¿Para qué sirve un arpa con una cuerda sola?

Si ‘sta voce te sceta ‘int’a nuttata mentre t’astrigne ‘o sposo tuio vicino, statte scetata, si vuò sta scetata,

ma fá vedè ca duorme, a suonno chino. [12]


Voce ‘e notte, canción napolitana

de E. Nicolardi y E. De Curtis


Amor mío:


He sabido por casualidad que todavía estás viva. El verdulero de Sharia Farassa es un viejecillo nieto de italianos que insiste en querer mantener lazos con su país de origen, así que debe de estar suscrito a un periódico que le llega a la tienda y que él seguramente ni siquiera lee, y con el que al día siguiente envuelve la lechuga. Una vez a la semana hay unas páginas de crónica de la provincia, esa donde nos conocimos y que no he olvidado, ¿sabes?, recuerdo perfectamente aquellas avenidas de cipreses que cruzábamos en bicicleta, y algunas mañanas de otoño en las que una bruma azulada subía de los montes de encinas, y los caseríos de la llanura, y el primer grupo de casas donde vivían tus padres, y tu sonrisa, y es realmente extraño que ésta te sonría desde un periódico arrugado del que, en la mesa de tu habitación, sacas la fruta y las verduras, y ves que es la misma sonrisa de hace cuarenta años, de cuando me dijiste: adiós, mañana nos vemos.

Cómo van las cosas, y lo que las guía: una nimiedad. En las tardes de agosto, con la puesta del sol, los pinos marítimos que hay en nuestra tierra se inflaman, de ese verde intenso que tienen de día se vuelven primero rubios, y después rosados, y después color ladrillo, quizá sea por eso por lo que Luxurius se ha convertido en Rossore, Rojez, a veces las falsas etimologías llevan a conclusiones acertadas. Pensé: rojez, rubor. Y pensé en la vergüenza. Bajé de la bicicleta, y sentía el rostro en llamas, como el color sobre el bosque de pinos. Justo a pocos pasos, tras la vereda enmarcada por un muro redondeado, estaba la casa de los Ascoli. Sólo había quedado Luciana, con su primo, el más pequeño, y sus tíos no habían regresado. Y ya habían pasado tres años desde que había acabado la pesadilla, todos nosotros sabíamos lo que había sido de ellos, ¿por qué seguir esperando?, y ¿por qué yo no había ido nunca a decirles nada: un buenas tardes, una sílaba? Ya sé lo que me habrías contestado: ya, y, entonces, tus tíos, ¿por qué sigues esperando a tus tíos?, no hablas nunca de ellos, como si hubieran salido de casa a dar un paseo y estuvieran a punto de volver. Porque sí, te habría contestado, porque sí, porque todo era tan absurdo, tan intolerablemente absurdo que yo también fingía, como todos los demás, que nuestros parientes regresarían al día siguiente, bien que nos habíamos reído de las leyes de aquel miserable enanejo disfrazado de emperador y la de chistes que nos habíamos inventado a su costa, mientras pensábamos: total, no nos puede pasar nada, no son más que monstruillos vulgares sacando pecho, nosotros tenemos cultura, tradición, y también algún dinero. Y por el contrario, en un instante, habían desaparecido todos. Pensé: entro, no entro, entro, no entro, como si deshojara una margarita. No entré. Entretanto, me fumé una decena de Giubek, aplasté las colillas bajo la suela de los zapatos, monté de nuevo en la bicicleta y volví a mi casa, donde no había nadie esperándome y donde ya no esperaba a nadie.

Amor mío, perdóname si aún te llamo así como te llamaba entonces, después de todos estos años, pero no sé de verdad cómo llamarte. ¿Cómo se dirige uno a la mujer amada a la que se dijo adiós, hasta mañana, y a la que se abandonó sin dejarle ni tan siquiera una nota de explicación? Porque mi amor lo has seguido siendo tú durante toda mi vida, y también mi mujer, porque las raras mujeres que he tenido han sido encuentros furtivos para la satisfacción de la carne, y en cambio, todas las noches, cuando intentaba quedarme dormido, abrazando el aire junto a mí en mi cama solitaria, te decía amor mío, y el hecho de pensar en tenerte entre mis brazos siempre me ha parecido un raro privilegio. Recuerdo la primera noche de fuga, en Nápoles, en la pensioncilla que fue mi primer asilo, en la oscuridad canturreaba en voz muy baja Voce ‘e notte, como si al cantar en la oscuridad esa canción mi voz pudiera llegar hasta ti augurándote que encontraras un marido honesto, un hombre que te quisiera y que pudiera abrazarte por la noche y que en su abrazo tú pudieras olvidar todo el daño que yo te había hecho, y que fuera una buena persona, y carente de culpa, y un inocente, y no fuera víctima de nadie, porque entretanto, sintiéndome víctima, yo había dejado de ser inocente, y contigo me había vuelto el último de los culpables, y el más vil.

