Arrebatados estaban mis sentidos, [10] oh, dama mía gentil:
Y su mano, como hoz de luna, te acariciaba el pelo. Hábil es su mano, acostumbrada a manejar la yugular de los corderos degollados, y con dedos enguantados, sutilísimos como el viento, sutura, sala o confía en el Eterno.
Estoy únicamente distribuyendo los papeles, oh, dama mía gentil, el inventor de este risible teatro esta noche me ha nombrado director. En esta ópera de cuatro cuartos, hecha de material de desecho, pobres fantasías, elucubraciones, nostalgias, rencores y zozobras, a mí me corresponde escoger música, escenografía, orquesta, coros e intérpretes. Te lo ruego, no pongas objeciones, como nadie puede objetar nada, sólo puedes resignarte, tú eres Norma, la Norma que yo quiero. Venga, no te pongas así, por favor, no protestes, te prometo que será un pastiche de esos que a ti te encantan. Tendremos sol raras veces y el resto es lluvia que nos moja, porque la lluvia moja, oh, dama mía gentil, empapa los huesos, y de los huesos llega hasta el alma, como esa humedad que poco a poco se infiltra e insinúa moho en las paredes y canicie en los hombres, pero mira, alégrate, ahora no llueve. Pero es invierno y nieva, y alrededor del refugio de montaña gira vertiginosamente la tormenta. ¿Consigues ver algo por el ventanuco de cristales empañados que da al valle? Yo no. El remolino nevoso crea una neblina espesa y gris, angustiosa. Oh, sí, naturalmente, te gustaría tener una visión clara, luminosa, que sin posibilidad de error te mostrara sobre la nieve las huellas de todos los pasos que has tenido que dar en tu vida para llegar hasta aquí. Imposible divisarlos, en cambio, pero, en el fondo, ¿qué importa, si aquí al calorcillo se está tan bien? Y al calorcillo de un refugio que la suerte nos ofrece, mientras ahí fuera gira vertiginosamente la tormenta de nieve, ¿qué hacemos? ¿Bebemos acaso un cuenco de caldo hirviendo? No, no te lo permito, no está bien. Son dos palabras horrendas, y este melodrama apenas esbozado no ha llegado todavía a sus partes más horrendas, si es que llega a haberlas. Procuremos por ahora mantener un mínimo de elegancia: al calorcillo de un refugio que la suerte te ha ofrecido, mientras ahí afuera revolotea la nieve, bebemos una «jícara de consomé». Así es como debe decirse. Detrás de ti, una figura está inmóvil en la sombra, apoyada contra una mesa. Las vestiduras blancas y el aire siniestro hacen pensar que se trata de un Sacerdote: ese Gran Sacerdote al mando de las tribus druídicas con sus mágicos poderes: láudano, agujas, morfina. Sí, es el hombre que realiza los sacrificios sobre las pulimentadas piedras de los dólmenes, saja las tripas de las cabras y esparce sus vísceras al viento. Él también, en la penumbra, ha levantado su cuenco de caldo en una suerte de enigmática libación. Pero ¡atención!, está surgiendo la luna, ¡mantengamos en el aire las jícaras! Más allá de ese ventanuco empañado por los alientos y por el tufo de las axilas, la Casta Diva vuelve hacia nosotros su hermoso semblante, sin nubes y sin velos. El Sacerdote, iba diciendo, es como si se hubiera bloqueado. Inmóvil en la sombra, el rostro sombreado por una barba azulada que ha descendido sobre las mejillas como un ala negra, de los labios finos gotean algunas gotas sobre las blancas vestiduras. En el sentido de que se está poniendo perdido. Si pudiera, oh, Norma, te haría cantar: «¡Ah, enjuga el consomé!» Pero sería demasiado hasta para una ópera como ésta. Por ahora no enjugues nada y tómate tu caldito en el refugio asediado por la tormenta. Yo, que he instruido esta especie de ópera como si instruyera un caso judicial demente, llegados a este punto no quisiera arriesgarme a enseñar el ábaco a las hormigas, como Pinocho, y prefiero encomendar el espectáculo a un auténtico director, a un profesional versado en todo tipo de experiencias, de esos que no miran a la boca a nadie, se trate de caldo o se trate de consomé. Paso, pues, el testigo y me retiro entre bastidores.
