Por primera vez, Chen pensó que iba por buen camino.
Después de despedirse de Fan, llamó a la oficina de Jia. La secretaria que contestó al teléfono le dijo que Jia había salido de la ciudad, y que no volvería hasta la tarde. Quizá fuera mejor así, pensó. Necesitaba tiempo para ordenar sus ideas.
Chen se puso en contacto con la oficina de asignación de viviendas del distrito y pidió los documentos sobre la venta de la Antigua Mansión. Le interesaba saber sobre todo el nombre auténtico del vendedor y su relación con los propietarios originales de la mansión. El funcionario que lo atendió prometió proporcionarle la información solicitada lo antes posible. Chen decidió no llamar por el momento al director Zhong para pedirle más información sobre el pasado de Jia.
Pero, entretanto, pensó que tendría que hacer algo más. Hasta entonces sólo había descubierto datos sobre el pasado de Jia, cosas que habían sucedido más de veinte años atrás. Ahora debía investigar su vida presente. Mucho estaba en juego aquella noche, y Chen no podía permitirse ningún error.
El inspector jefe marcó el número de Pequeño Zhou y le pidió que se reuniera con él frente a la Antigua Mansión.
Chen llegó andando al restaurante, que tenía un aspecto muy distinto por la mañana. Sin luces de neón ni guapas camareras esperando fuera, parecía más bien un edificio de viviendas.
Después de fumarse un cigarrillo, pensó en llamar al Chino de Ultramar Lu, pero entonces llegó Pequeño Zhou en el coche del Departamento.
– ¿Conoces La Época Dorada? -preguntó Chen.
– La casa de baños en la calle Puming -respondió Pequeño Zhou-. He oído hablar del sitio.
– Vayamos hasta allí. ¡Ah!, de camino para en algún banco. Necesito sacar dinero.
– Sí, puede costar una auténtica fortuna -comentó Pequeño Zhou, arrancando sin mirar hacia atrás.
Chen era consciente de que el conductor del Departamento lo observaba por el espejo retrovisor. Un viaje matinal a una casa de baños era algo bastante inusual, por no mencionar su misteriosa desaparición de la semana anterior.
El tráfico era terrible. Tardaron unos cuarenta y cinco minutos en llegar a la casa de baños, que parecía un majestuoso palacio imperial. Ya había un gran número de coches estacionados en el aparcamiento.
– Quizá necesite el coche todo el día, Pequeño Zhou. ¿Puedes esperarme aquí?
– Por supuesto -respondió de buena gana Pequeño Zhou-. Se trata de algo importante, ya lo sé.
Chen preguntó por Xia en la entrada de la casa de baños.
– Sí, Xia está aquí -le contestó una muchacha, mirando su reloj-. En el restaurante de la tercera planta.
Como creía Nube Blanca, Xia resultó ser la copropietaria de la casa de baños. Se encargaba de las relaciones públicas y de los espectáculos, incluyendo los desfiles de modelos celebrados entre la comida y la cena.
Antes de subir a la tercera planta, Chen tuvo que comprar una entrada y ponerse un pijama y zapatillas de plástico. Lo prefirió antes que revelar que era policía.
Cuando la puerta del ascensor se abrió al llegar a la tercera planta, Chen pudo ver a Xia sentada a una mesa frente a un escenario situado cerca del restaurante, vestida con un pijama idéntico al suyo. Estaba rodeada de chicas, a las que daba órdenes con aires de empresaria de éxito.
Naturalmente, no todas las chicas acabarían teniendo la suerte de Xia, como rezaba aquel verso de un poema de la dinastía Tang: «Un general triunfador deja atrás los esqueletos de diez mil soldados». Chen pensó en las víctimas del caso de los asesinatos en serie.
En lugar de acercarse a la mesa, Chen le pidió a una de las chicas que le entregara su tarjeta a Xia, quien se levantó de inmediato y se dirigió hacia Chen.
– Lo he visto entrar, como una grulla blanca que sobresale entre los gallos, incluso antes de haberlo reconocido -dijo Xia cordialmente. Después lo tomó de la mano y lo condujo hasta otra mesa-. He visto su foto en los periódicos, inspector jefe Chen. Así que hoy tiene que ser nuestro invitado especial.
– Seguro que yo he visto más fotos de usted, y también la he visto en la televisión -repuso Chen-. Siento haberme presentado sin avisar, pero necesito hablar con usted.
– ¿Quiere hablar conmigo, inspector jefe Chen? -Xia parecía sorprendida.
