Amor mío:
Extraña forma de vida esta, en la que una noche se despierta uno en la oscuridad, oye cantar a un gallo y le parece que está en la granja en la que pasó la infancia. Se queda uno mirando fijamente la oscuridad con los ojos muy abiertos y espera que se haga de día, y, mientras tanto, tu infancia está ahí, presente, al lado de tu cama, casi podrías cogerla de la mano, venga, coge de la mano a tu infancia, te dices, ten valor, aunque haya pasado tanto tiempo, aunque la vida parezca haberla sepultado, está aquí a unos pocos centímetros, tienes la infancia a tu disposición, venga, cógela de la mano, ten valor. Extiendes la mano en la oscuridad y la sientes, es tu infancia. Tiene la figura de una niña, una niña con la que estás atravesando tu infancia, cogidos de la mano. Ah, pero ésa no es la infancia que tú tuviste en Barcelona, vivida en una casa burguesa repleta de muebles antiguos y cuadros de antepasados nacionalistas -gente de bien en cualquier caso-, banqueros, hombres potentados con bigotes muy viriles, tan viriles como corresponde a un buen ciudadano que piensa en su mujer, en la familia, en la patria, en el dinero, y un poco en su amante también, porque la amante viene al final de todo, como una criada; no, no es esa infancia, vete de aquí, infancia que te finges verdadera sólo porque eres mi infancia del registro civil, mira, la vida no es la del registro, está siempre y en cualquier caso en otra parte, la infancia verdadera es la que eliges de mayor, o de viejo, así que coge de la mano a tu falsa infancia veracísima, que es una niña con dos zuecos de madera que salta en la arena, ante ti hay una inmensidad de mar azul, y es verano, y la niña salta y dice: así lo hacen las marionetas, y después continúa: a estirar, a estirar, porque estamos jugando a un juego, ¿quieres jugar conmigo, Enrique? Hagamos un corro los dos. Oh, le dice Enrique niño, que ha tomado demasiado el sol y le han untado en las mejillas enrojecidas dos dedos de crema: pero ¿tú vienes del barrio de Colón? Estúpido, estupidísimo Enrique, el mundo no es sólo el Colón que descubrió el Nuevo Mundo, el mundo es el mundo, contiene un barrio de Colón, pero también una piazza Ciro Menotti, un boulevard Jourdan, una Clot Fair, pero, sobre todo, mira, pequeño Enrique estupidillo, contiene esta granja, [19] una bonita y vieja casa de granjeros, o también hotel, o como quieras llamarlo tú, nuestros padres se han ido al club a tomar el té y a jugar a la canasta, se pasarán toda la tarde en esa estúpida Cabaña de la granja, y quizá nuestros papás jueguen también al billar, que es un juego que imita a la vida porque está lleno de ángulos rectos, obtusos y agudos, que es la trayectoria que deben realizar las bolas, pero nosotros en cambio daremos vueltas en círculo, el corro se mofa de las aristas, ¿verdad, pequeño Enrique? Sí, sí, es verdad, susurras en la oscuridad a tu compañera de infancia, que deseas que se convierta también en tu compañera de pupitre, en tu compañera de cama, en tu compañera de siempre, y que probablemente no lo sea nunca, pero eso ahora no le importa en absoluto al pequeño Enrique, él ahora es feliz, le ha dado la mano a su verdadera Infancia, y juntos juegan al corro en la medianaranja, que es un medio círculo embaldosado de pórfido en ese paseo marítimo, ligeramente desplazado hacia la playa y también algo elevado respecto al resto del paseo marítimo, y desde allí se ve el mar como desde ningún otro sitio. Y hoy no se va a la playa, no, porque hay ábrego, y durará tres días, es un viento cálido que trae tormentas al mar y nerviosismo al cuerpo, pero Enrique y su Infancia no están nerviosos, juegan al corro y cantan una cancioncita.
