Se está haciendo cada vez más tarde

El candil se está apagando

la alcuza no tiene aceite…

No te digo que te vayas

ni te digo que te quedes.

Cuarteta gitana de Andalucía

Avec le fil des jours pour unique voyage.

JACQUES BREL, Le plat pays


Estimados Señores:


A pesar de que ésta sea una circular, nuestra Agencia quisiera, en la medida de lo posible, personalizarla, no tanto en su deseo de una próxima relación con las personas de ustedes, que como comprenderán no resulta posible, cuanto en el respeto de esa forma de cordialidad y espíritu cívico que tan pertinente resulta en las relaciones que hasta ahora hemos mantenido entre nosotros.

Como todos ustedes saben, nuestra Agencia se enorgullece de una experiencia notablemente dilatada, en el curso de cuya actividad ha asistido a las más variadas vicisitudes, la mayor parte de las cuales a todos son ignotas, y algunas conocidas incluso a ustedes en virtud del eco, no raramente exagerado, que artistas de todos los tiempos han sabido dar de ellas.

Preocupaciones y molestias forman parte en todo caso de nuestra profesión; hasta diría que en ocasiones pueden constituir para nosotros motivo de distracción frente a la monotonía y la rutina que por lo general aguarda a nuestra Agencia. Supongo que todos ustedes han tenido ya experiencia con otras Agencias, incluso más sencillas que la nuestra, por ejemplo las que alquilan un vehículo de locomoción. Éstas prevén, por contrato, incidentes cubiertos por un seguro. Con todo, existen imprevistos que ninguna aseguradora en el mundo es capaz de cubrir por la sencilla razón de que lo imprevisto, de por sí, pertenece a lo imprevisible. Les pongo un ejemplo de lo más trivial: una rueda que se pincha. El contrato prevé una asistencia adecuada y eficaz según las cláusulas del contrato. Pero no siempre el pinchazo de una rueda tiene lugar en circunstancias en las que puede intervenirse adecuadamente y con eficacia. Prueben los señores a imaginarse a un Cliente cualquiera que conduce su vehículo por un acantilado a pico sobre el mar. La carretera está llena de curvas, y la oscuridad acecha. El desafortunado Cliente se ha dado cuenta de que tiene una rueda pinchada precisamente en un maldito recodo, donde, si llegara un enorme jeep conducido por uno de esos jovenzuelos impacientes (lo que es posible que ocurra y es eso lo que él piensa), lo arrollaría en menos que canta un gallo. El Cliente, cuya angustia ha subido algunos grados, busca en el maletero posterior el redentor triángulo reflector que podría evitarle el choque fatal. Pero no lo encuentra. ¿Por qué? Porque algún técnico (así se llaman siempre en las agencias), al limpiar el vehículo para entregárselo al cliente sucesivo, se ha olvidado de colocar en su sitio el triángulo reflector. El Cliente, ya muy angustiado, a la escasa luz de la tarde que va cayendo, consigue leer no sin dificultad las instrucciones que debe seguir «en caso de necesidad» impresas en el folleto de la agencia que le ha alquilado el vehículo. Por suerte (eso cree él, el pobre) existe un número gratuito para las urgencias y, también por suerte, él dispone de un teléfono móvil, adquirido por consejo de su consorte en previsión de un viaje al extranjero. Él marca el número, pero éste, mecachis, siempre está comunicando. Hasta que… Ah, eso es, por fin, está libre…, pero por desgracia ahora no contesta nadie. Quizá a los Señores esta historia les parezca una tontería, pero puedo asegurarles que para el desgraciado Cliente de quien hablaba éste es un momento dramático de su vida. Siempre se acordará de esos terribles momentos en los que la noche estaba cayendo sobre un acantilado desconocido y su automóvil, con una rueda pinchada en un recodo, corría el riesgo de ser arrollado por un jeep conducido por jovenzuelos desconsiderados o, peor aún, pulverizado por un camión con un conductor al volante adormilado o tal vez borracho.

