Chen, consternado por la noticia de la muerte de Hong, viajaba en un taxi que apenas avanzaba entre el denso tráfico de Shanghai.
Miércoles por la mañana. Una semana antes, el inspector jefe iba de camino al complejo de vacaciones en el coche que le había enviado Gu, preocupado por su crisis nerviosa; ahora volvía a su casa, angustiado por los últimos acontecimientos en el caso de los asesinatos en serie. Habían sucedido tantas cosas en Shanghai… Entretanto, él había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo como un idiota y elucubrando sobre historias de amor de miles de años de antigüedad.
Chen se estremeció al pensar en el dinero del más allá que había comprado en el mercado el viernes por la mañana. No era supersticioso, pero la coincidencia lo enervó.
Nube Blanca no fue consciente de lo desesperado de la situación hasta que Yu consiguió contactar con ella. Aun así, le preocupaba demasiado la salud de Chen como para comunicarle el mensaje de inmediato. No era policía, así que no tendría que dar cuentas por ello. Aquella mañana, después de que Chen le hablara de su recuperación en el complejo de vacaciones, Nube Blanca le dio la noticia sobre lo que había sucedido en el club Puerta de la Alegría. Chen interrumpió de inmediato sus vacaciones y tomó el primer autocar de largo recorrido con rumbo a Shanghai, sin siquiera despedirse de su anfitrión.
Mientras viajaba en el taxi no dejó de pensar en Hong. No empezó a conocerla un poco hasta que coincidieron en el caso del vestido mandarín rojo.
Al parecer, el novio de Hong, un cirujano que operaba en un Hospital para la Amistad Sinojaponesa, la había presionado para que dejara la policía. El novio argumentaba que el sueldo de Hong no compensaba todo lo que él se preocupaba por ella. Pero Hong creía en su trabajo. Durante una fiesta organizada por la comisaría para celebrar el Fin de Año chino, Hong leyó un poema sobre el hecho de ser «una policía para el pueblo». El poema no era demasiado bueno, pero expresaba la pasión de una joven agente que patrullaba la ciudad. Uno de sus estribillos, recordó Chen, rezaba así: «El sol es nuevo cada día».
No para ella, no hoy.
Mientras contemplaba el atasco en la calle Yan'an por la ventanilla del taxi, Chen supo que no recuperaría el sosiego hasta que no la vengara.
Chen abrió su maletín y sacó la carpeta con los documentos sobre el caso del vestido mandarín rojo. Mientras permaneció en el complejo de vacaciones había conseguido no mirarlos. Pero ahora, al sacar la carpeta, descubrió asombrado que su móvil había quedado escondido al fondo del maletín. Desconectado, por supuesto, pero reposando allí todo el tiempo. Antes de irse de vacaciones Chen había decidido no llevárselo, lo recordaba perfectamente. Por otra parte, era incapaz de recordar cómo había ido a parar el móvil al interior del maletín. Puede que los argumentos sobre el olvido de Freud no estuvieran tan desencaminados, pero Chen decidió no preocuparse de Freud en aquellos momentos.
Al escuchar todos los mensajes que había recibido, Chen descubrió que, además de los mensajes detallados de Yu, Li y varios altos cargos también habían llamado repetidamente, instándolo a volver al trabajo. Incluso el Viejo Cazador había empezado a inquietarse por su ausencia, tal y como le comunicaba en otro mensaje. Una joven agente había arriesgado su vida para atrapar a un asesino en serie que estaba desafiando a toda la policía. Esta crisis era mucho peor que cualquier otra que el Departamento hubiera experimentado antes.
Además, no podían investigar abiertamente. Como dice el proverbio chino, tenían que tragarse el diente caído sin escupir la sangre. Si la gente se enteraba de la identidad de la última víctima -asesinada durante una misión fallida en la que actuaba como señuelo- no sólo supondría una terrible humillación para la policía, sino que provocaría nuevas oleadas de pánico entre la población.
