Allons! Whoever you are come travel with me!
Travelling with me you find what never tires. [15]
WALT WHITMAN, Leaves of Grass
Na véspera de não partir nunca
ao menos não há que arrumar malas. [16]
FERNANDO PESSOA,
Poemas de Álvaro de Campos
Amor mío:
¿Te acuerdas de cuando no fuimos a Samarcanda? Elegimos la mejor época del año, a principios del otoño, cuando los bosques y los matorrales de los alrededores de Samarcanda, allá donde declinan las colinas áridas y asoma la vegetación, se inflaman de hojas rojas y amarillo ocre, y el clima es dulce, decía nuestra guía, ¿te acuerdas de nuestra guía?, la habíamos comprado en una pequeña librería de la Île Saint-Louis, Ulysse, especializada en libros de viajes, casi todos usados y a menudo subrayados y anotados por las personas que habían hecho esos viajes dejando en las guías sus apuntes, por lo demás utilísimos, del tipo: «fonda recomendable», o bien «evitar esta carretera, peligrosa», o bien «en este mercado se venden alfombras finas a precios asequibles», o bien «atención, en este restaurante estafan en la cuenta».
A Samarcanda puede llegarse de varias maneras, decía la guía, y la más rápida es el avión, pero naturalmente es también la más trivial. Por ejemplo, se puede partir de París, de Roma o de Zurich y volar directamente a Moscú, pero hay que hacer noche allí, porque no existe conexión aérea para Uzbekistán que permita llegar por la noche. ¿Y nos convenía hacer noche en Moscú? Lo discutimos a fondo una noche en Luigi, aquel restaurante del callejón donde lo mejor era el pescado y donde había un amabilísimo camarero homosexual que nos atendía con exquisitez. Por mi parte, era una hipótesis que no me sentía capaz de excluir. Por qué no, decía, ¿te acuerdas?, piénsalo: la Plaza Roja de noche vista desde ese enorme hotel que Aeroflot pone a disposición de los turistas que deben hacer noche en Moscú, es otoño, en Moscú ya hace frío, la place rouge estará vacía como en la canción de Gilbert Bécaud, yo te llamaré Nathalie, bajaremos de un taxi que en la Unión Soviética parecer ser que son como limusinas para jefes de Estado, lo he leído en algún sitio, en el restaurante del hotel nos ofrecerán caviar de esturión del Volga, tal vez haya ya algo de niebla alrededor de los faroles como en las novelas de Pushkin, y será precioso, estoy seguro, incluso podríamos ir al Bolshói, adonde es obligatorio acudir si uno está en Moscú, y ver acaso el Lago de los cisnes.
Pero era la elección más trivial, por lo que la dejamos correr de común acuerdo. Era muy preferible el viaje por tierra, el tren, y por éste nos decidimos: Orient-Express y después o en Transiberiano o vía Teherán. El Orient-Express, ya se sabe, ejerce su fascinación incluso sobre los intelectuales más esnobs, que nosotros creíamos no ser pese a serlo quizá, y por eso nos dijimos: en tren, en tren. ¡Ah, el tren! ¿Sabes que cuando Georges Nagelmackers pensó en construir el trazado para su tren expreso de lujo tuvo que negociar con Francia, Baviera, Austria y Rumania, que se sentían todas amenazadas en su integridad territorial? La inauguración tuvo lugar en 1883 y el primer viaje fue minuciosamente descrito por Edmond About, aquel periodista que era también humorista y había escrito La nariz de un notario. Nagelmackers nunca lo habría conseguido sin el apoyo de Leopoldo II de Bélgica, que era también su socio. Y quizá te sorprenda saber que ya en aquella época