer) estaba sentado junto a los teléfonos de Estusor, a la espera de alguna llamada sobre la pájara que habían asesinado.

– Era su mujer -dijo el peso pesado-. Lo está pasando fatal.

Y descargó sus puños como arietes sobre el saco de arena que colgaba del techo, con tal fuerza que el suelo pareció temblar bajo sus pies.

Lynley se preguntó si Gareth Randolph era un luchador destacado en su clase. Reflexionó sobre esta cuestión mientras caminaba hacia Estusor. Anthony Weaver había lanzado acusaciones contra el muchacho que no podía dejar de comparar con el informe de la policía de Cambridge proporcionado a Havers: el arma con la que habían golpeado a Elena no había dejado la menor huella.

Estusor estaba alojada en el sótano de la biblioteca de Peterhouse, no lejos del Centro de Graduados de la universidad, al pie de Little St. Mary's Lane, apenas a dos manzanas del Queen's College, donde Gareth Randolph vivía. Las oficinas se encontraban ubicadas al final de un pasillo de techo bajo, iluminado por brillantes globos de luz. Existían dos medios de acceso, uno por la sala Lubbock, en la planta baja de la biblioteca, y otro desde la calle que corría por la parte posterior del edificio, a unos cincuenta metros del puente peatonal de Mili Lane, por el que Elena tuvo que correr la mañana de su muerte. En la puerta del despacho principal, de cristal opaco, se veían escritas las palabras «Estudiantes Sordos de la Universidad de Cambridge», y debajo la abreviatura «Estusor», sobre dos manos cruzadas con los dedos extendidos y las palmas hacia fuera.

Lynley había meditado largo y tendido sobre la manera de comunicarse con Gareth Randolph. Había acariciado la idea de llamar al superintendente Sheehan y preguntar si la policía de Cambridge contaba con algún intérprete. Nunca había hablado con un sordo y, a juzgar por lo que había averiguado durante las últimas veinticuatro horas, Gareth Randolph carecía de la facilidad de Elena para leer los labios, y de su dominio del lenguaje hablado.

Ya dentro del despacho, sin embargo, comprendió que los problemas se irían solucionando por sí solos. Una muchacha de tobillos nudosos, gafas, trenzas y un lápiz colgado detrás de la oreja estaba hablando con una mujer sentada ante el escritorio, sembrado de panfletos, papeles y libros. Mientras parloteaba y reía, firmaba al mismo tiempo. Se volvió al oír el ruido de la puerta al abrirse. Aquí tengo a mi intérprete, pensó Lynley.

– ¿Gareth Randolph? -dijo la mujer sentada detrás del escritorio, en respuesta a la pregunta de Lynley y previo examen de su tarjeta de identificación-. Está en la sala de conferencias. Bernadette, ¿quieres…? Supongo que usted no firmará, inspector -insinuó a Lynley.

– No.

Bernadette se ajustó mejor el lápiz detrás de la oreja, sonrió con timidez ante esta exhibición de vanidad, y dijo:

– Estupendo. Acompáñeme, inspector. Vamos a ver qué pasa.

Le guió de vuelta por donde Lynley había venido y, a continuación, por un pasillo corto, cuyo techo estaba surcado por tuberías pintadas de blanco.

– Gareth se ha pasado aquí casi todo el día -explicó-. No lo lleva muy bien.

– ¿Lo del asesinato?

– Flipaba por Elena. Todo el mundo lo sabía.

– ¿Conocía usted a Elena?

– Solo de vista. Los demás -extendió los codos como para abarcar toda la zona y, probablemente, a los miembros de Estusor- necesitan que, en ocasiones, les acompañe un intérprete a las clases, para no perderse nada importante. Ese es mi trabajo, por cierto. Me saco un dinero extra para sobrevivir durante el trimestre. De paso, asisto a clases muy interesantes. La semana pasada estuve en una conferencia de Stephen Hawking. No vea lo difícil que me resultó traducirla en signos. Alucines astrofísicos. Era como un idioma extranjero.

– Me lo imagino.

– El aula estaba tan silenciosa como si Dios fuera a aparecer de un momento a otro. Y cuando terminó, todo el mundo se puso en pie y aplaudió… -Se rascó la nariz con el dedo índice-. Es un ser muy especial. Tuve ganas de llorar.

Lynley sonrió. Le caía bien la muchacha.

– Pero nunca interpretó para Elena Weaver…

– Ella no utilizaba intérpretes. Creo que no le gustaban.

– ¿Quería que la gente creyera que podía oír?

– No era eso. Creo que estaba orgullosa de saber leer los labios. Es muy difícil, sobre todo para alguien que ha nacido sordo. Mis padres, que son sordos los dos, solo saben leer «tres libras, por favor» y «sí», pero Elena era sorprendente.

– ¿Estaba muy comprometida con la Asociación de Estudiantes Sordos?

Bernadette arrugó la nariz con aire pensativo.