Na ausência e na distância, canta una voz por la calle, e inmediatamente después grita: laranjas, laranjas! Es necesario pasar de la infancia a las categorías del presente, el alba escudriña en la ventana y una vendedora ambulante se ha aprendido una canción de Cesária Évora: África, que Portugal conquistó con armas y bajeles, adonde llevó la civilización de Cristo, la lengua de Occidente y la esclavitud, ahora vuelve como una némesis, vuelve con su criollo colorido que una vendedora de naranjas de Oporto se ha aprendido quizá sin saber que África se refleja en ella, y ella canturrea: mansinho, lua cheia, e intenta imitar la pronunciación de Cesária, pero no tiene los pies descalzos como Cesária, calza botas de media caña de goma que la ayudan a no resbalar en la húmeda acera de esta mañana de invierno en la Ribeira de Oporto. Canta África, África, ah, África que nunca he conocido, África madre, África vientre, África que mi Europa ha estuprado durante siglos, África inmensa, pobre, enferma y sin embargo alegre pese al cáncer que te corroe, África que dices nha desventura, nha crecheu como se dice amor en tu idioma que hemos bastardeado y que ahora canta una pueblerina de Oporto, crecheu crecheu crecheu, nha desventura, África a la que unos malditos bandidos siguen estuprando, África donde la luna es enorme y rojiza como se lee en los libros exóticos, en la ausencia y en la distancia que me separa de ti, África donde muchos siguen escribiendo por servidumbre en la lengua en que yo escribo por libertad, más puristas que los puristas, como si las bidonvilles de Luanda, los campos minados de los asesinos fueran su Real Academia, su Port Royal, oh, África del nómada Kapuściński, del magnífico Luandino, oh, África que ahora pasas bajo las ventanas de esta pensioncita de la Ribeira de Oporto a través de la imitación incierta de una vendedora de naranjas, África, por favor, devuélveme a mi casa; a esa casa mía que deseo, si es que todavía tengo una casa, eso es, ahora es completamente de día, el sol de invierno proyecta un rayo sobre la manta arrugada a los pies de la cama, es hora de levantarse, es hora de salir, es hora de pensar quién no eres, así te dices en silencio, es realmente la hora de pensar quién no eres.
Querida mía, en esto pensaba mientras me estaba vistiendo, ahora que la luz invernal proveniente de la desembocadura como un resplandor se ha vuelto violeta en la habitación que reproduce a los pobres pastorcillos de Fátima que el ingenuo pintor ha retratado con expresión de retrasados mentales que se merecen el reino de los cielos, como todo retrasado mental según la frase alarmante que pronunció Cristo. Te vistes y sabes que es hora de terminar tu viaje, cuyo objetivo te era desconocido y que en cambio, con una claridad más deslumbradora que la luz del día, tienes la certidumbre de conocer, de poseer, de haber hecho tuyo, y quisieras que esta certeza estuviera acompañada por el concierto para piano y orquesta en do mayor de Mozart, porque oyes su música, pero quieres el allegro vivace con la cadencia Senkin interpretado por los dedos mágicos de Maria João Pires, y quieres el allegro vivace porque vamos, Enrique, tu viaje se ha vuelto un allegro vivace desde que, ayer por la noche, antes de quedarte dormido, leíste el libro misterioso que encontraste por casualidad en el cajón de la mesilla. Y ese libro de un autor que ya preveía todo de ti, tu itinerario, tu recorrido, te ha hecho pensar que quizá estuvieras persiguiendo tu futuro y al mismo tiempo te ha hecho adquirir de nuevo el sentido de aquello que perdiste; es tu viaje vertical, tu viaje hacia el verdadero final implacable e inconsciente es como si se hubiera colocado en horizontal: ¡es verdad, es verdad!, tú eres móvil y el tiempo te está atravesando, y tu futuro te está buscando, te está encontrando, te está viviendo: te ha vivido ya.
Encontrar un libro que habla de tu vida en un cajón de una pensioncilla de una ciudad desconocida te parecerá un tópico literario, ¿verdad, amor mío? Podrías decirme pero ¿qué me estás escribiendo? Podría contestarte: ¿quién me está escribiendo? Eso es, ¿quién me está escribiendo, y de qué te hablo, en realidad? Te hablo de lo que ha pasado, de aquello que mi refuturo quiere que yo sea, la trayectoria inversa, complementaria y necesaria de un libro hallado por casualidad en el cajón de una pensioncilla de Oporto. Que era una ciudad desconocida para mí hasta que, ayer por la noche, al tomar posesión del cuarto de esta pensión (un cuarto que da a la parte de atrás con papel amarillento en las paredes), comprendí sin posibilidad de error que estaba recorriendo en sentido inverso el trayecto que un escritor desconocido había decidido para mí. Mar azul, assim mansinho, me leí ese libro, querida mía, y hablaba de mi trayectoria: un salto en vertical en un mar azul, tranquilo, que me engullía en su tranquilidad azul. Ese libro había cogido mis recuerdos, como si conociera mejor que yo, los recuerdos de mi juventud, los recuerdos de cuando arrancaba amapolas al borde de una carretera en una llanura de trigo, los recuerdos de los libros leídos, de las personas conocidas, hasta de un viaje que hice a un archipiélago que quizá ya no exista, ensoñado y presa de la desmemoria, cuando la luna es más dilecta y serena en el horizonte está cada montaña, e incluso te rememora no a cuantos hoy has agradado, sino a quienes debes aún encontrar, [20] porque es mi ayer, y ya he pasado por aquí, ese libro lo sabía, ya había escrito el tiempo que yo debía atravesar. Y decía: «Recuerdo que en mi viaje a las Azores entré en el Peter’s bar de Horta, un café frecuentado por los balleneros, cerca del club náutico: algo intermedio entre una taberna, lugar de encuentro, agencia de información y oficina postal. El Peter’s ha terminado por ser el destinatario de mensajes precarios y venturosos que de otra forma no tendrían otra dirección. Del tablón de madera del Peter’s penden notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien venga a reclamarlas. En ese tablón encontré yo una misteriosa sucesión de notas, de mensajes, de voces que parecían guardar una estrecha relación entre ellas, viajando en una caravana común de recuerdos inventados: voces traídas por algo, imposible decir por qué.»
