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Chen llegó a la calle Hengshan pasadas las ocho.

Tuvo que recorrer la calle de un extremo a otro varias veces hasta encontrar el comité vecinal. Hacía frío. Debía encontrarlo, se dijo, combatiendo un repentino amago de mareo.

Tras haber establecido la identidad de la primera mujer vestida con un qipao rojo, Chen pensó en enfocar el caso desde una nueva perspectiva.

Pese a la respuesta negativa de Xiang, no se podía descartar la posibilidad de que Mei hubiera tenido otros admiradores, incluso durante la época comunista y puritana que le había descrito. Al fin y al cabo, tal vez el profesor jubilado no fuera un narrador del todo fiable.

El miembro de la Escuadra de Mao podía ser otra vía para la investigación. Quizás el camarada Actividades Revolucionarias se había unido a la escuadra con tal de acercarse a Mei, y eso lo convertía en un posible causante de la tragedia posterior.

Cualesquiera que fueran las posibles hipótesis, Chen tendría que conseguir más información sobre Mei a través del comité vecinal.

El despacho del comité vecinal resultó estar escondido en una sórdida calle lateral situada detrás de la calle Hengshan. La mayoría de casas de la calle eran idénticas: dos plantas de cemento descolorido, casi todas sin reformar, como hileras de cajas de cerillas. Un letrero de madera señalaba un mercado de verduras y hortalizas a la vuelta de la esquina. El despacho del comité oslaba cerrado, pero un vendedor ambulante de cigarrillos que esperaba agazapado cerca de allí le dio el nombre y la dirección de la presidenta del comité.

– Weng Shanghan. ¿Ve la ventana del segundo piso que da al mercado? -preguntó el vendedor, tiritando a causa del frío viento invernal mientras Chen le ofrecía un cigarrillo-. Ésa es su habitación.

Chen se dirigió al edificio y subió las escaleras hasta la segunda planta, donde se encontraba la habitación. Weng, una mujer baja y enérgica de cuarenta y tantos años, lo miró desde la puerta frunciendo mucho el ceño. Debió de confundirlo con algún vecino nuevo que buscaba ayuda. La presidenta del comité sostenía una bolsa de agua caliente en la mano y no llevaba zapatos: andaba por el suelo de cemento gris con los pies enfundados en medias de lana. Era una habitación multiuso, poco apropiada para recibir a visitantes inesperados.

Casualmente, Weng estaba ocupada doblando dinero del más allá a los pies de la cama. Su marido la ayudaba a alisar el papel de plata. Era una actividad supersticiosa, impropia de la presidenta de un comité vecinal. Pero Weng lo hacía para celebrar la noche de Dongzhi, cayó en la cuenta Chen. Él también había comprado dinero del más allá, aunque había quemado el suyo en el templo en honor de Hong. Quizás esto explicara la reticencia de Weng a recibir visitas.

– Siento molestarla a estas horas, camarada Weng -se excusó Chen, entregándole su tarjeta. A continuación le explicó el propósito de su visita, haciendo hincapié en que estaba investigando a la familia Ming.

– Me temo que no podré decirle demasiado -replicó Weng-. Cuando nos mudamos a este barrio, hará unos cinco años, los Ming ya no vivían aquí. En los últimos años ha habido muchos cambios de residentes, sobre todo en la calle Hengshan. Según la nueva normativa, las casas en propiedad se han devuelto a sus antiguos propietarios. Así que algunos volvieron a sus casas, y muchos otros tuvieron que marcharse.

– ¿Por qué no regresó la familia Ming?

– Existía un problema con la nueva normativa. ¿Qué pasaba con los residentes que estaban viviendo en las casas? Es cierto que algunos las habían ocupado de forma ilegal durante la Revolución Cultural, pero seguían necesitando un sitio donde vivir. Así que el Gobierno intentó comprarles los edificios a los antiguos propietarios. Éstos podían negarse, pero Ming, el hijo del antiguo propietario, aceptó. Ni siquiera volvió para echarle un vistazo a la casa. Más tarde la mansión fue reconvertida en restaurante, pero ésa es otra historia.

