Querida mía:
En este jubiloso día de fiesta familiar, anhelado por todos nosotros durante todo el año, te escribo, dulce y querida compañera de mi vida, para que sepas que, aunque no te sea materialmente posible estar presente, estás aquí entre nosotros más presente que el resto de los presentes. Presente hasta tal punto que Rosa, al poner la mesa, te ha reservado tu sitio de siempre (la idea ha sido suya, para ser sinceros), ha puesto el mantel de lino bordado, ese que compramos en aquel viaje a Málaga, y ha usado…, ¿a que no adivinas qué ha usado? Lo has adivinado: ha puesto precisamente la vajilla que el tío Enrico nos regaló por nuestra boda y que, por extraño que parezca, después de tantos años sigue intacta. O mejor dicho, ahora ya no. El bichillo de Tommaso, con el que hay que andar siempre con mil ojos porque no para un instante, ha roto una pieza, aunque la verdad es que se trata de bien poca cosa, ese cacharro minúsculo en forma de pétalo de rosa, cuya utilidad nunca llegamos a entender y que yo usaba como cenicero cuando teníamos invitados a cenar. Pero puesto que he dejado de fumar no me importa, y espero que no te importe a ti tampoco que Masino (he cogido la costumbre de llamarlo así, como llamábamos a nuestro Tommaso cuando era niño) haya roto ese estúpido cacharro cuyo uso nunca se entendió muy bien. ¿O te molesta? No, porque verás, si te molestara podría entenderte, es más, soy el primero en entenderlo, por mi parte sé muy bien lo mucho que te importan las cosas de familia, para ti representan la tradición, tus antepasados, y hasta el cacharro del tío Enrico puede simbolizar en cierto modo al tío Enrico, que en paz descanse. Es raro, en cambio, la poca importancia que siempre has dado a las joyas de la familia, aparte de la diadema, la que te obligué a llevarte contigo. Coge, por ejemplo, los pendientes de jade o el collar de amatistas de tu tía abuela Fenèl, siempre has dicho que eran joyas demasiado árabes, o egipcias, o turcas, en suma, que tenían demasiado aire oriental, así como tenían demasiado aire oriental tus tías abuelas, y acababas siempre por dejarlas en el joyero, aunque tuviéramos una velada importante, con la excusa de que las amatistas no te favorecían. Falso. Mira: nuestra nuera, tal vez pensando en que me haría ilusión, me ha pedido hoy permiso para ponerse precisamente el collar de amatistas, entre otras cosas tiene un color de ojos parecido al tuyo y le sentaban divinamente. Nuestra nuera, dicho sea de paso, es estupenda, creo que Tommaso no habría podido encontrar una mujer mejor. Hoy ha querido cocinar ella el plato principal (lo que no le ha sentado muy bien a Rosa, pero nuestra nuera, que es inteligente y lo coge todo al vuelo, le ha dejado preparar el segundo diciendo: Rosa, no entro más que cinco minutos en su reino), una receta desconocida para mí, y creo que para ti también (tengo la sospecha de que se trata de nouvelle cuisine, aunque ella haya jurado que es un plato tradicional de Campania), tagliatelle alla Positano. Ya sé que el mero nombre te molesta, porque te imaginas un grupito de pequeños esnobs, de esos que conocimos en algunos veraneos, del tipo pomelo por la mañana como desayuno, que además era ya mediodía, y después otra vez a la playa a dormir. Nada de eso. La salsa se hace con un huevo por cabeza (no hemos tenido en cuenta a Masino) batiendo claras y yemas, mezclándolas con parmesano rayado, rodajas de calabacín apenas fritas en aceite, una pizca de pimienta y una cucharadita de mantequilla. Parece ser que el truco consiste en no dejar que cueza el huevo cuando se vierte todo sobre la pasta hirviendo, hay que darle bien al cucharón y si quienes lo giran son dos, mejor. El día era espléndido, realmente un lunes de Pascua como es debido. La primera noticia del telediario, como es natural, ha sido la de los viajeros que debido a este puente de abril (como sabes, el martes tampoco se trabaja) se han desplazado en masa aprovechando estos días festivos, como siguen llamándolos en la televisión, como si no supieran que la palabra festivo viene de fiesta, regocijo, diversión, mientras que esos pobres desgraciados que se chupan kilómetros de atascos en las autopistas para freírse al sol durante un día en cualquier otra parte, más que invitados a una fiesta, me parecen galeotes. Pero el colmo del programa televisivo ha sido cuando la señora que presenta el telediario, una rubia llamativa de voz aguda, escote vertiginoso y procaces labios carmín, con la expresión de quien está rodando una escena de una película algo subida de tono, ha anunciado a los telespectadores: en un accidente en la autopista tal y tal se han visto envueltos ocho vehículos, tres de ellos se han incendiado y los pasajeros, siete personas en total, entre ellos un niño, han perecido carbonizados; por el momento no es posible conocer la identidad de las víctimas, entre otras cosas porque las matrículas se han derretido con el calor de las llamas, la policía está haciendo todo lo posible para poder llegar hasta sus familiares a través de la numeración de los chasis, que con todo no resultan fáciles de extraer del amasijo de chatarra. Y ahora, ha añadido, para continuar con nuestro telediario, les ofrecemos las espectaculares imágenes de las pruebas de un gran premio automovilístico que tuvieron lugar ayer en los Estados Unidos, donde también se registró un accidente asombroso, como pueden observar, pero por fortuna sin víctimas, el piloto salió ileso del vehículo, haciendo incluso la señal de la victoria con los dedos.