Aunque la identidad de la víctima todavía «se desconocía», nadie en el Departamento creía que pudieran seguir ocultándola durante mucho tiempo. Según uno de los mensajes que le había dejado Yu, los periodistas ya comenzaban a sospechar. Pero, en estos momentos, Yu y sus compañeros tenían preocupaciones aún más serias. ¿Qué sucedería esta semana? Ahora nadie tenía ninguna duda. Y nadie creía que pudieran detener al asesino en menos de dos días.
Chen miró su reloj: eran casi las diez. Decidió no ir al Departamento, ni siquiera pensaba ponerse en contacto con Yu por ahora.
Un detalle en particular sobre el caso lo había alarmado. El diabólico golpe maestro, todo el episodio del club Puerta de la Alegría desde la publicación del anuncio en el periódico hasta la huida por la puerta trasera, quizás hubiera sido planeado por el asesino desde el primer día en que Hong actuó como señuelo. Lo había organizado con excesiva perfección. Cuanto más pensaba en ello Chen, más sospechaba que el anuncio del periódico no había aparecido inesperadamente. Con toda probabilidad, se trataba de una contratrampa tendida gracias al uso de información privilegiada.
Así que, hiciera lo que hiciera, Chen no se lo mencionaría a nadie del Departamento. Se decía que el inspector jefe estaba demasiado enfrascado en su trabajo de literatura, o que no tenía las suficientes agallas como para resolver el caso de los asesinatos en serie. No le importaban estos rumores. Chen tenía la intención de continuar manteniéndose al margen.
– Lo siento, he cambiado de opinión -le dijo al conductor-. Vayamos al club Puerta de la Alegría.
– ¿E1 Puerta de la Alegría? Los polis hicieron una redada allí la semana pasada.
Puede que se tratara de una advertencia bienintencionada. Con su gabardina, su bolsa y su maletín, Chen parecía un turista interesado en uno de los lugares de visita obligada de la ciudad, o al menos eso aseguraban las guías turísticas.
– Sí, el club Puerta de la Alegría.
Haría cuanto estuviera en su mano porque se sentía más responsable de la muerte de Hong que ningún otro miembro del Departamento. De no haber sido por sus vacaciones, podría haber dirigido la investigación y haber impedido que Hong fuera al club Puerta de la Alegría, o al menos podría haberla obligado a quedarse en el exterior con los otros policías.
Chen sacó el ejemplar deMañana Oriental que había comprado en la terminal de autobuses. En el periódico aparecía una fotografía de Hong tomada en el cementerio, entre las tumbas en ruinas. Hong yacía con las piernas y los brazos extendidos y llevaba un vestido mandarín rojo desgarrado. Bajo la fotografía habían incluido el siguiente pareado:
Apareció con un vestido mandarín rojo,
como pétalos sobre una rama negra y mojada.
Parecía una parodia de un poema imaginista, pero ¿era la poesía relevante en un momento en el que varias jóvenes inocentes estaban muriendo, una tras otra?
El coche logró salir finalmente del atasco y llegó hasta la fachada art déco restaurada del club Puerta de la Alegría.
Puede que los clientes habituales aún no hubieran empezado a llegar. Sólo había dos o tres personas frente al edificio, sacando fotografías. Posiblemente periodistas, o policías de paisano. Chen entró con la cabeza gacha. El hombre de mediana edad sentado tras el mostrador de recepción ni siquiera lo miró.
Sus compañeros ya habrían peinado el local, por lo que no esperaba encontrar nada nuevo. Sin embargo quería entrar, como si así pudiera establecer un vínculo entre los vivos y los muertos.
Al subir por las escaleras de mármol vio carteles de estrellas de cine de los años treinta en las paredes. Todas habían bailado aquí, dejando a su paso historias o fotografías que perduraban en el tiempo.
En una sala de la segunda planta Chen creyó ver un rostro que le resultaba familiar. Entonces giró hacia la derecha y subió hasta un balconcito que tenía detrás una oscura recámara. Permaneció allí varios minutos contemplando la sala de baile, ahora vacía, donde Hong había bailado como una nube radiante. Chen susurró su nombre.
Varios empleados colocaban mesas y sillas para la sesión de noche. El negocio seguiría adelante, como era habitual. Chen decidió marcharse.