– No sabría decírselo. Será mejor que se lo pregunte a Gareth. Está ahí dentro.

Entraron en la sala de conferencias, de un tamaño no mayor al de un aula normal. Albergaba una mesa grande rectangular, cubierta de lino verde, a la que estaba sentado un joven inclinado sobre un cuaderno. Pelo lacio cuyo color recordaba a la paja mojada caía sobre su amplia frente y tapaba sus ojos. Mientras escribía, se detenía de vez en cuando para morderse las uñas de la mano izquierda.

– Espere un momento -dijo Bernadette. Abrió y cerró las luces de la puerta.

Gareth Randolph levantó la vista. Se puso poco a poco en pie y, entre tanto, recogió de la mesa un montón de pañuelos de papel usados, que convirtió en una bola. Lynley observó que era un muchacho alto, de tez pálida, en la que resaltaban marcas antiguas de acné juvenil. Iba vestido como la mayoría de los estudiantes, tejanos y una camiseta con la inscripción «¿Cuál es tu signo?», superpuesta sobre dos manos en el acto de realizar un gesto que Lynley no supo interpretar.

El chico no dijo nada hasta que Bernadette habló. Incluso entonces, sin apartar los ojos de Lynley, hizo un ademán para indicar a Bernadette que repitiera su primer comentario.

– Es el inspector Lynley de Scotland Yard -dijo la joven por segunda vez. Sus manos aletearon como veloces y pálidas palomas bajo su cara-. Ha venido a hablar contigo sobre Elena Weaver.

Los ojos del muchacho volvieron a posarse en Lynley. Le examinó de pies a cabeza. Contestó. Sus manos cortaron el aire con brusquedad. Bernadette tradujo al mismo tiempo.

– Aquí, no.

– Muy bien -dijo Lynley-. Donde él quiera.

Las manos de Bernadette tradujeron las palabras de Lynley, pero la joven habló al mismo tiempo.

– Hable a Gareth directamente, inspector. Háblele en segunda persona, no en tercera. De lo contrario, es muy frío.

Gareth leyó y sonrió. Respondió a Bernadette con gestos fluidos. La muchacha rió.

– ¿Qué ha dicho?

– Muy bien, Bernie. Aún haremos de ti una buena muda.

Gareth los condujo por el pasillo hasta un despacho carente de ventilación, al que un radiador proporcionaba excesivo calor. En su interior solo había espacio para un escritorio, estanterías metálicas en las paredes, tres sillas de plástico y una mesa chapada de abedul sobre la que descansaba un módem idéntico a los que Lynley había visto en otros sitios.

Lynley comprendió, en cuanto formuló la primera pregunta, que en este tipo de entrevistas llevaría las de perder. Como Gareth miraba las manos de Bernadette para leer las palabras de Lynley, no tenía oportunidad de captar ninguna expresión reveladora, por fugaz que fuera, si una pregunta le pillaba desprevenido. Para colmo, tampoco podría deducir nada de su tono de voz. Gareth contaba con la ventaja del silencio que definía su mundo. Lynley se preguntó cómo la utilizaría, si llegaba a hacerlo.

– He oído muchas cosas sobre su relación con Elena Weaver -dijo Lynley-. Por lo visto, fue el doctor Cuff, de St. Stephen, quien los puso en contacto.

– Por el bien de Elena -respondió Gareth, mediante secos y precisos ademanes-. Para ayudarla. Tal vez para salvarla.

– ¿Por mediación de Estusor?

– Elena no era sorda. Ese era el problema. Pudo serlo, pero no lo era. Ellos no se lo permitieron.

– ¿A qué se refiere? Todo el mundo dice…

Gareth compuso una expresión malhumorada y cogió un papel. Escribió con un rotulador verde las palabras «Sorda» y «sorda». Subrayó tres veces la S mayúscula y empujó el papel por encima del escritorio.

Bernadette habló mientras Lynley contemplaba las dos palabras. Sus manos incluyeron la conversación de Gareth.

– Lo que quiere decir, inspector, es que Elena era sorda con s minúscula. Era una minusválida. Todos los que vienen aquí, en especial Gareth, son Sordos con S mayúscula.

– ¿S de superior? -preguntó Lynley, recordando la conversación sostenida aquel mismo día con Justine Weaver.

Las manos de Gareth intervinieron.

– Superior no, pero sí diferente. ¿Cómo no íbamos a ser diferentes? Vivimos al margen del sonido, pero es mucho más que eso: la Sordera es una cultura. La sordera es una minusvalía. Elena era sorda.

Lynley señaló la primera de las dos palabras.

– ¿Deseaba que fuera Sorda, como usted?

– ¿Le gustaría que un amigo se arrastrara, en lugar de correr?

– Creo que no le comprendo.

Gareth empujó su silla hacia atrás. Rechinó desagradablemente sobre el suelo de linóleo. Se acercó a la librería y bajó dos grandes álbumes encuadernados en piel. Los tiró sobre el escritorio. En la portada de cada uno estaba escrito la sigla Estusor, y debajo el año.