Así van las cosas por aquí, querida mía, hasta el extremo de que llego a envidiar el sitio en el que te encuentras. Vivimos realmente tiempos extraños. Hoy también, en la televisión, he visto un reportaje sobre no sé qué país africano azotado por una calamidad o por varias: se veían niños esqueléticos con el vientre enorme y la carita chupada casi totalmente ocupada por dos ojos enormes, y totalmente cubiertos de moscas. Y un poco más tarde, aunque en un programa distinto, al que acuden a hablar los políticos, y donde se presentan todos muy elegantes, uno de ellos ha dicho que uno de los puntos destacados del programa de su partido es el problema de las adopciones, porque es necesario simplificarlas más, explicaba sonriendo, nuestra burocracia para las adopciones es demasiado complicada, muchos padres deseosos de un hijo esperan con impaciencia un hijo adoptivo. Es decir: cada año mueren en el mundo varios millones de niños por enfermedades y desnutrición, pero consolémonos, estimados telespectadores, porque si mi partido gana las elecciones el próximo año les dejaremos que adopten a un centenar más.
Después de comer me he echado una siestecita en el sillón, en el de siempre, ya sabes que a mí con un cuarto de hora me es suficiente, después me he puesto a jugar al ajedrez con Tommaso. No sé si te he dicho ya que Tommaso ha dejado de ser un mentiroso, lo que siempre supuso una cruz para ti, y se sincera conmigo. Yo había intuido que había algo que no marchaba bien: a veces su mirada está ausente, a veces está alegre sin motivo, otras veces te sale con algo que no le has preguntado. He aprovechado que estábamos cara a cara y le he hecho la pregunta a quemarropa. Tommaso, digo, hay otra mujer, ¿verdad? Y él va y dice: sí. ¿Cómo que sí?, digo yo, ¿cómo que sí? Tú me lo has preguntado y yo te he contestado, ha concluido él. Tommaso siempre ha sentido hacia las mujeres una atracción algo especial, casi desde que era un niño, lo sabes mejor que yo. Pero con esa mujer que tiene, guapa, buena, una compañera extraordinaria, y además, qué madre, si vieras cómo cría a Masino; Tommaso, le digo, con la mujer que tienes, ¿pero cómo se te ocurre? Me ha mirado y se le han saltado las lágrimas. Es algo pasajero, ha susurrado, verás como es algo pasajero, quizá sea una pequeña manía, tal vez me parezca a mamá, verás cómo se me pasa enseguida. Me ha dado un poco de pena. Sus sienes empiezan a blanquear, para las canas ha sido más precoz que yo, que he conservado mi pelo negro hasta pasados los cincuenta. Le he dicho: Tommaso, sincérate conmigo. Y él me ha contestado abriendo los brazos: déjalo correr, papá, así es la vida, nunca se sabe en qué dirección va, ya verás como acabará recobrando su curso normal. Te podrá parecer extraño, pero me ha tranquilizado. Es curioso que un padre se sienta tranquilizado por un hijo cuando se preocupa precisamente de que las cosas le vayan mal a ese hijo. Porque yo, en lo que a mí se refiere, ya me he resignado. Me he retirado a mi vida privada, como suele decirse. Mi colega Caponi, aquel que ganó el proyecto para el plan urbanístico de nuestra ciudad y que en aquella época te parecía un tiburón, en realidad no es más que una sardina, pobriño. Se ha comprado una parcela cerca de nuestra casa, un terreno edificable, y se ha hecho una casa para pasar allí los años de la jubilación. El proyecto obviamente es suyo, y la casa, te parecerá raro eso también, no es nada fea. No es que como arquitecto sea gran cosa, nunca lo ha sido, yo era mejor, incluso en la facultad, eso lo sabía todo el mundo, pero por lo menos la casa no le ha salido mal. Tiene un gran ventanal que da al jardín de la ladera (se levanta sobre la colina de levante) y desde allí se domina todo el valle. Como concepción espacial se parece mucho (demasiado, diría yo) a la casa de la catarata de Wright, obviamente en pobre, sobre todo porque no hay catarata, pero, con todo, el conjunto es de aspecto agradable y el interior está decorado con bastante gusto. La semana pasada me invitó a cenar, y la velada no estuvo mal. Me llamó: querido amigo, dice, hace siglos que no nos vemos, ahora que somos vecinos de casa, me parece una idiotez que ambos hagamos como si nada, y además tengo muchas ganas de verte, mi mujer y yo estamos aquí solos, ya sabes que mi hijo, desde que se casó, vive definitivamente en París, ¿por qué no te vienes a cenar mañana por la noche?