Ese libro lo sabía todo, de verdad, incluso que la mía sería una caída libre hacia la nada de la nada. Pero no sabía que no iba a haber un viaje de ida, que iba a ser un viaje de regreso. O mar, mar azul, canta la vendedora de naranjas, piquinino mar, y así bajé a la calle, amor mío, ya completamente de día con un sol de invierno que reconstruía un verano lejano, y yo debía rememorar a quien ayer gustaste como si aún tuvieras que gustarle, y me pregunté el porqué de este viaje mío que ese libro misterioso escondido en un cajón de mi cuarto describía solamente en un sentido. Y por qué, por lo tanto, debías gustar al fantasma de Don Juan, o a James Stewart, como se quiera decir, y por qué dejaste que te gustara aquel estúpido viejo con olor a colonia, y por qué debías gustar al fuego fatuo de aquel perverso de Leporello, y por qué dejaste que aquel perverso te gustara, y compré naranjas y me las comí yendo hacia el mar, o mar, o mar azul, mar piquinino, recorrí las callejuelas de la Ribeira, escogiendo la casualidad de las calles, porque las calles son un lugar ideal para la casualidad que ofrece la vida, mirando las barcas que discurrían por la lenta corriente del río.
Por fin llegué a la desembocadura, hasta encontrarme en la playa. Me puse a mear contra el mar, aprovechando el viento que soplaba a mis espaldas. Pasó un señor vestido de académico, con un sombrero de tres picos, por un momento me pareció Marinetti, me lanzó una mirada que me pareció de desaprobación, y le dije: no se escandalice, señor académico, estoy añadiendo al océano una gota de agua, mee usted también contra el mar, verá lo bien que le sienta, y tenga cuidado de no mearse en los zapatos, porque a los académicos les pueden pasar esas cosas. Mar grande, el mar es en verdad inmenso, amor mío, mar azul, pero aún no había luna cheia, había una franja violeta en el horizonte que tendía al anaranjado, quizá se estuviera preparando una borrasca, comprendí de verdad que estaba recorriendo al revés la trayectoria que el libro misterioso había trazado para mí, había algunas velas en el mar, y eso lo hacía realmente pequeñito, volví hacia la ciudad, caminando lentamente. Atravesé de regreso aquella callecita de periferia, buscaba la rua Ferreira Borges, pero nadie parecía conocerla, en determinado momento tuve la impresión de que mi tío Federico Mayol cruzaba una plaza bajo una lluvia fina que había empezado a caer. Busqué una oficina de correos y mandé el telegrama que era necesario mandar a tu Comendador y a tu Leporello: mi más sincero pésame, les escribí, estoy seguro de que la echaréis mucho de menos. Y en ese momento comprendí que por fin podía volver a casa, podía incluso dejar mi equipaje en la pensión, no había nada dentro, aparte de cuatro camisas y dos libros leídos y releídos: uno son los fantasmas que un escritor mexicano se encontró en una noche de sueño, los fantasmas del señor Páramo, el otro es el Evangelio de ese optimista de Juan, a quien tanto amé y que tanto creyó en la palabra, porque en principio era el verbo y ello era la vida y la vida era la luz de los hombres. Y me encaminé a pie hacia casa, hacia mi casa. Cataluña no está lejos, en el fondo, se puede recorrer el camino a pie. Pero tú, amor mío, ¿estarás de nuevo? ¿Habrás hecho, como yo, tu viaje de regreso y todo estará de nuevo a punto de empezar, recomenzando desde el principio?