– Perdone que la interrumpa -dijo Chen-. ¿Cuál es el nombre completo de Ming?

– Déjeme comprobarlo -respondió Weng. Sacó una libreta de direcciones y revisó varias páginas-. Lo siento, no aparece aquí. Le van muy bien las cosas, por lo que recuerdo.

– Gracias -respondió Chen-. ¿Cuánto sacó con la venta de la mansión?

– Las autoridades del distrito organizaron todas las transacciones, nosotros no tuvimos nada que ver en el asunto.

– ¿Consta en alguna parte lo que le sucedió a la familia Ming durante la Revolución Cultural?

– Ya casi no quedan registros de aquella época en nuestra oficina. Durante los primeros años, nuestro comité estuvo prácticamente paralizado. Al parecer, mi predecesora se deshizo del único libro de contabilidad que hubo entre 1960 y 1970.

– ¿Se refiere a la antigua presidenta del comité vecinal?

– Sí, falleció hará cinco o seis años.

– Es fácil olvidar estas cosas -dijo Chen-, pero tengo que hacerle una pregunta. La madre de Ming, Mei, murió durante la Revolución Cultural. Posiblemente a causa de un accidente. ¿Sabe algo al respecto?

– Hace muchísimos años de eso. ¿Por qué me lo pregunta?

– Podría ser relevante para una investigación de asesinato.

– ¡Vaya!

– He oído hablar del inspector jefe Chen -interrumpió el marido de Weng por primera vez, dirigiéndose a su esposa-. Ha participado en varios casos importantes.

– Si sabemos alguna cosa acerca de la familia Ming -explicó Weng-, se debe a una estratagema de Pan, el propietario del restaurante Antigua Mansión.

– Eso puede interesarnos. Cuéntemelo, por favor.

– En cuanto Ming vendió su mansión al Gobierno, Pan le echó el ojo a la casa. Ninguno de los residentes quería trasladarse, y tal vez también había varios compradores potenciales. Así que Pan hizo circular el rumor de que la mansión estaba embrujada, y esas supersticiones se extendieron muy deprisa. Tuvimos que intervenir.

– Tiene muchas responsabilidades, camarada Weng.

– Descubrimos que esas patrañas se remontaban a la época de la Revolución Cultural. Las había difundido la familia Tong, que vivía bajo el desván del garaje. Después de que muriera Mei, los Tong afirmaron haber oído ruidos en la habitación que tenían encima, y pasos en las escaleras. Incluso después de que el hijo de Mei se marchara de allí. Los vecinos de Mei se hacían muchas preguntas sobre su extraña muerte y pensaban que había sido víctima de una injusticia, así que era comprensible que creyeran que su espíritu había vuelto para rondar por la casa, al menos por el desván. Y por eso los Tong consiguieron que les cedieran el «desván embrujado», que nadie más quería.

– Siento interrumpirla de nuevo. Ha mencionado algo acerca de la extraña muerte de Mei.¿A qué se refiere?

– No conozco los detalles. Su familia sufrió mucho durante la Revolución Cultural: tanto su marido como su suegro murieron. Ella y su hijo fueron expulsados de la mansión y tuvieron que alojarse en el desván que había encima del garaje. Un año o dos después de haberse instalado allí, el chico también se metió en líos. Y un día Mei salió corriendo del desván completamente desnuda, se cayó por las escaleras y se mató. Es posible que todas estas penalidades la superaran, y que se viniera abajo. De todos modos, la forma en que murió fue bastante sospechosa.

– ¿Esto ocurrió en verano?

– No, en invierno. Según decían algunos, Mei había salido corriendo de la bañera, pero eso no es cierto. Era imposible que se bañara allí, porque no había ninguna estufa en el desván -explicó Weng, sacudiendo la cabeza-. Pan consiguió asustar a mucha gente con sus historias de fantasmas. No tardó en convencer a todos los residentes, incluidos los Tong, de que la mansión estaba embrujada. Allí habían tenido lugar varios accidentes, y la gente estaba aterrorizada. Pan llegó a un acuerdo con los residentes para que se marcharan a cambio de una compensación económica.

