Mi dulce Ofelia:
Llega siempre el momento en el que comprendes que la ilusión sucesiva de los días, o su música, ha llegado a su fin. Si era ilusión, es como cuando, en el instante del alba, los contornos de lo real, antes difusos, se ven invadidos por la luz creciente y se vuelven nítidos, cortantes como hojas, y sin remisión. Si era música, es como si las notas de una orquesta, después del movimiento allegro, scherzoso, adagio y allegro maestoso, se volvieran solemnes y se apagaran lentamente: las luces se amortiguan y el concierto ha terminado.
Hoy he salido de nuestro pequeño teatro y he visto que en el cielo de Londres, inesperadamente, se había encendido una insólita luz anaranjada que no pertenece a nuestras puestas de sol, aunque se adecúe a este cansado septiembre en que se prepara el equinoccio de otoño. Pero es una luz cuyo color se va transformando, del naranja se difumina en violeta y en añil, como en algunas ciudades del sur, ciudades de agua y de mármoles, que Turner fue a buscar a Venecia. Aquí hay piedra gris y no hay más agua que este lento Támesis que discurre, y he echado a andar siguiendo sus orillas. No he llegado muy lejos, me he detenido en los pretiles de los alrededores de la estación de Embankment, y mientras tanto pensaba, dejando fluir mis pensamientos en libertad, y mientras tanto también el Támesis, como mis pensamientos, discurría en mi dirección, y parecía contarme una vieja historia, tan vieja como la nuestra, esa que nos vemos obligados a recitar desde hace años. ¿Desde hace cuántos?, me he preguntado. Oh, demasiados, si lo pienso, realmente demasiados, veinte a principios de año y ya casi veintiuno, mi dulce príncipe, me contestarías con melancolía desde tu camerino. Mi dulce Ofelia, hace más de veinte años que flotas mecida por la corriente, desde hace veinte años veo cómo te ahogas, y sé que soy la causa de tu muerte.
Miraba la lenta corriente del río y pensaba en los años transcurridos, en las llamas de los entusiasmos, en el acomodarse en una suerte de costumbre que se convierte en cubil, después de que la lenta ilusión de los días se convierta en lenta ilusión de que el mañana pueda ser distinto de hoy. No, el mañana no puede ser distinto, pequeña Ofelia, mañana te seguiré diciendo cosas inconexas, que ahora te amo y que ya no te amo, que estoy cazando las ratas de mi palacio, me mofaré de tu hermano y atravesaré el pecho a tu padre, ese estúpido de York estará inmóvil ante mí con el brazo extendido enseñándome una calabaza y tú con el corazón roto te abandonarás mientras te mece la corriente. Y en ese momento, mientras las luces se amortiguan en el azul, los actores quedan inmóviles sobre el escenario para crear esa pausa de espera que debe atrapar al público, la música de los altavoces cantará Yesterday, all my troubles seemed so far away. Y como siempre nos encomendaremos a la voz de los Beatles para renovar una tragedia con muchos siglos de historia.
Pero en aquellos años nuestra banda sonora provocaba cierto efecto, ¿verdad, pequeña Ofelia? Qué nuevo era, cómo le gustaba al público, a los periódicos, a la gente, que en un teatrillo del Soho una compañía de jóvenes estudiantes renovara la tragedia de siempre vistiendo pantalones de campana y difundiendo música de los Beatles. Yo llegaba con mi Mini Morris y, bajando delante de nuestros admiradores, dando la vuelta al coche y abriéndote la portezuela, como si tú fueras una gentilhembra digna en verdad del príncipe Hamlet, te invitaba a bajar con una reverencia majestuosa, al sombrero le había añadido una pluma y acompañaba con él mi saludo. Oh, lejana Ofelia, eran los últimos años sesenta, nosotros nos sentíamos tan jóvenes como lo que éramos, Londres parecía una fiesta, y la vida también. Quizá la ocurrencia más genial fuera utilizar aquellas dos grandes marionetas neoclásicas para hacer de Rosencrantz y Guildenstern. Dos muñecos mecánicos de madera y metal construidos