He pasado a buscarte, pero no estabas

Querida, queridísima Querida:


Punto de arranque: había una vez un bosque. Y en medio del bosque había una villa. Y delante de la villa, un jardín. Y en el jardín, unos setos de boj plantados en forma de laberinto, a la italiana, y dos hermosas palmeras. Y bajo las palmeras, cuatro bancos de madera colocados respaldo contra respaldo, de forma que quien se sienta en uno no puede mirar a la persona que se sienta en el otro. ¿Qué?, ¿ya lo has entendido? Claro que lo has entendido, pero lo hacía sólo para darte el punto de arranque. Porque anteayer me llevaste tú a ese hermoso lugar para que permaneciera serenamente allí un rato, sólo un ratito, hasta el día siguiente, recuerdo que dijiste, o como mucho hasta el día siguiente del día siguiente, porque aquí descansarás, ya lo verás, se te pasarán los insomnios y también esa obsesión por ir de un lado a otro, no puedes seguir así, amor mío, vagando de un lado a otro, con esa obsesión por caminar sin sentido, algunos amigos tuyos te llaman el deambulante, tú no lo sabes pero te toman el pelo, me llaman por teléfono aunque sepan de antemano que no estás y me preguntan en tono irónico: ¿podría hablar con el deambulante? Si por lo menos hubieras aceptado la entrevista con el amigo de Sylvie, ¿qué más te daba ir a Zurich?, él estaba dispuesto a escucharte durante tardes enteras, y no por deber profesional sino realmente por amistad, él entiende bien a las personas como tú, hasta ha escrito un libro sobre casos como el tuyo.

Querida, queridísima Querida, lo hacía para darte el punto de arranque porque ayer, o quizá anteayer, partí de allí, precisamente de allí, de uno de esos dos estupendos bancos. Desayuné, te lo aseguro, puedes estar tranquila, aunque podría haberlo evitado, porque por lo general por la mañana sólo bebo café. Pero, palabra de honor, el buffet era irresistible. Sólo para que te hagas una idea: la mesa preparada bajo el mirador, con un mantel de lino bordado a mano con motivos populares en tono marrón, realmente bonito. Al principio de la mesa, para empezar, una ensaladera de yogur. El yogur es casero y lleva frutas del bosque frescas, recogidas el día anterior: fresitas, grosellas, frambuesas, que si además no te gustan en el yogur puedes degustarlas solas, porque hay yogur puro mientras que las frutas del bosque puedes degustarlas solas aderezadas con una cucharada de azúcar o de vino de Oporto, a tu gusto. Las copas son de cristal de Murano, no cabe duda, y no del montón, son objetos de época, me parece, cosas que hoy en día te costarían una fortuna, quizá incluso puede que en Viena te cuesten menos, sobre todo si las encuentras en la tienda de mi amigo Hans (los filamentos de colores en el interior del cristal son turquesa y dibujan delicadísimas ondas), pero mi amigo Hans tiene la tienda siempre cerrada en los últimos tiempos, quizá haya muerto, lo sentiría muchísimo. Junto al cuenco de frutas del bosque hay un cestillo de minúsculos bollos que una tela de cañamazo mantiene tibios. Es difícil resistirse a la tentación, te lo aseguro. Prefiero pasar por alto las mantequillas y mermeladas. Digo mantequillas porque hay de tres tipos, entre ellos una salada que hacen los campesinos en las montañas y que traen dentro de hojas de mimbre forradas de laurel, con un saborcillo que no te puedo describir. Las mermeladas son como las hacen por aquí, densas y de antiguas recetas, además de la de frutas del bosque, que obviamente es la especialidad, la que yo prefiero es la de limón, que en realidad está a medias entre la mermelada y la fruta escarchada, con una gelatina de azúcar en la que se adivina un sabor de kirsch, pero es sólo una sospecha.