– Esto es Sordera.

Gareth volvió a sentarse.

Lynley abrió uno de los álbumes al azar. Daba la impresión de ser un registro de las actividades en que habían participado estudiantes sordos durante el año anterior. Cada trimestre tenía una página identificadora, en la que se había escrito con excelente caligrafía «Otoño», «Cuaresma» y «Pascua».

El registro se componía de documentos escritos y fotografías. Abarcaba de todo, desde el equipo de fútbol americano de Estusor, cuyos seguidores golpeaban un enorme tambor para transmitirles su apoyo mediante vibraciones, hasta bailes celebrados con la ayuda de poderosos altavoces que transportaban el ritmo de la música de manera similar, pasando por meriendas campestres y reuniones en las que docenas de manos se movían al unísono, y docenas de rostros resplandecían de entusiasmo.

Bernadette se inclinó sobre el hombro de Lynley.

– Eso se llama hacer la ola, inspector.

– ¿Cómo?

– Cuando todo el mundo levanta las manos a la vez. Como una ola.

Lynley siguió examinando el volumen. Vio tres equipos de remo, dirigidos por timoneles que utilizaban pequeñas banderas rojas; un grupo de percusión compuesto de diez miembros, que utilizaban el movimiento de un metrónomo gigantesco para llevar el ritmo al unísono; sonrientes hombres y mujeres disfrazados que agitaban banderas con la leyenda «Rastrea y Dispara de Estusor»; un grupo de bailarines de flamenco, y otro de gimnastas. En todas las fotografías, los participantes se veían rodeados y apoyados por gente cuyas manos hablaban el lenguaje de la comunidad. Lynley devolvió el álbum.

– Es un grupo impresionante -dijo.

– No es un grupo. Es una forma de vida. -Gareth colocó el álbum en su sitio-La Sordera es una cultura.

– ¿Elena quería ser Sorda?

– No sabía lo que era ser Sorda hasta que llegó a Estusor. La enseñaron a pensar que sorda significaba minusválida.

– Esa no es la impresión que yo he obtenido -dijo Lynley-. Según tengo entendido, sus padres hicieron lo posible para que se adaptara al mundo de los que oyen. La enseñaron a leer los labios. La enseñaron a hablar. Me parece que en ningún momento se les ocurrió que sordo significaba minusválido, especialmente en el caso de su hija.

Las fosas nasales de Gareth se ensancharon.

– Nada, nada de eso -dijo, y sus manos subrayaron con vehemencia sus palabras-. No es posible adaptarse al mundo de los que oyen. Hay que acercar ese mundo a nosotros, demostrarles que somos personas tan buenas como ellas. Su padre quería que simulara oír, que leyera los labios como una buena chica. Que hablara como una buena chica.

– Eso no es un crimen. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo sonoro.

– Ustedes viven en un mundo sonoro. Los que no podemos oír lo llevamos muy bien. No queremos su mundo sonoro. Claro que usted es incapaz de creerlo, porque lo considera especial, en lugar de diferente.

Solo introducía mínimas variaciones en el tema que Justine Weaver había enunciado. Los sordos no eran normales. Ni tampoco la mayor parte del tiempo, los que gozaban del don de la audición, por el amor de Dios.

Gareth continuó.

– Nosotros, Estusor, estábamos con ella. Le dimos apoyo, comprensión, pero él no lo quiso. No quiso que ella nos conociera.

– ¿Su padre?

– Quería fingir que ella oía.

– ¿Qué opinaba Elena al respecto?

– ¿Cómo se sentiría usted si le obligaran a ser lo que no es?

Lynley repitió su anterior pregunta.

– ¿Quería ser Sorda?

– Ella no sabía…

– Comprendo que al principio no supiera qué significaba, que le fuera imposible comprender la cultura, pero, cuando lo entendió, ¿quiso ser Sorda?

– A la larga, lo habría deseado.

Era una respuesta esclarecedora. Los desinformados, una vez informados, no se adherían a la causa.

– Lo cual significa que se asoció a Estusor porque el doctor Cuff insistió. Porque era la única manera de evitar que la expulsaran.

– Al principio, fue así, pero luego empezó a acudir a las reuniones, a los bailes. Empezó a conocer a la gente.

– ¿Empezó a conocerle a usted?

Gareth abrió el cajón central del escritorio. Extrajo un paquete de chicle y desenvolvió una barra. Bernadette extendió la mano para llamar su atención, pero Lynley se lo impidió.

– Dentro de un momento levantará la vista -dijo.

Gareth se demoró más de un momento, pero Lynley pensó que debía resultarle más difícil al muchacho fijar los ojos en el papel de plata, mientras sus dedos trabajaban, que a él esperar su respuesta. Cuando levantó la vista por fin, Lynley dijo:

– Elena Weaver estaba embarazada de ocho semanas.

