Capítulo 13

– ¿Barbara? ¿Cariño? ¿Te has acostado ya? Porque las luces están apagadas y no quiero molestarte si duermes. Necesitas dormir. Sé que es la hora del primer sueño, pero, si aún estás levantada, he pensado que podríamos hablar de las Navidades. Es pronto, por supuesto, pero es mejor tener las ideas claras sobre qué invitaciones hay que aceptar y cuáles rechazar.

Barbara Havers cerró los ojos un momento, como si de esa forma pudiera enmudecer la voz de su madre. De pie junto a la ventana de su dormitorio, contempló el jardín trasero, donde un gato se deslizaba sobre la valla que separaba su propiedad de la que ocupaba la señora Gustafson. La atención del felino estaba concentrada en la confusión de malas hierbas que crecían donde en otro tiempo había una estrecha franja de césped. Iba a la caza de un roedor. El jardín debía estar infestado. Barbara le saludó en silencio. Acaba con ellos, pensó.

Un olor a humo de cigarrillo y capas de polvo se desprendía de las cortinas. En otro tiempo de algodón blanco y luminoso, bordado con ramos de nomeolvides, colgaban lánguidas y grises; las alegres flores azules, deprimidas por aquel fondo sombrío, habían perdido todo contraste. Parecían trozos de carbón tirados en un campo de cenizas negras.

– ¿Cariño?

Barbara oyó que su madre trotaba por el pasillo de arriba. Arrastraba las babuchas sobre el suelo desnudo. Sabía que debía contestarle, pero, en cambio, rezó para que, antes de que su madre llegara al dormitorio, centrara la atención en otra cosa. Tal vez en el dormitorio de su hermano que, si bien estaba vacío de sus posesiones desde hacía mucho tiempo, aún atraía lo bastante a la señora Havers para entrar en él y hablar con su hijo como si estuviera vivo.

Cinco minutos, pensó Barbara. Solo cinco minutos de paz.

Había llegado a casa varias horas antes, y encontrado a la señora Gustafson sentada muy erguida en una silla de la cocina al pie de la escalera, y a su madre en su dormitorio, acurrucada en el borde de la cama. La señora Gustafson, curiosamente, iba armada con el tubo del aspirador; su madre estaba perpleja y asustada, una figura temblorosa en la oscuridad, que había olvidado el simple arte de manipular las luces de su habitación.

– Hemos tenido una pequeña discusión. Quería encontrar a su marido -dijo la señora Gustafson cuando Barbara abrió la puerta. Su peluca gris se había inclinado un poco a un lado, y los rizos de la parte izquierda colgaban muy por debajo de la oreja-. Se puso a buscar a su Jimmy por toda la casa. Después, quiso salir a la calle.

Los ojos de Barbara se clavaron en el tubo del aspirador.

– No le pegué, Barbie -dijo la señora Gustafson-. Sabes muy bien que yo no pegaría a tu mamá. -Sus dedos se cerraron sobre el tubo y acariciaron la desgastada cubierta-. Cree que es una serpiente -explicó en tono confidencial-. Se porta bien cuando lo ve, querida. Solo lo muevo un poco. Con eso basta.

Por un momento, la sangre de Barbara se heló en sus venas. Se quedó inmóvil, incapaz de hablar. Se sintió atrapada entre dos necesidades contrapuestas. Se precisaban palabras y actos, administrar algún tipo de castigo a la vieja por su ciega estupidez, por recurrir al terror en lugar de a la flexibilidad. Pero, sobre todo, se requería apaciguarla, porque, si la señora Gustafson perdía la paciencia y renunciaba, la situación aún se complicaría más.

Por fin, asqueada de sí misma, alimentando todavía más su sensación de culpabilidad, tomó la decisión más sensata.

– Sé que es difícil cuando está confusa, pero, si usted la asusta, ¿no cree que aún se pone peor?

Se odió por el tono razonable que empleaba y por la súplica subyacente de comprensión y cooperación. Es tu madre, Barbara, se dijo. No estáis hablando de un animal. Daba igual. Estaba hablando de vigilancia. Hacía mucho tiempo que había renunciado ya a la calidad de vida.

