Ojos míos claros, mis cabellos de miel

Buon topo d'altra parte, e da qualunque

filosofale ipocrisia lontano,

e schietto insomma e veritier, quantunque

ne’ maneggi nutrito, e cortigiano;

popolar per affetto, e da chiunque

trattabil sempre e, se dir lice, umano;

poco d’oro, e d’onor molto curante,

e generoso, e della patria amante. [23]

GIACOMO LEOPARDI, Paralipomeni


Ojos míos claros, mis cabellos de miel:


Tú sabes cuánto y desde cuándo te he deseado: desde el primer día en que te vi. Pero entonces, hace cien años, tú eras una jovencísima mujer, mejor dicho, una muchacha en la flor de la edad. Naturalmente, no eras la pequeña virgen ni yo el señor perverso como pretende la escandalosa novela de ese ruso exiliado incluso de sí mismo. Pero nuestra historia podría empezar igualmente así, porque como en aquella novela, el tiempo resulta fundamental en nuestra historia: el tiempo hecho de nada, como las cosas hechas también de nada: un «petit rien» que hace pensar en lo que guía las cosas: a veces una nimiedad.

Decirte que te he deseado desde el primer momento en que te vi es un lugar común, pero es así. Pero entonces, hace cien años, tú eras, como decía, una jovencísima mujer, una muchacha en flor, lista para abrirse para quien la cogiera, yo un austero señor de la edad de tu padre, y aquello un lugar de vacaciones para familias. Y con las familias seguimos viéndonos cada invierno, por lo general en febrero, que además para ti eran vacaciones de verdad, para mí siete días escasos, la llamada «semana blanca» que me consentía el periódico de provincias donde me ganaba la vida. Un sueldo no excelso, es verdad, pero mucha estima, el prestigio moral de quien luchó por la libertad de la parte justa, narrándolo en un memorial estimado por la crítica que me confería ante los ojos de todos vosotros, jóvenes de izquierdas con familias de izquierdas, una suerte de aureola de héroe romántico. Y, además, cómo admirabais mi manera de lanzarme a la pista, de afrontar las pendientes más intransitables, de salir incluso con un tiempo imposible. Yo, el cincuentón de aire elegante y misterioso, era más audaz que vosotros, veinteañeros pegados al fuego de la chimenea en cuanto caían cuatro copos de nieve. Sólo tú osabas estar a mi altura en aquellos descensos míos desenfrenados: esquiabas como una campeona y nada te daba miedo. Recuerdo una mañana cuando por puro desafío me seguiste por la pista, indiferente a la opinión contraria de tus amigas y de tu novio, que aterrorizados por la nevada se quedaron en el hotel jugando al póquer. Es verdad, el hotel, si bien aparentemente modesto, era de gran refinamiento: diez habitaciones, no más, maderas nobles, parquet que crujía, alfombras artesanales: el apelativo de pensión bajo el que se presentaba no era más que un esnobismo del que todos estábamos secretamente orgullosos. Recuerdo aquella mañana no tanto porque la pendiente fuera considerable (ya había hecho otras seguido por ti), sino porque cuando me alcanzaste jadeando, con las mejillas inflamadas, el chaquetón cubierto de nieve y el mono de esquí adherente que dibujaba tus largas piernas, y para detener la carrera te abrazaste al tronco del abeto donde me había detenido, estallamos en carcajadas como unos críos, en parte por el nerviosismo de la empresa realizada, pero también porque tú eras de verdad una cría. Y nos miramos como dos compañeros de colegio que han cometido una travesura, con complicidad. Y fue con aquella mirada con la que todo comenzó, y yo pensé: esta muchacha es mía. Porque no fui yo tanto el responsable de ese entendimiento, cuanto la manera en que me miraste tú. Un hombre de esa edad comprende cómo le mira una muchacha, y yo lo comprendí. Comprendí que en aquella mirada había deseo, una sombra de malicia y una tácita invitación, y una oferta. Y pensé que si lo hubiera querido, habría podido poseerte allí, de inmediato, entre la nieve harinosa, en el umbral del bosque.

