Querida mía:
Ya sé que te ocupas del pasado: es tu profesión. Pero ésta es otra historia, créeme. El pasado es más fácil de leer: uno se vuelve hacia atrás y, si puede, echa una ojeada. Y además, sea como sea, siempre queda enredado en algún sitio, a retazos quizá. A veces, basta solamente el olfato y las papilas gustativas, es notorio: lo sabemos por ciertas novelas, hermosas incluso. O bien un recuerdo, cualquiera que sea: un objeto visto en la infancia, un botón hallado en un caja, qué sé yo, una persona que siendo otra te recuerda a otra, un viejo billete de tranvía. Y, de repente, ahí estás, justo en ese pequeño tranvía rechinante que iba de Porta Ticinese al Castillo Sforzesco, entras como si nada en el portal del edificio decimonónico, la escalinata tiene una barandilla de hierro fundido labrada con una cabeza de serpiente, subes dos tramos, la puerta se abre sin que tan siquiera toques el timbre y no te sorprendes en absoluto, entre otras cosas porque en el vestíbulo, encima de la cómoda rococó, detrás del viejo péndulo neoclásico, ves que el espejo antiguo salpicado de manchas pardas está cruzado por una raja que lo hiende de una esquina a otra, y recuerdas que aquel día me dijiste: una persona con una enfermedad como la suya no puede desafiar así al destino, es como convocar a la desgracia. Y en ese momento comprendes que la puerta se ha abierto sola simplemente porque a él, que quería desafiar al destino, le han jodido, como a todos aquellos que quieren desafiar al destino, quién sabe dónde estará enterrado, y en cambio el espejo herido sigue estando ahí, como aquel día en que comprendiste claramente lo que había de suceder.
O bien coges un álbum de fotografías, uno cualquiera de una persona cualquiera, como yo, como tú, como todo el mundo. Y te das cuenta de que la vida está ahí en los distintos segmentos que unos estúpidos rectángulos de papel encierran sin dejarla salir de sus estrechos confines. Y entretanto la vida está henchida, impaciente, quiere ir al otro lado de ese rectángulo, porque sabe que ese niño vestido de blanco con las manos unidas y el brazalete de primera comunión en el brazo, mañana (digo «mañana» por decir un día cualquiera) llorará a escondidas porque se avergonzará de sí mismo: ¿un pequeño acto nefando? Pequeño o grande no tiene importancia, porque prevé el remordimiento, y de eso es de lo que estamos hablando. Pero esa feroz fotografía, más severa que un ama de llaves, no deja que la verdadera verdad se evada de sus escasos centímetros. La vida está prisionera de su representación: del día siguiente sólo te acuerdas tú.
Mira, fue así, ¿te acuerdas?, y para recordar ni siquiera podría citar alguna poesía, del tipo ropa pobre tendida al sol, [2] que es siempre un elemento de melancolía, habla de vidas desconocidas y modestas, y tan simples, de esa simplicidad que sólo los grandes poetas pueden captar, o por lo menos eso dicen. No: por el contrario había un paisaje majestuoso, de esa belleza que es demasiado bella cuando es perfecta, como en un fresco de Simone Martini, en el que un caballo enjaezado conduce a un inefable caballero hacia un inefable más allá. Y yo conducía mi automóvil. Pero despacio, procurando acompañar las curvas que surcan esas colinas inclinándome con el cuerpo en cada una de ellas, como se hace en bicicleta, porque hubiera querido ser un chiquillo que recorría las dulzuras de aquel paisaje con una flamante bicicleta nueva que le han regalado en casa por su cumpleaños. Era una aldea de cuatro casas, no más, de piedra sin desbastar, ni tan siquiera encalada, no había nadie, un henil daba a la carretera, con ladrillos huecos de los que colgaban hebras de paja que oscilaban con la brisa, inútiles, abandonadas ellas también. Hay cosas así, que ocurren y no sabes por qué. No había ninguna razón para detenerse en aquel lugar desierto, ni siquiera para tomar un café, porque no había nada de nada, aparte de una carreterucha que en la esquina del henil, abandonando el asfalto, se volvía de tierra y llevaba hacia el campo: otra nada, allí, al fondo. Y yo enfilé por ella.