Cuando salía del club vio, no demasiado lejos, un magnífico templo budista con baldosas vidriadas y aleros inclinados que resplandecían bajo el sol. Era el monasterio Jin'an, al parecer construido cientos de años atrás y reformado recientemente. En su infancia, sus padres solían ir con él al monasterio para participar en servicios religiosos ancestrales. A veces alquilaban una habitación dividida por una mampara, traían una variedad de alimentos especiales a modo de ofrenda y contrataban a los monjes para que salmodiaran los escritos sagrados budistas.
Obedeciendo a un impulso, Chen compró un tíquet y entró en el templo que no había visitado en tantos años.
El patio delantero apenas había cambiado, aunque lo habían adoquinado de nuevo. Chen recorrió el templo como si fuera un peregrino, poniendo en orden sus fragmentados recuerdos de la infancia: la habitación minúscula con resplandecientes instrumentos religiosos, los monjes con sus amplias mangas flotantes, la comida vegetariana que imitaba diversos pescados y carnes, la huida de los fantasmas imaginados por los pasillos, la salmodia de los escritos sagrados que sonaba como el zumbido de los mosquitos en una noche de verano…
Chen volvió a sentirse un poco aturdido, como si caminara a tientas por un pasillo largo y oscuro esperando encontrar algo en el otro extremo, sin saber exactamente qué. No tardó en ver una hilera de habitaciones a lo largo de la pared del ala oeste. En las pequeñas celdas había gente sentada o postrada junto a sus ofrendas tradicionales, colocadas entre velas encendidas. Entonces entró un grupo de monjes en fila, golpeando instrumentos de madera con forma de pez y llevando a cabo ritos religiosos contra la vanidad de este mundo trivial. Sin embargo, todo parecido con sus recuerdos infantiles acababa aquí.
Un monje joven se dirigió hacia él con paso firme. El monje, que llevaba unas gafas de montura dorada y sostenía un teléfono móvil, saludó a Chen con mirada expectante tras sus gafas fotocromáticas.
– Bienvenido al templo, señor. Puede donar cuanto le plazca, y su nombre perdurará aquí para siempre. Guardamos todas las ofrendas en el registro del ordenador. Eche una mirada al panel.
Chen vio un panel con una imagen impresionante de un gran buda de oro. El buda alargaba la mano, como si instara a los creyentes a hacer donativos. Por mil yuanes, el nombre del donante aparecería grabado como benefactor en una placa de mármol, y por cien, su nombre se guardaría en el registro electrónico. Junto al panel había un despacho con la puerta entreabierta, a través de la que se podían ver los ordenadores que garantizaban la gestión eficaz de los donativos para la imagen del Buda de oro.
Sacando un billete de cien yuanes, Chen lo introdujo en la caja de donativos sin firmar en el registro.
– Ah, aquí tiene mi tarjeta. De ahora en adelante también puede enviar talones -sugirió el joven monje en tono agradable-. Mucha gente quema incienso en aquel quemador. La verdad es que funciona.
Chen cogió la tarjeta y se dirigió hacia el enorme quemador de incienso de bronce situado en el centro del patio del templo. Allí vio a gente que metía incienso y dinero de papel del más allá en el quemador.
Una anciana estaba echando una bolsa entera de dinero de papel del más allá, tras haber doblado cada pieza en forma de lingote de plata. Chen no había tenido tiempo de doblar el dinero, por lo que se limitó a echar su montón de papel de plata en el quemador. Lentamente, el papel de plata empezó a arder con una llama oscura, pero una bocanada de aire hizo que las cenizas se arremolinaran hacia lo alto como una figura danzante, antes de desaparecer.
– Una señal -murmuró la anciana con voz atemorizada, aludiendo a la creencia de que los espíritus se llevan el dinero en una ráfaga repentina de viento-. No tiene que preocuparse por la ropa que ella lleva en invierno.
¿Cómo podía saber la anciana que la ofrenda era para una mujer? Hizo la ofrenda pensando en Hong, vestida con aquel qipao de seda roja.