por los antiguos artesanos que en aquella época confiaban en construir un autómata, semejantes en todo y para todo a la criatura humana, que movían sus rostros tristes sobre los que habíamos puesto dos lágrimas de Pierrot, mientras dos voces entre bambalinas recitaban sus papeles, producían un efecto de extraordinaria turbación. Observen, estimados espectadores, los verdaderos actores son éstos, son marionetas mecánicas con una grabadora dentro de su tripa de madera, no tienen vísceras, no tienen corazón, no tienen alma, sólo tienen virutas y una cinta magnética que finge sus emociones. Hacedme vuestro teatro, les digo, Rosencrantz se arrodilla y sus articulaciones mecánicas rechinan de forma siniestra en la sala. Guildenstern ha adoptado una pose penosa, como si le doliera la tripa. Sostiene en su mano una carta, y se la tiende a Rosencrantz, quien sostiene en su mano una carta que tiende al rey de un lejano país. Señor, dice Rosencrantz, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Guildenstern. Señor, dice Guildenstern, con esta carta debemos traicionar al príncipe de Dinamarca, le ruego que la acepte porque así lo quiere mi compadre Rosencrantz. Señor, dicen al unísono Rosencrantz y Guildenstern, como prenda de nuestra traición permítanos ofreceros nuestras lágrimas de Pierrot. Me levanto de golpe, todo ello me parece intolerable, esos dos estúpidos maniquíes de madera están atacando mis sentimientos, intentan impresionarme, llegar hasta mi lado más débil y cobarde, me chantajean, ¿es que creen quizá que pueden capturarme en su trampa? ¡Ah!, no es empresa fácil con el animoso príncipe de Dinamarca. Él desenvaina su espadín, apunta hacia ellos, los desafía, los amenaza. Bellacos, bufones de tres al cuarto, que ni siquiera bufones sois, sino criaturas mecánicas, ¿creíais poder emocionar el vasto ánimo de un valeroso príncipe? La cabeza de uno de ellos, movida por el mecanismo interno que hace que gire, se ha colocado de perfil, con el fin de que el público pueda ver bien la lágrima de Pierrot que le surca la mejilla, y el foco del electricista, como una punta de cuchillo, atraviesa esa lágrima, un cristal de bisutería que en tiempos sirvió de pendiente a una dama de bajo rango y que hemos comprado en un rastrillo para pegarla en una mejilla de este fingido actor. Y cómo brilla esa lágrima, más falsa que cualquier otra cosa falsa, con el fin de que el público pueda llorar lágrimas verdaderas, por la ilusión que a cambio del precio de una entrada le vendemos cada noche. Pero el príncipe de Dinamarca no permite que el público llore por un actor que no sea él: acerca el espadín al cuello del compañero de ese simulador que finge llorar, y le pregunta: ¿llora?, ¿quién es Hécuba para él? Turbado, realmente turbado, está ese joven príncipe a quien los espectros no dejan descansar, y atormentadas son sus noches, porque sabe que la nefanda reina yace con su amante mofándose de la memoria de su padre. Se coge la cabeza entre las manos, se dirige a la Luna, está asediado por la más tétrica melancolía, tiene el ánimo negro de hollín. Pobre pequeña Ofelia, ¿crees de verdad poder aliviar sus penas con tus ingenuas palabras de amor?
Así pasan los años, y envejecemos, pegados a la máscara que nos ha sido impuesta, aunque la hayamos elegido nosotros mismos. Los artículos de los periódicos se van haciendo cada vez más raros, hasta que un día la prensa ya no te presta atención. El joven público entusiasta que un día se sentaba ante ti, ahora trae consigo a unos chicos: son sus hijos, quienes pueden ver ya en clave histórica cómo una compañía de vanguardia de los años sesenta supo interpretar a Shakespeare en los años sesenta, ahora que estamos a finales de siglo. Y de este modo incluso tu muerte es historiable, mi pequeña Ofelia, tu suicidio a causa de un príncipe lunático, tu inconsolable desesperación, tu fluctuar en un laguito de plástico con una minifalda de Mary Quant.