ciertas locomotoras superaban la velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora, eran Buddicoms británicas, con un sistema de frenos de aire comprimido. ¿Quieres saber el menú del cuatro de enero de 1898?, me he hecho con él. Prepárate porque no se trata de un tentempié: de entrada, ostras, sopa de tortuga o potage de la reine; después trucha asalmonada à la Chambord, solomillo de chevreuil à la duchesse, chochas, parfait de foie gras, trufas al champán, fruta y postre. Y después los wagon-lit, el traqueteo del viaje que de noche llegaba amortiguado por los cristales de la ventanilla, mientras el tren recorría países y los amaba sin tocarlos, así como Chardonne decía a sus amigos: «si vous aimez une femme, n’y touchez pas», y el wagon-lit, que nos permitía tocar un país con la punta de los dedos, como aquel poeta que deseaba tocar el gesto de la intérprete de arpa sin tocar su mano. Te recitaba de memoria poesías sobre trenes, y en un bistrot al lado de la Gare d’Austerlitz declamaba a Valery Larbaud: «¡Oh, Orient-Express, préstame tu vibrante voz de diapasón, la respiración leve y fácil de las esbeltas locomotoras que arrastran sin esfuerzo cuatro vagones amarillos con letras doradas en las soledades montañosas de Serbia y a través de una Bulgaria llena de rosas…»
¿Dónde se cogía el Orient-Express? ¡Pues en la Gare de Lyon, en la Gare de Lyon! Y en aquella maravillosa estación, ¿qué había? ¡Pues el Train Bleu, el restaurante más chic de París! ¿Te acuerdas? Claro que te acuerdas, no puedes dejar de recordarlo. El Train Bleu son tres enormes salas con frescos en las paredes, pequeños sofás de terciopelo rojo, arañas de Bohemia y camareros con chaquetilla y un tablier inmaculado que te dicen: «Bienvenus, Messieurs Dames» con el aire de que les importas un bledo. Para empezar, pedimos ostras y champán, porque dos que no parten hacia Samarcanda en el Orient-Express tendrán derecho al menos a empezar así, ¿no? Partir siempre es morir un poco, decíamos mirando a las personas que habían de permanecer en los andenes despidiéndose, mientras hablaban con las personas que se asomaban por las ventanillas iluminadas. ¿Adonde iría ese anciano señor calvo, con su pajarita, fumando en pipa asomado a la ventanilla con la misma desenvoltura que si se hallara en el salón de su casa? Y la señora que se sentaba en ese mismo vagón, con un sombrerito carmesí y un cuello de pieles, ¿sería su mujer o una desconocida cualquiera? Y, durante el viaje, ¿nacería una historia de amor entre ellos? Quién sabe, quién sabe, entretanto empecemos el viaje, decíamos; el tren, pues, sale del andén ele, o por lo menos eso sostenía el panel que anunciaba las salidas de los trenes, y la primera parada sería Venecia. Ah, Venecia, ¡cuántas veces habías soñado con ver Venecia!, el Gran Canal, San Marcos, la Ca ’ d’Oro… Sí, querida, de acuerdo, pero no creo que puedas ver mucho lo siento de veras, pero el tren hace una simple parada nocturna en la estación de Santa Lucía, como mucho, podrás ver la laguna sobre la que discurren las vías, la laguna a la izquierda y el mar abierto a la derecha, pero no quisiera que olvidaras que nuestro destino es Samarcanda, pues, en caso contrario, te entrarán ganas de parar en todas las ciudades por las que pasa el tren, primero Viena, después Estambul, ¿o es que quizá te molestaría ver Estambul?, piénsalo, el Bósforo, las mezquitas, los minaretes, el Gran Bazar.