En aldeas de este tipo siempre hay una pequeña iglesia o una capilla, te habrás dado cuenta. Es que en sus orígenes eran pobres conjuntos de casas campesinas en torno a la villa señorial, y los campesinos eran personas devotas al amo y a la misa. Y justo allí, al final del camino de tierra, entre dos cipreses, exactamente como en las oleografías decimonónicas o en las postales donde hoy aparece escrito: «The Heart of Civilization», había una pequeña iglesia. Abandonada también, como todo lo demás. En la punta del tejado a dos aguas, en un ajimez de ladrillo abierto a lo azul, colgaban dos campanas que parecían más bien dos cencerros para las vacas, y también inutilizadas desde hacía tiempo, se veía. Aparqué el coche justo allí, debajo de uno de los cipreses. Inmediatamente después, hileras de vides y cipreses que pincelaban las colinas: sitios de los nuestros, para entendernos. Y todo como debía ser. Era mayo. Meé contra el ciprés, aunque no tuviera ganas, tal vez atribuyendo inconscientemente a ese acto fisiológico la razón de haberme detenido en un sitio en el que ningún motivo me inducía a detenerme. El portón de la iglesia estaba cerrado, la rodeé cruzando los hierbajos que asediaban su perímetro, atento para no molestar a las víboras, a las que les gustan esos lugares abandonados. Entre los intersticios de las viejas piedras crecían matas de alcaparras, con melenas sedosas que quién sabe por qué me hicieron pensar en Electra, e intenté recordar unos versos que en otro tiempo sabía, pero eran inencontrables en la memoria. Cogí un par de alcaparras y las mastiqué, aunque estaban amargas, y saboreé su gusto agreste, casi como si ese sabor me restituyera el sentido de lo que había sucedido, como una penitencia sumisa y necesaria que nos recuerda con su sabor áspero la culpa que hemos cometido. Y pensé en la vida, que es subrepticia, y que raramente saca a la superficie sus razones, y en cambio su verdadera trayectoria sucede en lo profundo, como un río cárstico.
Te había dicho: todo se acabó. Pero sin decírtelo, porque también el silencio es cárstico. ¿Creías que había desaparecido? En efecto, lo estuve, pero permaneciendo allí, como en la nada, suspendido y vagando un poco. Ahora me hallaba en uno cualquiera de mis lugares, que era otro respecto a ese majestuoso del que hablaba antes: una garganta entre montes de ralos olivos, y macollas silvestres que florecen cuando es época. De vez en cuando pensaba en la conformación de tu hendidura, y la veía como si estuviera insertada en el paisaje: el pequeño clítoris oculto bajo los labios mayores, tímido como esos hombrecillos que se asoman a la puerta de casa con temor al cartero que ha llamado al timbre, y después el pubis amplio, extendido como un arbolillo hasta el principio del vientre.
Así pues, estaba lejos, en aquel mientras tanto mío, y eso es fundamental para que entiendas cosas incomprensibles, y la soledad era grande, allá entre los montes. Entré en una taberna que se llamaba Antartes, que en griego quiere decir partisano, y yo también me sentía así, como quien se ha echado al monte, se esconde y combate, pero ¿contra quién?, pensaba, bueno, contra las cosas, ya se sabe, las cosas, quiero decir todo, porque la vida poco a poco se va llenando y entumeciendo sin que te des cuenta, pero esa hinchazón es un en exceso, como un quiste o un caos, y en determinado momento ese conjunto de cosas, de objetos, de recuerdos, de ruidos, de sueños o entresueños ya no te dice nada, es sólo un ruido indistinto, un nudo en la garganta, un sollozo que no sube ni baja y que te ahoga. Estaba fuera, bajo la pérgola de vides, y comía un plato exquisito hecho con entrañas de cordero, miraba las gargantas escarpadas de Creta, esas montañas ásperas manchadas del color de los oleandros entre el verde de los olivares, que allí es un verde oscuro y brillante, y observaba un grupo de cabras, que no comen oleandro, ellas, que mastican incluso las zarzas, y pensaba: por fin, lo he conseguido.
