Forbidden Games

Madame, mi querida amiga:


Cómo van las cosas. Y lo que las guía: una nimiedad. Es una frase que leí una vez, y que ahora me da que pensar. Y además: ¿somos nosotros quienes buscamos o somos buscados? Sobre eso también habría que reflexionar. Por ejemplo, uno vagabundea, por la noche, por calles y cafés, vagando sin rumbo, como me ocurre a mí, que padezco insomnio. Antes, por lo menos, estaba Bobi, le ponía la correa y lo sacaba de paseo; era una excusa. Ahora que ha muerto, ya ni esa excusa me queda. Voy de aquí para allá sin lógica, me entretengo en los bistrots hasta que cierran, después me levanto y echo a andar. El médico me ha dicho: usted es el clásico caso de homo melancholicus. Pero Durero dibujó la melancolía sentada, objeto yo, para la melancolía hace falta una silla. La suya es una melancolía diferente, ha sentenciado él, es una melancolía móvil. Y me ha mandado ejercicio físico.

Ayer, por ejemplo, tomé la dirección de Porte d’Orléans. En un primer momento ni me di cuenta, eché a andar y ya está. En el boulevard Raspail las farolas hacían que resaltara el amarillo de las hojas de los árboles. Estamos a principios de octubre. Pensé en el verso de un poema: el amarillo actual que las hojas tienen. Actual: lo que ahora es e inmediatamente después ya no. Lo que transcurre. Y así pensé en el tiempo y en mi transcurrir a través de él. Mis pasos eran rápidos, seguía un itinerario guiado, sin advertir que me estaban guiando. No me di cuenta hasta pasado el boulevard Général Leclerc, porque, entre el brocanteur y el pequeño restaurante vietnamita, antiguamente había un taller de sastrería. Y allí fue donde me encargué un traje para la boda de Christine. No tenía ni un duro, o muy pocos, el sastre era un viejecillo judío, la tienda me pillaba de paso en mi camino de vuelta, llamé a la puerta, tenían telas a buen precio, me hice un traje a buen precio. Así, al pasar delante de aquella tienda que ahora ya no existe, me di cuenta de que me estaba dirigiendo sin advertirlo al boulevard Jourdan, hacia la Cité Universitaire. Eso era lo que hacía en aquella época; volvía a casa a pie, y a menudo de madrugada, porque el metro cerraba bastante pronto y yo me quedaba viendo películas de arte y ensayo en un pequeño cine de St. Germain: L’âge d’or, Un chien andalou. Cosas así. Creía en las vanguardias. Era hermoso pensar que eran revolucionarias. Estéticamente, quiero decir. En el boulevard Jourdan, no lejos de una de las entradas a la Cité, hay un café al que en aquella época iba con frecuencia. Acudía con un grupo de estudiantes japoneses con los que había entablado amistad, ya que durante cierto tiempo tuve que alojarme en la Maison du Japon, dado que la Maison de mi país estaba en obras. En aquel grupo había un chico y una chica que atrajeron mi simpatía. Ella estudiaba medicina y quería especializarse en enfermedades tropicales, pero soñaba con convertirse en cantante de ópera y recibía clases de un viejo tenor que vivía en el Marais. Puccini era su pasión, y a veces nos cantaba las arias de la Butterfly. Nos sentábamos en una de las mesitas del café, al aire libre, era invierno, ella entonaba Un bel dì vedremo levarsi un fil di fumo, y de su boca salían nubéculas de aliento condensado. Yo decía que eran los ideogramas musicales de Puccini. Se llamaba Atsuko; nuestro amigo escribía haikus y pequeños poemas, y cuando le apetecía nos los leía. Recuerdo uno que decía así:


La hoja cae

en el viento de octubre

ondeando ligera.

Pesado es el tiempo de un verano

pasado lejos.