En resumen, ese desayuno lo disfruté a base de bien, de principio a fin, acabando con un zumo de naranja y un café bien cargado. Después, dos caladas de pipa en el banco que te decía y ¡adelante! El pacto era éste, si no me equivoco, que tú pasabas a recogerme al día siguiente, o como mucho al día siguiente del día siguiente, lo que, echando cuentas, son tres días. Pues bien, yo respeté nuestros acuerdos, y me pareció incluso el doble. Hasta que ayer me dije la antigua frase: si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Preparé mi fardo, que por lo demás como ya sabes es bien ligero, ahora más que nunca, y me marché tranquilamente. De la villa se puede salir con total libertad, porque la hermosa verja de hierro forjado se cierra solamente de noche. Y así comenzó mi viaje, que aquí te describo aunque lo conozcas bien, porque en sentido contrario es el mismo que recorrimos juntos cuando me acompañaste hasta aquí. Anda que te anda, anda que te anda, como se dice en los cuentos, porque naturalmente lo hice todo a pie, y debo decirte, mi queridísima Querida, que ir a pie me sentó estupendamente, porque hacía demasiados días que me limitaba apenas a unos cuantos pasos por ese estúpido jardín. Tú quizá te preguntes: pero ¿cómo has podido recorrer todo ese camino en un solo día? Pues bien, así es. Podría mentirte y jugártela con el tiempo, porque el recorrido es largo de verdad, largo largo, te lo aseguro, mi queridísima Querida, pero yo conseguí completarlo en sólo veinticuatro horas. Y desafiaría a un viejo amigo tuyo, que se empecinaba en que andaba más que yo, a hacer lo que he hecho, aunque ese Leporello, lo que es ahora, ya no podría hacerlo, porque tiene tierra en la boca. Pero no hay que excluir nunca nada, porque a veces hay quien se levanta y anda, no sería la primera vez.

En resumen, anda que te anda, escogí como primera etapa una pequeña ciudad costera. Fea, feísima, más bien horenda (lo escribo con una sola r porque no se merece dos). Allí, para que descansara un poco, me dieron un cuartito con una red de pescador en la pared, decorada con dos estrellas de mar. Para los habitantes de ese lugar debía de ser pintoresco, porque probablemente allí van siempre en verano alemanes y nórdicos amantes del mar. Pero las estrellas marinas no debían de estar secas del todo y apestaban a pescado podrido. La única ventaja es que ese terrible olor mantenía alejados a los mosquitos y por lo tanto no tuve problemas de zumbidos ni de picores, como nos ocurrió una noche (espero que te acuerdes) en una pensioncita de mala muerte donde nos detuvimos. Una pensioncita de chimeneas, no en el sentido de que tuviera chimeneas la pensioncita, sino el pueblucho en el que se hallaba, feúcho también, por cierto. En todo caso, si no te acuerdas da igual, porque se trataba de otro recorrido. Sea como sea, en el cuartito de las estrellas marinas pude descansar. Y después seguí mi camino. El único problema serio es que durante esa inefable parada me había entrado una fastidiosísima irritación en el glande. Perdona por los detalles poco elegantes: se trataba de minúsculos puntitos violetas que me aparecieron en la piel de repente, produciéndome ardor y picazón, aunque el glande no lo use y esté el pobre encapuchado tranquilo, como un fraile en procesión. Pero da igual.

La segunda parada la hice en un pequeño apartamentito cualquiera, de precio bastante ventajoso, la verdad, aunque con el dinero que llevaba en el bolsillo, ya sabes, más de un par de horas no pude quedarme. Pero por lo menos me hice un pediluvio relajante, era un apartamento vacío, sin tan siquiera un mueble, ¿no te parece extraño?, había sólo una guitarra apoyada contra la pared, y la estuve tocando durante algunos minutos, aunque no sepa tocar la guitarra, pero conozco los acordes, de modo que rasgué unos acordes, porque de la habitación de al lado llegaban unos vagidos y con unos acordes tal vez el pequeñín se quedara dormido. Canturreé: como antes, más que antes, te amaré, y mi vida, toda la vida, te daré. Y el vagido cesó. Se ve que al pequeño le hacía falta realmente una cancioncilla, y más yo no podía hacer. Oh, sí, ya sé que por los pequeños puede hacerse mucho más, pero yo supe solamente darle una cancioncilla: ¿crees que no sería suficiente? Y llegó el momento de marcharse.