– Sí. Ahora.
– Me temo que ahora no es buen momento. Tengo que encargarme del desfile de modelos para nuestra fiesta de aniversario. Va a empezar pronto.
Más que prendas modernas, en el desfile se exhibirían cuerpos apenas cubiertos de ropa. Pero Xia tenía que ocuparse también de los invitados especiales a la fiesta de aniversario.
– ¿Usted también va a desfilar por la pasarela?
– No, no necesariamente.
– Si no se tratara de algo importante, no habría venido hasta aquí sin llamarla antes -se disculpó Chen, mirando hacia el escenario-. Quizá podamos hablar durante el desfile.
Xia se mostró algo indecisa. Las chicas mantenían una distancia respetuosa y aguardaban sus instrucciones. La banda ya había empezado a ensayar una melodía ligera. Quizá no era el lugar más indicado para hablar.
– No ha venido a ver el desfile, supongo -dijo Xia-. ¿Qué le parece si se toma un descanso en una sala VIP?, yo me uniré a usted tan pronto como haya empezado el desfile.
– De acuerdo, la esperaré allí.
Una chica muy joven bajó con él a la segunda planta y lo condujo hasta una suite. En la habitación, iluminada por una luz tenue, había dos sofás cubiertos con toallas blancas y una mesita de centro situada entre ambos. De un perchero de pie colgaban dos albornoces de toalla. Era una habitación sencilla, pero acogedora. La chica cerró la puerta al marcharse.
En la habitación hacía bastante calor y, tras sentarse en el sofá, Chen empezó a adormilarse. Le vendría bien refrescarse un poco, pensó, así que se quitó el pijama y se metió bajo la ducha.
Sin embargo la ducha no le hizo sentirse mejor. Al salir del cuarto de baño se sintió débil y un poco mareado. Le dejó un mensaje a Yu pidiéndole que se reuniera con él en La Época Dorada cuando hubiera finalizado sus pesquisas en la fábrica de acero.
Chen se tumbó en el sofá. Le llegó el débil sonido de una música suave, como los cánticos del templo que escuchaba en su infancia. Intentó mantenerse despierto, pero no lo consiguió.
Al cabo de un rato se despertó, se percató de que alguien se movía por la habitación. Era Xia, andando descalza por la mullida alfombra envuelta en un albornoz de toalla blanco. También se había duchado, y aún tenía el pelo mojado. Se sentó en el borde del sofá en el que descansaba Chen y le puso la mano en el hombro.
– Parece cansado -comentó Xia-. Déjeme que le dé un buen masaje en los hombros.
– Lo siento, yo no… -Chen se interrumpió a media frase. No tenía sentido explicarle que no había dormido la noche anterior.
– Su amigo el señor Gu habla mucho de usted -dijo ella, masajeándole los hombros con suavidad- y de la valiosa ayuda que le presta en sus negocios.
Ahora entendía mejor su hospitalidad. Chen no había aclarado el propósito de su visita, por lo que Xia debió de dar por sentado que guardaba relación con su negocio. Un policía podría complicarles mucho las cosas a los propietarios de una casa de baños, con todas esas habitaciones privadas y todas esas masajistas. Por otra parte, puede que Chen decidiera proporcionarle «su valiosa ayuda», parafraseando a Gu.
– El señor Gu siempre exagera -afirmó Chen-. No se tome al pie de la letra lo que le diga.
– ¿Y qué hay de lo mucho que usted contribuyó al Proyecto para el Nuevo Mundo del señor Gu?
Las historias de su amistad con un «bolsillos llenos» podrían ser perjudiciales, pero por el momento debía dejar que Xia se las creyera. Chen no podía obligarla a cooperar si ella se negaba.
– Gracias por el masaje -dijo Chen-. Resulta insoportable recibir los favores de una beldad que además es empresaria y modelo.
– Un poeta romántico con uniforme de policía -dijo Xia, soltando una risita-, pero es imposible ser modelo toda la vida. «Arranca una flor mientras puedas, / o sólo te quedarán los tallos desnudos.»
Estos versos pertenecían a un poema de la dinastía Tang. Era sorprendente que los citara así, refiriéndose a su propia belleza como a algo que era preciso arrancar.
A continuación le dio la vuelta, mientras ella se arrodillaba y se sentaba sobre sus pantorrillas. A Chen le pareció ver fugazmente uno de los pechos de Xia a través de la abertura de su albornoz. Entretanto, Xia empezó a masajearle la espalda.
