23

Su visita al instituto no empezó con buen pie.

El camarada Zhao Qiguang, actual secretario del Partido en el instituto, aunque se mostró respetuoso con Chen no fue de gran ayuda. Zhao tuvo que buscar los datos en el registro antes de poder decirle algo sobre Mei. Según Zhao, tanto Mei como su marido Ming habían trabajado en el instituto. Ming se suicidó durante la Revolución Cultural, y su esposa murió en un accidente. Zhao desconocía la existencia de la fotografía.

– Llegué al instituto hará unos cinco o seis años -dijo Zhao a modo de explicación-. La gente no tiene demasiadas ganas de hablar sobre la Revolución Cultural.

– Sí, el Gobierno quiere que el pueblo mire hacia delante, no hacia atrás.

– Debería intentar hablar con algunos de los empleados más antiguos. Puede que sepan algo, o puede que conozcan a alguien que lo sepa -sugirió Zhao, mientras garabateaba varios nombres en un trozo de papel-. Buena suerte.

Sin embargo, los empleados que conocieron a Mei o se habían jubilado o habían muerto. Después de dar unas cuantas vueltas por el instituto, Chen localizó al profesor Liu Zhengquan del Departamento de Instrumentos.

– ¡Ésa es Mei! -exclamó Liu, examinando la fotografía-. Pero nunca había visto esta foto.

– ¿Me podría decir algo sobre ella?

– La flor del instituto, caída demasiado pronto.

– ¿Cómo murió?

– La verdad es que no lo recuerdo. Tendría treinta y tantos años entonces, y su hijo unos diez. ¡Qué tragedia!

– ¿Qué le pasó a su hijo?

– No lo sé -respondió Lu-. No estábamos en el mismo departamento. Tendría que hablar con otra persona.

– ¿Podría decirme a quién puedo preguntárselo?

– Bueno, podría hablar con Xiang Zilong. Ahora está jubilado y vive en el distrito de Minghang. Ésta es su dirección. Creo que aún lleva una foto de Mei en la cartera.

Era una indirecta sobre la admiración que Xiang había sentido por Mei. Xiang era un romántico que aún llevaba una foto suya al cabo de tantos años.

Chen le dio las gracias a Liu, miró el reloj y salió de inmediato en dirección a Minghang. No había tiempo que perder.

El distrito de Minghang, zona industrial en el pasado, estaba a una distancia considerable del centro de la ciudad. Afortunadamente, el metro paraba ahora allí. Chen tomó un taxi para llegar lo antes posible al metro, y después de veinte minutos salió de la estación y tomó otro.

Shanghai se había expandido rápidamente. En Minghang también habían construido numerosos edificios de viviendas nuevas que relucían bajo el sol de la tarde. El taxista tardó bastante en encontrar el edificio de Xiang.

Chen subió las escaleras de cemento y llamó a una puerta de imitación de roble en la segunda planta. Alguien abrió con cautela. Chen entregó su tarjeta a un hombre alto y demacrado con el rostro surcado de arrugas, que llevaba un albornoz de algodón guateado y zapatillas de fieltro. El hombre examinó la tarjeta con sorpresa.

– Sí, soy Xiang. ¿Así que usted es miembro de la Asociación de Escritores Chinos?

Chen le había entregado su tarjeta de la Asociación de Escritores Chinos, un lapsus inexplicable.

– Vaya, me he confundido de tarjeta. Soy Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, y también soy miembro de la asociación.

– Creo que he oído hablar de usted, inspector jefe Chen -dijo Xiang-. No sé qué viento le ha traído hoy hasta aquí, pero entre, como poeta o como policía.

Xiang sacó un termo con té y le sirvió a Chen una taza; después añadió un poco de agua en la suya. Chen observó que el anciano cojeaba un poco al andar.

– ¿Se ha torcido el tobillo, profesor Xiang?

– No. Parálisis infantil a los tres años.

– Siento haberme presentado sin avisar. Se trata de un caso importante. Tengo que hacerle algunas preguntas -explicó Chen, sentándose en una silla plegable de plástico junto a un escritorio extraordinariamente largo, al parecer hecho a medida. El escritorio era el mueble principal en un salón lleno de estanterías-. Preguntas sobre Mei. ¿Fue colega suya?