Anda que te anda, esperarás que te diga, dado que ya me conoces. Pues no, mi queridísima Querida. ¿No te había dicho que ese apartamento era algo extraño?, pues bien, salgo de la casa, cierro la puerta a mis espaldas y me hallo en una especie de desierto rocoso y ceniciento, con colinas peladas que no sabría cómo describirte, podría decir colinas como elefantes blancos, pero me temo que no te harías una idea, y además ya lo dijo alguien antes. Y un sol a pico, implacable, que habría hecho necesario un sombrero de ala ancha. Pensé: en este lugar inhóspito me desplomaré miserablemente por el suelo, exhausto, y los buitres roerán mis huesos y éstos permanecerán estúpidamente blanqueándose al sol como único testimonio de que un día alguien pasó por aquí. Pero la fortuna ayuda a los audaces: de repente a mi espalda oigo la voz de una niña, debía de ser minúscula, porque ni siquiera conseguía verla por mi espejo retrovisor, quiero decir mis gafas de cristales ahumados que inclinados con el debido arte me sirven para este propósito. Así pues, era una niña a ras de tierra, o quizá no fuera ni tan siquiera una niña, era sólo su voz, como el gato de Cheshire, y cantaba un estribillo a sus cabras. Tal vez fuera una pastorcilla invisible o del todo mental, como las de los trovadores, que aparecen y desaparecen mientras pasa el caballero, y eso me indujo a improvisarle una pastorela, probablemente algo ingenua, pero qué quieres que le haga, nunca he sido demasiado bueno en poesía, con las historias me las apaño mejor, pero porque no tienen rima, en las historias nada rima con nada y no hay metro que las escanda.