Sentados en aquel café soñábamos con mundos posibles bebiendo jus de pamplemousse. Por la mañana, en las aulas de la Sorbona, un viejo profesor de filosofía cuyo nombre desconocíamos en nuestra abismal ignorancia nos hablaba con vuelo pindárico de Remords et Nostalgie. No sabíamos lo que eran y, sin embargo, nos fascinaban como mundos lejanos que se suponen más allá del océano de la vida, en una orilla remota a la que jamás arribaremos. Y, en cambio, henos aquí.

Ayer mis pasos nocturnos me llevaron hasta aquel pequeño café de hace tiempo. Y lo encontré igual que el de hace tiempo. Los mismos rostros juveniles de mi época, los estudiantes de la Cité que estudian en compañía hasta las tres de la madrugada, cuando cierra el café. Naturalmente, se visten de manera algo distinta, la música que escuchan es distinta también. Y, sin embargo, los rostros son los mismos, y los ojos, y las miradas. Ya no está el jukebox en el que introducíamos monedas para escuchar a Ornette Coleman, Petite fleur, Une valse à mille temps, sino un radiocasete con música de hoy, muy americana. Junto a la nevera, el nuevo propietario ha colocado una pequeña estantería con cintas a disposición de los estudiantes, quienes pueden elegirlas e introducirlas en el aparato colocado en el mostrador con un letrero que reza: Libre Service. En la balda inferior de la estantería, otro letrero reza: From the World – Du Monde Entier, y allí hay cintas de música de distintos países que los estudiantes se han traído de casa o que sus familiares y amigos les envían. Puede escucharse música de danzas rituales africanas, música raga hindú, instrumentos de cuerda de Anatolia, lamentos de las geishas y todo lo que los hombres han inventado a través de las distintas abstractas maneras de expresar con los sonidos aquello que sienten. En la última balda, señaladas con el letrero Section Nostalgies, están las canciones que pertenecieron a nuestros años mozos, los más nuestros, los de la posguerra, canciones del tipo Le déserteur, Et c’est ainsi que les hommes vivent, es decir, las caves de St. Germain: mujeres de negro y con bufandas rojas, el existencialismo de café, el anarquismo musical de Boris Vain y Leo Ferré. Pensé: de la musique avant toute chose. Y repetí la frase en voz alta. Y me vinisteis a la memoria vos, Madame. Es decir, tú. No se pueden decir impunemente ciertas palabras, porque las palabras son las cosas. Ya tendría que saberlo, a mi edad y con todo lo que ha pasado. Y sin embargo lo dije. Sin pensar en la impunidad. Y vos, Madame, aparecisteis en aquel balcón de Provenza, ¿recordáis? Estoy seguro, lo recordáis como yo, sólo que desde otro punto de vista, porque yo os miraba desde abajo y vos me mirabais desde lo alto. ¿Preferimos embellecer los recuerdos? ¿O falsearlos? La memoria está aquí para eso. Pongamos que era junio. Dulce, como debe serlo en Provenza. Y yo podría estar cruzando un campo de espliego, y al borde de aquel campo habría una casa de piedra sin desbastar, custodiada por un almendro. Y bajo los almendros, a veces, como nos enseña la sabiduría china, pueden recordarse los sueños de otro. ¿Qué tal vez esté confuso? Lo admito, estoy confuso. Pero vos sabéis, Madame, que todo es confuso. Sólo estoy intentando disponer torpemente este todo confuso en un orden más o menos plausible. Y la plausibilidad presupone la falsedad, acaso involuntaria. Así pues, os ruego que me comprendáis. En el sentido de que en ese momento aparecisteis vos en el balcón, quand-même. Estabais desnuda, eso no podéis dejar de recordarlo como lo recuerdo yo, ahora, aquí, después de todo lo de después. ¿Comprendéis? Claro que comprendéis. El coito fue fuera, entre el espliego, bajo el almendro. ¿Pasó un tractor? Quizá, pero sin hoces mecánicas. Fue un abrazo largo, pausado, casi inmóvil, y esparcí mi semen entre el espliego. Con una flor violeta de espliego humedecida de saliva os sequé vuestra violeta más secreta. ¿Os parece telúrico o simplemente de mal gusto? No importa, no sólo he tenido pesadillas, sino también visiones sosegadoras y eyaculaciones satisfactorias; estupendas, estupendas. Las ventanas a veces no tienen contraventanas, se abren a horizontes mucho más anchos que los reales. Es la ventana de mi cabeza. No quiero desprenderme de nada, y todo esto no puede ser destruido. ¿Que hubiera debido detenerme? Tal vez. Puede ser. Quién sabe. Pero todo fluye y nada se detiene, como decía aquél. Y el ácido poeta insistía, atribuyendo el dicho a un siniestro rabino: es verdad, hijo mío, has fornicado, pero fue en otro país y además la chica ha muerto.

