La circulación de la sangre

Amadísima Hemoglobina mía:


Una buena imitación de la luna puede obtenerse sólo desangrándose completamente, o lo que es lo mismo, con una total y definitiva sangría. Tal precepto nos viene de los Antiguos, quienes atribuyeron la palidez lunar a una falta de sangre. Sólo linfa blanca, dice un fragmento presocrático, circula en ella, es decir, materia fría. De aquí, naturalmente, Proserpina reina de los Infiernos, y todo lo que se deriva respecto al concepto vida/muerte. Así pues, palidez y color, luz y sombra, sonido y silencio. Porque silencïosa es la luna, y sin diptongo, ya lo dijo quien sabía, y esa i del diptongo fallido es una nota larga y melancólica, casi un lamento que provoca escalofríos.

Qué privilegio, amadísima Hemoglobina mía, hablar con Vos de la luna. No sólo porque sois un quirurgo especializado en la sangre humana, sino porque sois mi médico de la sangre que hizo latir apresuradamente mi corazón y de cuyo impulso nació esta carta que ahora os envío, porque me amáis o me amasteis, porque os amo u os amé, y con vos puedo hablar de la circulación de la sangre como con nadie. Y además, en cuanto hemoterapeuta, vos conocéis bien asimismo los glóbulos blancos y, por lo tanto, no sólo el rojo que inflama nuestras mejillas en los momentos de pasión, sino también la palidez que se dibuja sobre nuestra frente cuando Nuestra-Señora-la-Luna nos embiste con el rayo gélido de su melancolía. Pero ¿cómo es posible no amar la luna? En verdad sobre su rostro está dibujado lo eterno, porque a nadie se le ha prometido el mañana, como nos enseña el antiguo persa, bebamos pues al claro de luna, oh, dulce luna, porque la luna brillará aún mucho tiempo sin que vuelva a encontrarnos.