«Amabilísima señora, como usted sabrá, me ha sido encargado por el director del teatro dirigir esta ópera de la que es usted la intérprete principal. Espero que no me guarde rencor si decido desarrollar la trama a mi gusto, en una representación improvisada determinada por la situación, por el asedio de las circunstancias y por la presa del tiempo. Una representación improvisada, como usted sabe, se basa en la intuición como forma de conocimiento, en la rapidez de comprensión, en la suposición y en el cortocircuito. De usted exijo obediencia total, ejecución inmediata de cualquier orden mía, esfuerzo de cuerdas vocales que a usted no le faltan, velocidad de movimientos corporales, inmovilidad absoluta cuando la inmovilidad sea necesaria, que usted sabrá respetar con el auxilio de las técnicas orientales que conoce. ¿Podemos conservar la juventud abrazados durante el resto de nuestros días a una litera con olor a abeto? Esta seductora teoría ha sido propuesta por Stella Cometa, prestigiosa revista esotérica según la cual el bisturí debe hincarse en el muerto para poder despertarlo, pero es arriesgado hincar instrumentos en los cadáveres: el muerto es convocado por el metal, se despierta, emite gritos desgarradores en la noche. Así debe ser su forma de cantar en este espectáculo, amabilísima señora: como el grito estremecedor de un muerto que ha sido despertado por el bisturí. Usted posee todas las posibilidades vocales para ello, y es lo que le pido.»
El hombre que estaba escribiendo estas palabras cogió la batuta apoyada en el atril e hizo un gesto leve en el aire, como si convocara una música lejana, un piano secreto para interpretar un nocturno. Y como por arte de magia se oyó el fluir de un teclado en la lejanía, las luces se amortiguaron y en el telón de foro empezó a bajar una escenografía distinta del sucio ventanuco empañado por el que se divisaba la Casta Diva. Era una tela de color azulado, pero con un marco, una especie de enorme ventana que cubría todo el escenario, gracias a la cual, como en algunos cuadros de Magritte, lo de fuera parecía entrar en lo de dentro y anularlo. Y, en efecto, lo de dentro se disolvió en un instante, la materia se desvaneció en aquel azul como el humo de un cigarrillo y solamente quedó el aire, un amplio espacio de horizonte circular, el vacío que puede albergar cualquier cuerpo, cualquier situación, cualquier acción y movimiento ejecutado por aglomeraciones de átomos y de células. Con la punta de la batuta, el hombre ensartó un faldón de la luna y la levantó, hasta el centro de aquel azul, ventana inmensa que definitivamente había engullido en su interior todos los demás cuerpos materiales que obstaculizaban el espacio. ¡Qué extraña aquella batuta de director de orquesta que el hombre movía en el aire como una pluma que se mueve sobre una mesa mágica y traza visiblemente sus notas en el espacio! No era un Maestro quien movía la batuta, tal vez fuera un ilusionista, un saltimbanqui de paso o alguien que con un extraño truco era capaz de transformar las notas en signos visibles en el aire, y de dotarlos de color a su gusto. Tocó de nuevo a la Casta Diva, que, de amarillento patacón como luna apenas aparecida, se volvió lívida como cuando anuncia terremotos, maremotos y otras calamidades para los hombres. Tierno era su rostro, de luctuosa Proserpina que vive sólo en los Infiernos, y con su palidez enjalbegó de cal el alegre azul de la inmensa ventana, predispuso el vacío a su alrededor para algo lúgubre e inesperado, y cómo había cambiado la música, entretanto: se oyó el llanto de un oboe en la lejanía que dio paso al lamento monótono y obsesivo de un violonchelo con un intervalo de cuarta. Lora, llora, como llora el viento en el cañaveral, llora como la cigarra, cantó un coro que parecía provenir de las tripas de Proserpina, que ahora estaba hinchada como si estuviera preñada. ¿De quién eran aquellas voces dolientes, llenas de pena y de temor, que provocaban escalofríos y murmuraban: bravíos cual trigo por la guadaña segado?