No quisiera que los Señores pensaran que con este ejemplo apenas citado deseo colocar al mismo nivel la angustia comprensible del Cliente antes mencionado con las congojas de las que los Señores han hecho partícipe a esta Agencia durante la larga relación que nos ha mantenido en contacto. Las comparaciones entre cliente y cliente son siempre evitadas con esmero por esta Agencia, la rescisión de cuyos contratos estoy yo encargada de realizar. Contratos cuya validez eventualmente los Señores podrían contestar con la objeción de no haberlos suscrito con firma autógrafa. Por desgracia, el hecho es que con su sola presencia en este mundo los Señores han firmado un contrato que consiste en nacer. Y en vivir. Y naturalmente, también en morir. Pero, como iba diciendo, no es cuestión de hacer comparaciones. Entre otras cosas, porque cada uno a su manera, en su vida, ha procurado librarse de sus propios alambres, sean éstos en mayor o menor medida de espinos. ¿Y cuántos viajes habremos hecho en compañía de alguien para darnos cuenta al final de que estábamos solos? Eso sin hablar de los laberintos mentales en los que creemos revivir como nuestro un tiempo que fue nuestro pero que ya no es nuestro. Y querer enseñar a Safo la métrica de Anacreonte es una estupidez, pueden creerme. Se pueden comprender las bacanales cuando el sacerdote entra en éxtasis y la música de los címbalos y de los tamborcillos rompe toda métrica, se vuelve obsesiva y penetra en la vejiga de la hiel, desde la que se difunde la negra melancolía y la visión nocturna del universo: pero encomendarse a melodramas que prevén músicas dignas de un triclinio embebido en perfumes baratos le parece a esta Agencia algo excesivo e inconveniente, sin duda. Hace tiempo, además, que sabemos cómo la sangre alimenta los átomos de los hombres, y cómo puede sustraerles su nutrición: lo sentimos. Y también nosotros hemos dado largos paseos, se lo podemos asegurar: son vueltas que pueden durar incluso toda una vida, pero ¿qué añade el algoritmo de una vida a los algoritmos infinitos de una Agencia como la nuestra? Y, aún más, la misma cosa vista desde dos puntos de vista opuestos: ¿no les parece a los Señores algo aburrida? Vamos, que el universo está compuesto de puntos infinitos y dos miserables puntos de vista son realmente pocos. Y si es verdad que el silencio es oro, ¿por qué escribir lo que nunca se había escrito y hacer el viaje que nunca se había hecho? ¿No les parece a los Señores una forma de pávida rendición?

Ustedes Señores son personas dolientes, o en todo caso personas a quienes la vida les ha dolido mucho. Ello es plausible, y en casos como los suyos, por una decisión que no depende de nuestra Agencia sino de una ignota fecha que pertenece a una instancia superior a la Nuestra llamada Caducidad, reservamos, de manera absolutamente excepcional, una carta nuestra, que nos sirve casi de folleto de presentación, de una mujer que nos fue muy querida y que en determinados casos especiales enviamos a los clientes de sexo masculino como los Señores, no sólo para atenuar sus penas, sino también para recordarles, aunque no sea más que en forma de otra circular, que los destinatarios, de los que los Señores parecen no haberse preocupado hasta ahora, tienen derecho a ser a su vez remitentes. Esta carta no está firmada, pero a los Señores no les costará demasiado esfuerzo comprender quién la escribió. Aunque no tiene título, mis Hermanas y yo la hemos titulado Carta al viento. Nuestra Agencia les quedaría agradecida si quisieran prestarle la debida atención.