Sin darme cuenta, he llegado a Russell Square, después he entrado en el Covent Garden y he comprado una entrada para el Theatre Museum. Y así me he puesto a deambular por sus salas, finalmente como quien mira sin ser mirado. Y me he detenido en el recinto donde unas maquetas ilustran la evolución de las salas de espectáculos desde Shakespeare hasta hoy, y después en la sección donde están expuestos los carteles, los programas y el vestuario de las puestas en escena más célebres de lo que durante más de veinte años hemos representado. Y ha sido una sorpresa veteada de angustia ver cómo todo envejece en el teatro menos el espíritu mismo del teatro. La antigua, inmutable tragedia del excéntrico príncipe de Dinamarca y de su infeliz enamorada permanecía idéntica en cada época y, en cambio, qué feos y fuera del tiempo resultaban los rostros y los vestidos de los actores, y la escenografía. Todo era viejo y pasado de moda, porque incluso en su tentativa de copiar lo antiguo cada época quedaba indeleblemente impresa en los trajes y en los rostros de los actores; ella misma y el tiempo que traía consigo. Y he pensado que a no mucho tardar también nosotros estaríamos entre aquellos carteles y aquellos vestidos: yo, al estilo de los Beatles, con el pelo tapándome el cuello, aunque cada vez me quede menos, y tú, pobre Ofelia, a la que he obligado cada noche a suicidarse en minifalda. Y he sentido de verdad un escalofrío, y una suerte de locura: las salas estaban desiertas, he escogido una donde una célebre actriz de los años treinta me miraba con la mirada trágica y opaca de un cartel amarillento. Y entonces no sé que me ha entrado, me he arrodillado ante ella, le he dicho Pray, love, remember, y le he hablado de las flores trinitarias y le he dicho que la lengua habla con notas extrañas, es bífida como la de una serpiente, se desliza de través, y después le he dicho: ¡Vete a un convento! ¿Por qué habías de ser madre de pecadores? Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme que más valiera que mi madre no me hubiera echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso, vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Y he abrazado el aire que tenía ante mí como si esa esencia de Ofelia a la que me dirigía fueras realmente tú, y me ha parecido que por vez primera en nuestra vida había sabido expresarte mi amor, mi eterno inconmensurable amor que sin embargo está enfermo, porque el Príncipe no está bien, querida y dulce Ofelia, lo roe un morbo desconocido que le seca el alma y al mismo tiempo le llena el cuerpo de humores biliosos y malignos, ah, pero ¿quién es a fin de cuentas ése que durante tantos años he sido yo y a quien todavía no conozco?, ¿quién es esa criatura atormentada por dudas e insomnios que aguarda a espectros y cree en el Eterno? ¿Y por qué ese ser necio y retorcido permitía que tú, gentil Ofelia, te ahogaras todas las noches en una piscina de plástico con una minifalda blanca de Mary Quant? ¿Es que acaso no podía decirte alguna palabra más? ¿Tan obligado e inmutable era el guión que debía seguir?
No, no lo era. Me he arrojado a tus pies y por fin delante de la fotografía amarillenta de aquella vieja actriz te he dicho las palabras que jamás he podido decirte en todos estos años. Son palabras pobres, porque yo no soy aquel gran dramaturgo que nos ha aprisionado para ser lo que somos, tengo una infancia pobre que sabe a miseria y a periferia, no soy más que un pobre actor, y mis acentos están contados. Pero te he dicho: dulce Ofelia, sabes, yo no quería hacerte todo el daño que te he hecho, hubiera querido ser contigo honesto y normal y tributario, como lo son los hombres que vuelven por la noche a casa y pagan impuestos, y que saben que la jubilación se les debe porque han cumplido con un honesto trabajo durante toda su vida, han archivado las carpetas de los impuestos ajenos, han sellado papeles en cualquier oficina del Estado, han agujereado los billetes de los pasajeros en los trenes que recorren nuestro país. Y te he hecho una poesía, perdona por sus pobres versos, están extrapolados como quien recuerda a ráfagas y a tumbos:
¡Oh, cosméticos del cielo,
curad a mi enamorada!
Ella tiene los ojos glaucos,
y llora por mi negrura.
Llevo una negra capa,
y negro es mi ánimo, dicen, pero yo te amo,
[dulce Ofelia,
tengo un ánimo cándido,
más blanco que tu minifalda.