En resumidas cuentas, que el verdadero viaje que no debíamos hacer era a Samarcanda. Yo conservo de él un recuerdo inolvidable, y tan nítido, tan detallado, como sólo pueden proporcionarlo las cosas vividas de verdad en la imaginación. Sabes, estaba leyendo a un filósofo francés que observó cómo lo imaginario obedece a leyes tan rigurosas como las de lo real. Y lo imaginario, amor mío, no es en absoluto lo ilusorio, que es una cosa bien distinta. Samuel Butler era realmente un tipo listo, no sólo por las fantásticas novelas que escribió, sino por su manera de ver la vida. Me viene a la cabeza una frase suya: «Puedo tolerar la mentira, pero no soporto la imprecisión.» Amor mío, mentiras nos hemos dicho muchas en nuestra vida, y todas nos las hemos aceptado recíprocamente, por lo verdaderas que de verdad eran en nuestro imaginario deseante. Pero ha habido una, o si lo prefieres una múltiple en torno al mismo hecho real, que provocó que nos perdiéramos para siempre, porque era una mentira falsa, porque era lo ilusorio, y lo ilusorio es necesariamente impreciso, existe sólo en las nieblas de la autoilusión. En nuestros sueños siempre habíamos hecho como don Quijote, que impulsa su imaginario hasta el final, un imaginario que presupone la locura, siempre que ésta sea exacta: exacta en la topografía del paisaje real que él atraviesa con su imaginación. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que Don Quijote es una novela realista? Y en cambio, un día, resulta que de repente de don Quijote te conviertes en Madame Bovary, con su incapacidad de delinear los contornos de lo que deseaba, de descifrar el lugar en el que se hallaba, de contar el dinero que gastaba, de comprender las gilipolleces que hacía: eran cosas reales y le parecían aire, y no al contrario. Qué enorme diferencia: no se puede decir: «yo iba a una ciudad lejana», o bien «era un anciano y atento señor que me hacía compañía» o bien «no creo que fuera amor, más bien una forma de ternura». No se pueden decir cosas así, amor mío, o por lo menos no podías decírmelas a mí, porque ésa era tu ilusión, tu pobre patética ilusión: esa ciudad tenía un nombre concreto y en el fondo no estaba tan lejos, y él no era más que un hombre ya de cierta edad con el que te ibas a la cama. Era un amante tuyo que creías hecho de aire, pero que era de carne.
Por eso te recuerdo el viaje que no hicimos a Samarcanda, porque eso sí que fue verdadero y nuestro y pleno y vivido. Y por lo tanto sigo con nuestro juego. Como dice ese filósofo del que te hablaba, la memoria evoca lo vivido, es precisa, exacta, implacable, pero no produce nada nuevo: ése es su límite. La imaginación, en cambio, no puede evocar nada, porque no puede recordar, y ése es su límite: pero en compensación produce algo nuevo, una cosa que antes no existía, que nunca había existido. Por ello, utilizando estas dos facultades que pueden ayudarse mutuamente, estoy aquí para evocarte aquel viaje nuestro a Samarcanda que no hicimos pero que imaginamos hasta en sus más exactos detalles.
Nuestros compañeros de viaje fueron respectivamente una desilusión y un entusiasmo. Aquel señor elegantísimo que parecía tan fino acabó resultando un comerciante de baja estofa, tendente a lo venal, no conseguimos comprender a qué clase de exportación e importación con Turquía se dedicaba, pero no se trataba de nada claro. O por lo menos a ti te olía a chamusquina, me guiñaste el ojo un par de veces, ¿te acuerdas?, y cuando se apeó en Estambul, hasta dejaste escapar un suspiro de alivio, porque los cumplidos que te dirigía se estaban haciendo excesivamente galantes para un desconocido con el que uno se topa en el tren, y ya no sabías cómo apañártelas, mientas yo me hacía el socarrón. La señora, en cambio, resultó ser mucho mejor de lo que su aspecto prometía. Quiero decir: aspecto chejoviano apropiado al personaje, fue tu comentario, que me susurraste en el pasillo. Y, en efecto, nunca había visto una chejoviana como aquélla. Empezó con la edad de la muchacha de Ganas de dormir. ¿Hasta qué punto la necesidad fisiológica del sueño puede influir en un homicidio? Bueno, eso depende, elucidaba con competencia la fascinante señora: ustedes, señores, por ejemplo, ¿han estudiado alguna vez el sueño, biológicamente hablando, se entiende?, pues bien, el estado de vigilia tiene un límite de resistencia, algo así como el dolor, y varía con el variar de la edad, por ejemplo hay una edad en la que la necesidad de dormir es una necesidad insoslayable, dominadora de cualquier otra sensación y necesidad, sobre todo en una persona de sexo femenino, y ése es el momento de la primera pubertad, y he aquí uno de los motivos por los que la pequeña criada ahogó a la recién nacida a la que debía cuidar y que con su llanto no la dejaba dormir: porque aquella noche, o la anterior como mucho, había tenido su primera menstruación, y estaba exhausta.