Después empezaron a pasar los años. Te recuerdo tres años después, espléndida recién casada con el primer fruto en el vientre, y tu apuesto marido, un jovenzuelo educado y preocupado por tu maternidad, temeroso de que con tu talante deportivo te hicieras daño visto tu estado de buena esperanza: y así, nuestros paseos, los cuatro por el sendero de nieve dura, nuestras conversaciones en las que mi mujer de entonces (todavía era la primera, ¿te acuerdas?) te aconsejaba sobre la vida que debías llevar: descanso, pero no demasiado, seguir una dieta, ligera gimnasia matutina y otras bagatelas de esa clase. A las mujeres de cierta edad les gusta dar consejos a ese respecto, tú escuchabas con compunción y tu marido y yo hablábamos de otras cosas.

Te volví a ver como joven madre, con un churumbel de la mano y ya embarazada por segunda vez. Eras especialmente excitante, ¿sabes? Aquel invierno no podías esquiar, obviamente, dabas algunos paseos hasta el pueblo y el resto del tiempo lo pasabas al lado de la chimenea, jugando con tu niño, que estaba aprendiendo a mantenerse en pie. Recuerdo que lo sostenías con una especie de correa que llevaba atada al pecho y que le animabas a no tener miedo, le llamabas «chiquitín» con voz dulce. Aquella semana soñé más de una vez con poseerte, te tomaba por la espalda y con los brazos te abrazaba el vientre grávido.

Y mientras tanto los inviernos pasaban, tus niños se iban haciendo mayores, nuestras familias (quiero decir tus padres y yo) adquiríamos una amistad cada vez más confidencial, yo envejecía y mi mujer también, pero por mi parte con la misma agilidad en los descensos. Tengo la impresión de que el año que llegué con mi nueva mujer, que todavía mujer no era, sino solo «novia», como se decía entonces en los ambientes elegantes, tú me miraste con renovado interés. Tal vez el nuevo amor me hubiera rejuvenecido, quién sabe, me había cortado el pelo casi a cepillo, dejándome un mechón sobre la frente, había publicado una nueva novela que había obtenido un premio y críticas elogiosas en algunos periódicos de izquierdas. Por la noche, a la hora de la cena, se hablaba de ello. Recuerdo bien tus observaciones: entonces no eras aún la literata en la que te habrías de convertir, revoloteabas tú también en eso del periodismo, en un semanario de cultura relatabas viajes no realizados y reseñabas libros no leídos. De Francesca yo estaba enamoradísimo, ça va sans dire, y lo veíais todos. Tú tampoco podías dejar de notarlo. Y, sin embargo, hubo un episodio que sucedió no obstante eso y más allá de eso, un hecho fugaz, que ocurrió porque debía ocurrir, de modo natural, al igual que sale la luna o que nieva. El hotel estaba desierto, ¿te acuerdas?, todos se habían ido a la exposición de aquel bobalicón milanés que con la mano izquierda era pintor y con la mano derecha jugaba en la bolsa. Yo acababa de volver de un descenso demasiado fatigoso, me había derrumbado sobre la cama y me había despertado casi a la hora de cenar, cuando todos se habían marchado ya. Tú, en cambio, no, te habías quedado a causa de los niños. Bajé de la habitación y te encontré delante del ventanal con vistas al valle, me dabas la espalda, estabas como absorta observando las luces lejanas del pueblo. Fue más fuerte que yo, me acerqué de puntillas, te rocé los cabellos, los cabellos color miel, y te dije: mujer soñadora. Y entonces tú te diste la vuelta y me besaste en la boca. Y después con el índice en los labios que me habían besado susurraste: chissst. No digas ni una palabra, John, te lo ruego, no es el momento, no digas nada. Y yo no dije nada.