Un amigo mío sostiene que el suicidio, por el hecho de ser una decisión radical, paradójicamente, en el fondo es más fácil: un gesto y ya está. Bastante más difícil es el silencio. Este presupone paciencia, constancia, testarudez; y, sobre todo, se confronta con el día a día de nuestra vida, los días que nos quedan, uno tras otro, realmente largos con sus pequeñas horas, es como un voto, de cristal, puede romperse con nada, y su enemigo es el tiempo. Cómo van las cosas. Y lo que las guía: una nimiedad. Fue por azar. Entré en el zaguán de aquella taberna por simple curiosidad: para mirar. La sala estaba desnuda, con sillas de enea amontonadas unas sobre otras, y las mesas colocadas en un rincón. Había fotografías en las paredes y me puse a mirarlas. A aquella aldea vinieron dos personas: una es Venizelos, porque nació en los alrededores y tuvo allí el cuartel general durante sus batallas; y se le ve en retratos de joven y periódicos amarillentos que representan en color sepia su amor por el pueblo. El otro es Kazantzakis, porque en esta aldea se detuvo cuando una de sus muchas infelicidades lo perseguía, y aquí lo acogieron. Es un escritor que nunca me ha gustado, quizá porque nos parecemos en la soberbia, sólo que en los micromeandros de nuestro ser los caminos de la soberbia son más infinitos que los del Señor, y en su caso la soberbia eligió el camino del coraje y del orgullo de tenerlo. El mío es un caso totalmente distinto, como sabes bien, cuando el orgullo acaba optando por la vileza. Además de su retrato, vestido de persona de bien (chaqueta, corbata, bigote bien cuidado, gomina, la mirada profunda de quien está mirando a la cámara fotográfica como si mirara a los ojos a la Verdad), estaba también la fotografía de su tumba (llamémosla así) porque su Iglesia no acogió en el cementerio a un hombre que le parecía blasfemo, y su ciudad, Herákleion, sepultó sus despojos en la cinta amurallada, y puso en la lápida una frase suya que le retrata a la perfección, de la cabeza a los pies: «No creo en nada. No espero nada. Soy libre». Ya ves cómo van las cosas, y lo que las guía: basta una frase así para destruir el propósito de una persona como yo. El silencio es en verdad frágil.
Perdóname por cambiar de paisaje, pero es precisamente a causa de esa frase por lo que ese día del que te hablaba me detuve con el coche ante la pequeña iglesia de una aldea abandonada de la campiña que tan bien conocemos, y bajé. Y recorrí el perímetro de aquella especie de abadía campestre, casi como buscando allí algo que pudiera oponerse a aquellas palabras soberbias que me aterrorizaban. Ya sé que estoy haciendo un vuelo pindárico, y que todo esto no tiene lógica, pero ciertas cosas, lo sabes, no siguen lógica alguna, o por lo menos ninguna lógica que sea comprensible para quienes, como nosotros, vamos siempre en búsqueda de la misma lógica: causa efecto, causa efecto, causa efecto, sólo para dar sentido a lo que carece de sentido. Por eso, como diría mi amigo, escogen el silencio las personas que en la vida, en un momento u otro, escogen el silencio: porque intuyen que hablar, y sobre todo escribir, es siempre una manera de llegar a un compromiso con la falta de sentido de la vida.
Como te iba diciendo, ahora estamos de nuevo en el perímetro externo de la pequeña abadía abandonada entre los arbustos y las piedras. Y quizá con alguna culebra, que los poetas la exigen, aunque yo no vi ninguna. Pese a su modestia (ah, en verdad modesta, me recordó la joroba de un sastre que cosía los trajes de mi padre en mi infancia), la pequeña iglesia tenía un ábside con una puertecita angosta por la que en su momento, supongo, el cura entraba para celebrar la misa dominical a los campesinos, viniendo de sus aposentos de enfrente: ni una casa parroquial siquiera, apenas una casería. Y sobre esa puertecita devorada por la carcoma había un letrero escrito a máquina y pegado con celo. Un letrero insensato que decía: «Elección de Vida Futura. Entrada libre».
