Era casi la una y media cuando Chen llegó a la casa de Kong en la calle Jungong.
Al ver los buzones de madera descolorida al pie de la agrietada escalera de cemento, Chen supuso que sería uno de los «nuevos hogares para trabajadores» construidos en los años sesenta. Ahora el edificio tenía un aspecto viejo y descuidado, y estaba abarrotado de gente. Encontró el nombre de la viuda de Kong en uno de los buzones.
Chen subió por las escaleras y abrió una puerta de un empujón. Resultó ser una vivienda de tres dormitorios compartida por tres familias. Vio una cocina común atestada de hornillos, lo cual confirmó su hipótesis: la viuda debía de vivir en una habitación individual dentro de la vivienda.
Chen llamó a la puerta número 203. Una mujer de cabello blanco le abrió y lo miró a través de sus gafas de montura plateada.
– ¿Es usted la señora Kong?
– Todo el mundo me llama tía Kong aquí -dijo la anciana, invitándolo a entrar.
Vestía chaqueta y pantalones de algodón guateado y calzaba un par de zapatillas de color rojo escarlata con jazmines bordados. La habitación era tan pequeña como un pedazo de tofu, y estaba atiborrada de todo tipo de objetos de dudosa utilidad. Una única silla, de tres patas, se apoyaba contra la pared. A los pies de la escalera había un anticuado recipiente de paja para conservar caliente el arroz, que quizá le servía de escabel. En la habitación hacía frío, pese a que la ventana estaba sellada con papel.
– Puede sentarse en la silla -ofreció la anciana.
– Gracias -respondió Chen, sentándose con cuidado en el borde de la silla-. Siento molestarla, tía Kong.
Chen le explicó el propósito de su visita, tras sacar su tarjeta y la revista.
La mujer estudió la fotografía de la revista con expresión inescrutable. Durante dos o tres minutos no dijo ni una palabra.
Mientras esperaba, Chen comenzó a percibir el olor que invadía la habitación. Se fijó en una pequeña lata que hervía sobre el fogón de gas colocado en un rincón. Posiblemente la comida del gato. La mayoría de habitantes de Shanghai tenían gatos para cazar ratas, como en la conocida frase del camarada Deng Xiaoping: «No importa que el gato sea negro o blanco; siempre que cace ratas, será un buen gato». Si bien los habitantes más jóvenes y modernos de Shanghai habían empezado a introducir el concepto de «mascota» en la ciudad, en un edificio tan viejo como éste un gato todavía servía, por encima de todo, para cazar ratas. La lata de arroz sobrante hervido con espinas de pescado era quizá la única comida para gato que la tía Kong podía permitirse, pero cocinar en la habitación podía ser peligroso para una anciana que vivía sola. La bombona de propano estaba colocada junto a una minúscula mesa de madera, sobre la que reposaba una palangana de plástico que contenía tazas y cuencos enmohecidos.
– Sí, es una fotografía que sacó mi marido. En los sesenta -dijo la tía Kong con voz algo trémula-, pero falleció hace muchísimo tiempo. ¿Cómo iba a acordarme yo de nada?
– Le concedieron un premio nacional por esta fotografía. Debió de habérselo mencionado. Intente recordar, tía Kong. Cualquier cosa que se le ocurra puede ser importante para nuestro trabajo.
– ¡Un premio nacional! Sólo le trajo mala suerte. Esta foto fue como una maldición.
– Una maldición -repitió Chen. Una palabra sin duda extraña. Y sin embargo, se repetía una y otra vez en la investigación. La anciana debía de recordar algo sobre la foto. Algo siniestro-. Por favor, dígame a qué tipo de maldición se refiere.
– ¿Y quién quiere hablar de cosas relacionadas con la Revolución Cultural?
Chen comprendió que los recuerdos de aquellos años aún podían ser demasiado dolorosos. Y a la viuda tampoco le sería fácil abrirse ante un desconocido. No obstante, él estaba más que dispuesto a ser paciente.
– ¿Se refiere a que las personas relacionadas con la foto fueron víctimas de una maldición, tía Kong?
– Criticaron mucho a mi marido por esta foto, por el delito de «defender el estilo de vida burgués». Ahora, después de tantos años, le pido por favor que lo deje descansar en paz.
– Es una fotografía magnífica -siguió diciendo Chen con tono imperturbable mientras sacaba otra tarjeta, la de la Asociación de Escritores Chinos-. Soy poeta. En mi opinión, es una obra maestra. Un poema fotográfico.