Bernadette carraspeó.

– Caramba -dijo-. Lo siento -se disculpó.

Sus manos transmitieron la información.

Los ojos de Gareth se desviaron hacia Lynley, y luego se clavaron en la puerta cerrada del despacho. Masticó el chicle con lentitud que pareció deliberada. El perfume dulzón de la goma invadió el aire.

Cuando contestó, sus manos se movieron con tanta lentitud como sus mandíbulas.

– No lo sabía.

– ¿No era su amante?

El joven negó con la cabeza.

– Según su madrastra, salía con alguien fijo desde diciembre del año pasado. Su calendario lo indica con un símbolo: un pez. ¿No era usted? Se la presentaron por esa época, más o menos, ¿verdad?

– La conocí, en efecto, por deseo del doctor Cuff, pero no fui su amante.

– Un tipo de Fenners dijo que ella era la mujer de usted.

Gareth sacó una segunda barra de chicle, la desenvolvió, convirtió en un tubo e introdujo en la boca.

– ¿La amaba?

Bajó la vista de nuevo. Lynley pensó en el montón de pañuelos de papel que había visto al entrar en la sala. Contempló una vez más la cara pálida del muchacho.

– No se llora a quien no se quiere, Gareth -dijo, aunque el joven no prestaba atención a las manos de Bernadette.

– Quería casarse con ella, inspector -dijo Bernadette-. Lo sé porque me lo dijo en una ocasión. Y…

Gareth alzó la vista, como si intuyera el tema de la conversación. Movió las manos con celeridad.

– Le estaba diciendo la verdad -transmitió Bernadette-. Le he dicho que querías casarte con ella. Sabe que la amabas, Gareth. Es obvio.

– En pasado. La amaba. -Los puños de Gareth se movieron sobre su pecho como si fueran a golpear-. Había terminado.

– ¿Cuándo terminó?

– Yo no le gustaba.

– Eso no es una contestación.

– Le gustaba otro.

– ¿Quién?

– No lo sé. Me da igual. Pensé que éramos una pareja, pero no. Eso es todo.

– ¿Cuándo se encargó Elena de aclararle la situación? ¿Hace poco, Gareth?

El joven compuso una expresión hosca.

– No me acuerdo.

– ¿El domingo por la noche, quizá? ¿Por eso discutió con ella?

– Santo Dios -murmuró Bernadette, aunque continuó traduciendo para Lynley.

– No sabía que estaba embarazada. No me lo había dicho.

– Pero sí lo del otro, lo del hombre que amaba. Se lo contó. Fue el domingo por la noche, ¿verdad?

– Inspector, no pensará que Gareth tenía algo que ver con… -saltó Bernadette.

Gareth se inclinó sobre el escritorio y cogió las manos de Bernadette. Realizó unos cuantos signos.

– ¿Qué dice?

– No quiere que yo le defienda. Dice que no hay motivo.

– Estudia ingeniería, ¿verdad? -preguntó Lynley. Gareth asintió-. El laboratorio de ingeniería está cerca de Fen Causeway, ¿no es cierto? ¿Sabía que Elena Weaver iba a correr por allí aquella mañana? ¿La vio correr alguna vez? ¿La acompañó?

– Piensa que la maté porque me rechazó. Piensa que estaba celoso. Se figura que la asesiné porque daba a otro tipo lo que no me daba a mí.

– Es un móvil bastante sólido, ¿no le parece?

Bernadette emitió una tímida protesta.

– Quizá la mató el tío que la dejó embarazada -continuó Gareth-. Quizá no la quería tanto como ella a él.

– Pero no sabe quién era…

Gareth meneó la cabeza. Lynley tuvo la clara impresión de que mentía, aunque en este momento no se le ocurría por qué Gareth Randolph iba a mentir sobre la identidad del hombre que había dejado a Elena embarazada, sobre todo si creía que también era su asesino. A menos que intentara saldar cuentas con el hombre a su estilo, a su debido tiempo. Y, como buen boxeador, la balanza se decantaría de su lado si pillaba a alguien por sorpresa.

Mientras Lynley daba vueltas a la idea, se dio cuenta de que otra razón podía explicar que Gareth no quisiera colaborar con la policía. Si estaba saboreando la muerte de Elena al mismo tiempo que la lloraba, ¿qué mejor manera de prolongar su goce que demorar la hora de entregar al criminal a la justicia? ¿Cuántas veces había creído un amante despechado que un crimen perpetrado por otro era exactamente lo que merecía la persona a la que amaba?

Lynley se puso en pie y cabeceó en dirección al muchacho.

– Gracias por dedicarme parte de su tiempo -dijo, y se volvió hacia la puerta.

En la parte interior de la puerta vio lo que no había podido observar al entrar en la habitación. Colgaba un calendario que mostraba todo el año. Por lo tanto, Gareth Randolph no había desviado los ojos hacia la puerta para evitar su mirada, cuando Lynley le había comentado el embarazo de Elena.