Pues claro que entré. ¿Tú qué habrías hecho, tú, que vives concentrada en el pasado?, objetivo hipócrita, por lo demás, para quien en realidad está pensando en lo que puede ser el mañana, dado que el pasado le ha dejado cierta amargura. ¡El futuro, el futuro! Es nuestra cultura, basada en lo que podremos ser, incluido el Evangelio (dicho sea con el debido respeto), porque de nosotros será el Reino de los Cielos, tiempo futuro, en resumen, el porvenir, dado que el pasado es un desastre y el presente no nos basta nunca. Y nada, sabes, nada en verdad basta, ni siquiera las retamas que florecen en mayo para quien sabe verlas y que yo miraba sin verlas, como por lo general hace todo el mundo, hasta caer en la nostalgia de lo irreversible, que es la tumba definitiva de todos aquellos como nosotros.
El recuerdo de tu coño (perdona la insistencia en el crudo detalle anatómico) se me abrió de improviso delante, si así puede decirse, tal vez de modo sacrílego, no lo niego, vista la condición sagrada del lugar, pese a estar abandonado. Y, al contrario de Kazantzakis, comprendí que no era libre. Es más, estaba prisionero de mí mismo. Y, sobre todo, ya no era joven, o por lo menos no tan joven como cuando te conocí. Pero me pareció comprender mejor, bastante mejor. Qué extrañas, ciertas asociaciones de ideas: por ejemplo, que esa hendidura tuya era no sólo una suerte de torbellino donde hubiera querido volver a entrar, porque había sido para mí un lugar de placer indescriptible (demasiado fácil), sino realmente una posible vía de regreso a lo inmemorable, al origen del mundo, como diría el agudo pintor, hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba, hasta llegar a los orígenes de los orígenes, a la naturaleza mononuclear, mejor aún, a la bacteria, mejor aún, al aminoácido, mejor aún, al Verbo, que del aminoácido debe de ser la metáfora suprema. Qué gilipollas, ¿verdad?
A veces nos vienen ráfagas de ideas que no pertenecen a nuestra lengua, y ello no debe parecerte extraño. O palabras, que a veces el mundo parece hecho de palabras iguales entre sí aunque distinto sea el modo de entenderlas en su sustancia. Por ejemplo, la palabra antrophos. Esta palabra en la que pienso, y que a cada uno de nosotros nos parece la misma, para cada uno quiere decir una cosa. Una palabra que ni siquiera Linneo, Querida mía, habría sido capaz, con toda su paciencia, de clasificar en sus infinitos valores. En mi caso, un hombre solo, un caso de una trivialidad casi ridícula, dado que periódicos y censos, municipios y autoridades hoy lo llaman single. Pero en mi caso la singularidad coincidía realmente con la vieja soledad. La más absoluta soledad, como la del paisaje que me rodeaba, hecho de zarzas y de retama y cipreses en las colinas. Y por eso llamé a la puertecita y giré el picaporte. Por lo general, en casos como éstos, debería abrir una señora de cierta edad, preferiblemente inglesa, con el pelo gris y acaso vestida con un sari, porque ha vivido en la India, una persona que ha meditado largo tiempo sobre las filosofías del Oriente y que sabe cómo manejarse con las vidas futuras.