Estuvimos hablando de los viejos tiempos de la facultad, y de Fulano, Mengano y Zutano. Y de ciertos episodios, por ejemplo una reunión de departamento que yo había borrado completamente de mi memoria y que él, en cambio, recordaba hasta en sus más mínimos detalles, cuando Sabatini (¿no te acuerdas?, aquel que enseñaba Estética, con aspecto de perro San Bernardo, más bueno que el pan) estuvo a punto de enzarzarse a puñetazos con el director administrativo a causa de una beca sobre la que éste había dejado caer alusiones algo pesadas. E, inevitablemente, acabamos hablando de ti, aunque procurara decir lo menos posible: sí, claro, yo estaba bien tal y como estaba, Tommaso y su mujer son muy afectuosos, me llaman por teléfono todas las noches, ¿que si tengo una nuera fantástica?, claro que tengo una nuera fantástica, de todas formas, Tommaso se merecía una persona así. Tommaso es una persona de grandes virtudes, ¿que si es verdad que se ha convertido en un magnate de las finanzas?, bueno, tampoco exageremos, Tommaso ya en el colegio era un as para las matemáticas, con las cifras y los números no le ganaba nadie, es un don natural, tras licenciarse en economía había hecho prácticas en un gran banco de Milán, pero el mérito es sobre todo de quien enseña, aunque haga falta un alumno que aprenda, y Tommaso había aprendido realmente bien, de todas formas el mérito era de aquel genio de las finanzas que le había cogido cariño y que se lo había enseñado todo, en todo caso, en eso de que Tommaso fuera un genio de las finanzas quizás estuvieran exagerando, digamos que es alguien que cuenta en el mundo financiero, sí, es verdad que actúa de consejero del ministro, pero sólo son consejos esporádicos, cuando se le hacen consultas, no como profesión, entre otras cosas porque alguien como él no puede pasarse días y días encerrado en un ministerio, ya os lo imaginaréis, Tommaso necesita dejarse caer por Londres o Nueva York una vez al mes por lo menos, va por allí, toma el pulso a la Bolsa, no es que le haga falta mucho tiempo, ya sabéis, Tommaso es así, se pasa tres días en Wall Street y ya ha intuido qué vientos soplarán durante los próximos tres meses en Europa, para esas cosas es todo un genio. Y entonces la mujer de Caponi va y dice: la verdad, ¿quién iba a imaginárselo?, un chico tan difícil como su Tommaso, con una adolescencia tan tormentosa. Difícil hasta cierto punto, atenué la cosa yo, manteniéndome en un terreno vago; ya se sabe, los chicos, de chicos, a veces pueden parecer difíciles, pero después es un momento que acaba pasando. Por desgracia no se dan cuenta de lo que pueden provocar, continuó la señora Caponi, y quizá cuando se les pasa ya ha sucedido lo irremediable. Intenté desviar la conversación hacia otro terreno, y no sin esfuerzo acabé por conseguirlo, aunque la mujer de Caponi se había empeñado en sonsacarme lo que había sucedido, debía de haber pensado: por fin conseguiremos entender algo de todo ese asunto, o esta noche o nunca. Pues no fue esa noche, querida mía, te lo aseguro, ya sabes que nunca he soltado prenda sobre la historia de Tommaso. Además, tengo que decirte -y esto no tengo más remedio que decírtelo, perdóname- que Tommaso siempre ha hecho todo lo posible para darte la razón. Actuaba inconscientemente, es evidente, eso está ya claro a la vista de aquello en lo que se ha