Chen no creía en el más allá. Como muchos chinos, se sentía levemente reconfortado cuando cumplía con algunas convenciones religiosas. En alguna parte, de algún modo, era posible que existiera algo que escapara al conocimiento humano. Confucio dice: «Un caballero no habla de los espíritus». Según el sabio, los caballeros tienen tantas cosas que hacer en este mundo que carece de sentido preocuparse por el más allá, del que nada se sabe con certeza. Aun así, Chen no creía que tuviera nada de malo encender una vela, sostener incienso o quemar algo de dinero del más allá. Quizá podría conducir a una especie de comunicación con los muertos.
Chen compró un puñado de varas largas de incienso y las encendió, como hacían los demás. Rezó para que Buda lo guiara en su persecución del asesino, y así Hong podría descansar en paz.
Como si no bastara con sus rezos, Chen hizo una promesa, sosteniendo las varas de incienso: si conseguía capturar al criminal, sería policía toda su vida, y olvidaría todos los planes y ambiciones que albergaba. Un policía concienzudo y satisfecho con su trabajo.
Después se dirigió a la parte trasera del templo, desde donde subió un tramo de escaleras de piedra hasta llegar a un patio elevado. Apoyándose en la barandilla de piedra blanca, intentó pensar mientras observaba el contraste entre los antiquísimos aleros del templo y los rascacielos posmodernos.
Entonces se dio cuenta de que otro monje se dirigía con sigilo hacia él. Era un anciano con el rostro curtido y la frente surcada de arrugas que llevaba una larga sarta de cuentas negras en las manos.
– Parece preocupado, señor.
– Sí, maestro -respondió Chen, esperando que el monje no quisiera pedirle otro donativo-. Soy un hombre normal y corriente, perdido en el mundo trivial del polvo rojo. Soporto la carga de mis preocupaciones como un caracol que arrastra su caparazón.
– Le parece que el caracol arrastra su caparazón porque usted quiere verlo así. Es sólo una apariencia.
– Lo ha explicado muy bien, maestro -repuso Chen con tono reverencial, porque el viejo monje le pareció erudito. Chen recordó historias de iluminación repentina acaecidas en templos antiguos. Esta podría ser una oportunidad para su investigación-. Los budistas hablan de ver más allá: más allá de la vanidad que reina en el mundo. Lo intento con todas mis fuerzas, pero no lo consigo.
– Usted no es un hombre corriente, eso está claro. ¿Ha leído el poema sobre la iluminación repentina de Liuzhu?
– Lo he leído, pero de eso hace mucho tiempo. Una metáfora sobre un espejo de bronce, ¿verdad?
– Sí y no -respondió el viejo monje-. Cuando el anciano abad iba a nombrar a un sucesor, decidió poner a prueba a sus discípulos. Al primer candidato se le ocurrió un poema. «Mi cuerpo es como un árbol Bodhi, / mi corazón, un espejo de bronce, / que no dejo de frotar, / para sacar todo el polvo.» No estaba mal, podríamos decir. Pero el elegido para sorpresa de todos, Huineng, un monje que limpiaba el templo, demostró ser el más sensato al recitar su poema: «Bodhi no es un árbol, / y el espejo no es el corazón. / Allí no hay nada. / ¿De dónde viene el polvo?».
– Sí, ésa es la historia. Sin duda Huineng fue más riguroso, y por ello resultó vencedor.
– Nada más que apariencias. El árbol, el espejo, usted o el mundo.
– Pero todavía vivimos en el mundo, maestro.
– Mientras tenga aún muchas cosas que hacer, puede que no sea capaz de ver más allá de este mundo tan rápidamente. Un antiguo proverbio dice: «Deshazte de tu cuchillo y conviértete inmediatamente en un Buda». Es un proverbio porque eso no resulta nada fácil.
– Tiene muchísima razón. Lo que pasa es que yo soy muy estúpido.
– No, no es fácil alcanzar la iluminación. Pero puede intentar vaciar su mente de cualquier pensamiento perturbador durante algún tiempo. Tiene que avanzar paso a paso.
– Se lo agradezco mucho, maestro.