Y en cambio me abrió una viejecilla de aspecto zafio con un pañuelo negro en la cabeza y pelusa sobre el labio superior, con esa mirada opaca y el rostro aparentemente obtuso que tienen algunos deficientes que sin embargo, a su manera, son listos, y solamente me dijo: entre y acomódese, hay una silla que le está esperando. Me dijo exactamente eso: que había una silla que me estaba esperando. De modo que entré en un cuartucho angosto que antes había sido sacristía, con un ventanuco enrejado, donde había una especie de pequeño atril y una sola silla, exactamente igual a la silla de Van Gogh. No te estoy tomando el pelo, llegué a pensar incluso que había sido copiada del cuadro, pero era tan vieja y destartalada que no era posible que la hubieran copiado, y naturalmente no era posible que Van Gogh hubiera llegado hasta allí, la suya era una silla de la habitación de un pobre loco de Provenza, en aquel café que le servía de pensioncilla, donde los habitantes de Arlès jugaban al billar, y los que se equivocaban de agujero acababan en el manicomio dando vueltas con los chaquetones de rayas tal como él los pintó. Pero me senté, como podía hacerlo un condenado. Ante mí no tenía nada más que aquella especie de atril que servía también de mesita. Había un teléfono absolutamente incongruente que sonó un par de veces, pero a la vieja no le pareció oportuno contestar. A mi espalda, por el ventanuco enrejado que daba a la explanada repleta de hierbajos, entraba un rayo de sol que caía sobre la pared de enfrente, donde había un mapa del Universo. ¿Existe algún mapa del Universo? Naturalmente que no. No ha faltado, de todas formas, quien haya intentado dibujar el nuestro: está en expansión, se dice, al menos por el momento, después, ya se verá. Bajo el mapa del Universo estaba escrito un endecasílabo que me era familiar, pero para seguir virtud y conocimiento, [3] y me pareció casi extraño que no estuviera escrito en inglés: a veces la modernidad nos gasta bromas pesadas. Pensé en cuáles podían ser mis virtudes. Mirando hacia atrás, ninguna. Ni conocimiento tan siquiera, no obstante todo aquello que creía haber conocido. Estaba en la oscuridad más absoluta, al menos por lo que se refiere al pasado. Se me había ido así, como arena entre los dedos, perdona la metáfora trillada, pero de verdad que lo entendí en aquel momento: porque el pasado, él también, está hecho de momentos, y cada momento es como un minúsculo grano que se nos escapa, retenerlo, en sí y de por sí, sería fácil, pero es reunido con los demás lo que resulta imposible. En resumen: lógica, ninguna, Querida mía. La idea de un futuro, aunque no sea más que como hipótesis, me pareció aún más nebulosa. En verdad un gran banco de niebla, como los de ciertos dibujos que aparecen en los programas televisivos nocturnos donde una persona educada lanza profecías meteorológicas.
Así fue como entré en el juego. Nada de búsqueda del yo más profundo, del más oculto en los abismos de nuestra conciencia, como les gustaría a algunos buceadores de nuestras almas. Sólo una concentración en el recuerdo más oculto, ese que nos hizo felices en el pasado y que quisiéramos que fuera nuestra vida futura, admitiendo que ésta exista: ese punto de ahí, y nada más. Habría deseado haberte conocido ya cuando te conocí, y en eso, hasta ahora, ha consistido probablemente mi deseo más oculto. Porque en ese punto sueño y deseo coinciden, siendo lo mismo, al menos para aquellos que se imaginan incluso muy vagamente una vida futura después de que las células y el genoma que las mantiene unidas se hayan vuelto polvo.
La viejecilla contestó: depende. Perdona, me he saltado un trozo, se me había olvidado decirte que la viejecilla vestida de negro se había acurrucado en un rincón como un paquete olvidado por alguien, y a mi pregunta de si mi vida futura dependía del deseo en el que estaba pensando, había contestado: depende. ¿Depende de qué?, repliqué. Ella sonrió como quien sabe de la vida e hizo un gesto con la mano como diciendo: venga, ya te darás cuenta. Y susurró: depende de cómo seas pensado mientras cruzas el umbral, hijo mío.