convertido, con su seguridad y todo lo demás. Pero en los primeros tiempos se comportaba de modo que nadie pudiera contradecirte o desmentirte, procurando de todas las maneras poner en evidencia sus llamados «problemas», los problemas que te causó, quiero decir. Algo así como una especie de «coacción a la culpa». Mira que no es una definición sólo de Greta, quien te lo siguió la que más, con enorme atención y paciencia, sino también de un eminente especialista, un psiquiatra de Ginebra adonde lo llevé seis meses después de lo sucedido. El consejo había sido de Greta, porque ni ella misma entendía ya nada, tras tu marcha me correspondía a mí llevarlo a las sesiones, y un buen día Greta me dijo: en toda esta historia hay algo que no me cuadra, pero yo sola no consigo desenredarlo, quizá como psicoterapeuta no sea la más adecuada para un caso tan complicado, aquí hace falta ayuda ajena, conozco a una eminencia en psiquiatría infantil cuya opinión me gustaría escuchar. Y me mandó al profesor de Ginebra, confiándome todos los papeles con los apuntes tomados durante las sesiones del año en el que tú le habías llevado a Tommaso, incluidas aquellas en las que hablabas tú porque Tommaso se había quedado en casa. También ese día en Ginebra Tommaso hizo de todo para darte la razón. El viaje en tren fue un infierno. Estaba inquieto, molestaba a nuestra vecina de asiento, salió al pasillo y le hizo la zancadilla a una chica guapa que estaba pasando, que por poco no le suelta una bofetada. En cambio, con el psiquiatra se portó muy bien, mirando angelical al techo. El profesor era un hombre robusto, de muñecas sólidas, pelirrojo y con los ojos azules, parecía más un obrero que un gran psiquiatra, y hablaba procurando que se le entendiera: en resumen, una persona de las que te inspiran confianza. Preferiría que nos dejara solos, me dijo, y me hizo pasar a la salita contigua, mientras ordenaba a Tommaso que se desnudara y se tumbara en una camilla. Fue un reconocimiento largo, de aproximadamente una hora. Después me dejó entrar y Tommasino estaba sentado en un taburete, ya vestido, mirando al techo. Esta vez le tocó a él marcharse, el profesor le hizo pasar a la salita que antes ocupaba yo. Me miró, sacudió la cabeza y se puso a examinar los papeles que le mandaba Greta. Leía y murmuraba: ésta está loca. De repente, me pregunta: ¿cuántos años tiene su hijo? Doce, casi trece, respondí yo. Él no hizo ningún comentario y siguió con su lectura, mascullando: complejo de…, complejo de…, aquí hay otro complejo…, manías…, trastornos no identificables… ¿Cuántos años me ha dicho que tiene su hijo?, me preguntó de nuevo. Doce, casi trece, repetí yo. Me devolvió los papeles y me miró directamente a los ojos. Estimado señor, me dijo, por lo que atañe a la esfera genital, y me refiero al órgano masculino, su hijo podría tener veinte años, o treinta, mire, estimado señor, es exactamente como usted o como yo, e incluso algo más, no sé si me explico. No, dije yo, la verdad es que no mucho. Pero ¿quién es esta loca?, insistió él. No respondí, porque no me gustaba poner a Greta en esa situación, además había sido precisamente ella la que me había conducido hasta aquella eminencia. ¿Fue usted tan precoz en su pubertad?, me preguntó. No, contesté, fui normal. Bueno, dijo él, la norma es como las estadísticas, ¿y en su familia? Que yo sepa, no, dije. Existe una ciencia que se llama endocrinología, dijo el profesor, estudia el sistema hormonal, mire que el asunto no es más que eso, su hijo tiene un sistema hormonal algo fuera de la norma respecto a su edad, con los órganos correspondientes, y aún no sabe obviamente qué uso hacer de ellos, su sistema hormonal le empuja a utilizarlos hacia el fin para el que la naturaleza los ha creado, pero dígame, ¿habría sabido usted qué hacer con ellos a los doce años?, naturalmente que no, sólo es cuestión de tener