– Tiene muchos nudos en la espalda -afirmó ella, centrándose en su zona lumbar. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo, en atractivo contraste con el albornoz blanco.
Chen recordó el comentario del erudito Zhang sobre la mujer fatal en «La historia de Yingying». Le pareció un recuerdo oportuno mientras yacía en el sofá, débil y a merced de Xia, pero le extrañó que se le hubiera ocurrido en aquel preciso momento.
– Gracias, Xia. No cabe duda de que tiene magia en los dedos. Tendré que volver. -Chen la interrumpió y se incorporó en el sofá-. Pero hoy debo hablar con usted sobre otra cosa.
– Sí, podemos hablar de lo que usted quiera -repuso ella, dirigiéndose al otro sofá. Se sentó apoyándose contra el respaldo, cruzó las piernas y le mostró sus muslos desnudos. Como Chen había sospechado, Xia no llevaba nada debajo del albornoz-. Aquí nadie nos molestará. El siguiente desfile no empieza hasta las seis. Tenemos toda la tarde.
– No me andaré por las ramas. Se trata de Jia, su ex novio.
– ¿De Jia? ¿Por qué? -Luego añadió apresuradamente-: Rompí con él hace mucho tiempo.
– Tenemos razones para creer que está involucrado en un caso muy grave.
– Sea lo que sea en lo que esté involucrado -dijo Xia incorporándose- yo no sé más que lo que ha salido publicado en los periódicos oficiales. Ese caso del complejo residencial debe de ser un auténtico quebradero de cabeza para algunas personas importantes.
Era evidente que Xia pensaba que Chen había venido para interrogarla sobre el otro caso.
– Ése es un caso contra la corrupción, y Jia está haciendo un buen trabajo. Es un quebradero de cabeza para los funcionarios corruptos, como usted misma ha dicho, pero a mí no me concierne. Tengo muy claro que no voy a ponerme del lado de esas Ratas Rojas corruptas. Créame, la razón por la que estoy hablando hoy con usted no tiene nada que ver con ese caso.
– Le creo, inspector jefe Chen. Pero, entonces, ¿por qué ha venido?
– Es sobre otro caso -explicó Chen-. Usted no está involucrada, por supuesto.
– ¿De qué quiere hablar?
– Quiero que me cuente todo lo que sepa sobre él. Será confidencial y no saldrá de esta habitación. No lo usaré para resolver el caso del complejo residencial, le doy mi palabra.
– Quiere que le cuente demasiadas cosas -replicó Xia lentamente, entrecruzando las piernas de nuevo-. Creo que será mejor que hable primero con mi abogado.
Chen ya había previsto esta reacción. Xia no era una de esas chicas que ceden enseguida ante un policía. En otras circunstancias, podría llevarle días conseguir su cooperación.
– ¿Sabe por qué he venido a hablar con usted, Xia? -preguntó Chen-. Se trata del caso del vestido mandarín rojo.
– Pero ¿qué dice? Eso es imposible. ¿Cómo podría haber hecho algo así?
– Es el principal sospechoso en este momento. -Chen hizo una pausa deliberadamente antes de seguir hablando-. El Departamento no se detendrá ante nada. Cualquier persona relacionada con Jia será interrogada una y otra vez. Habrá una avalancha de publicidad, lo que no será bueno para usted ni para su negocio. Por eso quiero que hablemos primero. No me gustaría nada tener que hacerla pasar por una situación tan desagradable.
– Gracias por su consideración -respondió Xia-. Se lo agradezco.
– Si Jia no es culpable, su declaración sólo servirá para ayudarlo. No tiene nada que ver con el caso del complejo residencial. -Chen alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano-. Puede que el señor Gu haya exagerado al hablar de mí, pero tiene razón en una cosa: los buenos amigos se ayudan mutuamente. Ya sé que usted me está haciendo un favor.
Era una indirecta sobre un intercambio de favores, y quizás algo más, que Xia no podía ignorar. Bastante reprobable viniendo de un policía, pero justificada en casos de emergencia, como recomendaban incluso los clásicos confucianos que Chen había estudiado.
– ¿Por dónde empiezo? -preguntó Xia, mirándolo.
– Por el principio -repuso él-, desde su primer encuentro.
– Tuvo lugar hará unos tres años -explicó Xia-. Entonces yo estaba en mi tercer año de universidad, y Jia vino a dar una conferencia sobre orientación profesional. Me impresionó. Algunos meses después, tuve la oportunidad de trabajar como modelo, así que fui a consultárselo. A decir verdad, fui yo la que tomó la iniciativa, pero él me envió flores después de mi primer desfile, así que empezamos a salir juntos. Era un hombre muy abierto, y le preocupaban muy poco todos los cotilleos sobre mi profesión.