La situación era absurda, lo admitirás. El sitio, el cuartucho desconchado de una sacristía obsoleta, y aquella especie de vieja secretaria negra con la pelusa sobre el labio que me miraba con desfachatez. Y ello hizo que me irritara, pero sobre todo conmigo mismo, como cuando te metes en una situación idiota y comprendes que es idiota, y quisieras salir de inmediato, porque sabes que, cuanto más insistas en afrontarla intentando dominarla, más idiota se volverá, arrastrándote a una idiotez sin salida. Y eso yo lo había cogido al vuelo, pero como un idiota repliqué: perdone que insista, señora, pero si yo, en plena posesión de mis facultades mentales, decidiera eventualmente cruzar el umbral de esa puertecilla donde está escrito «Vida futura», pensaría en lo que me diera la gana, no sé si me explico. La viejecilla sonrió de nuevo con su astuta sonrisa. Se tocó fugazmente la frente con el dedo índice y permaneció en silencio. Lo que quiero decir, intenté explicar a la vieja con la calma que la irritación a veces consigue providencialmente darnos, es que si en el preciso momento en el que cruzo el umbral con la pierna derecha (me olvidaba de decirte que mientras tanto me había leído por encima una especie de hoja de instrucciones doblada sobre el atril, un papelucho arrugado y escrito a máquina que llevaba por título: Consejos técnicos básicos) y coloco el pie izquierdo exactamente junto al pie derecho, como requieren vuestras instrucciones, ¿seré libre de pensar en lo que me parezca, buena mujer, o no? La vieja extendió los brazos, abrió las manos hacia lo alto y movió los dedos como si imitara el viento. El pensamiento tiene alas, dijo con su sonrisita irónica, hijito, el pensamiento tiene alas, tú crees que lo piensas, y de repente, como el viento, llega de donde le parece, y tú creías que lo pensabas pero es él quien te piensa, y tú sólo eres pensado. Y me hizo de nuevo el gesto de que avanzara, si tenía valor. Y esta vez era un gesto de desafío, lo comprendí.
Y fue por desafío, créeme, porque no quise renunciar a ese desafío estúpido, en aquel sitio estúpido, con aquella vieja estúpida; y naturalmente no creía ni remotamente en aquel truco suyo de feria, hecho para sacar unos cuartos al papanatas de turno, con aquella cesta ostentosa (un canasto de campesino forrado de rojo, figúrate) donde estaba escrito con rotulador el precio de la metempsicosis. No es que no deseara una vida mía futura, en aquel preciso instante de mi vida: y sólo tú puedes saber cuánto y por qué. Pero de ahí a aceptar aquella estúpida pantomima corría un trecho. Y sin embargo dejé el billete debido para la metempsicosis en el canasto forrado de rojo, aferré el picaporte de la puertecita sobre la que estaba escrito «Vida Futura», cerré los ojos como requería la hojita de instrucciones, crucé el umbral con la pierna derecha y coloqué el pie izquierdo exactamente junto al que ya estaba en el suelo. Buenas noches, dijo la propietaria, he hecho grenouilles à la provençale, y el burdeos no está nada mal, es un vino de hace siete años, es el último que tenía en la bodega, pero no se puede acompañar con un vino joven un plato como éste, que me ha llevado toda la tarde. Tú me dejaste elegir la mesa, como por otra parte hacías siempre, y además aquella noche el restaurante estaba prácticamente vacío: dos parejas de viejos cónyuges que se habían adelantado a la temporada. Turistas ingleses, tal vez. Escogí una mesa esquinada junto a la vidriera desde la que se dominaba el mar abierto a la derecha y a la izquierda el acantilado con el faro. Ha bebido esta noche también, me susurraste, qué pena, es una mujer hermosa todavía, se está echando a perder. Vete a saber qué desventuras se le han cruzado en la vida, te contesté, la vida no está escrita en los rostros de las personas y tampoco en las sonrisas con las que nos reciben. El mar estaba realmente furibundo. A veces ocurría eso, en aquel pequeño golfo, sin razón climática aparentemente lógica, porque aquella noche no hacía nada de viento, por ejemplo. Y las grenouilles à la provençale eran sublimes -como siempre, por lo demás-. Aquella noche, sin embargo, tú también bebiste algo más de lo habitual. Dijiste: es imposible resistirse a este vino. Te doy la razón. En la etiqueta había una torre regordeta y estaba escrito en grandes caracteres: «Château La Tour, domaine Pauillac, Bordeaux, 1975». Es lógico que no te acuerdes de aquella etiqueta. Yo sí, la tengo ante mis ojos a cada etapa del círculo, como comprenderás más adelante. A la salida estabas alegre y me pediste una canción sobre el mar. Escogí a Charles Trenet, aunque el suyo fuera un mar tranquilo, y tú me dijiste: qué canción tan bonita. Y yo empecé a bajar despacio hacia el refugio donde había dejado una luz encendida.