Me apetecería hablarte de mis historias, pero quizá no sea el momento, ya me entiendes, te estoy escribiendo a toda prisa desde tu casa y me he dado cuenta de que el arquitecto quiere marcharse y los obreros me miran con mala cara. Historias. O mejor dicho: mis historias. ¿Qué decir? A veces lo pienso y quisiera hablar de ello, pero después, en un instante, se me pasan las ganas, y de ese modo nunca te he hablado de ellas. Pero ahora, aunque de refilón, quisiera decirte no tanto lo que son, algo bastante difícil, sino más bien lo que no son. Qué se le va a hacer, pero, como sabes tú también, en negativo uno se explica mejor, o por lo menos yo siempre me he explicado mejor. Son historias sin lógica, lo primero. Entre nosotros, ya me gustaría vérmelas con el que ha inventado la lógica para cantarle las cuarenta. Y sin rima, sobre todo sin rima, donde una cosa nada tiene que ver con la otra, ni un trozo de historia con otro trozo de historia, y todo resulta así, igual que la vida, que no obedece a rimas, y cada vida tiene su propio acento, que es distinto del acento ajeno. Eventualmente alguna rima interna, pero ésas, vete a saber. En la villa de la que partí anteayer, mejor dicho, ayer, había un huésped con el que intimé un poco, mientras hablábamos en un banco bajo la palmera. Naturalmente, nos dábamos la espalda, con lo que acabé incluso con un poco de tortícolis. Era un joven astrofísico que había ido allí para descansar, porque es natural que el cosmos agote, piensa en lo que cansa levantarse por las mañanas, el universo ya ni digamos. Precisamente le pedí noticias sobre el universo, digo: ¿qué tal el universo infinito con el que usted se codea?, y él me sale: siento desilusionarle, mi querido señor, pero el universo no es infinito. Por un momento, te lo confieso, estuve a punto de indignarme. Pero ¿cómo?, pensé, ¿con todo lo que se ha leído y se ha pensado sobre el infinito por parte de poetas y filósofos y teólogos, y este jovenzuelo, con su aspecto de jugador de béisbol sentado en el banquillo con las piernas cruzadas y masticando chicle, viene a decirme que el universo es finito? Estaba a punto de replicar: pero ¿cómo se permite?, pero él continuó plácidamente: verá, mi querido señor, el universo empezó con una explosión primordial, digamos que nació así, es un conjunto de energía que todavía se está expandiendo bajo los efectos de la explosión primordial, y esa energía no es infinita, sino que está contenida en un perímetro, aunque obviamente se trate de un perímetro cuyas dimensiones no pueden ser medidas. Ah, ya, objeté yo procurando ocultar mi irritación, pero, perdone, mi querido estudioso, si tal universo es finito, y se expande, es decir, avanza en varias direcciones, ¿hacia dónde avanza?, perdone la curiosidad. Hacia la nada, respondió el jovenzuelo con naturalidad. Y mientras tanto desplazaba con el pie las piedrecitas blancas del camino, y llevaba zapatillas de tenis. Queridísima Querida, comprenderás mi indignación y también mi perplejidad: para nosotros siempre ha sido más fácil comprender el concepto de infinito que el de finito, referido al universo, pero también a otras cosas, imagínate si un día tú me hubieras dicho: te quiero finitamente, o te lo hubiera dicho yo. Y, ahora, que éste también viniera a hablarme de la nada me pareció francamente excesivo. Veamos una cosa, amable científico, le pregunté con una punta de irritación que realmente no conseguía ocultar, eso de la nada, ¿qué es, según su opinión? El jovenzuelo me miró con suficiencia y me contestó cansinamente: la nada es solamente falta de energía, mi querido señor, donde no hay energía, ahí está la nada. Y mientras decía eso, hizo con la boca una bola de chicle que hinchó hasta hacer que explotara, como si fuera una representación del universo en expansión hacia la nada para un pobre de espíritu como yo. ¿Te das cuenta, mi queridísima Querida? Pero te estaba hablando de mi pastorela en aquel curioso desierto, realmente curioso, porque cuatro pasos más allá desembocaba en el mar. Pensarás que era una playa algo ancha que había confundido con el desierto, pero no era así, porque en cuatro pasos el paisaje cambió como del dicho al hecho, en el sentido de que me di cuenta de que estaba entrando en otro decorado, como cuando en el teatro empieza el segundo acto, y vi acantilados de roca sobre el mar, y sobre las rocas había una casa grande y hermosa, abierta a los vientos y al chapoteo de las olas, en resumen, que parecía hecha aposta para mí, y además estaba deshabitada, o por lo menos eso parecía, de modo que me detuve allí. Una noche a lo grande, te lo aseguro, la definiría como principesca. En la planta de abajo salones, vestíbulos, una cocina amplia como la de un convento con cacharros de cobre colgados de las paredes y un chorro de agua que brotaba de una suerte de lavabo en forma de pez excavado en la piedra del pavimento y recorría el perímetro de toda la cocina a lo largo de la pared como un arroyo con orillas de mármol. En verdad era la oportunidad de prepararme una buena cena, después del viaje que había hecho, y fue una cena suculenta, visto que la despensa estaba repleta de manjares. Sólo para que te hagas una idea: como aperitivo un jamoncito curado de montaña con su buen envoltorio de paprika de los que ya no se encuentran, que decidí empezar para la ocasión, acompañado por una raja de sandía, que, entre nosotros, era en realidad una pastèque porque tenía el mismo sabor que la que me tomé una noche de verano (ahora no recuerdo dónde) delante de un chiringuito en un paseo de los Tilos con mi amigo Daniel. Podrías objetar que todas las sandías tienen el mismo sabor, si son dulces y maduras, pero no, ésa tenía exactamente el mismo sabor que la sandía que tomé con Daniel y que él llamaba pastèque, bajo el cañizal de aquella heladería del paseo, cuando me hablaba de Molière y de su compañía ambulante, así que la sandía que me comí con el jamón era precisamente la pastèque que comí aquella noche con Daniel, y si no te importa, no la llamo sandía, la llamo pastèque. Mira, Daniel podría confirmártelo, pero por desgracia murió de repente, y me lo dijiste tú por teléfono, no puedes no acordarte. Después me abrí una lata de foie gras que me lo estaba pidiendo casi a gritos, pobre y polvorienta lata de foie gras de Alsacia abandonada en aquella cocina que daba al mar y que con Alsacia nada tenía que ver. Y por último una naranja cortada en rodajas con unas gotas de vino dulce por encima, y subí al primer piso. Las casas bonitas tienen una geometría fácil, en ellas te orientas de inmediato. Tomé por el pasillo que la recorre en toda su longitud, examiné las distintas habitaciones y elegí la más espaciosa, donde había una cama con dosel y un ventanal que daba a una terraza que se asomaba al mar y allí, splaf, splaf, oías las olas que dulcemente acariciaban los acantilados. Lo has adivinado: dormí en la terraza, fue imposible resistirse al enlosado todavía tibio por el sol vespertino y a la brisa fresca, mientras sobre mi cabeza refulgía de manera extraordinaria el universo en expansión hacia la nada. Buenas noches, señor físico.

El único inconveniente era el picor en el glande, perdona el detalle poco elegante, que me obligó a varios lavados durante la noche y a medicarlo con unos polvos de talco ya algo viejos que encontré en la repisa del baño. Pero por suerte fue soportable y volví a quedarme dormido enseguida. En resumen, una bonita noche, llena de estrellas y de sueños, que si lo pienso me parecen ocho noches, u ochenta, como algunos ciclos lunares, hasta el nuevo equinoccio.