Cuando Él llegó a tu vida, comprendí de inmediato que había llegado el hombre que siempre habías estado esperando, un hombre de quien te habías enamorado como nunca te había ocurrido, ni de tu marido, eso es seguro, ni de esos tres o cuatro amantes ocasionales que se habían cruzado por casualidad en tu existencia. Te preguntarás cómo lo comprendí. Podría contestarte que conozco a las mujeres y eso lo sabes, y que soy capaz de comprender cierta luz que hay en sus ojos cuando están enamoradas, y que sé captar una mirada ensoñadora, y una sonrisa fuera de lugar, no dirigida a nadie, sino a la persona que se tiene en la cabeza; y algunas otras cosas, que en realidad son detalles, y los detalles siempre resultan fundamentales. Y además conozco bien el Milán de aquellos años y los ambientes que frecuentabas: los salones intelectuales, las feministas, aquellos otros que soñaban con la Revolución, las consignas coreadas por las calles, y después las noches en casa, escuchando confortablemente buena música. Él no, no pertenecía a esa tipología. Y, sobre todo, no escribía. Parece ser que decía que escribir era algo que vulgarizaba el pensamiento, y que con las personas siempre era mejor hablar, y que los libros, si acaso, debían ser escritos sólo mentalmente.

Y yo comprendí que lo amabas sin remisión una noche cenando en el hotel, mientras tomábamos un plato de caza acompañada por una salsa de frambuesa según la costumbre de la cocina local, y tú dijiste: conozco un cuento que se llama Las codornices a la Clémentine, me lo ha contado un amigo mío, es el cuento de un cuento, mejor dicho el cuento de un hipotético espectáculo teatral, y empieza así: es un teatro de París, en la rue Saint-Lazare, y en el escenario de ese teatro hay un salón azul decorado a la manera oriental con ventanas y finas cortinas de muselina blanca, y apartando las cortinas de las cuatro ventanas se podrán ver cuatro espectáculos distintos, que en realidad distintos sólo lo son hasta cierto punto, porque cualquier espectáculo habla de la misma vida, que es la vida de un hombre y de una mujer.

Y claramente no podía estar en Milán, un tipo así del que nadie sabía quién era y que pensaba cuentos sin publicarlos cuando todos estábamos ansiosos por publicarlos y hablaba de codornices a la Clémentine y de cuatro ventanas desde las que podían observarse cuatro puntos distintos de la misma vida como puntos cardinales: uno al norte, que era el pasado, uno a occidente, que en aquel momento Clémentine había escogido como el suyo, uno hacia aquel oriente que nunca habría de conocer, y el último hacia el sur, que era su destino y que quizá fuera su muerte. Una muerte meridiana, fueron tus palabras. ¿Te acuerdas?, era un día de nieve intensa, quizá un primero de año, sí, claro, era un primero de año de hace muchos años, ¿de cuántos?, diecinueve, veinte, estaban empezando los llamados magníficos años ochenta, y aquella noche lo celebramos juntos, con la familia y todos, incluso tus chicos, que ya estaban creciditos, hombrecillos con una naranjada en la mano servida en una copa de champán para brindar: felicidades, felicidades, feliz mil novecientos ochenta y uno. Sí, era 1981, me acuerdo bien, Año Nuevo. Y tú, entre un brindis y otro, riendo y bromeando, dijiste: he conocido a un tipo que escribe cosas preciosas y le importa un pimiento publicarlas, a Milán no viene por principio y su pasión son las gallinas livornesas, cría cuatro porque ponen un huevo todos los días, ¿brindamos por él? Y brindamos por él. Un tontorrón del grupo, un tipejo que provenía de los contestatarios, y que llevaba jerséis de cuello vuelto, sentenció con condescendencia: pues claro, brindemos por ese pobre gilipollas, le esperan años difíciles. Y todos rieron, porque había realmente motivos para reír en aquel refugio caldeado por nuestros alientos y por el champán, brindando por un pobre gilipollas que criaba gallinas livornesas: nosotros, la «Izquierda», nosotros que estábamos «vigilantes», como se decía entonces, y que al cabo de quince días habríamos de ejercer nuestra vigilancia presentando en una conocida librería la última fatiga del intelectual del cuello vuelto: Revolución y/o seducción. Y yo pensé: ya está, se ha enamorado.