La batuta se movió con una sacudida repentina como si ordenara un andante con brío. Dos sacudidas, dos azotes, dos incisiones en el vacío: y en lugar de la litera que antes ocupaba la escena dibujó dos piedras verticales que sostenían una piedra horizontal y lisa, un dolmen. Las voces del coro aumentaban en intensidad. La batuta golpeó rápidamente en la esquina de abajo a la derecha de aquel paisaje de nada, y el Sacerdote, con su túnica blanca, apareció por el telón de foro. ¿Qué estaba buscando, en aquel desierto? Lo mostró la batuta desplazándose rápida sobre la enorme mesa de piedra iluminada por la renacida diva hacia el órgano que había aparecido sobre el dolmen. Eran sin duda vísceras privadas del envoltorio humano o animal que antes las había albergado. Un tubo de cartílago frágil y blancuzco que terminaba en una gran judía rojiza, de la que se distribuían otros conductos cargados de vasos sanguíneos y de vasos linfáticos. Y que no llevaban a ninguna parte, porque el cuerpo, como queda dicho, estaba ausente. El Sacerdote blandía una daga cuya hoja refulgió bajo un rayo plateado. Se detuvo un instante, levantó un brazo hacia el cielo y con sus profundas cuerdas vocales de bajo potente, cantó: «Cuando salga la Luna, cuando salga voy a verte, no te quiero ver a oscuras y sin luz para quererte.»
La batuta recorrió en un abrir y cerrar de ojos el paisaje y se desplazó hasta la esquina opuesta. Escribió su música en el aire y apareció Norma, con andares solemnes y un velo en la cabeza. Llevaba en la mano un cesto de higos chumbos, y alrededor de su rostro, rociado de miel, danzaban abejas benignas cantando: «¡Qué corazón traicionaste, qué corazón perdiste, en esta hora horrenda, se te manifestará, un numen, un hado con más poder que tú, unidos nos quiso en vida y en muerte!»
«Norma, para qué te adelantas, Norma, dónde vas, mi alma», cantó una voz aislada que se había separado del coro. La batuta se movió sobre la boca de Norma, y ella, obediente, cantó: «Al corro de la patata, comeremos ensalada, lo que comen los señores, naranjitas y limones, achupé, achupé, sentadita me quedé.» Movió los brazos como una marioneta, a saltos, una marioneta que obedece a los hilos que la guían; y después, tomando más impulso de su robusto seno, como si alguien le hubiera dado un empujón haciendo que su pecho se inclinara hacia delante, cantó: «¡Higos chumbos!, ¿quién quiere comprar higos chumbos dorados? ¡Tienen espinas, pero dorados son!»
La batuta se desplazó hacia el Sacerdote, fustigando el aire. Y él, que había permanecido oscuro en la sombra, abrió la boca (tenía una boquita rosa, casi de niño, que desentonaba sobre su barba azulada) y cantó con voz poderosa de bajo: «¡Qué coooooñooooo, yo, yo los quiero!»
La batuta se movió como una mano que hace gesto de avanzar con los dedos. Pues entonces ven, dijo muda como las batutas de los directores de orquesta, que hablan en silencio, ven, es tu turno, y haz que se adelante también la prónuba, pero que permanezca en la penumbra para oficiar el rito, es una montañesa gorda y pecosa, de piel lechosa, y con las gafas cuadradas, demasiado años sesenta, y ya estamos mucho más avanzados en el tiempo, resultaría terriblemente démodée en este escenario de sacrificios humanos y de lunas célticas, pero tú ¿de qué tribu druídica eres, tan vigoroso a pesar de la edad?