Pero ayer volví a verte en el periódico del verdulero, y todo lo que durante este tiempo he estado enterrando, día tras día, año tras año, con la paciencia de las eras geológicas, como por ensalmo mi paciente tarea se ha desvanecido en la nada, o, mejor dicho, fue como si bajo mis pies se hubiera abierto una vorágine hecha de tiempo y yo me hubiera precipitado en su interior y me hubiera reunido contigo, porque no puede uno oponerse a la fotografía de un periódico arrugado manchado de lechuga, he quitado la capa de tierra que cubría tus ojos y allí, donde tú estás, he vuelto yo también. Es hermosa, esa fotografía, porque es correcta, en el sentido de que respeta todos los años que han pasado y acoge las generaciones que esos años personifican y representan. Te retrata de perfil, con una hoja en la mano que aparentemente estás leyendo, porque te conozco, tú siempre has sabido qué decir, con tu mente clara no te hace falta leer. Junto a ti está tu nieto, según lo que dice el pie de foto se llama Sebastiano y toca el órgano, lo que es muy apropiado para su nombre. Es un muchacho guapo, con los pómulos prominentes y el pelo rizado, y cuánto se parece a ti, y me gustaría mucho abrazarlo, porque me recuerda a ti cuando eras niña, y cómo quisiera que fuera también mi nieto, el nuestro, el hijo del hijo que contigo no engendré. En el artículo, escrito con elegancia, se dice que interpretó al órgano el concierto que Carl Philipp Emanuel Bach compuso en 1762 y se llama Solo para arpa, y que el público se conmovió. Qué extrañas son las cosas: quizá por eso también haya encontrado fuerzas para escribirte: porque tu nieto interpretó al órgano ese solo de arpa que con mi arpa toqué sólo para ti, sobre el césped de una casa de campo, una noche de 1948, cuando estaba a punto de surgir la luna nueva de agosto. Y, con tu sonrisa, el concierto de aquella noche, mientras la luna surgía por detrás del cerezo, resuena en el aire, se dirige hacia las colinas bajas, rebota en ellas, regresa, nos roza de refilón, se diluye entre los sonidos de la naturaleza junto a la brisa que toca las hojas. Mira, murmuras en voz muy baja, se está acercando una tormenta, la siento llegar de la llanura, interrumpe los acordes de tu instrumento, mi pequeño David, respeta la potencia de los elementos. Y yo dejo mi instrumento, en el cual hemos gozado de las mismas notas, y nos ponemos a mirar el fuego que se está desencadenando en el horizonte, esperando que él también se aplaque como la sangre que, después de haber circulado demasiado deprisa, ha explotado dentro de nuestro cuerpo y tiene necesidad de una pausa. Y en este silencio que la foto del periódico me remite observo la platea que se entrevé ante ti. Tus hijos y tu marido están sentados en primera fila, tienen al aspecto feliz de quien le ha tocado en suerte una buena madre y una buena esposa, y de la sonrisa que aletea en los rostros del público se comprende que has sido también una buena madrina para nuestra comunidad, y por eso te rinden un homenaje, por lo que has sabido hacer. Y así, en una fotografía de un periódico del verdulero, he comprendido tu vida y he pensado en hacerte comprender la mía. Pero ¿cómo relatártela? ¿Cómo puede contarse una vida que de la muerte asumió los rasgos, ocultándose de la vida? No es posible, me he dicho, quizá pueda contarse sólo el dónde, pero nunca el cómo ni el porqué. Por lo demás, mi cómo es el que siempre conociste, un cómo hecho de sonidos, que son las notas que siempre he extraído de mi instrumento. Y esos sonidos me eran concedidos sólo algunas noches, no todas las noches, porque no fueron fáciles los primeros tiempos, y por lo demás nada lo ha sido nunca. Aquel año en que me marché, tu País, que hubiera querido considerar mío también, creía renacer a una nueva vida. ¡Y qué