Tú lo sabes, mis ojos claros y mis cabellos de miel, tengo un sexto sentido. Siempre lo he tenido, y es lo que me ha guiado en la vida. Pensé: farewell, my lovely, tu destino son las gallinas livornesas, ya nunca te atraparé. Pero la vida nos reserva siempre grandes sorpresas: basta con tener paciencia para esperar a que nos las ofrezca. Y a mí la paciencia nunca me ha faltado, como ves. Los años pasaban, iban pasando más para mí que para ti. Pensaba en ti cada día, y los pocos días al año en los que podía verte en aquel hotel de montaña que ya se me había vuelto insoportable, eran casi un tormento. Y tú eras feliz, entretanto. Porque las personas pueden ser felices, en sus entretantos. Pero el tuyo ha durado demasiado, realmente demasiado, créeme. En mi entretanto, había publicado otros libros y recuerdo el día en que te los obsequié con aquella dedicatoria: «A ti, con la complicidad que nos une.» Una vez te confesé que a pesar de los libros que había escrito y con los que te he cortejado con dedicatorias cómplices o fútiles, yo no era un escritor. En el sentido de que ser un escritor es una cuestión ontológica, añadí, o se es o no se es, y no basta con haber escrito un par de libros para serlo. Y tú estuviste de acuerdo, oh, sí, naturalmente, tenía toda la razón, y hablabas con la prosopopeya de quien entiende profundamente de literatura. Bobilla. Lo mío era una trampa: yo soy de verdad un escritor, te lo demuestra esta carta que estás leyendo, y me imagino tu estupor. Siempre hay algo que descubrir con retraso, merecería la pena vivir la vida a fondo sólo por eso. Pero yo también he descubierto una cosa con retraso: que eres una persona ilógica, o que tienes una lógica propia, como entonces, cuando para concluir la conversación sobre la escritura, y como si ello tuviera algo que ver con el libro que te había dedicado con complicidad, declaraste: me gusta tu mechón sobre la frente. ¿Pero cuál era en realidad la complicidad que nos unía? Mis ojos claros y mis cabellos de miel, lo sabes mejor que yo: eran sencillamente las ganas de irnos a la cama juntos. Las tuyas iguales a las mías, sólo que no podías hacerlo, porque tenías en la cabeza a ese simpático tipejo tuyo que criaba gallinas livornesas.

¿Quieres saber una cosa?, pues bien, te la confieso, la novela Traiciones, que te obsequié con aquella dedicatoria, fue escrita pensando en ti, y pensé en ti porque tenía una mujer con la que estaba «felizmente casado» y en mi aburrido ménage me hacía falta insertar a una tercera persona realmente necesaria y especial, y tú eras realmente necesaria y especial porque había intuido que habrías podido amarme con todos los sentidos, con el abandono que yo quería, sólo si tú, mientras te dejabas poseer por mí, pensabas en la persona a la que amabas. Y sólo de esa manera habrías alcanzado una gran intensidad en el acto de amor, grande y completa como siempre has soñado. Pero entonces, aparentemente, no lo comprendiste. Y, entretanto, los años pasaban. Dolorosamente para mí, y con dificultad, porque un hombre envejece aunque se mantenga enjuto, sin un gramo de grasa, con el mechón sobre la frente y aspecto de tunante. ¿Sabes dónde se envejece? En el miembro, disculpa la palabra cruda, y sé que me disculpas porque las palabras crudas en público no las toleras, pero en la intimidad no te disgustan.