Y así fue como avanzó el Sacerdote: silente, con sus instrumentos en las manos, y se acercó a la mesa de piedra del dolmen y… ¡ah, los milagros que pueden conseguirse con las luces, cuando el electricista sabe lo que se hace! El azul marino de aquel telón de foro que hacía de ventana a la nada, fuera ilusión o realidad, o conjugación de horizontes, ese azul marino se transformó en un azulito lechoso como el de las bombillas de los quirófanos, con una luz deslumbradora colocada justo sobre la piedra del dolmen. Y sobre aquella piedra de operaciones, mucho más de lo que hubiera pensado un conde maldito que escribía poemas horrendos, se encontraron un tubo digestivo, el instrumental quirúrgico y unos higos chumbos dorados. Higos que, entretanto, mientras el Sacerdote ejecutaba el sacrificio, Norma iba esparciendo a su alrededor, danzando garbosamente como las etéreas muchachas de los cuadros de los prerrafaelitas, vestida con una túnica transparente y celestina. Y cantaba: «Nunca el tremendo altar de víctimas estuvo falto»; y lo cantaba con la melodía de una cancioncilla que dice: Vente, vente, vente conmigo…
Oh, dama mía gentil, aquí debiera cerrarse esta opereta demente que el director quiso representar improvisando aquella noche. Pero, en realidad, continúa. Conozco su final: se evade de las bambalinas de ese risible teatro, cruza el paño de los telones de foro y los pobres cartones pintados para ilusión de los espectadores, atraviesa el espectáculo, la sala, el espacio, el tiempo, y toma la dirección que esa Proserpina de los Infiernos, disfrazada de Casta Diva, les había prometido. Y qué más da si el Sacerdote era un cirujano, un ingeniero de la seducción o un viejecillo alegre experto en triángulos escalenos: el orden de los factores no altera el producto. Y tú, en cualquier caso, eras tú.
Helos aquí, pues, montando sobre un monstruo de metal apoyado detrás del dolmen, un monstruo de acero reluciente que despide reflejos bajo los rayos de la luna. Él, con las manos todavía enrojecidas, acelera con el manillar haciendo tronar el motor. Ella, reclinada en el asiento posterior, le ciñe la cintura con un brazo. Y ¡adelante! El monstruo atronador enfila el paseo marítimo y después un túnel, donde la oscuridad de la noche es aún más oscura, y ella palpita, y canta: «Sí, hasta la hora extrema por compañera tuya me tendrás, mientras que junto al mío tu corazón sienta latir.» Y acerca el seno a la espalda del centauro, para que éste pueda sentir bien los latidos del corazón. [11] ¡Y qué temblor de carne da esa carne contra la carne! Porque ahora el tronco del centauro se ha convertido en un verdadero dorso de centauro, velloso como un animal salvaje, que más que pelo parece vello de jabalí. Y ella grita: ¡más deprisa!, ¡más deprisa!, ¡acelera, por favor! Y él acelera y ¡adelante!, atronando en la noche, mientras los túneles se suceden con raros desgarrones hacia lo abierto por los que se atisban fugazmente luces lejanas sobre el mar, y el rostro de Proserpina cada vez está más sonriente, cada vez más seductor.
Y entonces fue cuando el centauro, mientras la velocidad crecía, sintiéndose acariciar el vello de la espalda, abandonó con una mano el manillar, sujetándolo firmemente con la otra, y sus hábiles dedos, como hoz de luna, buscaron el vello de Norma y lo friccionaron. Fue el diapasón, ese mágico instante que tanto habían buscado. ¡Sí, sí, sí, te lo ruego, así, sigue, sigue! El túnel estaba acabando justo en ese momento y en el cielo abierto el rostro de Proserpina se abrió con una sonrisa de complicidad celestinesca, el monstruo de acero se separó de la tierra y voló derecho hacia el cielo subterráneo, para ellos que aullaban a horcajadas sobre aquel planeador que se había convertido definitivamente en la cama de la habitación nupcial, aquella cama inmensa como una plaza de toros donde tuvieron lugar partos y abortos, y menstruaciones solariegas y conyugales, y la libido rerum novarum. Un lugar hecho a propósito para ellos.
El único testigo era un pelo, que quedó en el bidé.