efervescencia había en el aire! ¡Y qué entusiasmo! Iban a votar, después de tantos años, fíjate, y eso les hacía sentirse entusiasmados y vigorosos, no pensaban que habían sobrevivido, sino que habían renacido, lo que es siempre una hermosa ilusión. Yo, mientras tanto, había llegado a Nápoles y había alquilado un cuarto en una pensioncilla de un callejón. Fue mi primer dónde, pero te lo ahorro. Quiero decirte, sin embargo, que Nápoles es la ciudad más hermosa del mundo. No tanto por la ciudad en sí, que quizá sea hermosa como otras muchas, sino por las personas, que son realmente las más hermosas del mundo. En mi calle había fruteras, pescaderas y «guapos». Pero lo eran solamente durante el día, porque cuando caía la tarde y se apagaba la ebullición del barrio, del pequeño comercio o de la pequeña delincuencia, todos dejaban de ser fruteros, pescaderos o guapos y pensaban solamente en la nostalgia, como si en una vida anterior hubieran sido personas distintas, o como si en una hipotética vida futura pudieran convertirse en personas distintas de lo que puede ser un frutero, un pescadero o un guapo, sacaban las sillas de los bajos y, mirando los callejones y su sucia simetría como si fuera un horizonte, alguien empezaba a canturrear un estribillo, pero en voz baja, en la garganta, por ejemplo Voce ‘e notte, y a ese alguien empezaban a unírsele otras voces, y era una especie de oración cantada en coro hasta que una voz sobresalía por encima de las otras y oías por ejemplo luntane ‘e te quanta melancunia, [13] pero aquella melancolía en realidad no era del todo suya, era también la que habían experimentado sus padres o sus abuelos emigrados a las Américas, y ellos la sentían en lugar de algún otro, como si fuera un herencia que no puede rechazarse y cuyo peso y congoja se siente aún más. Yo los acompañaba con el arpa, que después por la noche depositaba en la tienda del frutero, que era quien cantaba con la voz más hermosa, él era regordete y feo, hasta tenía un ojo bizco, y quizá por ello la naturaleza lo había compensado con la voz. Después, el sábado me ponía el frac y acudía a ocupar mi sitio en la orquesta del gran teatro de aquella ciudad, y delante de mí, mientras el maestro movía la batuta, veía a un público elegante, con los señores de esmoquin y las señoras con traje de noche, que escuchaba aquella magia que sólo la música puede dar y que hace olvidar las fealdades del mundo. En aquel bellísimo teatro repleto de estucos y dorados, para cuya orquesta yo era el arpista Barucco (había elegido ese nombre, estoy seguro de que te gusta), nunca interpreté un solo. Sin embargo, hice lo mío, por ejemplo el concertino para arpa con cuarteto de arpa y clarines de Castelnuovo-Tedesco, que interpretamos cuando el teatro abrió de nuevo sus puertas tras la restauración que necesitaba. Y además el quinteto para arpa, flauta, clarinete, saxofón y guitarra de Villa-Lobos, que fue por lo demás lo que en cierto modo consiguió coagularnos como orquesta. Quiero decir como orquesta en formación, porque cada semana llegaba un intérprete distinto, el hambre entonces seguía presente, éramos muchos los que teníamos los zapatos rotos, y sin embargo se tocaba. No tomé la decisión de marcharme hasta cuatro años más tarde. Y no porque no amara aquella ciudad, que como te he dicho he amado con todo mi corazón, sino porque se me ocurrió hacer…, no sé bien cómo decirlo…, eso es, hacer un censo. Censo, ¿de qué?, me preguntarás. Pues eso, no exactamente un censo, sino una especie de comprobación, una comprobación absurda como quien busca huellas en la nieve después de que haya habido una ventisca. Un flautista me había dicho que la orquesta de Salónica buscaba un flauta y un arpa, que son instrumentos poco habituales. Él tenía mujer e hijos en Nápoles y se quedó. Yo me fui.