Te he hecho un resumen apresurado y modesto, porque la señora, como recordarás mejor que yo, tenía un vocabulario escogidísimo y una fantástica capacidad expositiva, y su competencia chejoviana no se limitaba indudablemente a anécdotas pintorescas o eruditas como ésa. ¿Te acuerdas, por ejemplo, de la charla que nos dio sobre las últimas palabras de Chéjov? Claro que te acuerdas, nos quedamos ambos maravillados, entre otras cosas porque ni tú ni yo sabíamos que Chéjov, al morir, hubiera dicho «Ich sterbe». Es decir, murió en una lengua que no era la suya. Qué extraño, ¿verdad? Amó siempre en ruso, sufrió en ruso, odió (poco) en ruso, sonrió (mucho) en ruso, vivió siempre en ruso y murió en alemán. Fue extraordinaria la explicación que aquella desconocida señora daba al hecho de que Chéjov hubiera muerto en alemán, y cuando se despidió de nosotros para apearse en una estación desconocida no olvidaré nunca la expresión de tu rostro: asombro, estupor y tal vez conmoción. Y qué hermoso y extraordinario fue aquel día en que te vi correr a mi encuentro, yo te esperaba en el viejo café de siempre, tú atravesabas la multitud como si estuvieras feliz, en la mano agitabas un librito y gritabas: «¡Mira quién era la vieja señora!» El libro acababa de salir y la crítica todavía no lo había advertido, pero a ti no se te había escapado, a ti no se te escapaba nunca nada, ah, la deliciosa anciana señora, enorme y benéfica voz que con sus frutos de oro deleitó nuestro viaje, sin revelar jamás su identidad, y después se desvaneció en la nada. ¡Y el uso impropio que hicimos en Samarcanda de las últimas palabras de Chéjov! Naturalmente empecé yo, y después tú empezaste a imitarme, aunque al principio dijeras: «¡Eres un blasfemo, pero qué blasfemo eres!» La primera vez fue en aquella especie de torre de Babel llamada Siab Bazaar: los olores, las especias, los gorros, las alfombras, el griterío, la muchedumbre, la multitud donde se mezclaban el Turquestán, Europa, Rusia, Mongolia, Afganistán, y yo me detuve aturdido y grité: «Ich sterbe!» Y «sterber» fue desde entonces una consigna, una obligación, casi un vicio. Sterbimos juntos ante el mausoleo de Gur-i-Emir, esa panocha de cerámica reclinada sobre una torre cilíndrica taraceada con versículos coránicos, el ónice de los paneles interiores, la piedra sepulcral de jade guarnecida con arabescos y tiznada por el amarillo y el verde de los azulejos. Sterbimos más que nunca en la plaza del Registan, con las dos madrazas encastilladas ante las cuales se había postrado una multitud en oración. Fundamentales resultaron los prismáticos que nos llevamos: eso había sido un consejo tuyo, tú en las cosas prácticas a veces eras insuperable. Sin ellos jamás habríamos descifrado los mosaicos de cerámica que adornan el patio de la mezquita de Ulug Beg, aquel motivo de flores de veinte pétalos inscrito en una estrella de doce puntas de la cual se ramifican motivos geométricos que terminan en una suerte de laberinto. ¿Será así la vida?, preguntaste, ¿empieza en un punto como si fuera un pétalo y se dispersa después en todas direcciones? Qué extraña pregunta. Como respuesta a tu pregunta, se me ocurrió llevarte a mirar las estrellas desde el observatorio de Ulug Beg, con aquel astrolabio inmenso, quizá de más de treinta metros, que permitía determinar la posición de las estrellas y de los planetas observando sencillamente cómo la luz que se difundía por una abertura practicada en el edificio caía en su interior. ¿Es especular?, te pregunté. ¿El qué?, replicaste. Quiero decir si el cielo es especular respecto al concepto que acabas de exponer sobre la vida, te dije, no es una respuesta, he respondido a tu pregunta con otra pregunta. Después, en un mercado más alejado, tú te sentiste sterber por una alfombra bukara color lapislázuli, pero fue un sterbimiento que duró poco, no tenemos suficiente dinero, dijiste, tendríamos que saltarnos por lo menos dos comidas, y además tal vez en Bukara encontremos una más bonita y que cueste menos. Y al final, fíjate, no fuimos a Bukara. Quién sabe por qué decidimos no ir, ¿tú te acuerdas?, yo, sinceramente, no. Estábamos cansados, eso seguro, y además aquel viaje había sido tan intenso, y tan repleto de emociones y de imágenes y de rostros y de paisajes, que nos pareció que estábamos exagerando, es como cuando entras en un museo demasiado grande y demasiado rico y decides saltarte algunas salas, con el objeto de que lo hermoso no se sobreponga a lo hermoso ya visto y al hacerse excesivo anule el recuerdo de lo precedente. Y después la vida nos reclama a la realidad, la vida cotidiana nos concede a veces algunas hendiduras, pero vuelven a cerrarse enseguida.