Había olvidado las campanas. También repicaban en Oxford cuando era estudiante, pero los años habían arrinconado el recuerdo. Cuando salió de la biblioteca de Peterhouse y regresó a St. Stephen, la resonante llamada a los fieles a las vísperas creó un telón sonoro, como unas antífonas, a lo largo y ancho de la ciudad. Pensó que este repicar de campanas era uno de los sonidos más alegres de la vida. Lamentó que el tiempo dedicado a la comprensión de la mentalidad criminal le hubiera empujado a olvidar el puro placer de un repique de campanas cuando sopla el viento de otoño.

Se concentró en el sonido, indiferente a todo lo demás, mientras pasaba frente al cementerio de la iglesia de Little St. Mary y se desviaba por Trumpington, donde los timbrazos de las bicicletas y el tintineo de sus engranajes mal engrasados se sumaron al estruendo del tráfico vespertino.

– Ve pasando, Jack -gritó un joven a un ciclista que se alejaba de un colmado-. Nos encontraremos en El Ancla. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Pasaron tres muchachas, enzarzadas en una acalorada discusión sobre «ese mamón de Robert». Las siguió una mujer de mayor edad, cuyos tacones altos repiqueteaban sobre la calzada, y que empujaba un cochecito de niño, cuyo ocupante lloraba a moco tendido. A continuación, apareció una silueta de sexo incierto, ataviada de negro. De entre los pliegues de su voluminoso abrigo y diversas bufandas surgían las notas quejumbrosas de Swing Low, Sweet Chariot, interpretada a la armónica.

Lynley no dejó de recordar todo el rato las encolerizadas palabras de Gareth, traducidas por Bernadette: «No queremos su mundo sonoro, pero no puede creerlo, ¿verdad?, porque piensa que es especial, en lugar de diferente».

Se preguntó si ahí residía la diferencia crucial entre Gareth Randolph y Elena Weaver. «No queremos su mundo sonoro.» Elena había aprendido a saber en todos los momentos de su vida que algo fallaba, por culpa de los esfuerzos bienintencionados pero tal vez mal enfocados de sus padres. Les habían enseñado a desear algo. ¿Cómo podía confiar Gareth en ganarla para un estilo de vida y una cultura que Elena, desde que nació, había aprendido a rechazar y superar?

Se preguntó cómo habría enfocado cada uno la situación: Gareth dedicado a su gente, esforzándose en integrar a Elena. Y Elena obedeciendo con resignación las directrices del director de su colegio. ¿Habría fingido interés por Estusor? ¿Habría fingido entusiasmo? En caso contrario, si experimentó desprecio, ¿qué efecto habría ejercido sobre un joven obligado por las circunstancias a integrarla en una sociedad tan extraña a todo cuanto la joven había conocido?

Lynley se preguntó qué tipo de culpa habría que imputar a los Weaver por los esfuerzos volcados en su hija. A pesar de que habían intentado crear una fantasía a partir de la realidad que rodeaba la vida de su hija, ¿no la habían proporcionado una forma de oír? Si este era el caso, si Elena se movía con relativa soltura en un mundo en el que Gareth se sentía un extraño, ¿cómo podría el muchacho reconciliarse con el hecho de que se había enamorado de alguien que no compartía ni su cultura ni sus sueños?

Lynley se detuvo ante la puerta del King's College. Divisó luces brillantes en el pabellón del conserje. Contempló la colección de bicicletas alineadas por doquier. Un joven estaba garrapateando algún anuncio en una pizarra situada junto a la puerta, mientras un grupo parlanchín de académicos togados se dirigía hacia la capilla a través del jardín, con ese aire de importancia que se dan los profesores de todos los Colleges cuando acceden al privilegio de pisar la hierba. Escuchó el eco continuado de las campanas. Great St. Mary, justo al otro lado de King's Parade, llamaba sin cesar a la oración. Cada nota se derramaba sobre el vacío de Market Hill, detrás de la iglesia. Cada edificio capturaba el sonido y lo devolvía a la noche. Escuchó, reflexionó. Sabía que era intelectualmente capaz de llegar a la raíz de la muerte de Elena Weaver, pero, a medida que el sonido continuaba expandiéndose en la noche, se preguntó si carecía de prejuicios para llegar a la raíz de la vida de Elena.

Contaminaba su trabajo con las concepciones propias de una persona que oía. No sabía cómo deshacerse de ellas (si era necesario) para discernir la verdad oculta tras el asesinato. De todos modos, sabía que solo llegando a comprender la visión que Elena tenía de sí misma podría llegar a comprender las relaciones que sostenía con los demás. Y de momento, dejando aparte todas las ideas previas centradas en la isla Crusoe, daba la impresión de que estas relaciones explicarían lo que le había ocurrido.