Salónica es una ciudad que se parece a Nápoles, no es muy hermosa y, como Nápoles, está llena de gente hermosa de alma. Que después es bonita también como ciudad, porque sus bellezas hay que descubrirlas. Por ejemplo, esa zona del puerto donde acaba el paseo marítimo y abandonas los barrios céntricos de los cafés y los restaurantes, allí donde Salónica se deshace en casitas de pescadores, en almacenes de cordaje, en los almacenes del aceite en el barrio de Ladadika, y donde ya te sientes a medio camino entre el Mediterráneo, los Balcanes y Oriente, en una mezcolanza de personas compuesta de pescadores y de recién llegados, de vagabundos y gente de paso donde parece que se confunden los moros y Fidias. Las mezcolanzas son hermosas por eso, porque puedes confundirte en su interior sin que nadie te busque, te pregunte quién eres y por qué estás allí. Y eso hice yo, cambiando mi nombre por el de Baruckos. Había dado a entender que era un italiano de Alessandria, y que no sabía griego, aunque estuviera aprendiéndolo poco a poco.

Fue en Salónica donde por primera vez me hicieron interpretar la sonata de Hindemith. El maestro se llamaba Stavros, era un viejo señor con una pierna de madera y sostenía la batuta como quien agarra un tenedor para los espaguetis, pero tal vez fingiera, porque su dirección fue magnífica; y, en cuanto a mí, aquella noche mis dedos se deslizaban por las cuerdas como si volaran, casi no me di cuenta de que estaba tocando, era el arpa la que tocaba y sola. Fue a su manera un éxito, y creo que la señora Ioanna conserva todavía los recortes de los periódicos de la época que publicaron artículos casi rayanos en la exaltación, acaso también porque se trataba de un compositor hostigado por el nazismo, que se había pasado la vida en el exilio. De modo que, a la semana siguiente, después del gran concierto de Beethoven, el maestro me pidió que interpretara el Concierto para arpa de Villa-Lobos. Y el entusiasmo fue tan enorme que las personas se pusieron en pie, los aplausos parecían no acabar, el público griego es así, se acalora, no dejaban que me fuera, el maestro me rogó que interpretara otra pieza a mi gusto, lo que yo quisiera, yo me había preparado la Sonata de Casella de 1943, es una pieza conmovedora, algo que parece evocar a los muertos, es una pena que Casella fuera tan fascista, su arte no se lo merece, el concierto tenía lugar en la rotonda de la iglesia de Agios Georgios, que es uno de los lugares más extraordinarios de este mundo, porque te da el sentido de lo sacro, aunque no creas en lo sacro. Pero aquel público sabía qué era lo sacro: no hacía mucho que su guerra había terminado, y demasiados eran los muertos. Y yo veía que las personas de las primeras filas, no sólo las mujeres, sino también los ancianos, estaban llorando, de la ciudad no llegaba el más mínimo ruido, el único sonido era el arpa, y parecía como si estuviera protegiendo a los supervivientes, y casi sin darme cuenta, desde los acordes de Casella, mis dedos se deslizaron a una vieja canción griega que se llama Zaxanaercis, que quiere decir «volverás», y el público empezó a murmurar la letra, y no parecían voces humanas, era como si la tierra y el mar y toda la naturaleza a nuestro alrededor respirara con nosotros y con la respiración cantara. Y después yo acabé de tocar y también el canto terminó, nos levantamos todos en silencio, las mujeres se santiguaron según el uso ortodoxo y salimos a la noche de Salónica, cada cual hacia su casa.

Mi casa, en Salónica, fue durante todos aquellos años la pensión Petros. Estaba en Ladadika, detrás de los almacenes del aceite y de cordaje que después se convirtieron en depósitos de pescado congelado y de combustible. Cuando llegué allí, durante mis primeros días en Grecia, vi a una mujer que estaba tapando con cal los orificios de las balas en la fachada. Tenía nuestro perfil, un hermoso pelo y el rostro marcado por la vida. Le hablé en francés y no me entendió. No quería hablar italiano y, como por una extraña intuición, le dije: Estó buscando un lugar por dormir, y ella me contestó en ladino, o sefardita, como aquí se le llama, y me preguntó de dónde venía. De la nada, contesté yo. Pues entonces aquí hay una habitación para ti, dijo ella, yo me llamo Ioanna, me hace falta alguien que me ayude a poner en orden esta casa que construyó mi Petros.

