Si no recuerdo mal, esta novela en forma de cartas empezó a ser escrita en torno al equinoccio de otoño de 1995. En aquel momento, mis intereses principales eran Sadeq Hedayat y su forma de suicidio parisién, la circulación de la sangre tal y como la estudió en Pisa a mediados del siglo XVI Andrea Cisalpino, la función de la serotonina, el umbral de la resistencia al dolor y ciertas amistades que creía muertas y que quizá no lo estuvieran.
Ello se manifestó inicialmente como broma de la memoria con la carta que aquí titulo Forbidden Games, publicada como introducción, en inglés y en portugués, a un volumen de imágenes del fotógrafo brasileño Márcio Scavone, And Between Shadow and Light / E entre a sombra e a luz, Dórea Books and Art, São Paulo, 1997, y más tarde retomada en italiano, con el título de Carta a una Señora de París en la revista La rassegna lucchese, n° 2, 2000. Digo «broma de la memoria» porque entre las fotografías de Scavone, en una de los años sesenta, una mujer desnuda aparece en un balcón extendiendo los brazos hacia el cielo, como para abrazar el aire. Y esa imagen tocó la memoria de un Yo mío tan lejano en el tiempo (y por lo tanto tan distante del Mí mismo que miraba la fotografía) que me hizo considerar la posibilidad de atribuir la memoria de aquella imagen a un Yo que de mí fuera sólo apariencia o ectoplasma perdido en el tiempo. En resumen, prácticamente un desconocido que escribía una carta.
La carta es un mensajero equívoco. Todos nosotros, por lo menos alguna vez en la vida, hemos recibido una carta que nos parecía proveniente de un universo imaginario, y que en cambio existía realmente en la mente de quien la había escrito. Y probablemente, otras tantas iguales habremos enviado, tal vez sin percatarnos de que entrábamos en un espacio real para nosotros pero ficticio para los demás, y del que esa carta es además el más genuino falsario, porque nos hacemos la ilusión de cruzar la distancia respecto a la persona lejana. Las personas están lejanas cuando están a nuestro lado, imaginémonos cuando están lejos de verdad.
A veces puede ocurrir que nos escribamos a nosotros mismos. Y no estoy hablando de ficciones, a menudo sublimes, de las que fueron capaces algunos escritores del pasado; digo cartas de verdad con su sello y su matasellos. A veces ocurre que se escribe a los muertos. No sucede todos los días, lo admito, pero puede suceder. Y podría ser que los muertos nos hayan contestado, en una determinada forma que sólo ellos saben. Pero lo que más inquieta y roe como una carcoma testaruda metida en una vieja mesa imposible de hacer callar salvo con un veneno que nos envenenaría a nosotros también, es la carta que nunca hemos escrito. «Esa» carta. Esa que todos nosotros hemos pensado siempre en escribir, en ciertas noches de insomnio, y que siempre hemos aplazado para el día siguiente.
Si se me pidiera que me pronunciara sobre la naturaleza de estas cartas hechas novela, no excluiría definirlas como cartas de amor. En un sentido bastante lato, como es vasto el territorio del amor, que linda a menudo con territorios ignotos y aparentemente ajenos, como el rencor, el resentimiento, la nostalgia, la añoranza. Que en el fondo son algunos de los lugares por los que estos personajes, remitentes de las epístolas que me he puesto a escribir, vagan como extraviados. Y si no el amor, algo parecido a un penoso afecto anima incluso al último personaje, única voz femenina de este libro, que se pasa la vida cortando las vidas ajenas con las podaderas.
De algunas cartas me gustaría contar el cómo y el cuándo, quizá porque toda historia tiene siempre su intrahistoria.
Repentinamente, cierto verano, creí poder volver a ver un temporal al que había asistido dieciocho años antes. Pensar en poder revivir lo Irrepetible es una idea estúpida, aunque las circunstancias externas e internas, pareciéndonos idénticas, corroboren nuestra ilusión. De aquel acontecimiento lejano se daban en efecto los mismos elementos constitutivos: el mismo punto de observación (la ventana de una posada aislada), el mismo lugar observado (un paisaje de colinas agrestes), el mismo aire cargado de electricidad que se transmitía al cuerpo y a los pensamientos, la misma luna que corría como loca entre las nubes de tinta. Abrí de par en par la ventana, me apoyé en el alféizar y me dispuse a una paciente espera. En tales circunstancias es necesario encender un cigarrillo, o una vela, y pensar en los propios muertos, como yo había hecho muchos años antes. Lo hice, pero el temporal no se materializó, dejando inmóvil el paisaje. Se desencadenó en cambio en mi cabeza al hilo de una cefalea cósmica que hincha las mareas de sangre del cráneo. Y estalló con la música de Norma de Bellini, que es música pomposa y arrogante como todas las óperas de esos bravos artesanos que se creyeron grandes artistas, adecuada por lo demás a los abominables versos del libreto de Felice Romani. Como vicario de ese temporal fallido nació Casta Diva, a cuyo Yo-narrador confié la dirección de orquesta de una obra inconexa y demente, como cuando la atmósfera está alterada por los elementos. Y puesto que el Yo-narrador pretendía llegar al conocimiento de un acontecimiento real como el hechicero que convoca la lluvia -es decir, saltándose los pasajes de la lógica sustancial, usando la intuición y el arbitrio y volviendo a conectar el acontecimiento que pretendía conocer según una lógica propia-, concluí que aquel personaje se movía en el plano de la lógica del delirio. Tal vez estuviera loco. A principios de septiembre, Ricardo Cruz-Filipe me invitó a su casa de Lisboa para ver sus últimos cuadros. Hacía tiempo que le había prometido a Cruz-Filipe un texto sobre su pintura y jamás había llegado a escribirlo. Aquel día, mirando algunos cuadros, y sobre todo, los disecta membra de sus cuadros «caravaggiescos», comprendí claramente que este texto ya lo había escrito. Era el que aquí titulo Casta Diva. Y comprendí también que los locos no son los hechiceros que danzan para que el temporal se desencadene, sino el falso meteorólogo que anuncia que el temporal previsto para hoy sólo podrá tener lugar al cabo de dos días. ¿Y por qué, en el fondo? Sencillamente porque ese meteorólogo quiere que todo se desarrolle con orden y con lógica, y que la mañana llegue para sellar una noche serena pasada entre los brazos de su Morfeo. Y por lo tanto requiescere in pace, donde retomar su rutina gracias a que se sabe que la vida está toda aquí, y no en ninguna otra parte.