En el extremo más alejado de la parte norte del Patio Delantero, un rombo ámbar de luz se dibujó sobre la hierba cuando la puerta sur de la capilla del King's College se abrió lentamente. El viento transportó el lejano sonido de música de órgano. Lynley se estremeció, subió el cuello de su abrigo y decidió acercarse al College para asistir a las vísperas.

Un centenar de personas se había congregado en la capilla, donde el coro avanzaba por el pasillo y pasaba bajo la magnífica pantalla florentina, en la que había dibujados ángeles con trompetas levantadas. Precedía el coro un sacerdote que portaba una cruz y otro provisto de incienso, que perfumaba el aire helado de la capilla. Todo el mundo, incluida la congregación, quedaba empequeñecido por el impresionante interior de la capilla, cuyo techo en cúpula de abanico se alzaba sobre ellos en un intrincado despliegue de tracería, tachonada periódicamente por los fretados Beaufort y la rosa Tudor. La belleza resultante era austera y elevada, como el vuelo curvado de un pájaro jubiloso, pero recortado contra un cielo invernal.

Lynley tomó asiento en la parte posterior del presbiterio, desde donde podía meditar a distancia sobre La Adoración de los Magos, el lienzo de Rubens que hacía las veces de retablo de la capilla, suavemente iluminado sobre el altar principal. Uno de los Magos estaba inclinado hacia delante, con la mano extendida para tocar al niño, mientras la madre le ofrecía el bebé, como convencida de que no iba a sufrir el menor daño. Y sin embargo, en aquel preciso momento ya debía saber lo que le aguardaba. Ya debía presentir la pérdida que padecería.

Un solitario soprano, un niño tan menudo que su sobrepelliz colgaba a escasos centímetros del suelo, entonó las primeras notas de un Kyrie Eleison, y Lynley levantó los ojos hacia el vitral situado sobre el cuadro. La luz de la luna se filtraba a través del vitral y lo pintaba de un solo color, un azul profundo que se teñía de blanco en el borde externo. Aunque sabía y veía que el vitral reproducía la escena de la crucifixión, la única parte que la luna dotaba de vida era un rostro (soldado, apóstol, creyente o apóstata) cuya boca profería un aullido negro, expresión de un sentimiento que jamás se concretaría.

Vida y muerte, decía la capilla. Alfa y omega. Lynley se encontraba atrapado entre ambas e intentaba desentrañar el significado de las dos.

Cuando el coro empezó a salir al final de la ceremonia y la congregación se levantó, Lynley vio que Terence Cuff se encontraba entre los fieles. Estaba sentado en el extremo más alejado del coro. Se puso de pie y concentró su atención en el Rubens, las manos hundidas en los bolsillos de un abrigo de uno o dos tonos más oscuro que el gris de su cabello. La serenidad del hombre volvió a impresionar a Lynley cuando observó su perfil. Sus facciones no expresaban la menor huella de nerviosismo, como tampoco ninguna reacción a las presiones de su trabajo.

Cuando Cuff se volvió, no se sorprendió al descubrir que Lynley le estaba observando. Cabeceó a modo de saludo, abandonó su banco y se reunió con el inspector junto al tabique del presbiterio. Paseó la vista alrededor de la capilla antes de hablar.

– Siempre vuelvo a King's -dijo-. Dos veces al mes, como mínimo, al igual que un hijo pródigo. Aquí nunca me siento como un pecador en manos de un Dios colérico. Un transgresor de poca importancia, tal vez, pero jamás un auténtico bribón. ¿Qué Dios podría perseverar en su cólera, si alguien solicita su perdón en medio de tal esplendor arquitectónico?

– ¿Siente la necesidad de pedir perdón?

Cuff rió por lo bajo.

– He descubierto que siempre es una imprudencia admitir las propias fechorías en presencia de un policía, inspector.

Salieron juntos de la capilla. Cuff se detuvo ante la bandeja petitoria de latón contigua a la puerta, y dejó caer una moneda de una libra, que se estrelló ruidosamente entre una profusión de monedas de diez y quince. Después, salieron a la noche.

– De esta forma satisfago mis momentáneas necesidades de alejarme de St. Stephen -explicó Cuff, mientras rodeaban el extremo oeste de la capilla en dirección a Senate House Passage y Trinity Lane-. Mis raíces académicas están en King's.

– ¿Fue profesor del colegio?

– Hummm, sí. Ahora me sirve en parte como refugio y en parte como hogar, supongo. -Cuff indicó las agujas de la capilla, que se recortaban contra el cielo nocturno como sombras esculpidas-. Ese es el aspecto que deberían tener las iglesias, inspector. Nadie, desde los arquitectos góticos, ha sabido conmover tan bien con simples piedras. Cualquiera pensaría que el material es suficiente para eliminar la posibilidad de que alguien sienta algo al contemplar el edificio terminado, pero no es así.

Lynley se refirió al primer pensamiento expresado por su interlocutor.

– ¿Qué clase de refugio necesita el director de un College?