Pero pasa un día, pasa otro, hasta que llegó el día en que no volvió tu valiente Anselmo, probablemente se había puesto el yelmo en la cabeza para no hacerse demasiado daño y había partido hacia sus ignotas empresas, [24] acaso con gallinas de raza distinta de la livornesa. Y por lo tanto: por lo tanto sucedió entonces y fue así, ¿te acuerdas?, como diría el poeta. Había ropa tendida, siguiendo con lo que exige la poesía. Sigámosla como la seguí yo, aunque fueras tú quien me llamara. Y en efecto, en el descampado herboso delimitado por cerezos y melocotoneros, tendida entre una rama y otra, había ropa tendida a secar con la brisa marina que propiciaba septiembre. La excusa (porque la tuya era realmente una excusa) era que obsequiase mi libro a la pequeña biblioteca municipal con una dedicatoria del autor, estarían muy orgullosos, dijiste, era un ayuntamiento de izquierdas, y aquélla había sido zona de partisanos. Tanto mejor. Por el camino, hablamos. Yo también escribo, me dijiste, mejor dicho, he escrito. ¿Qué? Poesías, aunque diría más bien poèmes en prose, cositas así. ¿Por qué no me lees una? Si te hace ilusión, pero me da un poco de vergüenza, y además leo fatal. Nos pusimos en la tumbona de debajo del cerezo, tú no sabías por dónde empezar, a veces uno se siente incómodo, especialmente si sabemos adónde vamos a ir a parar, y ambos sabíamos adónde íbamos a ir a parar. ¿Cuál te leo? La que tú quieras. Podría leerte una de tipo baudelairiano, se desarrolla en un hotelito de montaña y tiene la ventaja de ser lapidario. Me gusta la idea, me recuerda algo, ¿cómo se titula? No tiene título, haría falta que se lo buscara. Sí, sería oportuno, podría convertirse en un título epónimo, a los libros les es necesario un título oportuno. Pero si estos poemillas no se convertirán nunca en un título, dijiste. Claro que sí, te animé, lo sabes mejor que yo, ya me encargaré yo, lee, por favor.

Cuando acabaste de leer, miraste hacia el horizonte y tenías los ojos húmedos. Estaba cayendo la tarde y en la llanura, hacia el mar, se encendían las primeras luces. Por qué no lo llamas La gallina livornesa, te sugerí, y añadí después: debería buscarme un hotel, ya no tengo edad para conducir de noche y además el viaje es bastante largo. Quédate a dormir conmigo, dijiste, quizá no me despierte sobresaltada como me ocurre desde hace meses. Tengo setenta y cinco años, te dije. Tu sonreíste con malicia. Oh, no es lo que piensas, especifiqué, soy tan bueno como hace años, cuando empecé a desearte, verás, es que entonces… ¿Entonces qué? Lo que quiero decir es que una mujer de veinte años puede ir con un hombre de cincuenta, pero después…, después la cosa es distinta, es extraña, eso es, quizá sea sólo extraña, o un poco más extraña.

Ojos míos claros, mis cabellos de miel, los momentos de amor que en estos cinco años he vivido contigo han sido sublimes, aunque fueran raros, escandidos por intervalos que me parecían larguísimos y reservados a algún privilegiado fin de semana, a encuentros que procurábamos siempre que parecieran casuales, y en ellos he experimentado el gozo del amor físico más alto de toda mi vida. Y, sin embargo, incluso en los instantes de mayor pasión me parecía como si algo faltara para alcanzar ese éxtasis total que estaba ahí, al alcance de la mano, y que parecía no dejarse capturar en su plenitud: un petit rien que yo no sabía cuál era, y tú tampoco, acaso la conciencia de que nuestro amor era demasiado secreto, y por lo tanto, demasiado libre, y por lo tanto gratuito, lo que le privaba de esa puntita de malicia o de sentido del pecado que podía conferir a una historia insólita como la nuestra ese escalofrío subterráneo, esa especia que lo hace más raro y más febril. Por eso, después de nuestros primeros encuentros en Milán, empecé a invitarte a mi casa de campo, aprovechando las ausencias de mi mujer: porque era la verdadera casa familiar, porque era allí donde yo estaba felizmente casado (pero ¿qué quiere decir en realidad «felizmente casado»?), en esa casa yo vivía una perfecta vida conyugal, y en aquella cama, en aquella enorme cama antigua donde hacíamos el amor tú y yo, habían parido mi mujer y mi nuera, aquella enorme cama tenía una larga historia, había asistido a las vidas de muchas personas.