– La suerte nos ha reunido hoy aquí -afirmó el viejo monje, juntando las palmas de las manos como gesto de despedida-. Entonces, ¿por qué tiene que darme las gracias? Adiós. Volveremos a encontrarnos si el destino así lo quiere.
Según el budismo, todo sucede por una especie de karma: beber un vaso de agua, el picoteo de un pájaro o un encuentro con un viejo monje; todas estas acciones son el resultado de lo que ha sucedido antes, y todo conduce a su vez a algo más.
Entonces, ¿por qué no intentar, como le ha sugerido el viejo monje, olvidar todas las ideas que ha tenido sobre el caso para poder verlo desde una nueva perspectiva?
Chen permaneció de pie junto a la barandilla y cerró los ojos para vaciar su mente. Al principio no lo consiguió. Quizá la gente sólo es capaz de percibir algo dentro de un marco de ideas o de imágenes preconcebidas. Nadie vive en un vacío.
Chen aspiró profundamente y se concentró en eldantian, un minúsculo punto situado por encima del ombligo. Era una técnica que había aprendido en la época en que solía ir al Parque Bund. De manera gradual, su energía empezaba a moverse en armonía con el entorno singular del templo.
De repente, vio la imagen del vestido mandarín rojo. Se le apareció, sin embargo, de una forma que nunca había experimentado. Parecía como si lo viera en los años sesenta, contra un fondo de banderas rojas del Movimiento de Educación Socialista. Él llevaba un pañuelo rojo y coreaba eslóganes revolucionarios junto a las «masas revolucionarias». Se le ocurrió que un vestido mandarín de aquel estilo, ya fuera en una película o en la vida real, resultaría polémico en aquella época, pese a ser bastante recatado en comparación con las tendencias actuales.
Chen sacó el móvil y llamó al presidente Wang de la Asociación de Escritores Chinos. Wang no cogió el teléfono, por lo que Chen le dejó un mensaje recalcando que, además de todo lo que ya habían comentado, la imagen del vestido mandarín rojo podría haber sido polémica a principios de la década de los sesenta.
Animado, Chen intentó repetir su experimento, pero la segunda vez no obtuvo resultados. Lo modificó de nuevo bajando hasta el patio, donde se sentó en la posición del loto con las piernas cruzadas y comenzó a repasar el caso desde el principio. No como un investigador, sino como un hombre sin la mente obstruida por años de formación policial. Seguía sin obtener resultados, aunque ahora era capaz de pensar con mayor claridad. Sacó del maletín el expediente del caso y empezó a leer allí mismo, como un monje, mientras la campana del templo comenzaba a tocar.
Al pasar una página, Chen dio con lo que buscaba: la mala suerte de Jazmín. Los budistas hablan siempre del castigo merecido. «El justo castigo llega, pero a su debido tiempo.» En una especie de versión budista secular, los chinos creen que los individuos son castigados o recompensados por lo que hacen en la vida presente, o incluso por lo que han hecho en una vida anterior.
La terrible suerte de Tian podría explicarse así. Sin embargo, el castigo fue inmerecido y desproporcionado en el caso de Jazmín. Chen no creía en el castigo por las acciones de una vida anterior. Y tampoco le parecía una coincidencia que tanto el padre como la hija hubieran tenido tan mala suerte.
Chen pensó en una novela que había leído en sus años de instituto:El conde de Montecristo. Detrás de una serie de desastres inexplicables se escondía el cerebro de Monte Cristo, planificando su venganza implacable.
¿Le había sucedido algo así a Jazmín?
A Jazmín, y también a su padre. Tian, miembro de la Escuadra de Mao en aquella época, podría haber perseguido o herido a alguien que luego diera rienda suelta a su venganza. De ser así, tanto el estilo como la tela del vestido tenían una explicación.
Sin embargo, ¿por qué la larga espera, si es que la venganza guardaba relación con algo que sucedió durante la Revolución Cultural?
¿Y por qué asesinaron a las otras chicas?
Chen no encontró una respuesta inmediata. Con todo, la última pregunta le permitió ver lo que diferenciaba a Jazmín de las otras víctimas bajo otra perspectiva.
Tal vez esas chicas no tuvieran relación alguna con Jazmín.