Desde la habitación que ocupé siempre se ve el mar, y más allá, a la derecha, las montañas de Calcidica que dejan adivinar el Oriente. Pasé noches enteras ante aquella ventana, mirando los montes lejanos en los que se encienden fuegos y pensando en un prado delante de una casa al borde del bosque, en una noche, en la música que allí toqué. Mi cama tenía una cabecera de metal en la que estaba pintada una escena de la Arcadia, con un pastor con los tobillos vendados de tela blanca tocando un pífano para un grupo de cabras. En la pared, encima de la cama, había una reproducción de un Cristo bizantino que un pintor ingenuo copió el siglo pasado para los campesinos o pescadores de aquellos lugares. Delante de la cama había una cómoda donde guardaba mi ropa interior y a su lado un armario de color rojizo cereza, donde siempre colgaba mi frac, con un espejo salpicado de manchitas arenosas en el que siempre hice todo lo posible para evitar verme reflejado. No toqué solamente en Salónica: fuimos también a Alexandrópolis, a Atenas, a Patrás, a Belgrado, en una ocasión importante, me parece que incluso por Europa, o por lo menos eso dijeron los periódicos. El programa no era muy comprometido para mi instrumento: interpretábamos música obvia, de grandes músicos, o por lo menos obvia para mí. Sólo en algunas ocasiones me fueron reservadas composiciones menos conocidas, como la Sonate liuthée de Migot o el Impromptu de Fauré, porque fui yo quien le pedí al maestro que variara. Aquella noche, lo recuerdo bien, estábamos en el teatro de Dionisio, bajo el Partenón, como público teníamos a unos turistas franceses a los que habían descargado dos autobuses blancos y azules, buscaban lo helénico y se encontraron con música decadente, a mí se me ocurrió darles un poco de decadencia verdadera, no de esa artificial, fabricada para conmover a precio de saldo, sino de esa otra sublime, como supieron lograr Migot y Fauré. Ioanna venía a hacerme una visita tres veces al año: el día de su cumpleaños, el día de la Pascua ortodoxa y por el aniversario de su boda. Entornaba ligeramente la puerta, sin llamar. Petros, ¿estás durmiendo?, murmuraba en la oscuridad. No, contestaba yo, estoy aquí en la ventana, tengo un poco de insomnio. ¿Y en qué está pensando mi Petros?, me preguntaba metiéndose en la cama. En una alquería, respondía yo, en la música de una noche cuando estalló una tormenta de verano.

El sábado deambulaba por la ciudad vieja mirando los nombres sobre los timbres de las puertas, ya no quedaban nombres de nuestro pueblo, ni siquiera de aquellos que desde hacía siglos tenían nombres griegos. A veces, muy raramente, llamaba. ¿Para encontrar a quién?, me preguntarás. Ya, para encontrar a quién: ¿a una mujer sola, a unos viejos supervivientes, a extraños que se preguntaban qué buscaba o a quién buscaba? Y en efecto me pregunto: ¿qué buscaba?, ¿a quién buscaba?, es que me creía aquel David que recibió el encargo de elaborar el censo de sus tribus? ¿Y qué tipo de censo era el mío, si es que así puedo llamarlo? ¿Estaba acaso recopilando sombras? Pues sí, en el fondo me he pasado veinte años recopilando sombras, eso es lo que hice en Salónica. Me parecía casi como ir recogiendo en un cesto sin fondo las notas que interpretaba en las noches de concierto. ¿Es que acaso pueden recogerse las notas de la música? No se puede, se desvanecen por donde han venido, en el aire, porque están hechas de aire.