Se me ha vuelto a abrir solo ahora, aquella hendidura, después de tantos años. Y de ese modo me he puesto a pensar en las cosas que no hemos hecho, es un balance difícil pero necesario, a veces puede incluso dar una suerte de ligereza, como una satisfacción infantil y gratuita. Y por el mismo motivo, y con la misma satisfacción infantil y gratuita, consecuentemente me he puesto a pensar también en los libros que nunca escribí y que sin embargo te conté con la misma minuciosidad con la que no hicimos el viaje a Samarcanda. El último que no escribí, que además es el último que te conté, se llamaba Buscando acerca de ti y tenía como subtítulo «Un mandala». El subtítulo se refería a la búsqueda del personaje, en el sentido de que la suya es una trayectoria concéntrica, en espiral, y los personajes, como sabes, no eran míos, se los había robado a otra novela. Sabes, me había parecido casi insoportable que aquella novela desencantada y llena de alegres fantasmas se cerrara sin que los dos protagonistas, él y ella, consiguieran volver a encontrarse. ¿Sería posible que ese él en el que un ostentoso sarcasmo oculta en realidad una incurable melancolía, y esa ella tan generosa y apasionada ya no pudieran encontrarse, casi como si el autor hubiera querido burlarse de ellos y gozar con su infelicidad? Y además, pensaba yo, en realidad ella no había desaparecido en absoluto como el autor pretendía hacernos creer, no había salido en absoluto del paisaje; al contrario, en mi opinión estaba bien visible, justo en el centro de aquel cuadro, y no se veía precisamente porque estaba demasiado visible, oculta tras un detalle, mejor dicho, oculta bajo sí misma, como la carta robada de Poe. Por eso hacía yo que él se lanzara a la búsqueda de su amada, y círculo tras círculo, mientras los círculos se estrechaban cada vez más, al igual que en el mandala, él conseguía llegar hasta el centro, que además era el significado de su vida, es decir, volver a encontrarla. Era una novela un poco romántica, quizá demasiado, ¿verdad?, pero no es ése el motivo por el que no la escribí: en realidad aquella novela hubiera sido la obra maestra de entre todas mis novelas no escritas, la obra maestra del silencio que yo había escogido para toda la vida. Una pequeña obra maestra, quiero decir, nada de esos novelones monumentales que son la alegría de los editores y que jamás he pensado ni remotamente en no escribir; en resumen, algo pequeño, que no superara los diez capítulos, unas cien páginas, una medida áurea. En no escribirlo tardé cuatro meses exactos, de mayo a agosto, en verdad habría podido no escribirlo incluso antes, si hubiera tenido más tiempo disponible, pero mis días, entonces, estaban ocupados con cosas bien distintas, por desgracia. Lo acabé el diez de agosto. Me acuerdo de la fecha porque la noche de San Lorenzo siempre ha sido una noche especial para nosotros, para ti sobre todo, debido a los deseos que pueden expresarse mirando las estrellas fugaces que en ese momento llenan el cielo. Y además yo había ido a verte precisamente aquella noche, te acordarás, habían pasado esos cuatro meses en aquella casa de campo, con un calor húmedo que sofocaba la garganta y empapaba los huesos, tú me telefoneabas cada día y me preguntabas: ¿por qué no vienes?; ya te lo he dicho, te repetía, me he puesto a no escribir una novela complicada que me está haciendo sudar las penas del infierno más que el calor infernal de estos campos, mira, será estupendo, te lo aseguro, o quizá estrambótico, más estrambótico que yo, una criatura extraña como un coleóptero desconocido que ha quedado fosilizado sobre una piedra, en cuanto llegue te lo cuento.