La carta titulada El río la había titulado inicialmente Senza fine (Sin fin), pensando en el título de una inolvidable canción de Gino Paoli, entre otras cosas porque me parecía que palabras como «Eres un instante sin fin, careces de ayer, careces de mañana», no pueden decirse impunemente a una mujer, exigen un desarrollo, sea el que sea. No excluyo que a alguien pueda recordarle A terceira margem do rio de Guimarães Rosa, cuento cuya majestuosidad me impresionó tanto como la visión del río Amazonas. Pero, como se ha dicho, la literatura no es un tren que circula por la superficie, sino un río cárstico que aflora donde mejor le parece, en el sentido de que su curso se escapa a cualquier control de superficie. Habría que añadir además que el río de Guimarães Rosa, por inmenso que fuera, tenía una tercera orilla, mientras que ese al que se refiere este cuento está huérfano de orillas. Pero quizá no sea improbable que ambos relatos hayan bebido a orillas de la tercera Enéada de Plotino, tal y como nos la ha transmitido Porfirio, donde se lee acerca de un río infinito que es a la vez Principio y Ausencia, emanación primordial e imposibilidad de determinaciones y mediciones. Pero, pensándolo mejor, este cuento sale sobre todo de la vida de su protagonista. Puesto que los escritores las vidas de sus personajes se las conocen perfectamente bien, incluso en sus manantiales más profundos; y no se trata de una afirmación de despecho, puede creérseme. Para aquellos a quienes, gracias a su familiaridad con la narratología, esa carta les haya parecido «laberíntica», quisiera especificar que fue escrita en un lugar donde el laberinto es cosa antigua. Para ser precisos en Chaniá, en Doma, en casa de Ioanna y Rena Koutsoudaki. Y a Ioanna y a Rena, y al recuerdo de su inigualable hospitalidad, está afectuosamente dedicada. La carta también es deudora de la amistad de Anteos Chrysostomidis, que un domingo de junio, en Creta, tuvo la paciencia de recoger en un cuaderno muchas páginas que, no pudiendo escribir personalmente, me veía obligado a «escribir» con la voz.
He pasado a buscarte, pero no estabas fue escrita pensando en los «paseos» de Robert Walser, que duraron toda su vida, y a su memoria está dedicada. Libros que nunca escribí, viajes que nunca hicimos fue escrita en tren, de París a Ginebra, ida y vuelta. El filósofo francés a quien se hace alusión es Clément Rosset y el libro en cuestión es Le réel, l’imaginaire et l’illusoire. Este texto está dedicado a Jean-Marc, clochard de París que ha viajado por todo el mundo sin moverse de su acera. ¿Para qué sirve un arpa con una cuerda sola? debe mucho al recuerdo de un amigo que un día partió para su Doquier sin regresar jamás, a un breve encuentro con el representante de la Comunidad Judía de Tesalónica, al pianista Sandro Ivo Bartoli, con quien tan hermoso es hablar de música, y a una persona que una vez me habló de una Alejandría lejana en el tiempo. Extraña forma de vida toma su nombre de un viejo fado de Amalia Rodrigues y puede ser leída como un homenaje a Enrique Vila-Matas y a la genialidad antropofágica de su obra. De la dificultad de librarse de las alambradas puede ser considerada una continuación de Forbidden Games, o un apéndice a la misma, casi como si el remitente de esas cartas se hubiera dado cuenta de que el destinatario no había recogido su mensaje en la botella, y sobre todo que repetitia non iuvant.
Del resto de las historias no merece la pena hablar: nacieron aquí y allá, a veces escuchadas, a veces imaginadas, otras veces llegadas de quién sabe dónde, como a su capricho. Sólo quiero decir que la carta dentro de la carta, titulada Carta al viento, la he sustraído a una novela mía que aún no he escrito. Si un día la escribo, se la devolveré. La carta en la que está incluida podría con toda justicia ser considerada una carta mía personal, ésa sí. Porque me parece justo hacer callar, llegado el momento, a los propios personajes, después de haber tenido la paciencia de haber estado escuchando sus quejumbrosas historias. Es una manera de decirles que el tiempo que les ha sido concedido ha terminado y que no vuelvan a atormentarnos con su presencia. Andando, andando.
A. T.
En el momento de despedir este libro mi gratitud va a Verónica Noseda, que con afectuosa amistad y notable paciencia ha transformado en mecanoscrito los cuadernos en los que estaba esta novela, y a Massimo Marianetti, que se ocupó de los primeros textos.