Cuff sonrió. A la escasa luz del anochecer, parecía mucho más joven que el día anterior, cuando apareció en su biblioteca.

– Uno que le proteja de las maquinaciones políticas, de las batallas entre personalidades, de las intrigas por ascender.

– ¿Todo dirigido hacia la selección para la cátedra Penford?

– Todo al servicio de una comunidad llena de eruditos cuyas reputaciones hay que conservar.

– Cuenta con un distinguido grupo que se encarga de la conservación.

– Sí. St. Stephen tiene suerte en ese sentido.

– ¿Forma parte de él Lennart Thorsson?

Cuff paró y se volvió hacia Lynley. El viento agitó su cabello y la bufanda color carbón que llevaba anudada alrededor del cuello. Ladeó la cabeza en señal de reconocimiento.

– Es usted muy observador.

Continuaron paseando por detrás de la antigua facultad de Derecho. Sus pasos despertaban ecos en el angosto sendero. Un chico y una chica estaban enzarzados en una violenta discusión en la entrada de Trinity Hall. La muchacha estaba apoyada contra la pared de sillería; tenía la cabeza echada hacia atrás y resbalaban lágrimas sobre sus mejillas. El chico hablaba en tono airado, con una mano apoyada junto a la cabeza de la muchacha y la otra sobre el hombro de esta.

– No lo comprendes -dijo ella-. Nunca tratas de comprender. Creo que ya no quieres comprender. Solo quieres…

– Siempre igual, ¿eh, Beth? Te comportas como si cada noche te la metiera.

Cuando Lynley y Cuff pasaron, la muchacha se llevó la mano a la cara.

– Siempre se reduce todo al mismo toma y daca -dijo Cuff en voz baja-. Tengo cincuenta años y todavía me pregunto por qué.

– Yo diría que es por culpa de los consejos que las mujeres reciben a lo largo de su adolescencia -respondió Lynley-. Protégete de los hombres. Solo quieren una cosa de ti, y en cuanto la consiguen, salen por piernas. No cedas ni un milímetro. No confíes en ellos. De hecho, no confíes en nadie.

– ¿Le diría esas cosas a su hija?

– No lo sé -confesó Lynley-. No tengo hijos. Me gusta pensar que la aconsejaría confiar solo en su corazón, pero siempre he sido un romántico en lo tocante a las relaciones.

– Una extraña predisposición, teniendo en cuenta su ocupación.

– Sí, ¿verdad?

Un coche se aproximó con parsimonia; su indicador señalaba que se dirigía hacia Garret Hostel Lane. Lynley aprovechó la oportunidad que le brindaban los faros para examinar el rostro de Cuff.

– El sexo es un arma peligrosa en un ambiente como este. Peligrosa para cualquiera que lo practique. ¿Por qué no me informó de las acusaciones de Elena Weaver contra Lennart Thorsson?

– Me pareció innecesario.

– ¿Innecesario?

– La chica ha muerto. Consideré inadecuado sacar a la luz algo no probado, algo que solo serviría para dañar la reputación de un profesor. A Thorsson ya le ha costado bastante ascender de categoría en Cambridge.

– ¿Porque es sueco?

– Una universidad no es inmune a la xenofobia, inspector. Me atrevería a decir que un profesor de Shakespeare inglés no habría necesitado salvar los obstáculos académicos que le han planteado a Thorsson durante diez años para demostrar su valía. A pesar de que realizó aquí su tesis doctoral.

– De todos modos, doctor Cuff, en la investigación de un asesinato…

– Haga el favor de prestarme atención. Thorsson no me cae especialmente bien. Siempre he tenido la sensación de que, en el fondo, es un mujeriego, y los hombres de esa clase nunca me han gustado. Sin embargo, es un gran experto en Shakespeare, aunque algo quijotesco, y tiene un sólido futuro por delante. Arrastrar su nombre por el barro a causa de algo indemostrable en este momento me pareció, y aún me parece, un esfuerzo infructuoso.

Cuff hundió ambas manos en los bolsillos del abrigo y se detuvo cuando llegaron a la puerta de St. Stephen. Dos estudiantes que salían corriendo le saludaron a gritos, y él respondió con un cabeceo. Siguió hablando, en voz baja, el rostro oculto por las sombras, dando la espalda a la puerta.

– Además, hay que pensar en el doctor Weaver. Si doy publicidad al asunto para que se lleve a cabo una investigación a fondo, ¿cree que Thorsson vacilará en arrastrar el nombre de Elena por el barro, con tal de defenderse? Si su carrera está en entredicho, ¿qué historia contará sobre el supuesto intento de Elena por seducirle, sobre la ropa que se ponía cuando acudía a sus evaluaciones, sobre su forma de sentarse, sobre lo que decía y cómo lo decía, sobre todo lo que hacía para llevárselo a la cama? Y puesto que Elena no podrá defenderse, ¿qué sentirá su padre? Ya la ha perdido. ¿Vamos a destrozar también su recuerdo? ¿Con qué fin?