Te lo conté aquella noche, en el balcón de la casa de la playa, mirando las estrellas fugaces que dejaban estelas blancas en el cielo nocturno. Recuerdo bien lo que me dijiste cuando hube terminado, pero no obstante tengo ganas de repetirte un capítulo. Aunque esta vez no te lo resumiré como hice aquella noche, te lo transcribiré como si lo estuviera copiando, porque naturalmente existe palabra por palabra en mi memoria, que se lo ha imaginado. En concreto no existe en ninguna otra parte, está claro. En resumen: no importa dónde, siempre que sea en ninguna parte. Y tú sabes cuánto me cuesta romper este pacto secreto conmigo mismo y hacer visibles y escritas, y por lo tanto presentes, palabras que sólo existían aéreas, ligeras, aladas e inalcanzables, y libres de ser no siendo, al igual que las ideas. Y qué perentorias se vuelven aquí en el papel, y casi vulgares y gruesas, con la irremediable arrogancia de las cosas que son. No importa, lo haré de todas formas: en el fondo tú también amabas las hendiduras entre las cosas, pero después elegiste la plenitud, y quizá hicieras bien, porque es una forma de salvación, o en todo caso de aceptación de lo que todos somos. Ah, que la vie est quotidienne!
Procuraré ahorrarte las descripciones y los pasajes narrativos. Jamás me gustaron cuando los escribía mentalmente, imaginémonos al escribirlos de verdad. Sólo la información necesaria: estamos en el capítulo octavo, y, buscándola a ella, él llega a un extraño lugar de los Alpes suizos, una comunidad de budismo zen, o algo parecido, porque ha intuido que ella probablemente se ha perdido en este tipo de indagaciones, que hoy podrían parecer New Age, pero que hace muchos años, cuando no lo escribí, no tenían en absoluto tal aroma. Y en ese lugar cena y pasa la noche, él también como peregrino en búsqueda de algo, lo que es verdad, por otra parte. Y durante la cena empieza a hablar con una señora que es su compañera de mesa. Es una mujer ya no demasiado joven, una francesa, el ambiente, como recordarás, es a la oriental, con música hindú tipo raga y comida hindú tipo gusthaba y albóndigas vegetarianas, detalle que te ahorro porque me parecen irritantes. Y la señora, en determinado momento, dice una extraña frase: que se encuentra allí porque ha perdido los confines. Y ahora tengo que entrecomillar, y no sabes cuánto lo siento.
«Aquí hay unas reglas, es cierto, pero las reglas hacen falta cuando se han perdido los confines, y además hay un motivo más práctico: en el fondo esto es un refugio.»
«¿Qué quiere decir cuando se han perdido los confines? No lo entiendo.»
«Lo comprenderá si seguimos hablando, pero mientras tanto lo mejor sería escoger la cena, si me lo permite, le ilustro el menú de esta noche.»
[Omissis…, la música cambió, ahora se oía un sonido de tambores. Omissis…]
«Perdóneme, pero me gustaría saber qué significa perder los confines.»