– ¿Preguntas sobre Mei? Sí, fue colega mía, pero hace muchísimos años de eso. ¿Por qué?

– El caso no tenía, ni tiene, que ver con ella, pero la información sobre Mei podría arrojar algo de luz sobre nuestra investigación. Todo lo que diga será confidencial, por supuesto.

– No va a escribir sobre ella, ¿verdad?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Hará un par de años, un hombre se puso en contacto conmigo para pedirme información sobre ella. Me negué a decirle nada.

– ¿Quién era? -preguntó Chen-. ¿Recuerda su nombre?

– He olvidado su nombre, pero no creo que me enseñara su carné de identidad. Dijo que era escritor. Cualquiera podría haber afirmado serlo.

– ¿Puede darme una descripción detallada de aquel hombre?

– Entre treinta y treinta y cinco años. Educado, pero bastante esquivo al hablar. Es todo lo que recuerdo. -Xiang bebió un sorbo de té-. Ahora que la nostalgia colectiva se ha apoderado de esta ciudad, están teniendo mucho éxito todas esas historias sobre familias que fueron ilustres, comoLa desventurada beldad de Shanghai. ¿Por qué habría de permitir que cualquiera explote su recuerdo?

– Hizo bien, profesor Xiang. Sería horrible que un supuesto escritor se aprovechara del sufrimiento de Mei.

– No, nadie puede volver a arrastrar su recuerdo por el fango de la humillación.

Chen percibió un ligero temblor en la voz de Xiang. Dada su admiración por Mei, esta reacción no resultaba demasiado sorprendente. Pero la frase «el fango de la humillación» indicaba que sabía algo más.

– Le doy mi palabra, profesor Xiang. No he venido en busca de ninguna historia.

– Ha mencionado un caso… -Xiang parecía indeciso.

– En este momento, no puedo darle detalles. Bastará con que le diga que varias personas han muerto, y que más van a morir si no detenemos al asesino. -Chen sacó la revista y las otras fotografías-. Puede que haya visto esta revista.

– Sí, y también las otras fotografías -dijo Xiang, mientras empezaba a examinarlas. Pálido y con el semblante muy serio, se levantó, se dirigió a una de las estanterías y cogió un ejemplar deFotografía de China-. La he guardado todos estos años.

De la revista sobresalía un punto de libro con una borla roja, que señalaba la página de la fotografía. Era un punto de libro nuevo con una imagen de la Perla Oriental, un famoso rascacielos construido al este del río en la década de los noventa.

– Hace muchísimo tiempo de todo esto -afirmó Chen-. Tiene que haber alguna historia detrás.

– Sí, una larga historia. ¿Qué edad tenía usted cuando comenzó la Revolución Cultural?

– Todavía estaba en la escuela elemental.

– Entonces tiene que saber algo del contexto histórico.

– Por supuesto. Pero, por favor, cuéntemelo todo desde el principio, profesor Xiang.

– En mi opinión, las cosas empezaron a cambiar a principios de los sesenta. Me acababan de enviar al Instituto de Música, donde Mei ya llevaba trabajando unos dos años. Con su belleza y talento, allí era la reina. No me malinterprete, inspector jefe Chen. Yo la veía como una fuente de inspiración más que otra cosa. Me sentía frustrado por no poder ensayar los clásicos; nada estaba permitido, salvo dos o tres canciones revolucionarias. De no ser por su presencia, que iluminaba la sala de ensayos de un extremo a otro, yo habría dimitido.

– Como ha mencionado -señaló Chen-, Mei era la reina. Debió de haber muchas personas que la admiraban y que querían acercarse a ella. ¿Qué me puede contar de eso?

– ¿A qué se refiere? -preguntó Xiang, lanzándole una mirada desafiante.

– Tengo que hacerle preguntas de todo tipo para la investigación. No estoy faltándole al respeto a Mei, profesor Xiang.