– ¿Qué tipo de hombre le pareció que era, y no sólo como amante?
– Un hombre bueno: inteligente, honesto y brillante en su profesión.
– ¿Le habló de su vida?
– No, la verdad es que no. Sus padres fallecieron durante la Revolución Cultural y no tuvo una infancia feliz.
– ¿Le enseñó alguna vez fotografías de sus padres? De su madre, por ejemplo, que era una mujer muy bella.
– No. Ni siquiera me la mencionó, pero sé que Jia venía de una familia ilustre. Una vez saqué el tema y, sorprendentemente, se disgustó mucho. Así que nunca volví a hacerlo.
– ¿Perdía el control a menudo?
– No, nada de eso. A veces se enfadaba, pero es algo muy comprensible en un abogado tan ocupado.
– ¿Le habló alguna vez de sus problemas, o de las presiones a las que estaba sometido?
– En la sociedad actual, ¿quién no está sometido a presiones? No, no me habló de eso, pero pude intuirlo. Se encargaba de casos muy controvertidos, ¿sabe? Vi varios libros de psicología en su despacho. Puede que intentara encontrar maneras de combatir el estrés. De vez en cuando parecía distraído, como si se hubiera puesto a pensar de repente en uno de sus casos, incluso durante nuestros momentos más íntimos.
– ¿Se fijó en algún otro síntoma?
– ¿Síntomas? ¿De qué? -preguntó Xia-. Bueno, no dormía bien, si eso cuenta como síntoma de algo.
– En sus momentos íntimos, ¿se fijó en si le pasaba algo raro?
– ¿Podría intentar ser un poco más específico, inspector jefe Chen?
– Por ejemplo, ¿alguna vez le pidió que se vistiera de una forma especial?
– La verdad es que no. Fuera de la pasarela no quería vestirme como una modelo, y él nunca puso objeciones. Me compró algo de ropa. Cara, elegante, pero no muy moderna. Así son sus gustos, creo. Una vez me pidió que fuera descalza por el parque como una campesina, y me corté el pie con una piedra. Nunca me lo volvió a pedir.
– ¿Y qué hay de algún vestido especial? Como un vestido mandarín, por ejemplo.
– ¿Un vestido mandarín? No le sientan bien a todo el mundo. Yo soy demasiado alta y delgada. Se lo dije y no volvió a insistir.
– Permítame una pregunta más personal, Xia. ¿Existía alguna desviación o algún problema en la vida sexual de Jia?
– ¿Qué quiere decir? -Xia lo miró fijamente-. ¿Cree que ésa es la razón por la que rompimos?
– Le hago esta pregunta, Xia, porque es relevante para nuestra investigación.
Xia no respondió de inmediato. Como astuta mujer de negocios que era, sabía de la importancia de mantener una buena relación con un alto cargo policial, sobre todo cuando podía verse salpicada por un caso como aquél. Se recostó sobre un par de almohadas y sacó un cigarrillo.
– Es un tema muy apropiado para hablarlo en una habitación privada -dijo con una sonrisa sardónica-. ¿Quiere saber por qué rompimos?
– Sí -respondió Chen, encendiéndole el cigarrillo.
– La gente habló mucho sobre nuestra relación, pero, en realidad, no fue demasiado lejos. Si íbamos a un restaurante o a una cafetería me dejaba que le cogiera de la mano, y a esto se reducía todo nuestro contacto físico. Lo crea o no, nunca me besó de verdad; sólo me dio algún que otro besito en la frente. Hará cosa de un año se celebró un desfile de modelos en el lago de las Mil Islas, cerca de las Montañas Amarillas, donde casualmente Jia tenía una reunión aquella misma semana. Así que lo organicé todo para que nos encontráramos en el mismo hotel de montaña. Por la noche entré en su habitación, y allí nos abrazamos y nos besamos como auténticos amantes por primera vez. Quizá debido a la altura, porque estábamos a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, creímos flotar sobre la Tierra. Nos dejamos llevar por la pasión, como si estuviéramos inmersos en las bandadas de nubes blancas que se veían desde la ventana del hotel. Pero, de repente, Jia se separó de mí y me dijo que no podía continuar. ¡Qué desastre! A la mañana siguiente nos fuimos del hotel, conscientes de que lo sucedido nos había distanciado. Así es como nos separamos.