En los equinoccios suceden un montón de cosas extrañas, tienen razón los lunáticos. No sé cómo fue la cosa, lo cierto es que si tuviera que decírtelo, no sé a qué atribuir el cambio. Es como cuando la barca sigue la corriente. El caso es que oí a alguien que lloraba (¿o rezaba?) y debía de estar de rodillas a los pies de su cama, con la cabeza entre las manos, invocaba un nombre, ya sabes, invocaciones como las de las novelas de las hermanas Brontë, y debía de ser tan infeliz, ese alguien, pobrecillo, que me sentí responsable de su infelicidad. No sé si te ha pasado alguna vez, pero oyes llorar a alguien cerca de ti y te entran ganas de decir: Dios mío, es culpa mía. Y me parecía oír: ¡Leporello!, ¡Leporello! Como un llanto sofocado que circulaba por el aire, contaminándolo. La luna siempre ha tenido dos caras: y después se me vino a la cabeza esa oposición a Correos, cuando para aprobar había que saberse de memoria todos los ríos de una determinada región, incluso los riachuelos, una región cualquiera, incluso imaginaria, como la metafórica Cacania de ciertas películas musicales americanas que muchos de nuestros amigos adoraban y a que a mí me parecían odiosas. ¿Odiosas por qué? Porque eran una estupidez, pero una rematada estupidez, mi queridísima Querida, aunque nos tenían que gustar, y en lo posible había que calzar zapatos náuticos y comer aguacates con gambas de aperitivo. ¡Oh, que tiempos tan terribles!, ¿no estás de acuerdo? No era posible que no llegara alguna calamidad que arramblara con todo: una guerra, una matanza, una peste. Algo tenía que pasar y en efecto pasó, sólo que vosotros no os lo esperabais.

Y adelante de nuevo, anda que te anda. A la mañana siguiente salgo de aquella noche que había pasado en la terraza para continuar con mi viaje hacia tu casa y veo a aquella mujer allí parada, inmóvil como una estatua (nunca mejor dicho), tan inmóvil que yo le cuchicheo pssss, pssss y la miro. Y ella se da la vuelta y me mira, y así puedo verla bien, y es realmente hermosa, o por lo menos eso me parece a mí y creo que a ella también le gusto, y ella me dice: las puertas de mi casa están abiertas, las ventanas de par en par, y el amor fluye de ella en abundancia y amplitud, en una suerte de inmotivada confianza y abandono y desmemoria. En verdad la frase, literalmente como te la cito, no me la dijo hasta después de que me marchara, pero el concepto es ése. Sólo que ciertos conceptos se entienden con claridad después, cuando has vuelto a ponerte en marcha. En cualquier caso, allí me detuve, de eso estoy seguro. La casa era vieja, pero bastante bonita. De dos plantas, pintada de rojo pompeyano, con la pintura bastante desconchada, una escalera exterior y una pérgola de glicinas. Y no faltaba una mimosa, para celebrar la fiesta de la mujer. Los suelos eran de losanges blancos y negros como las mayólicas de principios de siglo, lo que iba bien para la estética de una persona como yo, así como para mi geometría, porque incluso podía colocarme bien sobre una baldosa negra, bien sobre una baldosa blanca y jugar al ajedrez conmigo mismo, hasta darme jaque mate. Naturalmente, yo era el peón, la única pieza de ese tablero, porque la reina era ella, y entre nosotros no había alfiles. Sólo que allí también había alguien que lloraba. Parecía un niño, o un chico que no era capaz de crecer, y eso les da mucha pena a las mujeres, y a todos nosotros, que en el fondo es una pena superflua, y haríamos bien en tenerlo en cuenta: los niños que no son capaces de crecer, por lo general se convierten en adultos perfectos. El problema, si acaso, son los niños felices como lo era yo, que se estropean envejeciendo, y efectúan el recorrido al revés, hasta el día en que, plop, estallan como el chicle del universo en expansión hacia la nada. En resumen, que el problema es el desfase horario que todos nosotros tenemos, mi queridísima Querida, ¿no te parece? Quiero decir, tú estás ahí, has crecido lo necesario, y hay un niño que llora o un viejo mucho más viejo que tú que entran en tu calendario. Y eso crea un notable desfase en la vida de las personas. Lo ideal sería que todos, pero todos absolutamente digo, tuvieran la edad adecuada en el momento adecuado en el punto adecuado en el que nos encontramos en este pedacito del universo que se expande hacia la nada, porque eso facilitaría bastante las cosas. Pero quizá los biólogos no estén de acuerdo con esta eventualidad y los demógrafos tampoco, porque en su opinión la raza humana se acabaría en un santiamén. De acuerdo, a lo mejor se acababa, pero si total estamos yendo hacia la nada, que llegue un poco antes o un poco después ¿qué más da? En la medición de todo este asunto, los señores como ese con el que charlaba anteayer en el banco de la villa utilizan unidades excesivamente abstrusas que no son ni días ni horas ni años ni milenios ni kilómetros ni leguas, lo he leído en un librito que llevaba consigo y que me regaló para que me fuera haciendo una idea: Pequeño manual del astrofísico aficionado. Pero vayamos al grano: decidí dejar esa preciosa casa con las ventanas abiertas sobre las glicinas y las puertas abiertas al amor porque necesitaba realmente un sitio donde nadie llorara. En caso contrario, ahora no estaría aquí en tu casa, adonde por fin he llegado.