– No, no sé nada de lo que me pregunta. Una mujer que provenía de una familia como la suya tenía que vivir con el rabo entre las piernas, por así decirlo. Cualquier chismorreo sentimental podía tener consecuencias desastrosas. Era una época comunista y puritana, tal vez fuera usted demasiado joven para entenderlo. No sonaba ni una sola canción romántica en todo el país.

– El presidente Mao quería que la gente dedicara su vida a la revolución socialista. El amor romántico no tenía cabida. -Chen se interrumpió al recordar inesperadamente que en su trabajo de literatura se hacía una afirmación similar, aunque relacionada con el confucianismo-. Su marido también trabajaba en el instituto, ¿verdad?

– Su marido, Ming Deren, también daba clases allí. Ming no tenía nada de especial. Su matrimonio fue, al menos en parte, creo, un matrimonio concertado. Antes de 1949 el padre de Ming era un banquero de éxito, mientras que el de Mei no era más que un abogado de poca monta. La mansión Ming era una de las más lujosas de la ciudad.

– Sí, he oído hablar de la mansión. ¿Tenían problemas en su matrimonio? -Chen se preguntó por qué habría sacado Xiang el tema del matrimonio concertado.

– No que yo sepa, pero la gente creía que Ming no estaba a la altura de su esposa.

– Ya entiendo -dijo Chen, consciente de que, a ojos de Xiang, nadie habría sido digno de ella-. Entonces, ¿cómo supo usted de la foto? Debió de decírselo Mei, o quizá le enseñó la revista.

– No. Compartíamos despacho, y casualmente la oí hablar por teléfono con el fotógrafo. Así que compré un ejemplar de la revista.

– En cuanto al vestido mandarín de la foto, ¿la había visto llevarlo puesto alguna vez?

– No, nunca. Ni antes ni después de la foto. Tenía varios vestidos mandarines, que a veces se ponía para las actuaciones, pero no el de la foto.

– ¿Cree que la fotografía le causó problemas?

– No lo sé. Poco después comenzó la Revolución Cultural. Su suegro murió y su marido se suicidó, lo que fue considerado un grave delito contra el Partido. Ella se vio convertida en «miembro de la familia negra de un contrarrevolucionario», y la obligaron a salir de la mansión e instalarse en el desván que había sobre el garaje. La mansión fue ocupada por una docena de «familias rojas». Mei sufrió la más humillante de las persecuciones.

– ¿Todo eso fue la causa de su trágica muerte?

– En cuanto a las circunstancias de su muerte -explicó Xiang, tomando un largo sorbo de té, como si intentara beberse a sorbos su memoria-, puede que mis recuerdos no sean demasiado fiables después de todos estos años, como podrá imaginar.

– Lo comprendo, todo esto sucedió hace más de veinte años. No tiene que preocuparse por la exactitud de los detalles. Comprobaré varias veces cualquier cosa que me cuente -le aseguró Chen, también bebiéndose el té a sorbos-. Échele un vistazo a la foto. Es como en el refrán: la suerte de una belleza es tan fina como un papel. Creo que tendría que hacer algo por ella.

Este comentario convenció definitivamente a Xiang.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó Xiang-. Sí, ustedes los policías deberían haber hecho algo por ella.

Chen asintió con la cabeza, sin decir nada por temor a interrumpirlo.

– Habrá oído hablar de la campaña de las Escuadras Obreras para la Propaganda del Pensamiento de Mao Zedong y lo que hicieron en las universidades, ¿no? -Xiang continuó hablando sin esperar una respuesta-. Representaban la corrección política durante aquellos años de Revolución Cultural. Una de esas escuadras vino también a nuestro instituto, y amedrentó a todo el mundo con la excusa de reeducar a los intelectuales. El jefe de la escuadra no tardó en recibir un mote que susurrábamos entre nosotros: camarada Actividades Revolucionarias. Se lo pusimos porque hablaba continuamente de su «actividades revolucionarias»: golpearnos, criticarnos y maldecirnos a nosotros, los supuestos «enemigos de clase». ¿Qué podíamos hacer salvo ponerle un mote a sus espaldas?

– ¿Fue Mei el objetivo de algunas de esas «actividades revolucionarias»?

