Te voglio, te cerco, te chiamo, te veco, te sento, te sonno [25]

Querida:


Él llegaba aquella noche de lejos y estaba cansado. Cansado del sueño, porque había dormido mucho. Pero ¿cuánto exactamente? Ah, mucho, mucho. Se sentía el feo durmiente del bosque. Bosque en el sentido de selva, y en medio del camino había una piedra. Y no había sabido superarla y por eso se había quedado a hacer de feo durmiente del bosque. Y qué feo era, en efecto, y como tal se sentía, conduciendo su calesa arrastrada por dos caballos, mientras todos, por la carretera oscura, pasaban velozmente a su lado al adelantarlo. En varias ocasiones le habían entrado tentaciones de pararse en una fonda. Algunas luces lejanas, en las laderas de las colinas, prometían pueblecitos tranquilos, una cena sabrosa, una cama segura. Hacía ya calor, porque era mediados de mayo. Y él se decía: a mi edad, un viaje así, tengo casi la edad de Cicerón cuando escribió el De senectute, y mientras tanto procuraba manejar bien los dos caballos que en las cuestas lo acercaban en exceso al borde de la carretera, y además aquella ridícula faja que llevaba con la excusa del dolor de espalda pero con la que en realidad intentaba ocultar una tripita que se estaba haciendo demasiado visible. Pensó: me vuelvo. Y después pensó: la llamo por teléfono. Se había detenido en un área de servicio donde unos camioneros holandeses dormían sobre el volante, y había un bar con luces de neón, se podía llamar por teléfono con monedas y comer un bocadillo caliente.

Decidió llamarla. Pensó: un hombre de mi edad no puede presentarse en casa de una señora sin anunciarse, a estas horas de la noche, después de haber dormido durante tanto tiempo en el bosque. Y así metió algunas monedas en el teléfono público de aquel bar, mientras otros camioneros holandeses reían en voz alta de ciertos chistes suyos, y constató con alivio que el teléfono de ella comunicaba. Y por lo tanto, si comunicaba, quería decirse que estaba en casa y que no se había acostado. Así que preguntó a la cajera: ¿cuántos kilómetros faltan para Alepo? La ciudad más cercana no era Alepo, desde luego, pero para él estaba perfumada como en su recuerdo de las Mil y una noches perfumaba la mítica ciudad de Alepo; sólo que se lo preguntó en su idioma, que para la cajera era absolutamente incomprensible, y así ella entendió sólo la palabra kilómetros y respondió con los cinco dedos abiertos de una mano. Por lo tanto, cinco kilómetros más. Pensó: casi he llegado, vale la pena intentarlo. Volvió a montar en su calesa, que ahora le parecía un trineo, porque se deslizaba más deprisa cuesta abajo por aquellas colinas, y su única preocupación era la de ser el feo durmiente del bosque con un poco de tripa, porque pese a que ella ya no fuera tan joven (aunque bastante más joven que él), probablemente se había buscado un amigo sin un gramo de tripa, de esos que no se quedan dormidos en el bosque porque juegan al tenis. Y eso le ocasionó un pinchazo en el hígado, que no estaba en óptimas condiciones. Se preguntó: cuando Ivan Ilich empieza a sentir pinchazos en un costado, ¿es en el izquierdo o en el derecho? Fuera el que fuera, cómo había cambiado respecto a antes de su largo sueño en el bosque, no tanto físicamente cuanto en su modo de ser. Lo comprendía por el vocabulario que estaba usando mentalmente mientras conducía su trineo cuesta abajo viendo cómo le adelantaban conductores imprudentes que conducían sus propios vehículos despreocupados del peligro y del prójimo. Antes, jamás habría murmurado dirigiéndose hacia ellos aquellas vulgares palabras, quizá aún más graves que las que usaban en holandés los dos camioneros holandeses. Y si pensaba en ella, en tiempos, o si pensaba en el amor con ella, o en el sexo de ella, su pensamiento, aunque animado por una furibunda pasión como lo había estado, jamás habría osado formular expresiones con un vocabulario tan crudo como el que ahora estaba empleando mentalmente. Porque la elegancia del corazón estaba para superar los excesos del cuerpo, y ese ser tan animal que en ocasiones pertenece a los hombres había de ser domesticado por un romanticismo sutil que vela, corrige y dona gentileza. Por ejemplo, viéndola pasearse en camisón por la casa, como ahora se imaginaba que estaría paseándose, le habría dicho como el poeta francés: con el camisón verde me recuerdas a Melusina, caminas a pasitos, como si danzaras. Así le habría hablado en sus tiempos. Y ahora en cambio le diría (así pensaba que le diría): qué maravilla tu culo, es todo una sonrisa, nunca es trágico.