Carta al viento


«He desembarcado en esta isla al final de la tarde. Desde el ferry veía cómo el diminuto puerto se iba acercando, con la pequeña ciudad blanca acuclillada en torno al castillo veneciano y pensaba: tal vez esté aquí. Y mientras recorría las callejuelas escalonadas que llevan hasta la torre, con mi equipaje que cada día se hace más ligero, en cada escalón repetía: tal vez esté aquí. En la placita bajo el castillo, una terraza desde la que se domina el puerto, hay un restaurante popular, con viejas mesitas de hierro dispuestas a lo largo de un pequeño muro, dos parterres con dos olivos y geranios muy coloridos en macetas rectangulares. Unos cuantos viejos están sentados en el poyete y hablan en voz baja, los niños corren alrededor del busto marmóreo de un capitán bigotudo que fue un héroe de las guerras balcánicas de los años veinte. Me he sentado en una mesita, he dejado mi equipaje en el suelo y he pedido el plato típico de la isla, conejo con cebollas aromatizado con canela. Se dejan ver los primeros turistas: junio está en puertas. Estaba cayendo la noche, una noche transparente que ha transformado el añil del cielo en un violeta encendido, y después la oscuridad, donde ha quedado el añil. Sobre el mar brillaban las luces de las aldeas de Paros, que parecía estar a dos pasos. Ayer, en Paros, conocí a un médico. Es un hombre del sur, de Creta, me parece, aunque no se lo pregunté. Es un hombre bajo y robusto, con unas venitas en la nariz. Yo miraba el horizonte y él me preguntó si estaba mirando el horizonte. Estoy mirando el horizonte, le contesté. La única línea que quiebra el horizonte es el arco iris, dijo él, el engaño de un reflejo óptico, una pura ilusión. Y estuvimos hablando de ilusiones, y sin querer le hablé de ti, mencioné tu nombre sin mencionarlo, y él me dijo que te había conocido porque te había suturado las venas un día que te cortaste las muñecas. No lo sabía, y eso me conmovió, y pensé que en él hallaría un poco de ti, porque había conocido tu sangre. Así que lo acompañé a su pensión, se llamaba Thalassa y estaba efectivamente en el paseo marítimo, y era escuálida, ocupada por alemanes de clase modesta que vienen a pasar sus vacaciones a Grecia y detestan a los griegos. Pero él no era como los alemanes, era muy amable, se desnudó con pudor, y tenía un miembro pequeño, algo retorcido, como ciertas estatuas de sátiros de las terracotas del museo de Atenas. Y no deseaba tanto a una mujer cuanto sobre todo palabras de consuelo, porque era infeliz, y yo fingí dárselas, por humana piedad.

Te he buscado, amor mío, en cada átomo que de ti está disperso en el universo. He recogido cuantos de ellos me ha sido posible, en la tierra, en el aire, en el mar, en las miradas y en los gestos de los hombres. Te he buscado incluso en los kuri, en la lejana montaña de una de estas islas, sólo porque una vez me dijiste que te habías sentado en el regazo de un kuros. La ascensión no fue fácil. El autobús me dejó en Sypouros, si es así como se llama una aldea desconocida incluso para los mapas geográficos, y después quedaban tres kilómetros que recorrer a pie, subí lentamente la carretera de tierra en curva que más adelante baja hacia un valle de olivos y cipreses. Había un viejo pastor por la carretera, y sólo le dije la única palabra que importaba: kuros. Y en sus ojos brilló una luz de complicidad como si hubiera entendido, como si supiera quién era yo y a quién buscaba, que te buscaba a ti, y sin decir ni una palabra extendió una mano indicándome el camino, y yo recogí el gesto que me guiaba y aquella luz que brilló un instante en sus ojos y me los guardé en el bolsillo, mira, aquí los tengo, podría disponerlos sobre la mesita de esta terraza donde estoy cenando, son otras dos piedrecitas de esta pintura al fresco reducida a migajas que estoy recogiendo desesperadamente para reconstruirte, más allá del olor del hombre con el que he pasado la noche, el arco iris sobre el horizonte y este mar celeste que me angustia. Pero sobre todo una ventana enrejada que encontré en Santorini, por la que se encaramaba una parra, y desde la que se veía el vasto mar y una placita. El mar eran infinitos kilómetros, y la placita unos cuantos metros cuadrados, y entretanto me acordaba de poesías que hablan de mares y de plazas, un mar de tejas refulgentes que una vez vi contigo en un cementerio y una placita donde las personas que la habitaban habían visto tu rostro, y así mentalmente yo te buscaba en el refulgir de aquel mar porque tú lo habías visto y en los ojos del mercero, del farmacéutico, del viejecillo que vendía café helado en aquella placita porque te habían visto. Esas cosas también me las guardé en el bolsillo, en este bolsillo que soy yo misma y mis ojos.

Un pope ha salido al atrio. Sudaba con su ropa negra y recitaba una letanía bizantina en la que el kyrie tenía un sabor a ti. Hay un barco en el horizonte que deja en el azul una estela de espuma blanca. ¿Serás tú también? Tal vez. Podría metérmela en el bolsillo. Pero mientras tanto una prematura turista extranjera, prematura para la temporada, porque su edad es casi venerable, telefonea desde el aparato abierto al viento y a los paseantes, delante del mar, y dice: Here the spring is wonderful. I will remain very well. Y ésa es una frase tuya, la reconozco incluso dicha en otro idioma, pero en este caso es sólo la traducción aproximada en inglés de lo que tú ya has dicho, lo sabemos bien. La primavera ha pasado para nosotros, mi querido amigo, mi querido amor. Y ya ha llegado el otoño, con el amarillo actual de sus hojas. Mejor dicho, hay un pleno invierno en este precoz verano refrescado por la brisa que esta noche sopla sobre la terraza asomada al puerto de Naxos.

