Mi dulce muchacha doliente:
Doliente te he dejado yo al abandonarte. Pero no fue culpa mía, ya lo sabes, aunque no tenga sentido hablar de culpas, y además tú jamás has podido soportar la palabra «culpa». Es verdad, es una palabra insoportable. Digamos que fue a causa de las gallinas livornesas, seguimos llamándolas así en nuestro viejo código, porque un trasplante no es una broma, lo sabemos, con todo lo demás que giraba alrededor de aquel bonito asunto. Pero no hablemos más de ello, ¿de acuerdo?
Escucha, también ayer por la noche, que es la noche más hermosa que he pasado en estos años, la más dulce, la más clara, la más larga, mientras te tenía de nuevo entre mis brazos, pensé: no debo pensar más en ello, no debemos pensar más en ello, así es como ha ido todo, son cosas que pasan.
Y entretanto oía sonar las campanas de aquella aldea inmersa entre los olivos que se entrevé desde la ventana del hotel adonde fuimos a parar después de haber estado dando vueltas por los campos toda la tarde. Primero la posada de Pepito Grillo. Nos dijimos, ni soñando, pepitos grillos ya hemos tenido bastantes en nuestra vida. ¿Te acuerdas de Rino, por ejemplo? ¿Sabes que me vino a la cabeza Rino ayer por la noche? Figúrate, Rino, un Clelio el Filipino surgido de las profundidades del tiempo. [21] Pero ¿en qué año era, te acuerdas? ¿En el sesenta y siete, en el sesenta y ocho? Por ahí, más o menos: Rino, el escupefrases, aquel que decía que si el mundo es paradójico, nada hay más paradójico que la vida que se casa con la muerte. Si no recuerdo mal, a ti no te disgustaba, te parecía un hombre interesante, escribía ensayos complicadísimos en una revista parauniversitaria que no leía nadie. «La visión hace el éxtasis más sereno», le gustaba decir citando fuera de lugar a Edgar Allan Poe. Yo creo que se pinchaba, en aquellos tiempos se pinchaban todos, y quien no se pinchaba, pinchaba a otros con la pistola, pinchar a uno para educar a cien, si así puede decirse. Después se descubrió que la revista no era parauniversitaria ni nada parecido, servía sólo de tapadera para un grupúsculo de agitadores cuya financiación parece ser que provenía de Imelda Marcos, figúrate, esa que coleccionaba zapatos para ella y nudos corredizos para sus conciudadanos. Vaya, que con aquel escupefrases de Rino sí que tuviste un pequeño flirt, aunque no fuera más que intelectual, dado que cuando lo encarcelaron preventivamente, como es costumbre entre nosotros, intercambiasteis una nutrida correspondencia aderezada con Nietzsche y Shakespeare, un asunto serio. Pero quién sabe por qué estoy hablándote de esto, es porque ayer por la noche, de verdad, pensé en la cantidad de Pepitos Grillos que hemos tenido que aguantar hasta nuestra edad. Pero ahora, por fin, ya basta.
Grillos sí que oí, ayer por la noche, pero con un sonido bien distinto. Son los grillos que anuncian el verano que está a punto de llegar y que pienso pasar contigo. Los grillos de nuestras fiestas del grillo de cuando éramos pequeños, [22] esos que durante la noche morían sobre una hoja de lechuga en una jaula en la cocina, aunque estos de aquí fueran en cambio grillos libres, contentos, lo sentías por cómo cantaban, parecía como si dijeran «mañana es primero de junio, fiesta de la Ascensión». Pero ¿qué fiesta es en realidad esa de la Ascensión, adónde se asciende y quién asciende? En mi casa no había fiestas católicas, como sabes, pero quizá en tu casa sí, porque me acuerdo de la fotografía de tu boda en la que llevas un vestido blanco, te cubre la cabeza un velo y estás arrodillada delante de un cura. Sin embargo, aunque nosotros fuéramos de otro credo, para nosotros los niños era hermosa la fiesta de la Ascensión, porque en el pueblo se hacían unas golosinas de pasta frita cubiertas de azúcar en polvo, y una vecina nos las traía a casa para mí y para mi hermano, a Ferruccio y a mí nos gustaban muchísimo, y nuestra madre las escondía, diciéndonos el secreto sólo a nosotros, porque en caso contrario nuestro padre las tiraría protestando porque la vecina quería convertirnos.