Si ésa era forma de presentarse. ¿Y si ella tenía un hombre en casa? Podía tener perfectamente un hombre en casa, su hombre. Y si, por ejemplo, en la puerta le dijera: por favor, habla en voz más baja, dentro hay una persona que duerme. O todavía peor: le quedaría muy agradecida si no hablara tan alto, Alfredo está durmiendo dentro. Porque podía perfectamente hablarle de usted después de tantos años de sueño, y dentro podía haber un Alfredo, en la vida a veces hay hombres que se llaman Alfredo y que duermen en la otra habitación, y que están ahí aposta para amar, ámame, Alfredo.

Entró por una alameda repleta de luces. Alepo, mi soñada Alepo. Pensó: me recibes resplandeciente de luces, como si fuera un César triunfador. Bajó la ventanilla y dejó que entrara el aire fresco de la noche. Había un aroma a tilo, y quizá a vainilla, como debía de ser el aroma de Alepo. Quizá fuera esa pequeña fábrica de galletas que se veía a la izquierda con un gran letrero iluminado: Biscou-Biscuit. Muy bonito, qué bonito nombre Biscou-Biscuit. Por ejemplo, habría podido hacer lo siguiente: llamar con los nudillos en vez de con el timbre, era más fino, un timbrazo a aquellas horas haría sobresaltarse a cualquiera, ella abría y él le decía: hola, Biscou-Biscuit. El semáforo del fondo de la alameda empezó a parpadear sólo con el ámbar, por lo general los semáforos hacen eso después de medianoche, así que ya era medianoche. ¿Tú qué le harías a alguien que se ha quedado dormido en el bosque quién sabe por cuánto tiempo y se presenta en tu casa después de medianoche llamándote Biscou-Biscuit?, se preguntó. Le cerraría la puerta en las narices, se contestó, acaso en compañía de una palabreja que sé yo, pero dicha en voz baja, con educación. Biscou-Biscuit, ¡pues no faltaba más que eso! De repente, al final de aquella alameda que atravesaba manzanas anónimas, divisó unos plátanos. Y de repente, como en una fotografía, revivió la geografía exacta de aquella ciudad costera que conocía tan bien y que creía haber olvidado. Eso es, la alameda desembocaba en un paseo marítimo donde tamariscos antiguos limitaban con una playa de guijarros; más delante estaba el pequeño puerto a partir del cual empezaba el casco antiguo, una maraña de callejuelas empedradas, en tiempos una aldea de pescadores. Y en medio de aquel enredo de callejones se abría una placita con una iglesia blanca y dos palmeras al lado, la iglesia de las dos palmeras, y en el lateral de la iglesia había un pórtico bajo el que antiguamente los pescadores remendaban sus redes sentados en minúsculas sillitas azules que parecían de niños; y sobre el pórtico había unas casas viejas, y en la de la izquierda, la del balconcillo de hierro forjado, estaba ella. Y ya se habría acostado, estaba convencido, seguro que se habría acostado. Hace veinte minutos el teléfono comunicaba, así que estaba despierta, pero a las doce y cuarto ¿qué puede hacer despierta una señora que está sola?, se acuesta. Y si hay algún Alfredo, con más razón.

El casco antiguo estaba cerrado al tráfico, pero a esas horas sin duda no se tropezaría con ningún guardia, todavía no era época de vacaciones. Aparcó debajo de una de las palmeras, en un sitio reservado para los minusválidos, porque era lógico que para ellos el casco viejo no estuviera prohibido. Es un sitio perfecto para mí, pensó, me viene al pelo. Qué remota expresión, venir al pelo, ¿de dónde emergía?, quizá de su adolescencia, cuando los chicos hablaban así: es una cosa que me ha venido al pelo, te lo juro por Arturo. La ventana del balconcillo estaba a oscuras. Leches con la ventana, leches con la ventana, ¿por qué estás a oscuras? Ventana cabrona, ventana cabrona, ¿por qué estás a oscuras? Venga, ventanita bonita, venga, simpática, enciéndete otra vez, ella sólo se ha ido a la habitación un momento y ha apagado la luz, pero ahora vuelve, enciéndete otra vez, se ha olvidado las gafas en el salón, ella siempre lee un rato antes de quedarse dormida, pero sin sus gafas de cerca no ve nada, siempre ha tenido presbicie, incluso cuando era joven, además si no lee sus dos o tres páginas no se queda dormida, lo sé mejor que tú, enciéndete otra vez, no seas tonta.