Cuando dejé Salónica por Alejandría, Ioanna quiso llevarme las maletas hasta el piróscafo. Yo había protestado, porque las mujeres no deben servir a los hombres, pero ella había llamado a un taxi, como una señora, y se había puesto un sombrerito con un velo. No sé si era el sombrero del día de su boda, pero eso no tiene importancia. Me dijo: Crisóstomo, te he amado a través de un velo y a través de un velo te despido. Y después dijo en nuestra lengua: va a la bon hora, el Dios que sé con ti. Aún la estoy viendo al fondo del puerto, diciéndome adiós con la mano, un adiós que después se transformó en dos brazos extendidos hacia delante, como quien se rinde a la evidencia de la vida a la que ambos nos habíamos rendido hacía tiempo. Crisóstomo me había hecho llamar cuando llegué a Grecia, y Crisóstomo seguí siendo en los carteles y en los programas de la orquesta de Alejandría. Que no era propiamente una orquesta, porque en principio fue solamente un cuarteto: un arpa, una flauta, un oboe y un violonchelo. Pero eso no ocurrió hasta más tarde. Inicialmente acudí yo solo, porque había leído en un anuncio de un periódico de Salónica que el Hotel Cecil buscaba un instrumentista para entretener a los huéspedes a la hora del aperitivo. Instrumento clásico y música clásica, especificaba. Yo había mandado un telegrama: arpista solista ejecución clásica. Incluso el contrato se había cerrado con un telegrama.

A finales de los años cincuenta Alejandría era ya la ciudad destartalada que es ahora, pero el llamado «gran mundo» seguía siendo asiduo de sus dos hoteles de lujo: el Windsor Palace y el Hôtel Cecil. Tras una prueba delante del director, un francesillo de Marsella que fingía entender de música, nos pusimos de acuerdo en un sueldo razonable, comidas incluidas. Me ofrecieron también, en la planta de la servidumbre, una habitación abuhardillada decorada como una casa de muñecas donde en los años cincuenta había vivido el chef, al parecer bastante célebre. Las vistas eran preciosas, y me enseñaron con orgullo las habitaciones de Somerset Maugham y de Winston Churchill, pero permanecí allí solamente una semana, el tiempo necesario para buscar una cuarto en una pensión de las que a mí me gustan, y desde donde te escribo. Algunos hoteles son extraños: te parece como si los personajes célebres que los visitaron hubieran dejado en ellos su infelicidad, y quien, como yo, ha decidido desaparecer prefiere una infelicidad anónima dejada por anónimos como él que fueron asiduos de ese mismo cuarto y se miraron el rostro anónimo en el mismo espejo manchado sobre el lavabo. Y, en resumidas cuentas, aunque La Corniche de Alejandría tenga su belleza, por muy decadente que sea, yo opté por mantenerme fuera de encuadre. Me busqué una pensioncilla en el barrio de Sharia-al-Nabi, justo detrás del Templo, que fue construido por los italianos, una de las escasas cosas buenas que los italianos han hecho por nosotros, aunque como arquitectura deje bastante que desear, con ese ostentoso mármol rosa.

En el Hôtel Cecil permanecí siete años tocando. Siete años son muchos, pero no fue una servidumbre, porque el Cecil no era Labán y yo no hacía de pastor, al contrario. Por la tarde me ponía un esmoquin (el frac era para las ocasiones realmente especiales) algo raído, propiedad del hotel, y entretenía a los huéspedes durante tres horas, de las diecisiete treinta hasta las veinte treinta, mientras tomaban el té o un aperitivo. Durante todas aquellas tardes interpreté sobre todo a compositores accesibles, adecuados al público y al sitio: una sonatina muy romántica de Hoffmann, la Grande étude a l’initiation de la mandoline de Parish-Alvars y el Allegro per arpa de Ravel, que será lo accesible que se quiera pero que en compensación es hermosísimo. Es verdad que faltaban los seis instrumentos previstos por Ravel, pero uno hace lo que puede, y el público se contentaba. Y, además, a menudo eran personas distraídas que estaban allí para charlar, para ver y para dejarse ver. De vez en cuando, hacia las ocho, cuando sobre Alejandría cae una luz anaranjada que se transforma de inmediato en añil, entre una pieza clásica y otra, tocaba los acordes de Voce ‘e notte, procurando extraer un sonido sustraído lo más posible a las funciones armónicas, y ello creaba una atmósfera extraña, como una magia indefinible, los clientes parecían embelesados, conmovidos tal vez, veía las copas de champán paradas, suspendidas en el aire, y los camareros depositaban sobre los aparadores las bandejas de bouri enfilado a trocitos en los palillos.

