9

Lo siento, señorita Ryton. Sencillamente, no tenemos nada para usted.

La cara pálida de la pantalla la miró, inexpresiva. En la placa que había sobre la mesa se leía: paul edwards, consejero de empleo.

Melanie lo miró con incredulidad.

—¡Pero si rellené la solicitud! —protestó—. Me enviaron una carta diciéndome que el empleo era mío, ¿lo ve? —Mostró el fax ante el monitor.

El pálido señor Edwards estudió el documento.

—Me temo que debe de haber un error.

—¿Qué clase de error?

—Evidentemente, hemos enviado más notificaciones de las necesarias. Es usted la tercera solicitante que hemos tenido que rechazar hoy.

«Seguro —pensó Melanie—. ¿Y las demás también tenían ojos dorados?» Estrujó el fax entre sus dedos y preguntó en voz alta:

—¿Qué debo hacer ahora? Me he gastado todo el dinero en el viaje para llegar hasta aquí.

La cara pálida siguió impasible.

—Lo siento. Le sugiero que llame a su familia y les pida que le envíen un pasaje de vuelta. Y ahora, si me disculpa…

La pantalla se oscureció. Melanie se mordió el labio y recogió el equipaje. El traje de lino rosa que llevaba puesto le picaba. Se preguntó si el empleo habría sido para ella de haber llevado lentillas de contacto para ocultar sus ojos mutantes. La discriminación abierta iba contra la ley, por supuesto, pero un trabajo que se evaporaba de pronto debido a un error burocrático… Eso no era discriminación, ¿verdad?

Salió de la cabina de entrevistas y cruzó la enorme estancia, totalmente vacía salvo por un recepcionista, el único ser humano de la oficina de empleo de la convención al que Melanie había visto cara a cara. La muchacha abandonó el santuario protegido por el aire acondicionado y cruzó las puertas de cristal para salir a las calles de Washington, bajo el fuerte calor de aquel mediodía de fines de mayo. Las hojas de los arces que bordeaban la acera permanecían inmóviles, y el aire estaba impregnado del aroma de unas rosas que ya habían pasado su momento de esplendor. Algunos transeúntes caminaban con paso lento ante el edificio, como sonámbulos, agobiados por el calor. Melanie se quitó la chaqueta.

¿Qué iba a hacer ahora? ¿Volver a casa? No. Eso equivalía a admitir su derrota. Había llegado hasta allí, y allí se quedaría. Le demostraría a todo el mundo que podía cuidar de sí misma. Contuvo el impulso de echarse a llorar de frustración y abatimiento. Vio un quiosco en una esquina e invirtió algunas de las preciadas fichas de créditos que le quedaban comprando una impresión de los anuncios de trabajo. Seguro que en Washington habría alguno adecuado para ella.


Michael siguió con la vista a Kelly cuando ésta, desnuda, cruzó el dormitorio para coger un caramelo. Aunque habitualmente admiraba el espectáculo de su esbelto cuerpo en movimiento, esa noche se sentía irritado.

—¿Por qué tienes que irte un mes? —preguntó, enfadado.

—Mi padre ha alquilado una casa en Lake Louise para julio y agosto —respondió Kelly, ofreciéndole un caramelo al tiempo que se llevaba otro a la boca.

—No sabía que fueras tan amante del aire libre —replicó Michael, rechazándolo con un gesto de la cabeza.

—No lo soy —respondió ella con una sonrisa—, aunque no me vendrá mal un tiempo menos caluroso.

—No vayas.

—Tengo que hacerlo. De veras, Michael, apenas será un mes. Quien te oiga pensará que me marcho para siempre.

—Tu padre sólo pretende separarnos.

Michael se levantó de la cama y se puso a andar por la habitación.

—Estás paranoico. Debería ser yo quien estuviera preocupada, después de conocer a tu «encantadora» prima.

—¿Jena? —Michael evocó por un instante el aroma de su perfume almizclado y la calidez de su mano al asirle por el brazo. Colérico, reprimió el recuerdo—. No seas ridícula. Además, ya te dije que no debíamos ir a esa fiesta. Y sigo pensando que intentaba someterte a una violación mental.

—No seas tan melodramático. —Kelly volvió a echarse sobre las almohadas—. Me dio un mareo, eso es todo. Además, me dijiste que Jena era telequinésica.