– Un poco -reconoció la señora Gustafson-, por eso te telefoneé, querida, porque pensé que había perdido los pocos tornillos que le quedan. Ahora ya se encuentra bien, ¿verdad? No dice ni pío. Tendrías que haberte quedado en Cambridge.

– Pero me telefoneó para que volviera a casa.

– Sí, ¿verdad? Me dio un poco de pánico cuando se puso a llamar a Jimmy y no quiso beber el té, ni comer el estupendo bocadillo de huevo que le había preparado. Ahora está bien. Sube, echa un vistazo. Hasta es posible que esté descabezando un sueñecito. Como los niños pequeños. Se van durmiendo mientras lloran.

Lo que distaba mucho de informar a Barbara sobre lo ocurrido en casa durante las horas previas a su llegada. Solo que no se trataba de un bebé que lloraba hasta el agotamiento físico, sino de un adulto, cuyo agotamiento era producto de su mente.

Había encontrado a su madre encogida sobre la cama, con la cabeza apoyada en las rodillas y la cabeza vuelta hacia la cómoda próxima a la ventana. Cuando Barbara se acercó, vio que las gafas de su madre habían resbalado de su nariz y caído al suelo; sus pálidos ojos azules parecían más desvaídos de lo habitual.

– ¿Mamá? -preguntó.

No se decidió a abrir la luz de la mesita de noche, temerosa de asustar a su madre. Tocó la cabeza de la mujer. El tacto de su cabello era muy seco, como hebras de algodón en rama. Sería estupendo que se hiciera la permanente, pensó Barbara. A mamá le gustaría. Si no olvidaba dónde estaba en mitad de la sesión y trataba de huir de la peluquera, al ver su cabeza cubierta de rulos de colores cuyo propósito ya no comprendía.

La señora Havers agitó los hombros levísimamente, como si quisiera desembarazarse de un peso indeseable.

– Doris y yo hemos jugado esta tarde -dijo-. Ella quería tomar el té y yo echar una partidita de cartas. Discutimos un poco, pero al final hicimos las dos cosas.

Doris era la hermana mayor de su madre. Había muerto cuando era una adolescente, durante los bombardeos alemanes. No tuvo la cortesía de conceder a su familia el honor de haber sido eliminada por una bomba alemana. En cambio, tuvo un final poco glorioso, pero muy apropiado a una vida caracterizada por una insaciable voracidad. Se atragantó hasta morir con un trozo de cerdo comprado en el mercado negro, que había robado del plato de su hermano el domingo por la noche, cuando el muchacho se levantó de la mesa para sintonizar la radio porque Winston Churchill, como un salvador del país, iba a hablar.

Barbara había oído la historia muchas veces durante su infancia. «Mastica cada bocado cuarenta veces -repetía su madre-, o acabarás como tu tía Doris.»

– He de hacer los deberes de la escuela, pero no me gustan los deberes -prosiguió su madre-. Me he dedicado a jugar. A mamá no le gustará. Me hará preguntas, y no sabré qué decir.

Barbara se inclinó sobre ella.

– Mamá, soy Barbara. He vuelto a casa. Voy a encender la luz. No te asustarás, ¿verdad?

– Hay que apagar todas las luces, por los bombardeos. Hemos de ser precavidas. ¿Has corrido las cortinas?

– No pasa nada, mamá. -Encendió la lámpara y se sentó en la cama, al lado de su madre. Apoyó la mano sobre su hombro y le dio un leve apretón-. ¿Estás mejor, mamá?

Los ojos de la señora Havers se desviaron de la ventana hacia Barbara. Forzó la vista. Barbara recogió las gafas, limpió una gruesa mancha en un cristal con la pernera de su pantalón y se las volvió a poner.

– Tiene una serpiente -dijo la señora Havers-. No me gustan las serpientes, Barbie, y ha traído una. La saca, la sujeta y me dice lo que debo hacer. Dice que las serpientes se enroscan a tu alrededor. Dice que se meten dentro. Es muy grande, y si se mete dentro de mí, yo…

Barbara rodeó a su madre con el brazo. Se encogió para imitar la posición de su madre. Se quedaron frente a frente, con las manos apoyadas sobre las rodillas.