Sabéis, una vez me hicieron un examen médico de la cabeza. Me había decidido a ello una arteria demasiado laboriosa que bombeaba sangre en exceso, una abundancia que me provocaba malestar, es más, dolores devastadores. Mientras me pasaba una especie de ratón por el cuello, la nuca y las sienes, el médico iba observando un monitor delante de él, que yo también podía atisbar. Y en aquella pantalla vi con claridad lo que la medicina no puede saber, vi las mareas provocadas por la luna, las olas de cuando en el océano de nuestra cabeza hay borrasca, el viento frío del norte y el viento cálido del sur, el siroco dentro del cráneo, y me parecía percibir el olor a salitre mientras se encrespaba mi superficie marina provocando cefaleas saladas, esa sal que desde las sienes baja hasta el paladar, que sabe a infancias perdidas, a adolescencias hechas de tedio y de amores inútiles, y a vidas vividas después tal y como venían, es decir, insensatas, porque lo que se vive tal y como viene es siempre insensato, si no sabes darle tú un sentido. Pero la lluvia que limpia, ¿cuándo llegará de una vez? Agua, ¿cuándo lloverás, pues? Y tú, rayo, ¿cuándo atronarás? Oh, es difícil de decir, amadísima Hemoglobina mía. Por eso no queda más remedio que regular la propia circulación de la sangre. ¿Y cómo orientarse en la circulación de la sangre, mi querida, tierna, amadísima Hemoglobina? Andrea Cisalpino, lo sabéis mejor que yo, descubrió el movimiento circulatorio a mediados del siglo XVI. Sus Quaestionum peripateticarum os son conocidas: las venas se llenan siempre por debajo, nunca por encima de sus intersecciones. Como la vida, por lo tanto: siempre por debajo de lo que sucede, siempre por debajo de sí misma. Cisalpino daba clases en la Universidad de Pisa, ciudad amada por aquel lunático [4] que padecía melancolías y fiebres terciarias y que para defenderse del frío dormía entre dos colchones. Y fue precisamente en esa ciudad donde éste comprendió a Cisalpino, quizá sin haberlo leído, es decir, que las venas llevan la sangre al corazón y no al contrario, como pensaban Galeno y los antiguos, y fue precisamente por ello por lo que en aquella ciudad el corazón de aquel lunático resurgió y volvió a latir como ya no latía desde hacía mucho, y Céfiro reavivó el aire enfermo y sintió en él revivir los engaños abiertos y conocidos. Pero cuando las ilusiones ya no pueden revivir, y el alba está lívida, y bajo tu ventana empieza a discurrir un tráfico que de nocturno se está transformando en diurno, y la calle reluce por la lluvia, y el rostro de la luna no se separa del recuadro de la ventana no porque quiera ponerse sino tal vez porque ya ha salido, parece realmente el momento de hallar la estratagema para interrumpir la honesta hidráulica que Cisalpino había descubierto y lograr así que el corazón, que cree ser la pompa principal de eso que se llama vivir, cese en su arrogancia. Para eso es necesario estudiar cuidadosamente la circulación de la sangre. Aunque parezca poco importante, para decorar con pétalos de rosa, una por una, las blancas mayólicas del suelo: splif, splif, pero sería más exacto decir clóffete, clóppete, porque incluso las fuentes enfermas a veces lloran de rojo. [5] Ah, pero hay demasiada literatura en todo esto, y en el mundo, y en la vida, ¡venga!, atengámonos a la Ciencia, ésa sí que es segura, no falla ni por un milímetro, la Ciencia es una ciencia exacta, no como la literatura, que es tan vaga, tan hecha de vaguedad. La fuente de la ciencia, por ejemplo, al contrario de la que está hecha con palabras, obedece a las leyes inexorables de la hidráulica. Y si tú abres el grifo, siendo tal el sistema circulatorio de una fuente que corra desde lo alto hacia lo bajo o desde el centro hacia la periferia, y todo el conjunto con su correspondiente retorno, si tú colocas un grifo en posición inferior respecto al depósito del líquido, puedes estar seguro de que ese líquido saldrá por la conducción. Sin embargo, amadísima Hemoglobina mía, llegados a este punto deseo plantearos una cuestión crucial que es la siguiente: ¿Por qué la naturaleza, en vez de abrir otros vasos para el paso de la sangre, ha impedido completamente tal paso en el feto? Me doy cuenta de que la cuestión, planteada así, no pega ni con cola. Pero intentaré explicarme mejor, empezando desde el principio, como se suele decir. Así pues: «De modo que en el feto, dado que los pulmones no funcionan y es como si no estuvieran, la naturaleza se sirve de los dos ventrículos para hacer que circule la sangre, y tal disposición es la misma tanto para los fetos dotados de pulmones pero que no usan puesto que no respiran, como para los fetos de animales inferiores carentes de pulmones. Ello demuestra, más allá de toda duda razonable, que son las contracciones del corazón las que hacen circular la sangre desde la vena aorta a la cava: las vías son tan amplias y el pasaje es tan fácil cuanto lo sería en un hombre adulto cuyos dos ventrículos se comunicaran como consecuencia de la extirpación del tabique. En la mayor parte de los animales, en todos los animales a una cierta edad, estas vías de paso están muy abiertas y dejan circular la sangre a través de los ventrículos. Y, entonces, ¿por qué pensamos pues que en algunos animales de sangre caliente (el hombre, por ejemplo), alcanzada la edad adulta, este paso de la sangre no se produce a través de los ventrículos, como sucede en cambio en el feto a través de la necesaria anastomosis, puesto que los pulmones, desprovistos de todo uso, no pueden ser atravesados por el flujo sanguíneo? ¿Cómo puede ser preferible (y la naturaleza sabe sólo aquello que es preferible a todo lo demás) que en el adolescente la naturaleza detenga este paso, mientras que en el feto y en todos los animales la comunicación está ampliamente establecida? ¿Y por qué la naturaleza, en vez de abrir nuevos vasos para el paso de la sangre, ha impedido totalmente este paso en el feto?»

Debéis comprender que os planteo el problema no sólo porque en este momento he adoptado una posición fetal que me parecía más confortable y, si así puede decirse, más protectora, además de extremadamente adecuada para regresar al vientre terrestre del que salimos; y no por nada en la civilización minoica se hacían enterrar así: rodillas contra la barbilla y brazos que aferran las piernas dobladas, como un muelle listo para saltar al menor atisbo de eternidad, que es necesario arrostrar con la debida energía, porque no es asunto baladí. Os digo esto sobre todo porque antes de mi cuidadosa preparación fui a buscar a la biblioteca el De motu cordis que William Harvey escribió en 1628, y cuyo título completo suena así: Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus. A vos, queridísima Hemoglobina, el asunto no os parecerá tan pasmoso, pero yo me quedé de una pieza al aprehender que hubo que esperar hasta 1628 para que el hombre pudiera conocer con exactitud a través de qué exactos mecanismos su músculo cardiaco bombeaba ese extraño líquido rojo que circula en su interior y que constituye el alimento indispensable de su vida.