—Esto tenía entendido.

—Bien, sea lo que sea, no me gusta. Jena es demasiado amistosa, y está demasiado interesada por ti.

—Eso es cosa del clan —afirmó Michael—. No te preocupes. Te aseguro que ese sentimiento no es mutuo.

—Está bien —asintió Kelly con una sonrisa—. Y yo he satisfecho mi curiosidad por las fiestas de mutantes durante mucho tiempo. Quizá para toda la vida.

—Pero, aun así, te vas a Lake Louise, ¿no?

—Ajá. —Kelly dejó el caramelo en la mesilla y alargó los brazos hacia Michael—. Y ahora, dame algo que me haga desear volver.


Benjamin Cariddi abrió la puerta de su despacho con la llave láser, que abría también el escritorio. A una sencilla orden, la pantalla surgió de su interior como si brotara una flor electrónica. Consultó el cronógrafo de mesa: eran las once en punto de la noche. Marcó un código con un prefijo enmascarador. La pantalla llamó tres veces hasta obtener respuesta.

—¿Ben? —inquirió una sonora voz de barítono. La pantalla también permaneció oscura al otro lado de la línea, pero Benjamin había visto aquel rostro tantas veces que hubiera podido dibujar sus facciones.

—¿Quién, si no?

—¿Ha habido suerte?

—Dos quinceañeras y una de trece.

—¿Todas fértiles?

—Por supuesto.

—Bien. Ya conoces el procedimiento.

—Desde luego. Me estoy quedando sin Narcodane.

—Tendrás otro maletín por la mañana… —Hubo una pausa. Benjamin adivinó la siguiente pregunta antes de que la voz la formulara—. ¿Alguna mutante en el grupo?

—No.

—Bien. Sigue buscando.

—Siempre.


James Ryton trató de detenerse, pero sus piernas parecían obligarle a caminar, sin atender a sus órdenes. De la cocina a la puerta principal, de allí al salón, de la pantalla de la pared a la ventana, deambuló por la estancia cruzando arriba y abajo la moqueta azul. Su esposa le observaba desde el sofá, con la cara pálida y una mirada inescrutable. El hombre encendió la pipa, contempló cómo se apagaba y la volvió a encender, pero no dio ninguna chupada. ¿Debía llamar a alguien? ¿A la policía? ¿A Halden?

—James, me estás mareando —dijo Sue Li.

Ryton se volvió hacia ella con la sensación de que un centenar de voces airadas cantaban en su cabeza.

—Ninguna nota. Ningún mensaje. No sé qué hacer.

No recordaba haberse sentido tan indeciso, tan desamparado, en ningún momento de su vida.

—Esperemos a que vuelva Michael. Quizás él sepa algo que nosotros ignoramos.

—¿Y si no es así?

A Ryton le latía la cabeza. Volvía a experimentar sus arrebatos mentales, y la cacofonía clariauditiva le producía un intenso dolor de cabeza. Aquellos malditos ataques, comparables a una migraña con ecos, solían asaltarle cuando se sentía agitado. Su padre también los había sufrido y, antes que él, su abuelo. Una vocecilla le susurraba a Ryton que aquél era el primer paso en el lento camino a la locura que tantos de sus antepasados habían recorrido. ¿Acabaría sus días farfullando incoherencias en una habitación cerrada, atormentado por los ecos lejanos de su propia clariaudición? Apartó de su mente tal pensamiento, suplicando tener una muerte rápida, y se volvió otra vez hacia su esposa.

—Entonces decidiremos qué hacer —respondió ésta.

—No sé cómo puedes estar tan tranquila.

De pronto, se sentía irritado con ella por su actitud impasible, por la frialdad de sus gestos. Sue Li y su cara búdica…

—Sólo lo parezco. ¡Claro que estoy preocupada! Pero no tiene sentido que entre los dos terminemos por agujerear la moqueta de tanto ir de aquí para allá. —Sue Li hizo una pausa y añadió—: Déjame poner los cánticos. Seguro que te ayudan a aclararte la cabeza.

—¡No! ¡Nada sirve!

James sabía que ni siquiera los cánticos del clan podrían reconfortarle ni silenciar el coro griego antifonal que profería alaridos dentro de él. Los tranquilizantes, aunque tal vez le aliviaran, le dejarían sumido en un sopor indeseable. El hombre se sentía como si estuviera caminando sobre el suelo de un ruidoso horno de convección que funcionara a plena potencia. Se aflojó el cuello de la camisa.