algo más de paciencia, deje que crezca un poco, resígnese a esperar cinco o seis años, y todo volverá a esa sincronía que en este momento un sistema hormonal algo singular ha desfasado ligeramente, ¿me he explicado ahora? Perfectamente, contesté. Dio un golpe con la mano sobre los papeles que tenía delante y me preguntó de nuevo: pero ¿quién es esta loca? Como puedes suponer, la situación era realmente embarazosa: si había llegado hasta ese profesor de Ginebra que por fin había conseguido resolver el problema que nos había atormentado tanto, se lo debía precisamente a Greta, que además de ser una psicoterapeuta muy respetable siempre había sido tu mejor amiga. De modo que contesté: es una colega suya, profesor, una psicoterapeuta de nuestra confianza, pero preferiría no citar su nombre. No me refiero a ella, continuó el profesor, me refiero al delirio de esta otra persona, es un auténtico delirio, ve espectros por todas partes, ni siquiera se ha dado cuenta de lo mal que está, eso es lo preocupante, es una persona que está en una situación realmente trágica. Lo estaba, contesté, se suicidó hace seis meses. ¿Qué quiere decir?, preguntó él. Su madre, dije, mi mujer. Las madres a veces se apresuran, dijo el médico, y se preocupan demasiado por sus hijos.
Querida mía, resultaría superfluo decirte el dolor que supuso para todos que te arrojaras al pozo y, como te he dicho, Tommaso, que sin comprender había comprendido, con tal de no renegar de ti jugó a hacerse el anormal durante cuatro o cinco años más. Después lo dejó, es más, se ha vuelto normal, normalísimo, incluso demasiado. A mí me gusta verlo así, tan normal, pero te aseguro que pasar un día entero con él es de un aburrimiento mortal, no sé cómo se las arregla para soportarlo su mujer, que es una mujer llena de curiosidad e imaginación, sería ella la que tendría que buscarse un amante y no al contrario, como está ocurriendo. Pero no quisiera que pensaras que lo de Greta y yo fue inmediato. Naturalmente, el dictamen del profesor de Ginebra contribuyó al entendimiento, a una recíproca comprensión. Por lo demás juntos, lo que se dice juntos, no hemos estado nunca, me refiero a lo de vivir en la misma casa. Lo intenté durante algunos meses, pero la verdad es que no fui capaz, y preferí volverme a nuestra vieja casa, donde por lo menos me quedaba tu querida presencia. Es que Greta, pobrecilla, con todas las virtudes que tiene, es a su vez la persona más aburrida del mundo, quizá porque es la persona más normal del mundo: jamás un impulso, jamás una idea algo loca, jamás una intuición, jamás un deseo repentino y caprichoso como los que tenías tú, que son las cosas que en el fondo dan sabor a la vida. Llegar cansada por la noche, después de todas las historias de sus pacientes, tomarse una ensalada y una fruta y sentarse delante del televisor: llegó hasta a prepararse una bandeja para ver mejor la televisión y cenaba allí, estaba fascinada por un periodista untuoso que entrevistaba a todos los políticos del país, algo increíble, y yo me iba a la cama a leer. Sabes lo que te digo, hasta he llegado a pensar que quizá la verdadera locura sea la obviedad, ¿no te parece?
Lo cierto es que fue una verdadera pena que hicieras aquel gesto. Los años han ido pasando, muchos, querida mía, muchos de verdad. Y, sin embargo, ya ves como todavía te recordamos, te recuerdo. Estás siempre conmigo, lo sabes, me acompañas en cada momento de mi vida. Aunque ésta funcione ahora al diez por ciento. Pero cuando funcionaba al ciento por ciento como la tuya, qué hermoso fue, y qué grande fue nuestra pasión. Tan grande que las células de mi cuerpo siguen embebidas en ella, como una esponja que conserva el agua marina que la nutrió. Porque después, querida mía, sólo ha habido agua dulce, a menudo dulzona, y ¿qué sentido tiene, me pregunto, seguir viviendo sin que sal alguna reavive mi paladar?