Y en aquel preciso momento en el que estaba pensando todo esto, querida Amiga, ocurrió un miserable milagro, uno de esos que la vida nos reserva con el objeto de que podamos intuir algo de aquello que fue, de aquello que podría ser y de aquello que hubiera podido ser. Una sugerencia que es necesario coger al vuelo como la profecía póstuma de una Sibila superflua. Eso es, un chico se levanta de una mesa. Lo miro. Es pequeño y robusto. Y lleva gomina en el pelo. Rasgos somáticos franceses. Seguro que es de la Auvergne, pienso yo. Y si no lo es, da lo mismo. Se dirige al mueble de las músicas y mete un casete. Es la voz aguda de Trenet, lagrimosa, lacrimógena, y tan conmovedora sin embargo, que canta: Que reste-t-il des nos amours, que reste-t-il des nos beaux jours, une photo, vieille photo de ma jeneusse. Y sólo entones advierto que en la mesa de delante de mí hay una carpeta azul atada por una cinta blanca en la que está escrito: Forbidden Games, y yo la abro con movimientos cautos y lentos como en una ceremonia antigua que llevara años esperándome. Y dentro hay una fotografía de una mujer desnuda asomada a un balcón. Y esa mujer no sois vos, mi querida Amiga, pero lo sois, porque es Isabel, pero vos también sois Isabel, mi querida Amiga, lo sabéis. Es algo ineluctable. Y en el envés de esa fotografía, una caligrafía diminuta y ordenada, que consigo descifrar, ha escrito esta carta dirigida al sí mismo que escribe, y al mismo tiempo a mí, y a vos, una carta sin botella que ha navegado en quién sabe qué diafragmas del mundo para arribar ahí, a esa mesa sucia de marcas de vasos de ese café de la periferia de París. Y comprendí que yo debía reemplazar a un cirujano torácico y abrir un pecho, el mío, el vuestro, no lo sé, y extraer una esencia que diera un sentido no a las aortas, a los vasos sanguíneos, a los cuerpos cavernosos, sino a una biología distinta, lejana de las células, que fluctúe en alguna otra parte donde no deban encontrarse la vida y la escritura, la biografía y la literatura, una suerte de iper-madeleine hecha no de palabras (demasiado fácil), no de megaherzios, no de signos (eso sí que no), sino simplemente de vive voix, que, en cuanto tal, muere apenas se dice, así como la imagen muere apenas se ha disparado el objetivo.