– Sería más inteligente preguntarse de qué sirve callarlo todo. Imagino que prefiere ver en la cátedra de Penford a un profesor de aquí.

Cuff le miró directamente a los ojos.

– Sus insinuaciones son muy desagradables.

– Como el asesinato, doctor Cuff. Y no va a discutirme que un escándalo centrado en Elena Weaver provocará que el comité de selección de la cátedra Penford desvíe la vista en otra dirección. Al fin y al cabo, es la dirección más lógica.

– No están buscando lo más lógico, sino lo mejor.

– ¿Basando su decisión en…?

– En el comportamiento de los hijos del aspirante, no, desde luego, por monstruoso que sea.

Lynley extrajo sus conclusiones del adjetivo empleado por Cuff.

– Por lo tanto, no cree en realidad que Thorsson la acosara. Cree que ella se inventó esta historia porque él no se la tiró cuando ella quiso.

– No he dicho eso. Me he limitado a apuntar que no hay nada que investigar. Es la palabra de Thorsson contra la suya, y Elena ya no puede replicar.

– ¿Habló con Thorsson sobre las acusaciones antes de que la asesinaran?

– Por supuesto. Negó todas y cada una de sus acusaciones.

– ¿Cuáles eran, exactamente?

– Que él la intentó convencer de mantener relaciones sexuales, que efectuó avances físicos, tocándole los pechos, los muslos y las nalgas, que Thorsson la arrastró a conversaciones sobre su vida sexual y una mujer con la que se había relacionado tiempo atrás, y de las dificultades que esa mujer tuvo a causa del enorme tamaño de su erección.

Lynley enarcó una ceja.

– Un relato muy imaginativo para que sea producto de una muchacha, ¿no cree?

– En los tiempos que corren, no, pero da igual, porque era imposible demostrarlo. Si no aparecía otra chica que acusara de lo mismo a Thorsson, no podía hacer otra cosa que hablar con él y advertirle. Y eso fue lo que hice.

– ¿No se dio cuenta de que una acusación de acoso sexual era un móvil posible del asesinato? Si otras chicas le acusaran después de que Elena hubiera dado el primer paso, Thorsson se habría encontrado en graves problemas.

– Si hay otras chicas, inspector. Thorsson forma parte del profesorado inglés, y da clases en St. Stephen, desde hace diez años, sin que se haya visto relacionado con ningún escándalo. ¿Por qué esta acusación tan repentina? ¿Y por qué procede de esta muchacha en particular, lo bastante conflictiva para ser objeto de regulaciones específicas, con tal de impedir su expulsión?

– Una chica que terminó asesinada, doctor Cuff.

– No por Thorsson.

– Parece muy seguro de ello.

– En efecto.

– Elena estaba embarazada. De ocho semanas. Y ella lo sabía. Por lo visto, lo descubrió el día antes de que Thorsson la visitara en su habitación. ¿Qué deduce de estos datos?

Los hombros de Cuff se hundieron apenas. Se frotó las sienes.

– Dios mío -dijo-. No sabía que estaba embarazada, inspector.

– ¿Me habría hablado de las acusaciones por acoso sexual de haberlo sabido, o habría insistido en protegerle?

– Estoy protegiendo a los tres: a Elena, a su padre y a Thorsson.

– ¿Está de acuerdo conmigo en que hemos fortalecido el móvil de Thorsson para asesinarla?

– Si es el padre de la criatura.

– Usted no lo cree.

Cuff bajó la mano.

– Quizá no quiera creerlo. Quizá prefiera ver ética y moral donde no existen. Lo ignoro.

Pasaron bajo el portal, desde donde el pabellón del conserje vigilaba las idas y venidas de los miembros del College. Se detuvieron un momento. El conserje de noche había empezado su turno, y desde una habitación situada detrás del mostrador, que delimitaba su espacio laboral, un televisor vomitaba escenas de un telefilme norteamericano de policías, plagado de tiroteos y cuerpos que se desplomaban a cámara lenta, punteados por feroces acordes de guitarra eléctrica. Después, un largo y lento plano de la cara del héroe, que surgía de la niebla, inspeccionaba la carnicería y lamentaba su necesidad de ir por la vida en busca de la justicia. Y un fundido hasta la semana siguiente, cuando más cadáveres se amontonarían en nombre de la justicia y el espectáculo.

– Tiene un mensaje -dijo Cuff desde los casilleros donde había ido a buscar los suyos. Le tendió una hoja pequeña de papel, que Lynley desdobló y leyó.

– Es de mi sargento. -Levantó la vista-. El vecino más cercano de Lennart Thorsson le vio fuera de casa justo antes de las siete de la mañana de ayer.

– Eso no es un delito. Debió de madrugar para preparar el trabajo del día.

– No, doctor Cuff. Frenó el coche frente a su casa cuando el vecino descorría las cortinas del dormitorio. Volvía a casa. Desde otra parte.

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