«Un poema fotográfico» había sido el mayor elogio posible en la crítica tradicional china, pero Chen creyó ser sincero al usar el cliché.
– Puede que lo sea, o puede que no. Pero ¿qué más da? Míreme. Me han dejado aquí sola, como si fuera un trapo sucio y gastado. -La tía Kong señaló la bombona de propano- Ni siquiera puedo usar la cocina comunitaria. Todo el mundo se mete conmigo. Hábleles de esta supuesta obra maestra. ¿De qué me va a servir?
La anciana se levantó, se dirigió hacia el hornillo arrastrando los pies y comenzó a remover la comida que hervía en la lata con un palillo de los que se utilizan para comer. De repente, se volvió hacia el recipiente de paja, canturreando como si no hubiera nadie más en la habitación.
– Negrito. La comida está lista.
La tapa del recipiente de paja se levantó, y de debajo salió un gato. El animal empezó a restregar la cabeza contra la pierna de la anciana.
Chen se levantó para irse, muy a su pesar. La señora Kong no le pidió que se quedara.
Mientras abría la puerta, Chen echó una última mirada a la cocina. Había dos mesas destartaladas, cubiertas de verduras sin preparar, sobras, tofu fermentado y palillos y cucharas sin lavar.
Al salir del edificio, Chen vio el letrero de madera del comité vecinal al otro lado del callejón y se dirigió con paso firme hasta el despacho. Era casi un acto reflejo para un policía.
Chen mostró su tarjeta al entrar en el despacho. Para su sorpresa, la tarjeta no impresionó al presidente del comité, un hombre demacrado de cabello gris apellidado Fei. Chen le habló de la tía Kong, recalcando que su marido había sido un artista galardonado, e instó al comité a ayudarla a mejorar sus condiciones de vida.
– ¿La tía Kong es pariente suya? -preguntó Fei con sequedad, pasándose la mano por el pelo. Chen se fijó en que tenía los dedos quemados por el frío.
– No. La he conocido hoy, pero creo que debería tener acceso a la cocina comunitaria.
– Permítame que le diga una cosa, camarada inspector jefe Chen. Las peleas entre vecinos por el uso de la zona común son difíciles de resolver. Por lo que yo sé, el hombre que ocupaba la habitación que ahora ocupa la tía Kong no disponía de espacio en la cocina común. Era un cuadro del Partido que prácticamente trabajaba y vivía en su fábrica. Además, los vecinos de la tía Kong aún usan cocinas con briquetas de carbón. Sería peligroso para ella tener la bombona de propano en la misma habitación.
– Está bien -dijo Chen después de reflexionar unos segundos-. ¿Puedo usar su teléfono?
Chen llamó al jefe de la comisaría del distrito, que era a su vez jefe de seguridad del comité vecinal. Después de pedir que le pusieran con el director, Chen le pasó el teléfono a Fei, quien escuchó con expresión sorprendida.
– Ahora lo recuerdo, inspector jefe Chen -dijo Fei con otro tono de voz-. Tendrá que disculpar a un hombre de mi edad. Como dice el refrán, a un viejo los ojos sólo le sirven para no reconocer la montaña Tai. Claro, lo he visto por la tele, y también he oído hablar de usted.
– Tal vez usted haya oído alguno de los rumores que circulan sobre mí -repuso Chen-. Según dicen, siempre devuelvo los favores.
– No tiene que devolverme ningún favor, inspector jefe Chen. Es difícil mediar en las disputas de los vecinos, aunque deberíamos esforzarnos al máximo. En eso tiene razón. Vayamos a la habitación de la tía Kong.
Chen no se molestó en preguntar qué le había dicho el director a Fei. Los dos volvieron juntos al edificio de la viuda.
Todos los vecinos de la vivienda salieron de sus habitaciones al ver que Fei y Chen se detenían en el estrecho pasillo. Fei anunció que el comité vecinal y la comisaría del distrito habían acordado de forma conjunta habilitar un pequeño espacio en la cocina común para la tía Kong. No tenía por qué ser muy grande, bastaría con que cupiera una bombona de gas propano. Por razones de seguridad, el comité levantaría un tabique entre la bombona y las cocinas de carbón. No hubo ni una sola protesta.
Tras anunciar esta decisión, Chen se disponía a marcharse cuando la tía Kong se le acercó con sigilo.
– ¿Camarada inspector jefe Chen? -preguntó la anciana.
– ¿Sí, tía Kong?
– ¿Podemos hablar un momento?