No, mi querida Amiga, no es la senhal de los enamorados poetas provenzales, no es lo inefable de los filósofos anoréxicos, no es la ligereza que quisieran dejar en herencia a la posteridad, si es que la hay, ciertos escritores de este mefítico milenio que muere, que han aprendido la lección dilapidando su talento e imaginación escribiendo en beneficio de manuales de narratología. Nada de todo eso, vous comprenez sans doute. Son las nubes, querida Amiga, en su acepción moderna, naturalmente. Las nubes que cubren cada vez más el rostro de la luna, que se aleja cada vez más, aunque le hayan clavado una bandera, igual que un palillo de dientes en las aceitunas de un cóctel. Porque es el cielo el que desciende cada vez más. Por lo tanto, avec un ciel si bas qu’un canal s’est pendu, que también es otro concepto de Sección Nostalgia, pero si los canales pueden ahorcarse, los connards no, ésos no, por desgracia nos rodean como en un asedio. Os lo ruego, no interpretéis de nuevo estos pobres desvaríos míos como declaraciones de poética. Interpretadlos, si acaso, de manera existencial. Mejor aún, fe-no-me-no-ló-gi-ca. Porque el poeta es un rencoroso, y lo demás son nubes. La Ferocidad, la Obviedad, lo Políticamente Correcto, la Plástica, el Cinismo. Y como si no fuera suficiente, los Ólogos, todos los Ólogos posibles e imaginables. Y los arrepentimientos y remordimientos, total, el arroz bajo las rodillas ya no está de moda, un mea culpa cortado bien calentito, por favor. C’est chiant, Madame, creedme. Y, además, está la Ciencia. La Ciencia, gracias a la cual los Escindidores gritaron sus eurekas: Hiroshima, mon petit champignon! A los supervivientes, quemaduras, deformaciones genéticas irreversibles, cánceres de todas las variedades, mi querida Amiga. Y muchos, muchos connards. Y avalanchas de empingorotados. Resumiendo: Zyklon B, radiactividad y alambradas, como ha dicho alguien que de eso entendía. Que, la verdad, no son pistou, ¿no os parece? Y mientras tanto: ¡la ligereza!, ¡la ligereza!, como un lanzador de jabalina que corre descalzo por el césped de Olimpia. Parbleu, quelle élégance. O también: la Vida, la Vida recomendada por el Hombre vestido de blanco desde su ventana (cuántos balcones y cuántas ventanas en esta historia, ¿lo habéis notado, Madame?). Ya, ya, pero la vida ¿de quién? ¿Y con qué hábiles estratagemas, además? Y si nos limitáramos a esparcir semen entre el espliego, ¿no sería eso también una estratagema, digamos un discurso del método? Tomadlo como un doble sentido, una metáfora de lo que alguien como yo puede entender de sí mismo: por ejemplo el sentido de la escritura. Y vos, mientras tanto, mi querida Amiga, que erais asidua de ancianos escritores de mala calidad de los que os sentíais cómplices (y ellos de vos), quizá hayáis aprendido cómo funciona una historia, qué son las estructuras narrativas, eso que vos creéis que es la literatura. ¿Seremos auto o heterodiegéticos? No cabe duda alguna de la imperiosa necesidad de resolver esta espinosa cuestión. En resumen, qué es una novela, de la cual os dejo un pequeño concentrado en esta no-botella, digamos una novela hipotética, un aparatito del tipo hágaloustedmismo que incluso vos podréis obtener rellenando los espacios en blanco entre los puntitos como en los dibujos de ciertas revistas de crucigramas que sirven sobre todo para matar el tiempo.

Retrocedo algunos pasos. Entretanto, había salido al aire frío de París. El alba (no lívida) alumbraba los jardines de la Cité Universitaire. Yo estaba atónito. Casi diría perplejo, y sostenía en la mano esta carta hallada en aquella no-botella que transcribo aquí para Vos:


«Cela aurait été beau que tu gagnes la partie. Tu jouais dans la cour d’une maison pauvre, en été, tu te souviens?, ou non, plutôt à l’arrière printemps, et ce vert, tout ce vert alentour, tu te souviens? La fontaine communale était en fonte, verte elle aussi, avec un robinet en cuivre, Anciennes Fonderies c’était encore inscrit avec les armoiries royales. Un broc, une femme nue sur le balcon, elle aurait voulu te parler, si elle avait pu, mais elle était une image de toujours, et le toujours n’a pas de voix. Tu passais par là, ignare comme tous les passants. Tu traversais quelque chose sans savoir quoi. Et ainsi tu t’en allais, petit à petit, vers un ailleurs. Il devait bien y avoir un ailleurs, pensais-tu. Mais était-ce vrai? Étranger, toi aussi, dans l’ailleurs. Les nuages, les nuages, qui changent sans cesse de forme, roulent dans le ciel. Et voyagent sans boussole. Étoile polaire, Croix du Sud. Allez, suivons les nuages. Engageons la partie avec les nuages, acceptons le défi, par exemple: comment se dispute ce jeu? Nimbus, cirrus, cumulus: ce sont les joueurs que présente l’équipe adverse. Voilà le premier qui arrive. Avec lui ce fut un âpre duel. Ah! Les moulinets que tu faisais avec ton sabre. Illustre cavalier qui participa à la joute, ton courage fut sans pareil, et inégalable ta bravoure, magnifique ta générosite à défendre des nobles idéaux. Tu coupas les jambes du féroce nimbus qui lançait des tonnerres et des éclairs. Tu fis tourner comme une balle folle le cumulus rond qui adaptait à tout sa rotondité. Et le grand cirrus, tellement fier de sa “cirrite” et dont la crème chantilly masquait le néant, il prit la fuite au loin. Noble chevalier, quel combat! Et tout cela sans armure. Puis tu t’en allas vers d’autres ailleurs, fragile mais fort, solide comme un roc et pourtant en équilibre précaire. Voyages par des sentiers qui bifurquent, chemins de Saint-Jacques-de-Compostelle, mers jamais naviguées auparavant, elle allait légère, ta pierre chancelante, chevalier sans tache et sans peur, avec toutes les peurs du monde et toutes les taches solaires.