Vos sois una hematóloga de clara fama, amadísima Hemoglobina mía (perdonadme por seguir llamándoos así, como cuando éramos estudiantes), pero sospecho que en vuestro inmaculado laboratorio, bajo vuestro infalible microscopio, en los esterilizados portaobjetos que reposan a la adecuada temperatura en vuestras ascéticas vitrinas, la figura de William Harvey nunca ha obtenido su justa consideración. De modo que os lo presento yo, en esta carta mía, que os llegará mañana, ahora que el color de una estación que estuvo inflamada en otros tiempos, ha alcanzado probablemente el color de las hojas de la enredadera que rodea las ventanas de vuestro hermosísimo despacho: pasadas las llamas del otoño sobre las copas de los árboles, las hojas son ahora amarillas y caen como piedras. Piedras, piedras, pretty, pretty, nos susurrábamos escondidos bajo las sábanas, penumbra y colchón, ¡dejémonos de sol y de acero! ¿Y quién era yo? Pues el partisano Johnny, el hermoso partisano. Qué miras, mi hermoso partisano, qué miras, mi hermoso partisano; a tu hija estoy mirando, a lo más alto del monte me la lleeeevaré. [6] Y venga, a la carrera, pero también los partisanos envejecen, si no mueren jóvenes como el partisano Johnny. O como Marilyn. Pensadlo, si Marilyn no hubiera muerto tan joven y hermosa, ahora sería vieja y fea, y ¿quién se ocuparía de ella? ¿Que estoy cayendo en juegos de palabras? Pues sí, estoy cayendo en juegos de palabras. ¿Que me gustan los juegos de palabras? Pues sí, me gustan los juegos de palabras, llamados también calambures. Calma, calma, querido mío, calma, calma que aquí todo colma, cada palabra, al colmarse, cae sobre el suelo y se fractura, salpica, se convierte en una extraña estrella circular, pero qué curioso perímetro tiene esta palabra salpicada sobre el suelo, parece un fractal, porque está fragmentada, pobrecilla, es una fracción de nosotros que se fractura como se fracturan las olas en la playa que del vasto mar son francamente una fracción modestísima. Y monótona, sobre todo, monótona, ¿estáis de acuerdo? Así como es monótona esta lluvia incesante de gotas, clap, clap, ahora se hace así, como cuando aplaude el pato Donald. ¿Y qué hace una gota?, ¿qué hace una gota? Cavat lapidem, eso es lo que hace, para eso se han inventado los canalones, de lo que se trata es de no mojarse, en caso contrario no te queda más remedio que sacudirte el agua de encima como hacen los perros. Pregunta: ¿La vida también puede uno sacudírsela de encima? Por ejemplo, ayer vi a Natalino, que habría debido ser hombre de ufanas empresas y a quien en cambio todos llamaban Talino. Y él sabía que era un Talino incapaz de ufanas empresas, era una brizna de hierba al viento, una pajilla que temblaba ante la primera brisa de la vida. ¡Pobre Talino!, decíamos. Y, en cambio, si vieras en lo que se ha convertido: está verdaderamente irreconocible. Pero antes debo decirte dónde lo encontré, es decir, dónde me encontraba. Estaba tumbado bajo un árbol, un árbol inmenso. Y estaba en una estancia, probablemente un lugar ibérico, aunque allí no se puedan llamar estancias. Y, entonces, ¿cómo debo decir?, ¿una «propiedad»? Digámoslo así, quizá la palabra os guste más. En todo caso, era un lugar precioso, hasta el punto de que lo definiría como idílico. Mejor dicho, arcádico. Porque era un verano (no os debe parecer extraño, pero ayer era verano), mejor dicho, a finales de verano, ya que los racimos de uva de esas vides enredaderas empezaban a estar madurillos. Y con esos racimillos se hace un vinillo que no te cuento. ¿Tinto?, ¿verde?, ¿verdicchio? [7] Veredicto. Bien dicho, señora, veredicto, si me permitís el juego de palabras, veredicto, la sentencia es justa, señor juez auxiliar. El jurado popular da su aprobación, vaya pues por «propiedad», mejor dicho, ¿sabéis lo que os digo?, campiña. Sí, estaba en una «campiña», aunque no puedo decir en «mi» campiña, porque por lo general es más justo así, cuando hay un adjetivo posesivo, entonces de la mencionada campiña quiere decirse que es una propiedad. Como Titiro recubaba, [8] y me sentía feliz, porque al fondo del prado discurría un arroyuelo y percibía su chapoteo entre los cañizales. Un poco más allá había una era redonda de una preciosa piedra ruda y lisa de cuánto la habían alisado durante siglos los pies descalzos de los campesinos y las varas escardadoras de las mazorcas. Y junto a la era, un bonito granero con el tejado de paja, como se ven en Cantabria. Y en aquella paz campestre, mientras las ranas croaban y las cigarras cantaban, que es lo que tienen que hacer las ranas y las cigarras, bajo aquella encina majestuosa mi cuerpo sintió cómo le invadía una paz inusual, apenas tuve tiempo de decirme a mí mismo: ah, qué paz, cuando abrí y volví a abrir los ojos y me di cuenta de que aquel árbol poderoso era Natalino. ¡Natalino!, ¡Natalino!, exclamé, estás aquí hecho un árbol, así que te convertiste en planta sin decírselo a nadie, ni siquiera Ovidio se lo imaginaría, querido Natalino mío, qué feliz soy de saberte árbol, y ¡qué árbol! Natalino me sonrió con complicidad, como sabía hacerlo él cuando jugábamos a las cartas, que ponía una sonrisilla que no entendía nadie, sólo yo, porque a la brisca formábamos siempre pareja. Pero quizá debiera haberme imaginado que te habrías convertido en encina, le dije, debiera haberlo comprendido en su momento, no por nada exigiste un ataúd de madera de encina, y qué bien te sentaba, aquel día en el que te acompañamos, mientras la banda ejecutaba el coro de Nabucco, alguien intentó taparte con un paraguas porque había empezado a llover y yo le dije: déjalo correr, bobillo, ¿es que no ves que Natalino es de encina? ¿Y sabéis, querida mía, lo que hizo entonces Natalino? Algo indescriptible. Se puso a mover todas sus hojas, vibraban una por una como instrumentos tocados por una música ignota, y qué adecuado me parecía mirarlo de abajo arriba cuando todos lo habían mirado siempre de arriba abajo, y ver cómo temblaba de amistad y del gusto de tenerme allí, bajo su sombra protectora y ancha. Me es difícil describiros la música del concierto que Natalino me ofreció con sus hojas, se parecía vagamente a un día que fuimos a aquella playa, en septiembre, y ya no había nadie, había quedado un mistral ligero que hacía temblar el cañizo de la cabaña donde comimos y donde hicimos el amor.