– Lo que me ha contado podría ser muy importante para nuestra investigación. Muchísimas gracias, Xia -dijo Chen-. Pero aún tengo que hacerle más preguntas.
– ¿Sí?
– Esa vez en la montaña, ¿Jia no pudo o no quiso?
– No pudo. Seguro que cuando se registró en el hotel no pensó que esto pudiera suceder.
– Creo que tiene razón. Así que es un problema físico.
– Sí, en cierto modo lo reconoció, pero no quiso escucharme cuando le aconsejé que fuera a ver a un médico. -Después de hacer una pausa agregó-: Tenía muchos libros en su despacho, como le he dicho antes, y algunos eran de sexología y de patologías. Puede que estuviera intentando resolver por sí mismo su problema.
– Comprendo. ¿Sigue en contacto con él?
– En realidad no me ofendió. No pudo evitarlo. Después de que rompiéramos me siguió enviando flores durante algún tiempo. También me las envió cuando inauguramos la casa de baños. Así que cuando leí una noticia sobre el caso del complejo residencial, entré a escondidas en su despacho una noche.
– ¿Planeó él el encuentro?
– No, ni siquiera lo llamé antes de ir, porque me había dicho que su línea telefónica podría estar pinchada.
– Se tiene que ir con muchísimo cuidado -admitió Chen-, pero quizás él no estaba en su despacho, y alguien podría haberla visto entrar.
– Suele trabajar hasta tarde. Fui muchas veces a su despacho cuando aún salíamos juntos. Me dio una llave para que pudiera entrar por la puerta lateral, no es fácil que alguien me viera. Ninguno de los dos quería llamar la atención.
– ¿Y cómo lo hizo? Me refiero a lo de entrar por la puerta lateral.
– Jia compró su despacho, una sala grande para él solo, cuando todavía estaban construyendo el edificio. Esos edificios construidos a finales de los ochenta no tienen garaje. Cada módulo de oficinas suele disponer de una plaza o dos de aparcamiento en la parte trasera del edificio. Como el despacho de Jia hace esquina, hay un espacio a uno de los lados, una especie de hueco entre la pared exterior y su despacho, lo bastante grande para aparcar un coche más. Jia hizo instalar una puerta lateral para poder salir de su despacho y tener acceso casi directo a su coche.
– Espere un momento, Xia. ¿Quiere decir que nadie puede verlo salir del despacho y entrar en su coche?
– Si su coche está aparcado allí, no. Aunque también tiene una plaza de aparcamiento reservada en la parte trasera del edificio. A veces recibe a personas importantes que quieren pasar desapercibidas, así que en vez de usar la entrada principal, aparcan junto a la puerta lateral. Creo que eso es lo que me contó. Bueno, la cuestión es que me dio las llaves de la puerta lateral para que pudiera entrar por ahí. Nadie podía verme, y menos por la noche.
– Entiendo. ¿Cuándo se reunió con él para hablar del caso del complejo residencial?
– Hará alrededor de un mes.
– Entonces, ¿usted tenía algo importante que decirle?
– Para serle franca, yo también tengo contactos en el Gobierno, y capté algunas insinuaciones sobre las complicaciones del caso. Sobre una lucha de poder no sólo en Shanghai, sino también en Pekín. Sea cual sea el veredicto, lo va a perjudicar.
– Sí, también me he enterado de eso. ¿Qué le dijo Jia?
– Me dijo que no me preocupara. Alguien le había llamado desde Pekín y le había asegurado que el juicio sería justo y abierto al público. Jia no entró en detalles, pero me rogó que no volviera a ponerme en contacto con él.
– ¿Y usted le preguntó por qué?
– Sí. No fue muy explícito, pero me dijo que no era sólo por el caso, por el caso del complejo residencial, quiero decir.
– ¿Notó algo raro en él?
– Parecía aún más inquieto que antes. Estaba muy preocupado por algo importante. Cuando salí de su despacho, me abrazó y me recitó un verso bastante extraño de un poema de la dinastía Tang: «Ojalá hubiéramos podido conocernos antes de estar casado».
– Tiene razón, es muy raro. Todavía está soltero…
Alguien que llamaba a la puerta interrumpió la conversación.
– Les he dicho que no nos molesten -se disculpó Xia antes de levantarse para ir a abrir.
El hombre que aguardaba frente a la puerta era el subinspector Yu, quien parecía tan asombrado como Xia.