Jusqu’au moment où le voyage d’aller devint celui du retour.

Cela aurait été beau que tu gagnes la partie, dit le tzigane aveugle. Mais moi, je ne chante pas le futur, sois tranquille, dans le journal de ce matin un acteur très connu dit qu’il est vieux et s’en vante, la patrie en tant que patrie même si elle est ingrate nous fascine et nous devons l’aimer (lettre non signée), si tu réponds à la question la plus difficile du Grand Concours et si tu maîtrises avec sûreté les événements en réussissant à devenir le point de référence de tout et de toi-même, tu gagnes vingt-huit points et un voyage à Zanzibar et, en outre, du moins pour cette semaine, l’influence positive d’Uranus te rend inhabituellement prudent, en t’évitant le péril de nourrir d’inutiles illusions. Si tu veux au contraire connaître les prédictions de ton horoscope, je te le vends pour deux sous, c’est un horoscope échu, tu peux le lire à l’envers jusqu’à l’époque où tu jouais dans la cour d’une maison pauvre. C’était en été, tu te souviens? Sur le banc d’une gare, le ballon oublié par un enfant flotte, et la femme nue au balcon a fermé la fenêtre.»*


Mi querida Amiga, quisiera daros cita en otro café que no fuera el equivocado, donde nos esperamos en vano. Pero no sé dónde se encuentra. Y me temo que, más que un café corriente, sea el Café con mayúscula, su imagen eterna e inmutable, una especie de idea platónica del Café, donde no sirven café. Es cierto, nadie nos podrá sustraer jamás lo que hemos vivido, sobre todo si buscábamos intersticios. Sin embargo, me pregunto: en el fondo, ¿por qué los hemos buscado con tanto afán? ¿Acaso para encontrar en ellos los Enjambements del meditabundo versificador Aristide Dupont, intrépido continuador de la línea poética picarda? ¡Adelante, a todo correr! De intersticio en intersticio se acaba por llegar a la merecida jubilación de quien ha servido en la Administración Pública. Y, en cuanto a citas, el tiempo a nuestra disposición, como la vida, ya ha pasado: éramos posmodernos en el siglo pasado. A este propósito, la noche de la que os hablaba hubiera deseado a mi vez poner una cinta de una canción que me parecía muy adecuada para la ocasión, y cuyo estribillo dice así: «¿Adónde vas Gigolette, con tu Gigoló?, ha terminado el baile que se bailaba tanto tiempo atrás.» Pero no la llevaba conmigo, y ahora el dueño tiene ganas de cerrar la tienda, y los músicos están guardando sus instrumentos. Os la canto sin acompañamiento, como hacía en tiempos.

Adiós, mi querida Amiga, o acaso hasta que nos veamos en otra vida que indudablemente no será la nuestra. Porque los juegos del ser, como sabemos, están prohibidos por aquello que debiendo ser, ya ha sido. Es el minúsculo y sin embargo infranqueable Forbidden Game que nos impone nuestro Actual.

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