– No hay ninguna serpiente, mamá. Es el aspirador. Intenta asustarte, pero no lo hará si la obedeces. ¿Por qué no te portas bien?

El rostro de la señora Havers se ensombreció.

– ¿El aspirador? Oh, no, Barbie, era una serpiente.

– ¿De dónde sacaría una serpiente la señora Gustafson?

– No lo sé, cariño, pero tiene una. Yo la he visto. La coge y la agita.

– Ahora mismo la tiene en la mano, mamá. Abajo. Es el aspirador. ¿Quieres bajar conmigo y comprobarlo?

– ¡No! -Barbara notó que su madre se ponía rígida. Elevó el tono de voz-. No me gustan las serpientes, Barbie. No quiero que se me suba encima. No quiero tenerla dentro. No…

– Vale, mamá, vale.

Comprendió que no podía poner en pie de guerra contra la señora Gustafson las escasas entendederas de su madre. «Solo es el aspirador, mamá, la señora Gustafson no va a conseguir asustarte con eso» no serviría para mantener la frágil paz de la casa. Una paz demasiado volátil, sobre todo cuando dependía de la débil capacidad de su madre para permanecer anclada de la realidad.

Quiso decir: «La señora Gustafson es tan miedosa como tú, mamá, por eso se dedica a asustarte cuando te enfadas un poco», pero sabía que su madre no lo entendería. Calló, atrajo a su madre hacia sí y pensó con nostalgia en aquel estudio de Chalk Farm, donde se había quedado de pie bajo la falsa acacia y permitido unos instantes de soñar con la esperanza y la independencia.

– ¿Aún estás levantada, cariño?

Barbara se apartó de la ventana. La luz de la luna pintaba la habitación de plata y sombras. Dibujaba una franja sobre su cama y remolineaba alrededor de las patas del tocador. El espejo de cuerpo entero que colgaba sobre la puerta del armario empotrado donde guardaba la ropa («Fíjate, Jimmy -había dicho su madre-. ¡Qué bonito! Aquí no necesitamos ropero») reflejaba la luz y arrojaba un haz blanco hacia la pared opuesta. En ella había colgado un tablón de corcho cuando cumplió trece años. Serviría para desplegar todos los recuerdos de su adolescencia: programas de los teatros, invitaciones a fiestas, recordatorios de bailes escolares, una o dos flores secas. Durante los tres primeros años no albergó nada. Hasta que comprendió su inutilidad, si no clavaba algo más que sueños irreales. Por lo tanto, lo llenó con recortes de periódico, al principio artículos de interés humano sobre niños y animales, luego relatos intrigantes sobre actos de violencia sin demasiada importancia, y por fin columnas sensacionalistas centradas en asesinatos.

– Eso es impropio de jovencitas -había protestado su madre.

Tenía razón. Era impropio de jovencitas.

– ¿Barbie? ¿Cariño?

La puerta estaba entornada y Barbara oyó que su madre arañaba la hoja con los dedos. Si se mantenía en un silencio absoluto, sabía que tenía una pequeña posibilidad de que su madre se marchara. Sin embargo, lo consideró una crueldad innecesaria, teniendo en cuenta lo que había padecido aquel día.

– Estoy despierta, mamá -dijo-. Aún no me he acostado.

La puerta se abrió. La luz del pasillo acentuó la delgadez de la señora Havers. Sobre todo sus piernas, agujas humanas de rodillas y tobillos protuberantes, puestos de relieve por el hecho de que la bata era fruncida y el camisón demasiado corto. Entró a pasitos en la habitación.

– Hoy me he portado mal, ¿verdad, Barbie? La señora Gustafson iba a pasar la noche conmigo. Recuerdo que me lo dijiste esta mañana, ¿no? Te ibas a Cambridge. Si estás en casa, es que me he portado mal.

Barbara agradeció el momento de lucidez.