El viento trajo de nuevo el tañido de la campana. La idea que comenzaba a acariciar lo estremeció.
Había llegado el momento de volver al Departamento. Hablaría con el subinspector Yu, cuya frustración ante sus vacaciones no anunciadas era más que evidente en los mensajes que le había dejado en el móvil. No sabía si podría ofrecerle a su compañero una explicación satisfactoria. No le parecía buena idea mencionar su crisis nerviosa, ni siquiera a él.
Cuando salía del templo recibió una llamada del presidente Wang en respuesta a su mensaje.
– Siento no haber descolgado a tiempo, inspector jefe Chen. Estaba en el baño, pero he oído su mensaje sobre la posible controversia. Me ha recordado algo. Xiong Ming, un periodista jubilado de Tianjin, ha estado compilando un diccionario de controversias relacionadas con la literatura y con las artes. Es un viejo amigo, así que me puse en contacto con él de inmediato. Según Xiong Ming, años atrás se publicó una fotografía ganadora de un premio en la que aparecía una mujer joven vestida con un qipao, y esa fotografía más tarde fue muy controvertida. Este es su número de teléfono: 02-8625252.
– Gracias, presidente Wang. Me ha sido de gran ayuda.
Chen introdujo otro billete en la reluciente caja de donativos de la salida y marcó el número de Xiong.
Después de presentarse, Chen fue al grano.
– El presidente Wang me ha dicho que usted podría hablarme de cierta fotografía controvertida en la que aparece una mujer vestida con un qipao rojo. Ha estado compilando un diccionario de controversias, ¿verdad?
– Sí, así es -respondió Xiong desde el otro lado de la línea, en Tianjin-. Hoy en día la gente apenas recuerda o comprende las absurdas controversias que se produjeron durante aquellos años en que todo podía distorsionarse a través de las interpretaciones políticas. ¿Recuerda la películaPrimavera temprana en febrero?
– Sí, la recuerdo. La prohibieron a principios de los sesenta. Entonces yo aún era un alumno de la escuela elemental, y tenía una fotografía de aquella bella heroína escondida en mi cajón.
– La fotografía creó polémica por la supuesta elegancia burguesa de la heroína -explicó Xiong-. Lo mismo sucedió con la fotografía de la mujer vestida con el qipao.
– ¿Podría decirme algo más acerca de esa foto? -preguntó Chen-. ¿Se trata de un qipao rojo?
– Es la fotografía de una mujer hermosa vestida con un qipao elegante, junto a su hijo, un Joven Pionero que lleva un pañuelo rojo. El niño le tira de la mano y señala hacia el horizonte lejano. La fotografía se titula «Madre, vayamos allí». El fondo parece un jardín particular. Es una fotografía en blanco y negro, por lo que no estoy seguro del color del vestido, pero es muy elegante.
– ¿Cómo pudo causar controversia una foto así? -preguntó Chen-. No es una película, no tiene ninguna trama.
– Permítame que le haga una pregunta, inspector jefe Chen. ¿Cuál era el prototipo ideológico para las mujeres en la época de Mao? Chicas de hierro, masculinas, militantes, vestidas con los mismos trajes Mao que los hombres. Estos trajes, holgados como sacos, no permitían adivinar las formas femeninas, ni reflejaban ningún tipo de sensualidad o de pasión romántica. Por tanto, el ambiente político no era el más propicio para el mensaje implícito de la fotografía, particularmente cuando fue nominada para un premio nacional.
– ¿Qué mensaje implícito?
– Para empezar, representaba a la madre ideal como una mujer femenina, elegante y burguesa. Además, el fondo del jardín también era muy sugerente.
– ¿Podría describir la foto con más detalle?
– Lo siento, es todo lo que recuerdo. No la tengo delante. Pero la puede encontrar fácilmente. Se publicó en 1963 o 1964 en la revistaFotografía de China. Era la única revista de fotografía en aquella época.
– Gracias, Xiong. Su información podría ser muy relevante para nuestra investigación.
Tras despedirse de Xiong, Chen decidió ir a la biblioteca, que no se encontraba demasiado lejos de allí.