– Bueno, siempre le estaba dando «charlas políticas». Circularon bastantes rumores sobre esas charlas a puerta cerrada, pero, para ser justos con él, nunca vi nada realmente sospechoso. Sus conversaciones no eran demasiado largas, y la puerta no siempre estaba cerrada. De todos modos, Mei se encogía como un ratón delante de un gato. Me refiero a cuando estaba en su compañía, que hacía todo lo posible por evitar.

– ¿Le comentó usted que le preocupaba lo que sucedía?

– No. Habría sido un delito sospechar de esta forma de un miembro de una Escuadra de Mao -respondió Xiang con una sonrisa amarga-. Entonces sucedió algo. No pasó en el instituto, sino en casa de Mei. Apareció un eslogan contrarrevolucionario escrito con tiza en la tapia del jardín. Por aquel entonces había más de diez familias viviendo en la casa, pero el comité vecinal lo consideró un ataque contra el Partido por parte de otro contrarrevolucionario de la familia de Mei. Uno de sus vecinos afirmó haber visto a su hijo con una tiza en la mano, y otro declaró que Mei lo había orquestado todo. Así que el comité se presentó en nuestro instituto. El camarada Actividades Revolucionarias los recibió y formaron un comité investigador conjunto. Una de las tácticas de la investigación consistió en mantener incomunicado al chico: lo encerraron en el cuarto trasero del comité vecinal hasta que estuviera dispuesto a confesar su delito.

– Es horrible -exclamó Chen-. ¿Lo torturaron durante el tiempo que estuvo incomunicado?

– No sé exactamente lo que hizo el comité investigador. El camarada Actividades Revolucionarias pasaba mucho tiempo en el barrio de Mei, iba allí cada día. Sin embargo, a ella no la sometieron a un interrogatorio en una celda de aislamiento, como habían hecho con su marido y como hicieron con su hijo. Mei continuaba viniendo al instituto, y parecía muy preocupada. Hasta que una tarde, inesperadamente, salió corriendo del desván desnuda, tropezó, se cayó por las escaleras y murió allí mismo. Hubo quien dijo que debió de volverse loca. Otros dijeron que se estaba bañando, y que salió corriendo al enterarse del retorno inesperado de su hijo.

– ¿Liberaron a su hijo aquel mismo día?

– Sí, volvió a casa aquella tarde, pero cuando llegó a la puerta del desván, se dio la vuelta y bajó a toda prisa por las escaleras. Según uno de los vecinos de Mei, ésta se cayó al salir corriendo tras él.

– Qué raro. Incluso si la hubiera encontrado en la bañera, el niño no tenía por qué huir, ni ella tenía por qué salir corriendo desnuda.

– Mei estaba muy unida a su hijo. Puede que, loca de contento, perdiera el control.

– ¿Qué dijo el miembro de la Escuadra de Mao sobre su muerte?

– Dijo que había sido un accidente, eso es todo.

– ¿Alguien hizo alguna pregunta sobre las circunstancias en que ocurrió?

– No, al menos no en aquel momento. Yo me había metido en problemas por «envenenar a los alumnos con decadentes clásicos occidentales». Como una figura de arcilla que cruza el río, apenas podía protegerme a mí mismo -explicó Xiang-. Después de la Revolución Cultural, pensé en acercarme a la fábrica en la que había trabajado el camarada Actividades Revolucionarias. Nunca explicó qué hacía en el barrio de Mei. Como jefe de una Escuadra de Mao, se suponía que debía estar en nuestro instituto, no en el barrio de Mei. Entonces, ¿por qué iba allí? Pero vacilé porque no tenía ninguna prueba de peso, y porque mi denuncia podría volver a arrastrar el recuerdo de Mei por el fango. Además, me enteré de que a él también le fueron mal las cosas. Sufrió una sucesión de desgracias, desde perder el empleo hasta ir a la cárcel.

– Un momento. ¿Recuerda el nombre del camarada Actividades Revolucionarias?

– No, pero puedo enterarme -respondió Xiang-. ¿Va a investigarlo?

– ¿Le llamó la atención algo más sobre él?