«Significa que el universo no tiene confines, y por eso estoy yo aquí, porque yo también he perdido mis confines.»
«¿Qué quiere usted decir?»
«¿Sabe usted cuántas estrellas hay en nuestra galaxia?»
«No tengo ni idea.»
«Aproximadamente, unos cuatrocientos mil millones. Pero en el universo que nos es conocido hay centenares de millones de galaxias, el universo no tiene confines.»
[La mujer encendió un cigarrillo hindú, de esos perfumados, hechos con una sola hoja de tabaco… Omissis…]
«Hace muchos años yo tenía un hijo, y la vida me lo arrebató. Lo había llamado Denis, y la naturaleza se comportó como una madrastra con él, sin embargo él tenía su propia forma de inteligencia. Y yo la entendía.»
[Omissis…]
«Lo quería como sólo puede quererse a un hijo. ¿Sabe usted cómo se quiere a un hijo? Mucho más que a uno mismo: así se quiere a los hijos.»
[Omissis…]
«Tenía su propia forma de inteligencia, y yo la había estudiado. Por ejemplo, habíamos encontrado un código, uno de esos códigos que no se enseñan en colegios para niños como mi Denis, pero que una madre es capaz de inventarse con su propio hijo, qué sé yo, golpear un vaso con una cucharilla, no sé si me explico, golpear un vaso con una cucharilla, tilín, tilín.»
«Explíquese mejor, se lo ruego.»
«Es necesario estudiar la frecuencia y la intensidad del mensaje, y yo de frecuencias e intensidades entendía, formaba parte de mi profesión como estudiosa de las estrellas en el observatorio astronómico de París, pero no fue en realidad eso lo que me guió, fue porque era su madre y porque a un hijo se le quiere más que a uno mismo.»
[Omissis…]
«Nuestro código funcionaba a la perfección, habíamos estudiado un idioma que los humanos no conocen, él sabía cómo decirme mamá te quiero mucho, yo sabía cómo responderle eres mi vida entera, y otras muchas cosas, las cotidianas, ciertas necesidades suyas, pero eran también las más complejas, si yo estaba triste, si yo estaba alegre, si él estaba triste, si él estaba alegre, porque incluso las personas que han tenido una naturaleza madrastra saben como nosotros e incluso mejor que nosotros lo que es la felicidad y la infelicidad, la melancolía y la alegría, todo lo que experimentamos nosotros, los que nos consideramos normales.»
[Omissis…]
«Pero la vida no es sólo madrastra, es también malvada, ¿usted qué habría hecho?»
«No lo sé. De verdad que no lo sé. ¿Qué hizo usted?»
«Cuando falleció, vagaba durante el día por París, mirando escaparates, a los seres vestidos que caminaban, que estaban sentados en los bancos de los parques o en las mesitas de los cafés, y pensaba en la clase de organización que habíamos dado a la vida en el planeta Tierra, las noches me las pasaba en el observatorio, pero aquellos telescopios se habían vuelto insuficientes. Quería observar los grandes espacios interestelares, yo era como un minúsculo puntito que quería estudiar los confines del universo, era lo único que me interesaba, como si pudiera darme un poco de paz. ¿Usted qué habría hecho en mi lugar?»
[Omissis…]
«En Chile, sobre los Andes, está el observatorio más alto del mundo, que es también uno de los mejor equipados, les hacía falta un astrofísico, mandé mi currículum, me llamaron y me marché…»
«Continúe, por favor.»
«Hice que me pusieran en el radiotelescopio, para estudiar las nebulosas extragalácticas, ¿sabe usted lo que es la nebulosa de Andrómeda?»
«Naturalmente, no.»
«Es un sistema en espiral semejante a la Vía Láctea, sin embargo está inclinada de manera tal que los brazos de la primera espiral no son perfectamente visibles. Hasta los primeros años del siglo no se estaba seguro de que se hallase fuera de la Vía Láctea, no fue hasta 1923 cuando un científico que estudiaba la Constelación del Triángulo resolvió el problema: son los confines de nuestro sistema, los confines del universo.»