Cuando fui contratado por la orquesta sinfónica decidí hacer que me inscribieran en la lista de los intérpretes con el único nombre de Crisóstomo porque era el nombre que sentía más mío. Y mi debut fue triunfal, lo digo sin falsa modestia. Las primeras veces me habían correspondido solamente acordes sueltos, como sucede a menudo a los arpistas en la música sinfónica, pero aquella noche fue toda para mí, porque estaba en programa el Concierto para arpa, flauta y orquesta de Mozart, una de las cosas más hermosas que se han escrito para un arpista, y acaso para toda la música. La orquesta estuvo magnífica, la flauta era de buen nivel, pero la mejor parte Mozart se la había reservado al arpa, y Crisóstomo no dejó pasar la ocasión.

Y así fueron pasando los años. Las personas normales no se dan cuenta, pero a menudo para ellos también los años pasan así, sin que se den cuenta. De memorable por mi parte, por lo que puedo decirte, hay un viaje a Abu Simbel con la orquesta porque era, dijeron, una ocasión realmente excepcional, debíamos tocar para aquella gran organización mundial que había conseguido fondos para recuperar los antiguos templos. Y, en efecto, había muchos personajes importantes aquella noche, sentados entre las piedras milenarias. Era una noche hermosísima y había luna. Había recibido la facultad de interpretar las piezas que quisiera, así que empecé con la Danza sacra y la Danza profana de Debussy. Y después, tras un breve intervalo, interpreté mi Solo para arpa. Tal vez no sea una pieza sublime, pero para mí tiene un significado que quizá para los demás no tenga y por lo tanto fue sublime, para mí aquella noche, allá en el desierto. ¿Sabes?, en el desierto, de noche, cuando hay luna, la arena refulge como el mar y parece de plata. Y pensé en nuestra casa, y en ti, mientras tocaba. Y por primera vez desde que hube desaparecido dejé de pensar en esa idea obsesiva, en esa frase que había sido la causa de mi huida y que siempre estaba resonando en mi cabeza: ¿para qué sirve un arpa con una cuerda sola cuando todas las demás se han roto? No sé por qué dejé de pensarlo, no sé por qué ocurrió aquello. Cómo van las cosas, y lo que las guía: una nimiedad. Era de noche en el desierto, la arena refulgía bajo la luna, yo estaba tocando mi arpa y me parecía como si a su son comenzaran a responder los granos de arena que me rodeaban a mí, al público, los templos. Como si aquellos granos de arena, millones y millones, se despertaran de un largo sueño y me contestaran: acariciaba un acorde en do menor y me contestaban, sacudía un bemol y me contestaban, estaban vivas aquellas voces, aquella noche, es completamente absurdo pero era exactamente así, habían resucitado de los hornos crematorios en los que las habían aniquilado.

Después ya no hice más viajes, ya no. Me quedé aquí, en mi pensión, en este cuarto mío. Ya no toco en la orquesta, soy demasiado viejo, sólo a veces, excepcionalmente, si un arpista enferma o si no llega de la capital por algún motivo, porque hoy en día los arpistas se han vuelto tan difíciles como las vedettes. Es un cuarto desnudo, eso lo sabes por ti misma. A la derecha hay un espejo, y además una cama en la que se ha soñado mucho con amar. El periódico que te ha traído hasta mí dice que pronto serás invitada a este país, es un homenaje que dos comunidades hermanas y estúpidamente adversarias prestan a tu figura de mujer de paz. Es hermoso, porque corona el sueño de tu vida, que sin duda ha tenido mucho sentido. Yo no estaré entre el público, pero si estoy allí, sería como si no estuviera. Sin embargo, puede ocurrir que el sentido de la vida de alguien sea el, insensato, de buscar voces desaparecidas, y acaso un día creer encontrarlas, un día cuando ya no se lo esperaba, una noche en la que está cansado, y viejo, y toca bajo la luna, y recoge todas las voces que provienen de la arena. Y un milagro, piénsalo, no es, porque nosotros no tenemos necesidad de milagros, se los dejamos de buena gana a otros. Y entonces, piensas, tal vez no sea más que una ilusión, una miserable ilusión, que con todo, por un instante, mientras has tocado esa música, ha sido verdadera de verdad. Y sólo por ella has vivido tu vida y te parece que eso confiere un sentido a la insensatez, ¿no crees?

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