La cama. Qué estupidez pensar que sea una determinada cama la que dé más sabor al amor que se está cumpliendo. Y en cambio sólo me di cuenta ayer, mis cabellos de miel, y como ves siempre hay algo que aprender en la vida, incluso a mi edad. Porque esta noche pasada, esta sublime noche clara y sin viento que el calendario católico ha escogido para una de sus fiestas más hermosas, también para mí ha constituido una ascensión, en el sentido más terreno del término, porque he subido al séptimo cielo, allí donde el placer es más total y absoluto. La nuestra era una cita establecida desde hacía tiempo, y a las citas tú no acostumbras a faltar. Y, por lo demás, mi mujer iba a pasar su primer fin de semana en la montaña y no podíamos desaprovechar una ocasión así. Pero había algo que te alarmaba, lo comprendí por la llamada telefónica que me hiciste: tengo que decirte una cosa, una cosa importante y definitiva, voy sólo para eso, pero sólo para eso, ¿entiendes?, no para lo que tú crees.

Pero no, no habías venido sólo para decirme una cosa importante y definitiva. Habías venido para amarme otra vez, o una vez más, por lo menos. Lo comprendí mientras cenábamos en el mirador, había preparado las exquisiteces que te gustan tanto: foie gras sobre hojas de lechuga, pollo frío con mayonesa, el champán que prefieres. Y tú me mirabas en la penumbra como nunca me habías mirado en estos cinco años, tenías los ojos húmedos y en tus pupilas se agitaba la llama de la vela. Y yo comprendí que había una nota de desgarro en aquel tardío amor que sentías por mí y que había llegado a su fin, porque el otro es más grande y el nuestro imposible. Pero que, al mismo tiempo, el dolor que sentías al provocarme dolor hacía el amor que sientes por mí más precioso e intenso, y a él podías abandonarte como en un ímpetu de desmemoria y de rendición. Y así, ni siquiera fue necesario que me dijeras «la cosa importante» para la que aparentemente habías venido. Nos bastó con irnos a la cama, a aquella enorme cama donde nos hemos amado tantas veces, y me bastó, sin que tú dijeras nada, porque por mí mismo comprendí que él había vuelto. Porque, después de más de cinco años de amor, por vez primera, ayer por la noche, me besaste el miembro. Y yo, mientras tú me regalabas aquello que nunca antes me habías regalado, pensaba en una poesía de la que conservaba un vivo recuerdo, una poesía que dice que todo aquello que hasta entonces yo había sido y aquello que me había sido negado por fin me era ofrecido libremente, y el tuyo no era un obsequio de esclava acuclillada en la oscuridad, sino regalo de reina que se convertía en cosa mía, circulaba por mi sangre, y mi tiempo de muchacho y el tiempo que me quedaba por vivir reafloraban juntos y mezclados, porque tú me besabas el miembro. Y después tu pasión estalló con una intensidad que nunca había tenido, y cuando te penetré te bastó un instante, un minúsculo instante para aquel sonido de placer y de liberación y de desesperación grandiosa que jamás había oído salir tan alto de tu boca, y ah, por fin, tú también habías alcanzado tu «petit rien», que es el sucedáneo del absoluto.

Y ahora que él ha vuelto, mis ojos claros y mis cabellos de miel, ahora que es otra vez tuyo y que ya no llevas en el corazón la sombra que su abandono te había dejado, ahora que ya no hay en ti esa estúpida pena que con mi afecto y mi atención intenté en vano aliviar en estos años, sino al contrario, que eres tú quien sientes pena por él, porque sabes que lo has traicionado, y al mismo tiempo sientes pena por mí, pensando en la pena que me causarás al dejarme, ahora, por fin, nuestro amor podrá ser pleno y absoluto, a pesar de mi edad, lo que tiene a fin de cuentas una importancia relativa, porque a ti no te disgustan los hombres viejos si saben amar como sé amar yo. Y, además, ya he dejado de ser viejo: soy joven otra vez. De verdad, soy joven, como hace treinta años, cuando te deseaba en aquellas remotas vacaciones de invierno y me estaba prohibido hacerte mía.

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