Y después abrí los ojos, y vi que estaba aquí, y que quizá fuera sábado, un típico sábado de pueblo, aunque fuera se agite la ciudad, una ciudad inmensa y mañana ni tristeza ni hastío nos traerán las horas, [9] porque pensé en la circulación de la sangre, en cómo pulsa dentro de nosotros, regular, paciente, durante años y años, y cuán necesario es interrumpir de una vez por todas esta respiración que nos hermana a todos en un aliento cósmico, adelante, atrás, adelante, atrás, con su eterna monotonía que escande la insensatez. Y he resuelto tomar las medidas necesarias contra el metrónomo que marca el ritmo de este sempiterno ballet. Basta. Porque, como ya ha sido dicho, el hombre que somos no ha sido hecho para vivir con un cerebro y sus órganos colaterales: médula, corazón, pulmones, vesícula biliar, sexo y estómago, no ha sido hecho para vivir con una circulación sanguínea.

Ya sé que estoy rompiendo un pacto. No nos veremos más, quedó escrito, y en cuanto a escribirnos, sólo en caso de extrema necesidad: contrato redactado por vos y firmado por ambos. Extrema necesidad es cierto que no tengo, porque la más extrema está ya aquí y vos no llegaríais a tiempo. Tengo sólo la extrema necesidad de escribiros esta carta. Os dejo adivinar entre tres porqués. Uno: porque no me gusta marcharme en silencio. Dos: porque no quiero escribir a aquella a quien tendría que escribir. Tres: porque he soñado con Natalino. ¿Tú cuál eliges?

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