– Por supuesto. -Chen se dirigió a Fei y agregó-: Márchese, yo me quedaré un rato más. Gracias por su gran ayuda.
– Así que es usted alguien importante -repuso ella, cerrando la puerta tras entrar ambos en la habitación-. Llevo más de diez años cocinando en esta habitación, y usted me ha solucionado el problema en media hora.
– No tiene importancia. Soy un gran admirador del trabajo del señor Kong -afirmó Chen-. El despacho de la comisión vecinal está al otro lado del callejón, así que entré un momento y les conté sus problemas.
– Supongo que quiso granjearse mi agradecimiento -dijo ella-, y la verdad es que le estoy agradecida. No caen bollos blancos desde el cielo azul, ya lo sé.
El gato negro entró de nuevo. La tía Kong lo cogió y se lo puso en el regazo, pero el gato bajó de un salto y salió corriendo hasta el alféizar de la ventana, donde se ovilló contra el cristal.
– No, no se preocupe por eso. Era mi deber como policía.
– Tengo que hacerle otra pregunta. No va a usar la foto para perjudicar a otras personas, ¿verdad? Ésa era la peor pesadilla de mi marido.
– Déjeme contarle algo, tía Kong -respondió Chen poniendo la mano en la pared. Le pareció que estaba muy pringosa: quizá fuera de tanto cocinar en la habitación-. Esta tarde, hace un rato, he estado en el templo Jin'an, y le he hecho una promesa a Buda: ser un buen policía, un policía concienzudo. Me crea o no, poco después de hacer la promesa me he enterado de la existencia de la fotografía.
– Le creo, pero ¿realmente es tan importante para usted esta fotografía?
– Podría arrojar luz sobre una investigación de asesinato. Si no fuera importante no me habría presentado en su casa sin avisar.
– ¿Una fotografía tomada hace casi treinta años guarda relación con un caso de asesinato ocurrido en la actualidad? -preguntó la viuda con tono de incredulidad.
– Ahora mismo no es más que una posibilidad, sin embargo no podemos permitirnos pasarla por alto. Se lo aseguro: no creo que tenga nada que ver con usted ni con su marido.
– Si aún recuerdo algo sobre esta foto -empezó a decir la tía Kong con voz vacilante- es por la pasión que sentía mi marido por ella. Dedicó todos sus días de vacaciones a ese proyecto, trabajó como un poseso. Yo llegué a sospechar que se había enamorado de alguna modelo desvergonzada.
– Un buen artista tiene que involucrarse totalmente en su proyecto, lo sé. Requiere mucha energía producir una obra maestra como ésta.
– La modelo resultó ser una mujer decente de buena familia. Y mi marido se burló de mis sospechas: «¿Enamorarme de ella? No, sería como un sapo del color del fango que babea por un inmaculado cisne blanco. Si estoy tan entusiasmado es porque ningún fotógrafo se ha puesto en contacto con ella todavía. Para un fotógrafo, es como descubrir una mina de oro».
– ¿Le contó cómo la descubrió?
– Creo que fue en un concierto. Ella era violinista, y estaba en el escenario. Al principio se negó a posar para él. A mi marido le costó dos semanas conseguir que cambiara de opinión. Finalmente accedió, con la condición de que en la foto apareciera también su hijo. Esto inspiró aún más a mi marido: una madre y un hijo en lugar de una mujer hermosa.
– Esa mujer debía de querer mucho a su hijo.
– Yo también lo pensé. Al mirar la fotografía, la gente no podía evitar conmoverse.
– ¿Le dijo su marido el nombre de la mujer?
– Debió de decírmelo, pero ahora no lo recuerdo.
– ¿Sabe algo acerca de los preparativos de la sesión fotográfica? Por ejemplo, ¿cómo se eligió el vestido mandarín?
– Bueno, a él le entusiasmaba la idea de fotografiar a una belleza oriental, y pensaba que el vestido mandarín realzaría sus encantos, pero supongo que ella ya debía de tener el vestido en su casa. Mi marido no podría habérselo permitido. Lo siento, no sé a quién se le ocurrió la idea de elegir ese vestido.
– ¿Dónde tomó la fotografía?
– Ella vivía en una mansión, así que probablemente la sacó en el jardín trasero. Mi marido pasó un día entero allí. Usó cinco o seis carretes, y después se pasó una semana en el cuarto oscuro, como un topo. Estaba tan entusiasmado que una noche trajo todas las fotografías a casa y me pidió que eligiera una. Para el concurso.
– Usted eligió la mejor.