Y sigo bajando por esa carretera, inexorablemente, cada vez que mi vida llega a ese punto. Como a cualquier otro punto que sigo atravesando, los precedentes y los sucesivos. Aquella noche, pues, es decir, esta noche, para mí, después de haber regresado al refugio, tú me dices: no me siento muy bien, tengo frío, y te envuelves en un plaid de lana por los hombros y te quedas dormida en el sofá, mientras yo me pongo a fumar delante de la ventana pensando en mis muertos y escuchando sus voces que me trae el mar. Y después, al día siguiente, yo hago lo que hice al día siguiente, y tú también, y después, al mes siguiente, yo hago lo que hice al mes siguiente, y después lo siguiente, y lo siguiente y más de lo siguiente. Hasta el día en que, sin decírtelo, te dije que todo había acabado. Y ahí hay un momento indistinto, no sé si breve o largo (pero eso no importa mucho), que los de la metempsicosis, en su código, llaman anástole, con lo cual todo vuelve a empezar porque el círculo se cierra y vuelve a abrirse de inmediato. Se trata, ahora lo sé, de un minúsculo hiato incolmable, porque en mi trayectoria falta el segmento de la pequeña iglesia donde me detuve aquel día con el coche, durante el periodo de mi anástole. Sabes, ése es un momento que ya no puede ser recorrido por quien ha escogido entrar en el círculo, porque es ese momento especial (ellos lo llaman «vacuo») en que no sabes exactamente quién eres, donde estás ni por qué. Es como cuando se detiene el movimiento de una ejecución musical y todos los instrumentos callan: es ese momento en el que, como sostienen ellos, llegas a un compromiso con la falta de sentido de la vida, y por lo tanto ¿de qué sirve repetirlo?, sería insensato.
Las únicas variaciones que me son concedidas, en mi regreso al círculo, son los distintos momentos del regreso al círculo mismo: que puede ser el primer día de nuestra historia, el segundo, el último o una tarde cualquiera. Siempre es así, hasta el infinito. Es siempre idéntico. Por ejemplo, ahora estoy en la explanada de una casa campesina, me he detenido bajo un almendro, es una tarde de finales de agosto, tú te has asomado a la puerta porque has comprendido que he llegado, sales a mi encuentro con la calma de quien ha esperado un regreso más allá de lo soportable, y yo en efecto estoy de regreso, del pueblo cercano llega una música de trombas y acordeones que interpretan Cerezas rojas en primavera, ¿qué es eso?, te pregunto. Son las fiestas del pueblo, respondes, sabes, por San Lorenzo me pasé toda la noche mirando las estrellas fugaces y pedí como deseo que tú volvieras pronto, ¿quieres quedarte a cenar? Y yo me quedo a cenar, naturalmente, tú has hecho tomates rellenos y has añadido el tomillo que crece bajo el emparrado de casa, junto al dondiego de noche. Y para ti es normal, porque eso sucede solamente en ese momento, en ese preciso instante del tiempo en el que nuestros cuerpos atraviesan ese preciso espacio que era el prado de delante de la casa de campo donde nuestros oídos percibían la música de Cerezas rojas en primavera, y tú me dijiste: me pasé toda la noche de San Lorenzo mirando las estrellas fugaces, ¿quieres quedarte a cenar?