Ventanas: eso es lo que nos hace falta, me dijo una vez un viejo sabio en un país lejano, la vastedad de lo real es incomprensible, para comprenderlo es necesario encerrarlo en un rectángulo, la geometría se opone al caos, por eso los hombres han inventado las ventanas, que son geométricas y toda geometría presupone los ángulos rectos. ¿Será que nuestra vida está subordinada también a los ángulos rectos? Ya sabes, esos difíciles itinerarios, hechos de segmentos, que todos nosotros debemos recorrer para llegar hasta nuestro fin. Tal vez, pero si una mujer como yo piensa en ello desde una terraza abierta sobre el Mar Egeo, en una noche como ésta, comprende que todo lo que pensamos, lo que vivimos, lo que hemos vivido, lo que imaginamos, lo que deseamos no puede estar gobernado por las geometrías. Y que las ventanas son sólo una pávida forma de geometría de los hombres que temen la mirada circular, donde todo entra sin sentido y sin remedio, como cuando Tales miraba las estrellas, que no entran en el recuadro de la ventana.

Todo lo he recogido de ti: migajas, fragmentos, polvo, huellas, suposiciones, acentos que han quedado en voces ajenas, algunos granos de arena, una concha, tu pasado imaginado por mí, nuestro supuesto futuro, lo que hubiera querido de ti, lo que me habías prometido, mis sueños infantiles, el enamoramiento que de niña sentí por mi padre, algunas absurdas rimas de mi juventud, una amapola al borde de una carretera polvorienta. Incluso eso me lo he metido en el bolsillo, ¿lo sabes?, la corola de una amapola como esas amapolas que iba a coger en las colinas en mayo con mi Volkswagen, mientras tú te quedabas en casa grávido de tus proyectos, atendiendo a las complicadas recetas que tu madre te había dejado en un librito negro escrito en francés, y yo te cogía amapolas que tú no sabías comprender. No sé si tú has depositado tu semen en mí o viceversa. Pero no, ningún semen de los nuestros ha florecido jamás. Cada uno es sólo él mismo, sin la transmisión de la carne futura, y yo sobre todo sin nadie que recoja mi angustia. Todas estas islas he recorrido, todas buscándote. Y ésta es la última, como yo soy última. Después de mí, basta. ¿Quién podría seguir buscándote, sino yo?

Nadie puede traicionar así, cortando el hilo. Sin saber siquiera dónde descansa tu cuerpo. Te entregaste a tu Minos, de quien creías haberte burlado pero que al final te engulló. Y de este modo he descifrado epígrafes en todos los cementerios posibles, en busca de tu nombre amado, donde poder por lo menos llorarte. Dos veces me has traicionado, y la segunda escondiéndome tu cuerpo. Y ahora estoy aquí, sentada ante una mesita de esta terraza, mirando inútilmente el mar y comiendo conejo con sabor a canela. Un viejo griego indolente canta una canción antigua a cambio de una limosna. Hay gatos, niños, dos ingleses de mi edad que hablan de Virginia Woolf y un faro en la lejanía del que no se han percatado. Yo te saqué del laberinto, y tú me hiciste entrar sin que para mí haya salida que valga, ni aunque sea la postrera. Porque mi vida ha pasado, y todo se me escapa sin posibilidad de nexo alguno que me devuelva a mí misma o al cosmos. Estoy aquí, la brisa acaricia mis cabellos y yo voy a tientas en la noche, porque he perdido mi hilo, ese que te di a ti, Teseo.


Mucho me temo que el tiempo a nuestra disposición se está acabando. Cloto y Láquesis han terminado su tarea, y ahora me toca a mí. Los Señores sabrán disculparme, pero en este instante, que estoy midiendo con una clepsidra distinta de la de ustedes, ha aparecido para todos ustedes el mismo año, el mismo mes, el mismo día, la misma hora de cortar el hilo. Y es lo que, no a disgusto, créanme, estoy encargada de hacer. En este momento. Ahora. De inmediato.

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