La puerta principal se abrió con un siseo y Michael entró en la casa.

—Mamá, papá… —Tras una pausa, preguntó—: ¿Qué sucede?

—Michael, ¿te dijo algo tu hermana respecto a un trabajo de verano en Washington? —preguntó Ryton con voz grave.

—¿Mel? No. Pensaba que estaba con la prima Evra.

—Nosotros también —dijo Sue Li.

—¿Y no está con ella?

James Ryton movió la cabeza en gesto de negativa y explicó:

—Hemos llamado a su casa hace unas horas. Evra está de visita en casa de su hermana en Colorado. No han visto a Melanie desde que empezaron las vacaciones en el instituto. —Notó cada vez más fuerte el rugido de su cabeza y se dejó caer pesadamente en el sillón—. Finalmente encontramos un mensaje en la pantalla. Sin dirección. Sólo una nota en la que dice que se pondrá en contacto con nosotros cuando se haya instalado.

—¿Habéis mirado en su habitación?

—Claro. Sólo se ha llevado algo de ropa. Todo lo demás sigue allí.

—¿Y el dinero? ¿Sus fichas de crédito…?

El padre hizo un gesto de enfado. No había pensado en aquel detalle. Se volvió a su esposa.

—¿Lo has buscado tú?

—No.

—¿Dónde lo guarda?

—En el tercer cajón del escritorio.

Michael subió los peldaños de dos en dos, pero ya antes de llegar a la habitación supo que encontraría vacío el cajón. Volvió abajo moviendo la cabeza en un gesto de negativa.

—No está.

—¿Podría haberlo escondido Jimmy? —apuntó Sue Li.

James Ryton intentó contener la cólera. Jimmy dormía y su padre estaba seguro de que no tenía nada que ver con aquello. No veía razón alguna para despertarlo. Todavía no.

—Por supuesto que no.

—Así que, finalmente, Mel lo ha hecho. —Michael esbozó aquella extraña sonrisa que tan poco le gustaba a su padre. El joven apoyó la espalda en la pared y cruzó los brazos sobre el pecho—. Bien por Mel.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero, papá, a que deberías haber visto que esto iba a suceder. Mel lleva mucho tiempo queriendo demostrar su independencia.

—¿Por qué no nos lo decías?

—Pensaba que lo sabíais. Además, nunca creí que llegara a hacerlo de verdad.

Ryton se acercó a la pantalla de mensajes.

—Tenemos que llamar a la policía. Y a Halden también.

—Han de pasar veinticuatro horas para denunciar una desaparición.

—Lleva fuera todo el fin de semana.

—¿No tendrá Kelly alguna idea de dónde puede haber ido? —inquirió Sue Li sin alzar la voz.

—No lo sé. Anoche no me comentó nada —declaró, mirando a su padre con gesto desafiante.

—Así que eso era lo que estabas haciendo…—replicó Ryton, mortificado. Michael no dijo nada—. Bien; mañana por la mañana, lo primero que harás será llamar a esa chica, por si Mel se pone en contacto con ella.

—Lo haré, aunque de poco servirá. Los McLeod se marchan a pasar un mes fuera.

Ryton miró a Michael, buscando en vano una sombra del niño que había sido. Sus hijos estaban creciendo, convirtiéndose en extraños de rostro frío, escapando. El mundo se estaba volviendo loco. Alargó la mano hasta el teclado de la pantalla y marcó el código de Halden. La pantalla siguió a oscuras, con su verde intenso. Al cabo de un minuto, respondió el audio del aparato, sin imágenes.

—Halden, aquí James.

—¿Algún problema?

La voz de Halden sonaba apagada, sarrosa.

—Me temo que sí. Mi hija ha desaparecido.

La pantalla se llenó de nieve, que se solidificó en el rostro de Halden, desgreñado y medio dormido. Halden apartó la vista de la pantalla un instante, como si contestara a un comentario de alguien que quedaba fuera de campo. Zenora, lo más probable. Cuando volvió a mirar, tenía una expresión ceñuda.

—¿Una fuga?

—Eso parece. Nos mintió con la excusa de una fiesta y ha dejado un mensaje diciendo que tenía un empleo en Washington.