– Sí, me fijé en otra cosa. Normalmente, la Escuadra de Mao que enviaban a una escuela estaba integrada por obreros de una misma fábrica, pero, en nuestra escuela, el jefe de la escuadra, el camarada Actividades Revolucionarias, venía de una fábrica distinta.

– Sí, parece raro -admitió Chen, sacando un cuadernito-. ¿En qué fábrica trabajaba?

– En la fábrica de acero Número Tres de Shanghai.

– ¿Qué edad tenía él entonces?

– Treinta y muchos, o cuarenta y pocos.

– Lo investigaré -dijo Chen. De todos modos, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho aquel miembro de la Escuadra de Mao, ahora tendría unos sesenta años, y, según Yu, el sospechoso que aparecía en la cinta del club Puerta de la Alegría tendría probablemente unos treinta y tantos-. ¿Alguien hizo algo después de la muerte de Mei?

– Yo quedé destrozado. Pensé en mandar un ramo de flores a su tumba, era lo menos que podía hacer. Pero enviaron su cuerpo al crematorio, y aquella misma noche se deshicieron de las cenizas. No hubo ataúd, ni tampoco lápida. No hice nada por ella mientras vivía, ni tampoco después de su muerte. ¡Qué cobarde tan patético!

– No se torture así, profesor Xiang. Todo esto pasó durante la Revolución Cultural. Hace ya mucho tiempo.

– Hace ya mucho tiempo -repitió Xiang, sacando un disco de una funda nueva-. Musiqué un poema clásico chino en su memoria.

Chen examinó la funda, en la que aparecía un poema de Yan Jidao impreso al fondo. En primer plano se veía una figura difuminada que bailaba ataviada con un vaporoso vestido rojo.

Me despierto con resaca, levanto la vista

y veo la alta balconera

cerrada, con la cortina

corrida. La primavera pasada,

aún reciente el dolor de la separación,

permanecí un buen rato de pie, solo,

entre los pétalos que caían:

un par de gorriones revoloteaban

bajo la llovizna.

Aún recuerdo el momento en que

apareció la pequeña Ping por primera vez

vestida con sus ropas de seda bordadas

con dos corazones,

derramando su pasión

por las cuerdas de una pipa.

La luna brillante iluminaba su retorno

como una nube radiante.

– Mei lo habría agradecido… desde el más allá -sugirió Chen-, si es que el más allá existe.

– Se lo habría dedicado -afirmó Xiang con inesperado rubor-, pero nunca le he hablado de Mei a mi esposa.

– No se preocupe, todo lo que me ha contado será confidencial.

– Va a volver pronto -dijo Xiang, guardando de nuevo el disco en el estante-. No es que sea una mujer poco razonable, ¿sabe?

– Sólo una pregunta más, profesor Xiang. Ha mencionado al hijo de Mei. ¿Se supo algo más de él?

– No se descubrió nada sobre el eslogan contrarrevolucionario. Quedó huérfano y se fue a vivir con algún pariente. Me dijeron que después de la Revolución Cultural ingresó en la universidad.

– ¿Sabe en qué facultad?

– No, eso no lo sé. Han pasado ya algunos años desde la última vez que supe de él. Si es importante, podría hacer algunas llamadas.

– ¿No le importa? Se lo agradecería mucho.

– No tiene por qué agradecerme nada, inspector jefe Chen. Por fin un policía está haciendo algo por ella. Soy yo el que le está agradecido -dijo Xiang con sinceridad-. Aunque hay algo que quiero pedirle. Cuando acabe su investigación, ¿podría darme una copia de esas fotografías?

– Por supuesto, le enviaré las copias mañana mismo.

– «Diez años, diez años, / la nada / entre la vida y la muerte» -añadió Xiang, cambiando de tema-. Creo que podría averiguar más en el barrio de Mei.

– ¿Tiene su dirección?

– Es la famosa mansión antigua de la calle Hengshan. Cerca de la calle Baoqing. Cualquiera que viva en aquella zona podrá indicarle cómo encontrarla. La han convertido en un restaurante. Fui una vez y cogí una tarjeta -explicó Xiang, levantándose para alcanzar una caja de cartón-. Aquí está. La Antigua Mansión.

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