Se sentó en el banco de piedra, delante de la iglesia. Llamar o no llamar, he aquí el problema. O mejor dicho: subir o no subir, porque el portal estaba abierto, como por lo demás lo estaba siempre, porque a través de él se accedía a tres viviendas y nadie se preocupaba por cerrarlo. Pensó en encenderse un cigarrillo, simplemente para reflexionar. Pero si te enciendes un cigarrillo estás fresco, querido mío, porque es la última oportunidad, porque se va a quedar dormida de verdad. Al final, las gafas las tenía en la mesilla y ¿cuántas páginas hacen falta para fumarse un cigarrillo?, no más de dos o tres, y ella después de dos o tres páginas se queda dormida con el libro sobre el pecho, que a veces se lo quitabas tú cuando te acostabas a su lado con mucho cuidado para no despertarla. Así que adelante, por favor, ten valor y adelante. Eso, ¿y si después te abre Alfredo? Piénsalo un momento, perdona, un Alfredo tal vez en calzoncillos, con aspecto de estar dormido e irritado, que te dice: perdone, pero ¿usted quién es?, ¿qué es lo que quiere a estas horas? ¿Qué le dices, Biscou-Biscuit? Alfredo te pega un puñetazo que te manda escaleras abajo.

Se levantó y apagó la colilla con el zapato. Qué curioso, le pareció como si los pasos que resonaban en el empedrado fueran los de otro. Eran ligeros, como de alguien que te sigue. ¿Quién lo seguía? Ah, muy fácil, el que lo seguía era aquel de hace años, el mismo que ya no era el mismo. Y las manos también, pensó, cómo cambian las manos también, cómo han cambiado mis manos. ¿Habían cambiado? Claro que habían cambiado, como si la carne que ahúsa los dedos y el cojín blando bajo el pulgar se hubieran transferido a la tripa, dejándole las manos huesudas, casi esqueléticas. Y con algunas manchitas de sémola. Que ahora no se veían porque estaba oscuro, pero arriba, una vez que hubiera subido, a la luz, se verían perfectamente, demasiado incluso. No, si no cuesta nada decir «subir». ¿Y si había de verdad un Alfredo? Subió los escalones muy despacio contando hasta siete en cada escalón. Las siete plagas de Egipto, durante siete años fue Jacob pastor con Labán, siete años de desgracia, siete años de felicidad, siete años de mala suerte, los siete pecados capitales, las botas de siete leguas, siete vidas como un gato, los siete sabios de Grecia, de las cinco a las siete es la hora de los amantes. Pero ahora eran las doce y media. ¿Por qué había quitado el nombre del timbre? Quizá ya no viviera allí. Pues claro que vivía, era un letrerito escrito a máquina que simplemente se había deteriorado con la humedad de las paredes, y lo había tirado. Adelante, llama de una vez.

No estaba en bata ni en camisón. Iba vestida de manera elegante, le pareció, como si volviera de una fiesta o de una cena, la entrevió por el resquicio de la puerta que la cadena de seguridad mantenía entreabierta. Le preguntó, simplemente: ¿qué haces aquí a estas horas? Qué bobo, era la única pregunta que no habría pensado nunca que le hiciera, la más sencilla, la que se dice a un amigo a quien no se ve desde hace una semana. Siete días, habían pasado siete días, se había equivocado al contar. Le salió así: te voglio, te cerco, te chiamo, te veco, te sento, te sonno, dijo en voz baja, sin cantar. ¿Qué dices?, preguntó ella. Cchiù luntana mi staie, cchiù vicina te sento, [26] continuó él. Ella quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta. Entra, dijo, estaba a punto de irme a la cama, ¿has cenado? Él dijo que sí, es decir, no, es decir, sí, dijo, un bocadillo de jamón, pero me basta, procuro mantenerme ligero. Te doy un trozo de pastel salado, lo traigo de la cocina, entretanto, siéntate, esta noche he tenido invitados y he hecho la torta que te gusta. El gâteau de la Reine, dijo él, has hecho gâteau de la Reine no sé ni cuánto hace que no lo como. Ella entró con una bandeja. Porque eres tonto, dijo, yo sé muy bien cuánto hace que no lo comes, tú no lo sabes porque eres tonto. Le sirvió un vasito de Oporto. He arreglado el parquet, ¿te gusta? Muy bonito, dijo él, ¿nos fumamos un cigarrillo? Lo he dejado, dijo ella, qué le vamos a hacer, fúmatelo en paz, yo me voy a la cama, estoy algo cansada. ¿Puedo ir contigo?, preguntó él.