He perdido el hilo, como de costumbre. Será porque me es difícil seguir, pero ya sé que estoy divagando, y, dado que te hablaba de Rino, quiero decirte (aunque quizá ya lo sepas) que se ha convertido en un pez gordo de una gran editorial, cuyo propietario es uno de esos a los que en nuestros tiempos se les llamaba «amos». Rino ha hecho realmente de todo, sirve lo mismo para un fregado que para un barrido. Ahora por fin tiene la Voz de su Amo, y quizá haya alcanzado la paz de los sentidos. Pero fíjate en la memoria que tienen ciertas personas: el mes pasado me escribió una carta, una carta elegante, de esas en papel con membrete. ¿Y sabes de qué se acordaba, pero de manera milimétrica, como si se lo hubiera grabado en el cerebro?, se acordaba de los textos que os leí aquella noche después de la conferencia del viejo filósofo anarquizante, cuando acabamos todos en su casa, en la de Rino, y yo llevaba mis apuntes bajo el brazo y os los leí, ¿te acuerdas?, eran apuntes sobre los artistas que a lo largo de sus vidas habían tomado drogas, el esbozo de un libro que había titulado La imaginación artificial, ¿te acuerdas? Bien, pues lo auténticamente extraordinario es que Rino en su carta especificaba minuciosamente los que no quería. «No me interesan Coleridge y De Quincey», decía, «total, todo el mundo sabe que eran opiómanos, ni Gautier, ni Baudelaire, ni Rimbaud, ni Artaud, ni Michaux. Quisiera sobre todo las páginas sobre Savonarola, que escribió In te Domine speravi bajo los efecto del láudano, porque tú explicabas muy bien cómo Savonarola se preparaba el láudano, mezclándolo con ruda y mirra y miel, y los efectos místicos que le provocaba. Después me interesa Barbey d’Aurevilly, porque tú escribiste que con el éter mezclaba agua de colonia. Y además quiero las páginas sobre Nietzsche, que sin la morfina nunca habría escrito el Zaratustra, y Stevenson, quien sin la morfina nunca habría conocido a Mr. Hyde; y además Yeats, ese misticón folklórico de Yeats que junto a ese otro fanfarrón de Ernst Down fue de los primeros del mundo en probar la mescalina, y, sin ella, adiós a la Rosa mística. Y además quiero a Ball, ese loco del cabaret Voltaire sin el cual el Dadá se habría ido a paseo, él y su heroína, inventada precisamente por aquellos años; y la cocaína de Trakl, la morfina de Adamov, el lisérgico de Jünger, y sobre todo, Drieu, ese pobre fascistón de Drieu La Rochelle, él y sus jeringuillas, su maleta vacía y su suicidio.»
Te lo he transcrito fielmente, son sus palabras, tengo la carta ante mis ojos. Y concluye diciendo: «Un librito así, escrito como por un Borges que se bate por la liberalización de las drogas, sería el best-seller del año.» ¡Viva! Le contesté con una frase mágica: preferiría no hacerlo.
Sabes, mi dulce muchacha doliente, «preferiría no hacerlo» ha sido el lema al que más asiduo he sido en estos últimos años. El mundo está lleno de gente y todos quieren algo. En estos viajes lejanos míos he dado mucho, ya lo sabes, pero casi todo a personas que no pedían nada porque no esperaban nada de los demás ni del mundo. Recuerdo algunos senderos en algunos países de Hispanoamérica por los que se llegaba a aldeas miserables, y no era raro encontrarse con un viejecillo descalzo, con la camisa a jirones, apoyado en su azadón hundido en una tierra estéril, y te miraba con los ojos serenos y normales de quien sólo ha de decirte buenas tardes, y entonces sí, le daba lo que tenía, incluso todo, porque en esos momentos es necesario darlo todo.
Mi dulce y queridísima mujer, mejor dicho, amadísima mujer, porque es eso lo que nuestro volver a encontrarnos ha provocado: amadísima, y no queridísima. Amadísima mujer, que es cuanto he intentado enterrar en estos años, mientras te escribo, imágenes y palabras se agolpan en mi mente, como cuando uno queda aprisionado en un sueño: tus hombros, que te rodeo con mis brazos en la semioscuridad, las palabras que me susurras al oído, las zancadillas que me metes en la conversación nocturna, los estallidos de risa simultáneos, sucesivos y prolongados, por esas tonterías tuyas que tanto me gustan, y hasta tu modo de apretarme la nuca sacudiéndola tiernamente con gesto de falso reproche (¡cabecita loca!). Y estas imágenes que te describo, mi amadísima mujer, son de pesadumbre y de añoranza, porque nadie podrá devolverme el tiempo que he dejado escapar entre los dedos de los años, nadie podrá restituirnos los que hemos perdido sólo porque yo no tuve la fuerza de no perderlo. Pero quizá volvamos a encontrar ese tiempo perdido, mi dulce amor, yo sé que lo encontraremos, porque me ha bastado con ver lo jóvenes y vigorosos y apasionados que somos todavía para comprender que el tiempo perdido a veces se recupera sólo en pocas horas, esas horas en las que te he oído gritar de placer tres veces seguidas, y después, al alba, en la duermevela, mientras te estrechaba entre mis brazos abrazándote por detrás, y tú te has aprovechado para tu placer y el mío.
Hoy estoy seguro de que este placer continuará para siempre. Tengo sólo el pequeño disgusto de que mañana, en esta fiesta de la Ascensión que marca la entrada de junio, no podremos ver juntos las espigas de trigo casi maduras que se ven desde esta ventana mía. Pero comprendo que si tienes que ir a recuperar esos documentos de los que me has hablado no puedas demorarte ni un día siquiera. Me has dicho que en esos papeles hay un pedazo de historia importante de este país tan a menudo sin historia, y creo que el archivo estatal y sobre todo los ciudadanos te quedarán agradecidos. Te espero por lo tanto la noche del dos de junio que en el fondo para mí tiene más sentido, dado que es la fiesta de la República. Y el color rubio de las espigas no será sin duda más amarillo de lo que era ayer. El tiempo para mí es como si se hubiera detenido, ¿sabes?