– Confundiste un poco las cosas -dijo.

Su madre se detuvo a pocos pasos de ella. Había logrado bañarse sola (tan solo fueron necesarias dos rápidas visitas de supervisión), pero no había triunfado igual en lo referente a los ritos posteriores, pues se había puesto tanta colonia que parecía rodearla como un aura psíquica.

– ¿Falta poco para Navidad, cariño? -preguntó la señora Havers.

– Estamos en noviembre, mamá, en la segunda semana de noviembre. No falta mucho para Navidad.

Su madre sonrió, obviamente tranquilizada.

– Pensaba que faltaba poco. Hace frío por Navidad, ¿no?, y hace frío desde hace algunos días, por eso pensé que faltaba poco para Navidad. Habrá muchas luces en la calle Oxford y bonitos escaparates en Fortnum y Mason. Veremos a Papá Noel hablando con los niños. Pensé que faltaba poco.

– Y tenías razón -contestó Barbara.

Se sentía tremendamente cansada. Daba la impresión de que tenía miles de alfileres clavados en los párpados. Al menos, parecía que de momento iba a librarse de su madre.

– ¿Preparada para ir a dormir, mamá?

– Mañana -dijo su madre. Cabeceó, como satisfecha de su decisión-. Lo haremos mañana, cariño.

– ¿Qué?

– Hablar con Papá Noel; decirle lo que quieres.

– Soy un poco mayor para ir a hablar con Papá Noel, y de todas formas debo volver a Cambridge por la mañana. El inspector Lynley continúa allí. No puedo dejarle tirado. Te acuerdas, ¿verdad? Tengo un caso en Cambridge. Lo recordarás, mamá.

– Y hemos de elegir las invitaciones y decidir los regalos. Mañana estaremos muy ocupadas. Ocupadas, ocupadas, ocupadas como abejas, hasta que empiece el nuevo año.

El respiro había sido muy breve. Barbara cogió a su madre por los huesudos hombros y empezó a sacarla poco a poco de la habitación. La mujer siguió parloteando.

– El regalo más difícil es el de papá, ¿verdad? Mamá no presenta problemas. Es tan golosa que siempre quedo bien regalándole chocolatinas, de esas que a ella le gustan. Papá es un problema. Dorrie, ¿qué le comprarás a papá?

– No lo sé, mamá. No tengo ni idea.

Avanzaron por el pasillo hasta llegar a la habitación de su madre, donde la lámpara en forma de pato que tanto adoraba estaba encendida sobre la mesita de noche. La señora Havers continuó hablando de la Navidad, pero Barbara desconectó, notando una opresión en el pecho.

La combatió diciéndose que había un propósito oculto detrás de tantas desdichas. La estaban poniendo a prueba. Era su Gólgota. Intentó convencerse de que, al menos, el día le había enseñado que no podía dejar a su madre por las noches con la señora Gustafson, y saber eso, teniendo en cuenta que había estado a punto de regresar a casa a toda velocidad, era mejor que…

Que ¿qué?, se preguntó. ¿Que si la hubieran obligado a regresar de unas vacaciones que nunca haría, de un lugar exótico que nunca vería, en compañía de un hombre que nunca conocería, entre cuyos brazos nunca yacería?

Desechó el pensamiento. Necesitaba volver a trabajar. Necesitaba concentrar sus pensamientos en cualquier otra cosa que no fuera esta casa de Acton.

– Tal vez -dijo su madre, mientras Barbara la tapaba y sujetaba las sábanas bajo el colchón, confiando en que interpretara el gesto como preocupación por su bienestar, en lugar de deseo por tenerla amarrada a la cama-, tal vez deberíamos irnos de vacaciones en Navidad, sin preocuparnos por nada. ¿Qué te parece?

– Una gran idea. ¿Por qué no piensas en ello mañana? La señora Gustafson te ayudará a repasar tus folletos.

El rostro de la señora Havers se nubló. Barbara le quitó las gafas y las dejó sobre la mesita.

– ¿La señora Gustafson? -dijo su madre-. ¿Quién es, Barbie?

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