Y como los hombres de los que te hablaba, la gente honrada que llega a su merecida jubilación, oh, mi dulce Ofelia, que has soportado mi aburrida presencia durante toda la vida, quisiera que tú me dijeras: Richard, ha llegado nuestro nietecito, está en su habitación, voy a llamarlo enseguida para que puedas jugar con él. Y aunque no tenemos nietecitos porque nunca tuvimos hijos y te suicidaste antes de que ello pudiera suceder, irás donosamente a la habitación de invitados con una recatada bata y unas chinelas forradas de falso raso, no con una minifalda de Mary Quant, y volverás al salón con un niño de la mano diciendo: Francis, da las buenas noches al abuelo, que ha vuelto del trabajo y ahora jugará contigo. Ah, pero yo ya sabía que el pequeño Francis iba a ser nuestro huésped este fin de semana, no soy tan ingenuo como tú crees, mi pequeña Ofelia, y, de hecho, ¡mirad la sorpresa que ha traído el abuelo! Y de esta forma abro el paquete que llevaba bajo el brazo con gesto indiferente y extraigo un trencito en miniatura que hará las delicias del pequeño Francis. Tiene las montañas adecuadas y los túneles que debe atravesar la locomotora, un laguito hecho de papel de aluminio, dos pasos a nivel y un pueblecito casi igual a este donde vivimos, porque es hermoso vivir en el campo a nuestra edad, ¿verdad, Ofelia?, sabes, cuando me pediste que abandonáramos Londres me resistí un poco, pensaba que me iba a entrar melancolía viviendo entre prados de hierba, rebaños de ovejas y, como única distracción, el pub del centro. Y qué felicidad para el pequeño Francis, que desde el año pasado deseaba un juguete como éste. Demasiado caro, me dijiste las Navidades pasadas, pero ahora, perdóname, he hecho una verdadera locura, pero, sabes, la liquidación al jubilarme me consiente un pequeño exceso económico que haga feliz a un nieto tan delicioso como el nuestro, y cómo me gusta ver que por fin tú también estás de acuerdo, es más, que eres feliz, y cómo te alegra ponerte a jugar de inmediato con tu nietecito. Lo deseabas hace tiempo, ¿verdad?, pero tu sentido de la economía no te lo había permitido, y así nos quedamos los tres fascinados, incluso nosotros como dos niños, mirando el tren eléctrico que da vueltas atravesando montes, valles y pueblos, mientras con sólo apretar un pequeño botón el paso a nivel se cierra dejando que avance en su carrera triunfal.
Y en ese momento un guardián se ha asomado por la puerta y me ha escrutado con aire de estupor. ¿Qué está usted haciendo?, me ha preguntado con tono inquisitorial. Estoy recitando un monólogo de Hamlet y Ofelia, amable señor, le he contestado. Este no es lugar para mítines, ha contestado con aire arisco el guardián, para eso está Hyde Park, donde cada uno puede decir lo que quiera. Y cómo podía explicarle que aquél era el monólogo de Hamlet, mi monólogo, el que tenía que haberte recitado de verdad, dulce Ofelia, en vez de murmurarte aquellas palabras inconexas que te llevaban al suicidio cada noche.
He salido al aire libre y era ya de noche. Las luces de Londres, raras, brillaban en el parque. Detrás se adivinaban los edificios de la ciudad, la vida. No supe hasta ayer que abandonarás nuestra pequeña compañía. Tú eres la mejor actriz de todos nosotros, o por lo menos, si nosotros hemos sido completamente olvidados, tú eres aquella de la que la prensa se acuerda todavía. Pero no creo que sea eso lo que te ha decidido a entrar en otro drama. No es porque seas buena, es porque estás cansada: cansada de mis palabras inconexas, cansada de morir cada noche. Y quizá tengas también ganas de amar, de una forma que yo nunca he sabido darte. Conoces los riesgos que el nuevo amor te dará, pero los prefieres a mi inconsistente locura. Serás seducida por Don Juan, porque ser seducida es tu papel, y seducirte, el suyo. Pero, por lo menos, durante el tiempo que te queda, ¡qué novedad, qué bocanada de oxígeno! A mí no me gusta Don Juan, y no podría ser un buen actor para ese personaje. Aunque no lo parezca, es más trágico que yo, si bien tan educado, y aparentemente despreocupado, y cortés, y con un gran conocimiento de las buenas maneras, está mucho más loco que yo, porque es trivial, es más, quizá sea un viejo idiota que entiende el mundo bajo forma de mujer, y que quisiera copular con él. Es un semiimpotente, y para excitarse le hace falta ejercer sus miserables artes de seducción. Dejaré que las ejerza sobre ti, y que interprete su papel, como la trama requiere, porque yo nunca podría ser él. Pero yo no quiero perderte, pequeña Ofelia, no puedo, por eso yo también abandono la compañía y he solicitado que se me dé un papel en esta nueva representación que nos está haciendo la competencia. He especificado que aceptaré cualquier papel, incluso el más miserable, incluso el más insignificante, incluso travestido de mujer, con tal de estar sobre el mismo escenario en el que recitas tú. Podría decirte como si fueras Maturina: dejadla creer lo que quiera. O como si fueras Carlota: dejad que lisonjee su imaginación. O como si fueras de nuevo Maturina: todos los rostros resultan feos comparado con el vuestro. O como si fueras de nuevo Carlota: no puede soportar uno a las demás, después de haberos visto. No, eso no está bien, eso va bien para tu donjuán, que te hizo suya en su casa de Uguccion della Faggiola [17] y en su enorme cama de amante fatal. Ese papel no me corresponde, yo no puedo ser tu seductor, a mí me corresponde más bien un papel de espectador, pero no de quien está en una localidad del patio de butacas, sino más bien de alguien que te mira con el rostro petrificado por el tiempo y por el tedio de haberte atormentado durante tantos años. Y diré, pero muy despacio, con voz dulce: no se nutre de alimento mortal quien se nutre de alimento celeste: otros cuidados más graves que éste, otras ansias hasta aquí me trajeron.