—¿Cuánto tiempo lleva fuera?

—Dos días.

Halden soltó un silbido sin tono.

—¿Por qué has esperado tanto para llamarme?

—Creíamos que estaba en casa de Evra.

—Ya te advertí que Melanie se sentía desgraciada.

Ryton notó que perdía el dominio de sí.

—Todos sabemos que es desgraciada, Halden, pero ¿qué demonios se puede hacer por ella? Además, no te he llamado para que me sueltes un discurso sobre cómo cuidar a los hijos.

—Tienes razón, James —asintió Halden—. De nada sirve hablar de eso ahora. ¿Podría ser un empleo legal?

—Lo ignoro.

—Haré correr la voz. ¿Te das cuenta de lo difícil que será encontrarla, sobre todo siendo una nula?

—Sí, sí —respondió Ryton, impaciente—. Soy plenamente consciente de las limitaciones de la red telepática. Incluso nosotros estamos limitados.

—Por no hablar de la disfunción de Melanie, que actuará casi de pantalla protectora.

—Entonces, buscad un espacio en blanco que rechace nuestros esfuerzos. Sin duda, es la mejor descripción posible de Mel.

Ryton escuchó el jadeo de Sue Li, su susurrada exclamación de espanto al oírle. Halden hizo una mueca.

—James, comprendo que estás bajo una tensión tremenda, pero si así es como hablas de tu hija, no me sorprende que se marchara sin previo aviso.

—Lo siento, Halden. Todo esto me tiene muy inquieto. Mel no es más que una niña.

—¿Conoces a alguien en Washington?

—No. Espera…, ¡sí! En el despacho de Jacobsen.

—Te sugiero que te pongas en contacto mañana, a primera hora. Tan pronto como sepa algo, te lo haré saber.

La pantalla se oscureció. Ryton se volvió hacia su familia. Sue Li tenía los labios apretados en una expresión que su marido sabía que anunciaba problemas. Michael fruncía el entrecejo, sonrojado.

—¡Joder, papá! Tío Halden tiene razón. ¡Eres increíble! —Michael sacudió la cabeza.

—¡No uses esas palabras en mi presencia!

En la cabeza de James Ryton, las voces reanudaron su discusión. El hombre se frotó la frente con gesto cansado.

—Apuesto a que la seguridad de Mel te preocupa menos que los comentarios que levantará el asunto en la próxima reunión del clan.

—¡Michael! —exclamó Sue Li, estupefacta.

Ryton volvió a experimentar punzadas de dolor como latidos. Las palabras de su hijo eran sólo una voz ruidosa más que se añadía a su tortura.

—¡No seas ridículo!

—Michael —insistió Sue Li—; tu padre está trastornado, y ya sabes que cuando se pone nervioso le dan los arrebatos mentales.

—Sí, ya lo sé. Pero también sé que mi hermana está por ahí, tal vez metida en problemas, y lo único que sabéis hacer es acudir gimoteando a tío Halden.

—¡Ya basta, Michael! —exigió Sue Li.

James Ryton se alejó de los dos y se dirigió al baño. Tenía que tomar algo para detener el ruido, el dolor.


Las luces del cine se amortiguaron y dieron paso de nuevo a los anuncios. Las imágenes, ahora familiares, de la Estación Luna llenaron la pantalla. Mel ya las había visto tres veces. Casi podría repetir de memoria el texto. La Estación Luna parecía un lugar interesante de visitar: las pequeñas cúpulas, la gente sonriente con sus trajes de color azul reluciente. Incluso las máquinas que manejaban parecían extrañas y exóticas. Quizás en la Luna no le importara a nadie si una era mutante. Tal vez viajara allí algún día. Se envolvió en la chaqueta, soñolienta. El cine estaba casi vacío. Probablemente, podría quedarse allí toda la noche. La maratón de películas de Hyde Rider duraría hasta el mediodía siguiente. Entonces decidiría qué hacer. Tal vez utilizar el número de crédito de su padre y tomar el monorraíl a Denver. Quizás buscar un empleo. Al menos, no había nadie diciéndole lo que debía hacer o cómo hacerlo. Cayó en un ligero sopor y soñó que flotaba bajo una cúpula, con unas cintas rosas atadas a los tobillos como si fuera un globo.

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