– ¿Descubrió algo más sobre la muerte de Mei durante su investigación?

– Supersticiones aparte, una de sus vecinas aseguró haber oído gruñidos, gemidos y otros ruidos raros en el desván en plena noche, un par de noches antes de que liberaran al chico: antes, pero no después. Los Tong lo confirmaron, y añadieron que además la oían llorar por las noches, aunque contestaron con evasivas cuando les preguntamos qué había pasado después de la liberación del chico.

– ¿Vieron a alguien con Mei en la habitación, a alguien entrando o saliendo de allí?

– Los Tong dijeron haber oído algo que sonaba como el gruñido de un hombre, pero, después de tantos años, no estaban seguros.

– ¿Hay alguien en el barrio que sepa algo sobre la familia Ming, alguien con quien pueda hablar directamente?

– Bueno, la mayoría de residentes de aquella época ya se han trasladado a otras viviendas, como le he explicado. Pero lo investigaré. Con algo de suerte, puede que tenga una lista para usted a principios de la semana que viene. Algunos aún viven aquí, creo.

Puede que Weng encontrara a alguien o puede que no, y quizá le llevara varios días. Y el día siguiente era jueves. Habría una nueva víctima antes del fin de semana.

De todos modos, era evidente que la presidenta del comité vecinal le había contado todo lo que sabía. No tenía nada más que hacer en el barrio esa noche. Se levantó a regañadientes, pero entonces el marido de Weng volvió a intervenir.

– Hay un hombre con el que debería hablar, camarada inspector jefe. Me refiero al camarada Fan Dezong. Antes era el policía de este barrio, ahora está jubilado.

– ¿Ah sí? ¿Cree que podría verlo esta noche? -preguntó Chen. Al igual que los cuadros del vecindario, los policías de barrio solían vivir en la zona.

– Aún conserva una pequeña habitación aquí, pero casi siempre está en casa de su hijo, cuidando a su nieto. Vuelve por las mañanas y durante los fines de semana. Patrulla el mercado por las mañanas.

– ¿Tiene la dirección o el teléfono de su hijo?

– No, no lo tenemos aquí -respondió Weng-, pero seguro que encontrará a Fan mañana a primera hora.

– Entre las cinco y las siete y media -apuntó el marido-. Es muy puntual cuando tiene que patrullar, incluso en invierno, cuando hace más frío. Un policía a la antigua usanza.

– Estupendo. Muchísimas gracias por su ayuda.

El móvil de Chen empezó a sonar. El inspector jefe hizo un gesto de disculpa y pulsó la tecla para hablar.

– Soy Xiang. Aún no sé nada del hijo de Mei, pero recuerdo que ella lo llamaba «Xiaojia». Así que su nombre podría ser Mingjia. A la gente le gusta añadir «xiao», o «pequeño», a los nombres de pila para convertirlos en diminutivos cariñosos, como ya sabe. Además, he encontrado un cuaderno. El nombre del camarada Actividades Revolucionarias es Tian. No trabajaba en la fábrica de acero Número Tres de Shanghai, sino en la Número Uno.

– Es un dato muy importante. No sé cómo agradecérselo, profesor Xiang.

– Haré un par de llamadas más sobre su hijo mañana. Me pondré en contacto de nuevo tan pronto como sepa algo.

Al cerrar de golpe el teléfono móvil, Chen casi olvidó que estaba en compañía de la presidenta del comité vecinal. Se volvió hacia ella, aún confuso.

– Muchísimas gracias, camarada Weng.

– Es un gran honor que nos haya visitado -dijo Weng, acompañándolo hasta la puerta-. Me pondré a buscar lo que me pide mañana a primera hora. Sé que es urgente. Ahora será mejor que pare un taxi en la calle Hengshan, hace frío fuera.

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