No, nada de eso, yo seré el Espectro, la dama velada que hace de Espectro, y, con grave voz de profunda reprensión, diré: Don Juan no tiene más que un instante para poder alcanzar la misericordia divina, y si no se arrepiente ahora, es irremisible su condenación. Y entonces ese engreído de tu donjuán responderá: ¿quién osa pronunciar tales palabras?, me parece reconocer esa voz, Señor, es un espectro, terciará ese pollastre de Sganarello, lo reconozco por el paso, Señor. Y entonces tu donjuán, aún más matasietes, gritará: ¡espectro, fantasma o diablo, quiero ver quién es! Y he aquí, mi dulce Ofelia convertida en Elvira convertida en Carlota convertida en Maurina, que tu Hamlet, convertido por fin en el espectro con el que se atormentó toda la vida, podrá interpretar su verdadero papel, y como exige la trama, levantará el velo negro que envuelve su figura y representará al Tiempo sin salvación y sin remedio que con la guadaña siega la vida de los hombres. Y tu donjuán empalidecerá por el terror, pero yo no sostendré la guadaña, sino la pluma de mi sombrero de Hamlet, y con ella, como si escribiera en el aire, empezaré a cantar: «Querida, não quero despedida, eu fui feito pra Você, foi tão bom te conhecer não vida, não tem outra saida, Ofelia querida, no puedo decirte adiós, fui creado para ti, ha sido tan dulce tenerte en mi vida, es un camino sin salida», que es la canción Feito para Você del Grupo Raça que me estoy aprendiendo de memoria, sabes, me he puesto a estudiar brasileño, es realmente un idioma fantástico, y mucho más amoroso que el nuestro, si Shakespeare hubiera sido brasileño, nunca me habría hecho decirte las palabras que he tenido que decirte toda la vida, y además en el Grupo Raça hay sambistas de todos los colores, como pasa con los brasileños, me parece más actual que los Beatles, que ya han pasado a la historia y a la nuestra, y tú desde las bambalinas me contestarás: «Foi un rio que passou na minha vida, fue un río que ha pasado por mi vida», que dada la forma en la que siempre te he obligado a terminar causa cierto efecto, y en ese momento Don Juan se pondrá rígido como un cadáver, no será necesario ni el Comendador para hacer que se precipite en los infiernos que se merece, ese tardío donjuán de periferia, porque en piedra se habrá convertido él, mejor dicho, en sal, como una estatua de sal, y tú, mi dulce Ofelia, por fin vestida de Ofelia, entrarás en escena y me gritarás: mi dulce príncipe, si no me había suicidado, sólo había salido a tomar una bocanada de aire fresco al lago, pasear por la noche me sienta bien, me devuelve el sentido de la realidad, pero qué alegría encontrarte de buen humor. Y mientras la música de samba crece en intensidad, nos abrazaremos en medio del escenario, mientras el telón cae lentamente, verás cómo se entusiasma el público, caerá en delirio, empezará a aplaudir y a patalear como en 1968, cuando nuestras primeras representaciones, ¿verdad, pequeña Ofelia?