Así pues, llego, y lo primero que advierto, en el sendero que lleva al jardín, pero que es un camino que recorren todos, es un triángulo amarillo con una figurita de un hombre con una pala en la mano. Lo rodeo y, en vez del sendero de tierra bordeado de matojos de lavanda, hallo un sendero enlosado de pórfido con una barandilla blanca llena de bucles. La cosa no sólo me ha sorprendido sino que, estéticamente hablando, me ha dejado de piedra, sobre todo pensando en ciertas publicaciones a las que tú tomabas el pelo, del tipo Las casas más elegantes de la Riviera y cosas así. Sea como sea, sigo adelante. Y en lugar del jardín escalonado donde hasta anteayer nos sentábamos a ver caer la tarde sobre el mar, había un césped con una hierbecita de un verde excesivo que no sé cómo ha podido brotar tan rápidamente, a menos que lo hayan instalado desplegando alfombrillas ya cultivadas, como ahora al parecer se hace.

Y sobre la hierbecita, en forma de huellas de pies, unas pequeñas baldosas de mármol sobre las que caminar para llegar hasta la entrada principal, es decir, el mirador con el emparrado. Emparrado que por lo demás ya no estaba. Había sido arrancado y sus raíces colgaban del volquete de una camioneta aparcada junto a la entrada. En lugar del emparrado había un pórtico de tejas rojas, pero de un rojo rojo de verdad, pintadas de acrílico, sostenido por dos columnillas de mármol con dos capiteles de tipo jónico. He mirado hacia arriba, por si acaso estabas en la terraza donde por lo general me esperas. El muro de piedra basta que rodeaba la terraza en la que, ocultos de miradas indiscretas, tomábamos el sol desnudos, ya no estaba. En su lugar había una verja de hierro forjado llena de rizos, igual a la del sendero. Y las persianas verdes del ventanal habían sido sustituidas por una puerta corredera, como en algunas casas de las películas americanas. Me he parado espeluznado y he dejado mi fardo en el suelo. Bajo el porche había un señor sentado en un taburete que consultaba enormes rollos de papel. Estaba muy concentrado y no me ha prestado atención. Buenas tardes, he dicho, ¿hay alguien aquí? Estoy yo, me ha contestado, como puede ver, estoy yo. Ah, sí, he dicho, claro, está usted, es evidente, pero ¿usted quién es, disculpe? Cómo que quién soy, ha replicado él, soy el arquitecto, quién quiere que sea. Me ha mirado con cierto aire de desconfianza y creo saber el porqué: la chaqueta polvorienta, mi viejo sombrero de fieltro, el saco de yuta de viaje que he usado siempre. ¿De dónde viene?, me ha preguntado mirándome de arriba abajo. De Villa Serena, le he contestado. Él ha debido de pensar que es alguno de los chalés de las colinas cercanas y ha cambiado de inmediato de tono. ¿Es que quiere ver la casa?, ha preguntado solícitamente.