– Sin embargo, después de ganar el premio empezó a preocuparse. Al principio no quería decirme por qué. Al encontrar unos recortes de periódico escondidos en un cajón me enteré de que la fotografía había provocado muchas controversias. Algunos hablaban del «mensaje político» que transmitía.
– Sí, en aquella época se le podía dar una interpretación política a cualquier cosa.
– Y durante la Revolución Cultural, mi marido fue sometido a las críticas de las masas por esta foto. El presidente Mao sostenía que había quien atacaba al Partido a través de novelas, por lo que los Guardias Rojos afirmaron que Kong había atacado al Partido a través de la foto. Como les sucedió a otros «monstruos», tuvo que permanecer de pie con una pizarra colgada al cuello, en la que habían escrito su nombre tachado.
– Fueron muchos los que sufrieron. Mi padre también tuvo que permanecer de pie, doblado por el peso de una pizarra.
– Para colmo, lo obligaron a revelar la identidad de la mujer de la fotografía, y eso lo afectó muchísimo.
– ¿Quién lo presionó? -preguntó Chen-. ¿Le contó algo al respecto?
– Una organización de Rebeldes Obreros, creo. Revelar la identidad de la modelo iba en contra de su ética profesional, pero la presión fue demasiado fuerte y finalmente cedió, pensando que posar para una foto no era ningún delito. Después de todo, no salía nadie desnudo ni tenía nada de obsceno.
– ¿Supo qué le pasó a ella?
– Al principio no. Pero al cabo de un año, más o menos, se enteró de su muerte. Lo sucedido no tuvo nada que ver con él, en aquella época moría muchísima gente. Y quizá no fue demasiado sorprendente que le pasara a alguien que venía de una familia como la suya, siendo ella además una «artista burguesa». A pesar de todo, la incertidumbre lo corroyó a partir de entonces.
– No debió ser tan duro consigo mismo. Habrían descubierto la identidad de la mujer de todos modos -afirmó Chen, pensando que el viejo fotógrafo quizás estuviera enamorado de ella. No le pareció que tuviera sentido mencionar eso, por lo que cambió de tema-. Veamos, usted ha mencionado que su marido usó cinco o seis carretes para sacar esta foto. ¿Guardó las demás copias?
– Sí, las guardó en una carpeta aun sabiendo que corría un riesgo, e incluso me las ocultó a mí. También guardó una libreta. «La carpeta del vestido mandarín rojo», la llamaba. Después de su muerte descubrí las fotografías por casualidad. No me atreví a deshacerme de ellas, porque debieron de significar mucho para él.
La señora Kong abrió un cajón del armario y sacó un sobre grande que contenía un cuaderno y un sobre más pequeño. F.n el interior del segundo sobre había un puñado de fotografías.
– Aquí las tiene, inspector jefe Chen.
– Muchísimas gracias, tía Kong -respondió Chen, levantándose-. Se las devolveré en cuanto las haya visto.
– No se preocupe, no me sirven de nada. -Luego añadió-: Pero no se olvide de la promesa que hizo en el templo.
– No me olvidaré.
Era una selección hecha al azar. Chen empezó a leer el cuaderno en un taxi nada más salir del edificio de la tía Kong. Su marido había incluido muchas anotaciones sobre la sesión fotográfica. Descubrió a la modelo en un concierto, tras sentirse hechizado por «su sublime belleza durante el conmovedor climax musical». Después, un Joven Pionero corrió hasta el escenario, llevándole un ramo de flores. El niño resultó ser su hijo, y ella lo abrazó tiernamente. Después del concierto, pasó una semana intentando persuadirla de que posara para él. Le costó mucho conseguirlo, porque a ella no le interesaban ni el dinero ni la fama. Finalmente, logró hacerla cambiar de opinión al prometerle que la fotografiaría junto a su hijo. Sacó la fotografía en el jardín trasero de la mansión familiar.
Chen se saltó las notas técnicas sobre luz y ángulos y llegó a una página en la que había anotada la dirección del lugar de trabajo de la modelo: el Instituto de Música de Shanghai. Debajo de la dirección había un número de teléfono. Por alguna razón, Kong escribió su nombre en el cuaderno una sola vez: Mei.
Chen comenzó a examinar las fotografías. Había un número considerable de ellas, y, como le sucediera al viejo fotógrafo, se sintió cautivado por la belleza de la mujer.
– Lo siento, he cambiado de opinión -le dijo al taxista, levantando la vista de las fotografías-. Por favor, lléveme al Instituto de Música de Shanghai.