Según un cálculo del todo aproximado, en este instante mío en el que me hallo, en esta tosca taberna cretense a la que he llegado en un pispás para regresar mañana al círculo desde el principio, tú ahora ya casi deberías ser una mujer vieja, como lo sería yo también si no hubiera cruzado el frágil umbral que he cruzado. Porque la vida (la tuya, quiero decir) es lógica, y avanza con la escansión adecuada. Y probablemente tendrás nietos, pues ellos pertenecen a la escansión de la vida también, y tu adecuada canicie, que hoy por lo demás se puede camuflar con un sencillo cachet del peluquero. Y probablemente habrás alcanzado esa paz que el tiempo al que perteneces prevé para las etapas de la edad que se les conceden a los seres humanos. Y claro, en el fatigoso ajuste con nosotros mismos que todas las edades prevén, habrás comprendido en esta tuya de ahora que la vida de nómada que entonces invocabas no estaba hecha para ti, y que por lo tanto era sólo un falso dilema. Porque la paz, a pesar de todo, triunfa siempre sobre el desasosiego. Lo que, en tu caso, no es que sea verdad del todo, y yo lo sé porque conozco tu naturaleza, que no preveía en el fondo el cestillo con madejas de lana entre las piernas, poesías para realizar lecturas críticas, y nietecillos que toquen el clavicémbalo: la verdadera era la otra, la que no supimos elegir ambos. Pero, sea como haya sido, el tiempo transcurre como debe transcurrir: es la hora de la cena y alrededor de la mesa las personas adecuadas viven contigo la hora adecuada en el sitio adecuado, porque ése es el metro adecuado del tiempo, de la vida y de la plática.
Yo, por el contrario, te escribo desde un tiempo roto. Todo a retazos, Querida mía, los fragmentos han volado de un lado a otro y me es imposible recopilarlos de otra manera que no sea en este círculo forzado en el que sigo dando vueltas hasta la náusea y la idiotez, hasta que se abra en un punto desconocido. Que, sin embargo, no será el de otra vida, sino de ésta. Porque no te estoy hablando desde otra parte, sino desde ésta, aunque pertenezca insospechadamente a una órbita distinta de la tuya. Si fuera al contrario, resultaría hasta demasiado fácil salir de ella: bastaría con vivir la vida que nos es concedida como si se viviera en otra dimensión, algo que pensadores sublimes han sabido resolver de manera artística y a menudo sublime. No, el problema es muy distinto. Es que la órbita es al mismo tiempo la misma y otra distinta, yo veo la tuya y entro en ella cuando quiero, sin que tú puedas hacer lo mismo con la mía. Yo estoy allí sin que tú tengas necesidad de estar conmigo, ni de saberlo, porque tu órbita es única e irrepetible, y en cambio la mía es sincrónica consigo misma, y gira y gira hasta el infinito. Y la burla, como te apuntaba, consiste precisamente en eso, en que el momento de la salida tendrá lugar sólo en mi Actual, es decir, en lo que estoy siendo, sin serlo: las dimensiones se han invertido, lo que sólo era recuerdo se ha convertido en presente, y lo que de verdad soy o debería ser, mi presunto ahora, se ha vuelto virtual y lo diviso desde lejos como por un catalejo al revés, esperando volver a entrar en él en el último momento, en ese instante terminal en el que nos es dado recorrer hacia atrás toda nuestra vida, que por el contrario estoy condenado a recorrer una y otra vez sin pausa. Y en ese instante que se me concede tendré tiempo apenas para manotear en el aire, como los ahogados, y después, adiós muy buenas. Sabes, creo que en el evadirse de este tiempo repetido, que es una forma de perversa entropía, no se verificará ni la más mínima explosión, como cuando en el universo una masa de energía comprimida explota provocando una nueva estrella. Bien distinto de eso que afirmaba el filósofo loco, que es necesario añadir más caos en nuestro interior para hacer que nazca una estrella danzarina. Pero ¡qué estrella! Bastará con un minúsculo agujero, y toda esta energía insensata se evadirá como cuando se agujerea el tubo del gas y…, fssss…, fssss…, todo acabará en un instante, en una modestísima burbuja, un residuo, una nada hecha de nada, como un pedo del tiempo. Por ello te mando un saludo imposible, como quien hace vanos gestos desde una orilla a otra de un río sabiendo que no hay orillas, de verdad, puedes creerme, no hay orillas, sólo hay un río, antes no lo sabíamos, pero sólo hay un río, quisiera gritártelo: ¡atenta, mira que no hay más que un río!, ahora lo sé, qué idiotas, nos preocupábamos tanto de las orillas y, en cambio, sólo había un río. Pero es demasiado tarde, ¿para qué sirve decírtelo?