Ver la casa, ¿qué querrá decir?, he pensado para mí, ver una casa que conozco desde siempre y que dejé anteayer. Dentro de un rato, he contestado como para ganar tiempo, voy a dar una vuelta por la parte de atrás. En realidad me habían entrado ganas de hacer pis, quizá por el ansia que aquella situación insólita me estaba provocando. He bajado hasta el huerto, pero ya no había huerto. Ni matas de salvia ni de romero, ni judías que se encaramaban por el cañaveral, ni tiestos con albahaca y perejil. Había unos parterres de trinitarias, de pétalos algo marchitos, quizá debido a que estaban recién trasplantadas, y un pequeño seto de boj para simular que se estaba en un jardín a la italiana. He hecho pis contra esos horrores y me ha venido a la mente tu amigo Leporello, y por qué esos puntitos rojos me habían aparecido en el glande: porque ese mismo eczema lo tenía él, me acuerdo dado que una noche había aparecido por su casa una alegre muchacha a la que le hubiera gustado quedarse, pero él buscó una excusa para que se fuera y después, como para justificarse, se abrió los pantalones y me dijo: me ha salido esto de un día para otro, ¿te ha pasado alguna vez a ti?, ¿tienes la menor idea de lo que puede ser? Fíjate en lo que nos guía para comprender las cosas, a veces una nimiedad, sólo porque estaba haciendo pis contra las trinitarias, y en ese momento lo he comprendido todo, por eso yo también había cargado con ese asunto durante todo el viaje, por un motivo muy sencillo, permíteme que te lo diga en francés, parce que tu avais couché avec. Pero ¿por qué no me lo has dicho? Vaya pieza que estás hecha, sabes mejor que yo que no me habría enfadado, ciertas cosas pueden ocurrir en la vida, acaso por distracción. Más bien lo que no te perdono es que hayas arrancado la salvia y el romero para plantar esas terribles trinitarias.

He vuelto hacia el porche y el simpático señor ese va y me dice: entonces, ¿quiere verla o no quiere verla? Sentado sobre unos ladrillos había un obrero con gorro de pintor y con la camisa toda salpicada de cal, y él también me miraba de arriba abajo. No me hace falta verla, le he contestado, la conozco mejor que usted. Ah, sí, dice él, y ¿cómo es eso? Cené aquí anteayer con la Señora, le he dicho. Él se da una palmada en la pierna y exclama: ¡mira qué bien!, y ¿qué comieron? Le he descrito brevemente la cena, para que no se quedara con las ganas. Para su conocimiento, he especificado, la Señora es una cocinera excelente, y siente verdadera pasión por la gastronomía. Comimos una sopa de guisantes aterciopelada con una cucharadita de mantequilla y una hoja de salvia, pollo a la cazadora y un pastel de chocolate que la Señora preparó con sus propias manos. Una cena suculenta, ha comentado él, pero si cenó anteayer a estas horas ya habrá hecho la digestión. En efecto, he replicado, y se da el caso de que ahora tengo incluso bastante apetito, disculpe, la Señora, ¿dónde está? Él ha intercambiado una mirada con el pintor que me ha parecido de complicidad. ¿Tú qué opinas, Peter?, le ha preguntado al pintor. Umm, ha contestado él abriendo los brazos. Estaba empezando a inquietarme de verdad. ¿Ha salido?, he preguntado, ¿es que ha salido? Pues mucho me temo que sí, ha contestado el tipo ese que se definía como arquitecto, mucho me temo que haya salido. ¿Hace mucho?, he preguntado yo. Él no ha dicho nada. ¿Hace mucho que ha salido?, he insistido. El fulano se ha vuelto a dirigir al pintor. ¿Tú qué opinas, Peter? El pintor parecía a punto de estallar en carcajadas, pero se veía por sus muecas que estaba haciendo esfuerzos para contenerse, y al final ha liberado unas carcajadas sonoras y algo vulgares. En mi opinión, hace algunos años, ha farfullado entre sus estúpidas carcajadas, ¡por lo menos desde antes de la guerra, señor arquitecto! Y de nuevo a carcajearse como si hubiera dicho algo muy gracioso. Me he dado cuenta de que me estaba irritando de verdad y he intentado mantener la calma. ¿No habrá dejado un mensaje para mí?, he preguntado. Por lo que yo sé, no, ha contestado el arquitecto. ¿Cree usted que volverá tarde?, he preguntado. Me temo que sí, mucho me temo que sí, ha contestado él, no sé si le conviene esperarla, en todo caso, ahora nosotros tenemos que irnos, si no le importa, ahora cerramos la puerta y nos vamos. Yo espero a que vuelva, he dicho, esta noche no tengo nada que hacer, así que me pongo aquí y le escribo una carta.

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