¿Dónde empieza la geografía de una mujer? Empieza por el pelo, se contestó. ¿Sabes que la geografía de una mujer empieza por el pelo?, le susurró al oído. Ella se había acostada de lado y le daba la espalda. Y después sigue con la nuca y los hombros, dijo él, hasta donde termina la columna vertebral, ése es el terreno de acceso a la geografía de una mujer, porque allí, después del coxis, hay un coagulillo de grasa, o un pequeño músculo como una pechuga de pollo, y allí empieza la zona más secreta, pero antes necesito acariciarte el pelo, y después rascarte muy despacio la nuca, he venido sobre todo para rascarte la nuca, me parece que sin tu cuerpo mis manos han perdido el tacto, se han vuelto feas, secas y llenas de manchitas. Ya sabes que soy muy sensible a las cosquillas, dijo ella, no me pellizques. Entonces te daré un masaje, dijo él, te acariciaré la espalda como si te diera un masaje suave, sólo con los pulgares. Pero así conseguirás que me quede dormida, dijo ella, me relaja, ya lo verás. Duerme, dijo él, luego te despierto yo, ¿quieres que te cante un Lied en voz baja? ¿Sigues componiendo?, dijo ella con una voz que ya estaba deslizándose hacia el sueño. A veces, dijo él, de vez en cuando, pero más que nada lo que hago es recopilar lo que he compuesto estos años. ¿Cómo era esa cancioncilla que me has dicho mientras entrabas?, preguntó ella. ¿Qué cancioncilla?, dijo él. Esa napolitana, venga, no te hagas el tonto.

Siguió acariciándola con la mano derecha, y cuando con la izquierda le rodeó el cuerpo y le tocó los senos, ella ya dormía. Notó unas pequeñas arrugas en el canalillo: la epidermis que se iba ajando. Pero los senos todavía eran dulces, y tibios, y la areola en torno al pezón ancha, con muchos puntitos como semillas a punto de aflorar bajo la tierra. Pensó en lo hermosa que era la geografía de una mujer, y fácil, si se conoce y si se ama, y pensó que los hombres eran unos estúpidos, porque a veces creen olvidarla, y por eso son estúpidos, y mientras pensaba eso sintió que también su cuerpo empezaba a respirar al ritmo del cuerpo que estaba abrazando, y pensó: debes permanecer consciente, espera, no te duermas precisamente ahora.

Cuando abrió de nuevo los ojos se entreveía el amanecer. En mayo, amanece pronto. En el sueño ella había extendido la manta. O quizá él, sin darse cuenta. La descubrió y le acarició las nalgas. Primero con dulzura y después más fuerte, apretándoselas. Ella se movió en sueños y emitió un pequeño sonido sordo. Qué maravilla tu culo, dijo él, es todo una sonrisa, nunca es trágico. Ella se despertó. ¿Qué dices?, preguntó. Él lo repitió y después dijo: es una poesía. Qué tonto eres, dijo ella. Con la izquierda, él le buscó el sexo. Ella apretó las piernas. Repíteme esos versos que me repetías anoche, dijo ella, me quedé dormida. ¿Cuáles?, preguntó él. Esos napolitanos, dijo ella, era una canción, me parece. No me acuerdo, dijo él. Sí, hombre, esa que dice te deseo, dijo ella. Vale, dijo él, dice así:


Sex contains all, bodies delicacies, results,

[promulgations,

Meanings, proofs, purities, the maternal mistery,

[the seminal milk,

All hopes, benefactions, bestowals, all the passions,

[loves, beauties delights of the heart,

All the governments, judges, gods, follow’d

[persons of the earth,

These are contain’d in sex as parts of itself and

[justifications of itself.


Así decía, y con la mano le acariciaba el pubis. Tramposo, dijo ella, es Whitman. Te deseo, dijo él. Entra, dijo ella. Lo quiero hacer así, desde atrás. No, dijo ella, ponte encima de mí, quiero que me cubras. No me esperaba una palabra así en tu boca, dijo él. Es un término natural, dijo ella, es un término del amor natural. Y lo abrazó.

Me gustaría dormir un rato más, dijo él, es apenas el alba. No has dormido casi nada en toda la noche, dijo ella, lo he notado, ¿qué te crees?; si te tengo abrazado, ¿te dormirás mejor? Ya sabes que sí, dijo él. ¿Quieres que te susurre algo?, preguntó ella, antes me pedías siempre que te hablara, dormías mejor. Lo que quieras, dijo él. Me sé una cancioncita napolitana, dijo ella, ya sabes que no tengo muy buen oído, pero puedo probar a cantártela, empieza con te voglio y acaba con te sonno.


Dime: ¿sería así, si fuera?

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