[Omissis…]
«En el radiotelescopio se intentan captar emisiones radiogalácticas con señales moduladas provenientes de eventuales criaturas inteligentes, y por nuestra parte se envían mensajes modulados…»
[Omissis…]
«Ah, no puede usted imaginarse lo que significa estar sobre una de las montañas más altas del mundo, mientras fuera no hay más que nieve y tempestad, y mandar mensajes hacia la nebulosa de Andrómeda…, y una noche, una noche de borrasca, con el hielo que se incrustaba en los ventanales de la cúpula del observatorio, se me ocurrió una idea, era una idea absurda y no sé por qué se la cuento…»
«Se lo ruego, se lo ruego de verdad.»
«Ya se lo he dicho, no era más que un locura.»
«Se lo ruego.»
«Bueno, yo enviaba mensajes modulados y aquella noche busqué una modulación que tenía en la memoria y después escogí un código, un código que sólo yo conocía, lo traduje a la modulación matemática y lo envié… es una locura, ya se lo he dicho.»
«Se lo ruego.»
«No sé si usted se hace una idea, pero para mandar un mensaje a la nebulosa de Andrómeda, contando los años luz, hacen falta cien años de nuestro calendario, y otro siglo para obtener una eventual respuesta. Es absurdo, pensará usted que estoy loca.»
«No, no lo pienso, creo que todo puede suceder en el universo, por favor, continúe.»
«Los cristales de hielo se condensaban en el ventanal, era de noche, yo estaba delante del telescopio como quien ha cometido una absurda estupidez, y en aquel momento llegó la respuesta de Andrómeda, era un mensaje modulado, lo pasé por el descifrador y lo reconocí inmediatamente, la misma frecuencia, la misma intensidad: en términos matemáticos era un mensaje que había oído durante quince años de mi vida, el de mi Denis. ¿Le parece que estoy loca?»
«No, no lo creo, acaso el universo lo esté.»
«¿Usted qué habría hecho?»
«No lo sé, francamente, no sabría qué decirle.»
«Descubrí en un texto sagrado hindú que los puntos cardinales pueden ser infinitos o inexistentes como en un círculo, idea que me turbó, porque usted no puede arrebatar a un astrónomo los puntos cardinales. Por eso estoy aquí, porque no se puede creer en llegar a los confines del universo, porque el universo no tiene confines.»
Sabes, amor mío, no te habría escrito todo esto si no fuera tan tarde, es decir, si yo no estuviera en el revés del verano, en los días de sol de un diciembre. Pero las páginas de aquella novela que no escribí han despertado en mí aquel viaje que no hicimos, quizá porque hablan de estrellas, y tiene tantas estrellas el cielo que supone un mínimo daño que caiga una u otra, y nosotros intentamos comprender su topografía, aquel veinticuatro de septiembre de hace tantos años, porque una noche entera del viaje que no hicimos a Samarcanda nos la pasamos en el observatorio de Ulug Beg. Vaya estupidez estudiar las estrellas, ¿verdad? Al suelo es donde hay que mirar, al suelo, porque la vida nos obliga siempre a inclinar la cabeza.
En estos últimos tiempos me he puesto a estudiar un poco de uzbeko. Así, en broma, como se estudian algunos idiomas en los manuales del perfecto viajero, y además he leído que estudiar idiomas a una cierta edad previene el mal de Alzheimer. ¿Te acuerdas de lo divertido que nos parecía ese idioma cuando lo oíamos hablar? Por ejemplo, «Hasta pronto», que en realidad quiere decir adiós, es una palabra divertida porque hasta parece española, se dice alvido. Pero quizá la fórmula más divertida sea men olamdan ko’z yaemapman. Que con todo es una expresión literaria. La más sencilla, es decir, familiar, es men ko’z o’ljapman. ¿Sabes lo que quiere decir?
Es un verbo. Quiere decir «Ich sterbe», mi querido amor.