En la biblioteca, con la ayuda de Susu, encontró un ejemplar de aquel número en concreto deFotografía de China en sólo diez minutos. Normalmente llevaba horas encontrar una revista publicada en los años sesenta.
Era una fotografía en blanco y negro, tal y como la había descrito Xiong. La mujer que llevaba el vestido mandarín en la foto era toda una belleza. Chen no podía saber el color exacto del vestido, pero no parecía de color claro.
La mujer estaba de pie en un jardín, descalza, frente a un minúsculo arroyo serpenteante donde tal vez acabara de mojarse los pies. El niño que le daba la mano tendría unos siete u ocho años, y llevaba el pañuelo rojo de un Joven Pionero. En la fotografía no salía nadie más.
Chen le pidió prestada una lupa a Susu y estudió cuidadosamente el vestido mandarín.
Parecía un diseño idéntico a los que llevaban las víctimas de los asesinatos: mangas cortas y aberturas bajas, con un aspecto convencional. Incluso los botones de tela en forma de peces invertidos parecían iguales.
Si había alguna diferencia, ésta radicaba en que la mujer llevaba el vestido con elegancia, abotonado de forma recatada. Iba descalza, pero el hecho de que estuviera de pie al fondo del jardín, en compañía de su hijo, indicaba que se trataba de una joven madre feliz.
El fotógrafo se llamaba Kong Jianjun. En el índice de la revista, Chen descubrió que Kong también era miembro de la Asociación de Artistas de Shanghai.
Una sílfide venía desde el extremo este de la calle Nanjing cuando Chen salió de la biblioteca con la revista en la mano. Estuvo a punto de pensar que había sido Hong -su alma, o lo que fuera- quien lo había guiado.
El inspector jefe Chen llamó por teléfono a la Asociación de Artistas de Shanghai.
– Kong Jianjun falleció hace unos cuantos años -le explicó una joven secretaria desde la oficina-. La expusieron públicamente a la crítica de las masas durante la Revolución Cultural, según tengo entendido.
– ¿Tiene la dirección de su domicilio particular?
– La que conservamos en nuestro registro es antigua. No tenía hijos, y sólo le ha sobrevivido su mujer. Tendrá unos setenta y pico años. Puedo enviarle el expediente por fax a su despacho.
– A mi casa. Estoy de va… Espere, envíelo a este número -indicó Chen, dándole el número de fax de la biblioteca.
– Muy bien. También podría hablar con el comité vecinal, si la mujer aún vive allí.
– Gracias, eso haré.
Chen volvió a la biblioteca para recoger el fax. Susu le entregó las páginas, además de una taza de café recién hecho y un pastel de crema de nueces.
– Es difícil deberle favores a una belleza -dijo Chen.
– Ya vuelve a citar a Daifu -respondió ella con una dulce sonrisa-. A ver si se le ocurre algo nuevo la próxima vez.
Lo que le vino a la memoria fue, inesperadamente, una escena de años atrás, en otra biblioteca, en otra ciudad…
Sólo la luna de primavera
permanece comprensiva, brillando aún
para un visitante solitario, que medita
sobre los pétalos caídos
en un jardín desierto.
El tiempo fluye como el agua. Chen se bebió el café de un trago. Era negro y amargo, quizá tendría que haberlo rechazado. Susu no sabía nada acerca de su reciente problema de salud.
El inspector jefe empezó a estudiar el expediente. Kong había trabajado como fotógrafo en Wangkai, uno de los célebres estudios estatales de Shanghai. También fue miembro de la Asociación de Artistas, y ganó varios premios. Murió poco después de la Revolución Cultural. Le había sobrevivido su esposa, que ahora vivía sola en el distrito de Yangpu. No se mencionaban las dificultades que aquella fotografía causó a Kong. Como otros «artistas burgueses», el fotógrafo fue objeto de una crítica de las masas durante la Revolución Cultural. Tampoco aludía a la fotografía premiada de la mujer vestida con el qipao.
Mientras se levantaba del escritorio, Chen tuvo que resistirse a la tentación de tomar otra taza de café.