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«El invierno es la estación de los mutantes», se dijo Michael Ryton, cerrando de un portazo la cabaña de la playa.

La época más fría del año era el momento de su reunión anual. En cierto modo, parecía lo más adecuado, sobre todo aquel año.

El viento de diciembre levantaba la arena, que azotaba sus mejillas rubicundas y apartaba de su frente los cabellos rubios y finos, que ondeaban como un brillante estandarte bajo la luz crepuscular. Tras las gafas oscuras, los ojos le lagrimeaban a causa del frío.

—¡Por fin apareces, Mike! —exclamó Melanie, su hermana, al tiempo que salía de la cabaña dando un traspié, envuelta casi hasta las cejas en la bufanda que había tejido su madre durante la reunión del año anterior. La morena Melanie siempre andaba tropezando con todo—. Son las cuatro. Llegas tarde a la reunión. La han retrasado en espera de que aparecieras.

—¡Maldita sea! Vamos.

Michael se tragó su irritación. Su hermana no tenía la culpa de que tuvieran que acudir cada invierno a Seaside Heights, ni de que tuvieran que alojarse en aquellos desvencijados apartamentos, difíciles de calentar, de los que colgaban generaciones de pintura en tiras pardoverduscas.

En realidad, se trataba de unas cabañas construidas sesenta o setenta años antes para norteamericanos de primera y segunda generación, que en agosto escapaban de los sofocantes cañones de las calles de Nueva York en busca de la costa de Nueva Jersey. Sin embargo, ahora los veraneantes habían desaparecido y las playas estaban desiertas.

Estaban en diciembre. Su mes.

Se encaminó hacia la casa donde debía celebrarse la reunión, mientras Mel avanzaba trabajosamente por el sendero lleno de hierbas altas, esforzándose por seguir la marcha de sus largas zancadas. Aun sin arena y matojos que le dificultaran el paso, no era, ni mucho menos, la chica más garbosa que Michael había conocido. Evocó a Kelly McLeod, su manera de moverse y de echar la cabeza hacia atrás al reírse, sus cabellos negros formando una melena reluciente. Ella sí que tenía gracia. Michael no la había visto tropezar jamás. Pobre Mel. Si no hubiera estado tan enojado por tener que acudir allí, tal vez habría sentido lástima de ella. Era la única nula del clan. Con eso ya tenía suficiente pena para toda la vida.

Doblaron la esquina, caminando contra el viento con los ojos entrecerrados para evitar que les entrara arena, y continuaron avanzando ante otra hilera de cabañas hasta divisar las tejas de madera azules de la casa de reuniones, el edificio más grande de la urbanización. Michael abrió la contrapuerta de aluminio, y Mel estuvo a punto de derribarlo al resbalar aparatosamente antes de detenerse tras él en precario equilibrio. Michael le dirigió una breve mirada piadosa por encima del hombro, sabiendo lo que se preparaba. Hizo una profunda inspiración y entró.


El rótulo de la pantalla del mostrador anunciaba en parpadeantes letras amarillas el siguiente mensaje: «Llamada pendiente.» Andie Greenberg levantó la vista de la pantalla que tenía enfrente y se pasó las manos por los cabellos de un color rojo oscuro. El mostrador de recepción estaba vacío. Caryl debía de haber salido un momento. Andie suspiró. Tendría que contestar la llamada ella misma, ya que Jacobsen estaba esperando al senador Craddick. La conferencia del Club de Exploradores tendría que esperar. Salvó y borró la información que aparecía en la pantalla; luego pulsó el botón que daba paso a la llamada.

La pantalla permaneció oscura, lo cual significaba que el comunicante hablaba desde un teléfono público o que había enmascarado voluntariamente la llamada. Andie notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—¿Es el despacho de Jacobsen? —gruñó una voz ronca de hombre.

—Habla usted con el despacho de la senadora Jacobsen —confirmó con su voz más helada de abogada—. Por favor, exponga su asunto.

—¿Hablo con Jacobsen?

—No. Soy Andrea Greenberg, su ayudante administrativa.

—Será mejor que esa maldita perra mutante se ande con cuidado. Estamos hartos de que esos monstruos traten de decirnos lo que debemos hacer. Cuando acabemos con ella, deseará no haber nacido…

Andie cortó la comunicación y respiró profundamente un par de veces, obligándose a recobrar la calma. A aquellas alturas ya debería estar acostumbrada a las amenazas.

El zumbador de la línea privada de Jacobsen se apagó. Andie pensó que seguramente había interceptado la llamada. La pantalla se iluminó, mostrando una vista del santuario de la senadora, que apareció sentada tras el escritorio de palisandro con su cabello de oro y su aire misterioso. Sus ojos dorados miraban desde la pantalla con expresión solemne.

—¿Era Craddick?

—No —respondió Andie, tratando de parecer despreocupada.

—¿Otra amenaza? —La voz de contralto de Jacobsen tenía un tono más grave de lo habitual.

Andie asintió.

—¿Cuántas van este mes?

—Catorce.

—Supongo que debería sentirme desatendida —comentó la senadora con una sonrisa helada—. Cuando accedí al cargo, ése era el promedio normal de llamadas cada semana. Deben de empezar a aburrirse. No permita que la alarmen, Andie.

—Ya lo sé. No me dejaré asustar.

La ayudante se sonrojó. Jacobsen asintió y cortó la comunicación, desapareciendo de la pantalla. Andie pensó que aquel asunto de los mutantes inquietaba a mucha gente. Precisamente por eso había decidido trabajar para Jacobsen. Si mutantes y no mutantes no aprendían a colaborar, nunca desaparecería aquel temor a lo desconocido.

En ese momento llegó el carrito del correo, haciendo sonar el timbre. Del carrito saltó V. J., con sus trenzas de color zanahoria ondeando a la espalda, y depositó una saca de correo sobre el escritorio de Andie.

—¿Te has enterado de lo de Seth?

—No. ¿Qué ha sucedido?

—Una carta bomba dirigida a la senadora ha estallado prematuramente. De haberlo hecho aquí, habría dejado esto hecho cisco. Así, en cambio, el único que ha quedado hecho cisco es Seth. La sala de cartería no ha sufrido grandes daños. Esas paredes de acero pueden soportar una pequeña cabeza nuclear.

Andie advirtió que tenía la boca abierta. La cerró y tragó saliva dolorosamente.

—¡Dios mío! Pensaba que allí había detectores de metales. ¿Qué ha sucedido con los rayos X?

—Alguien debe de haber tenido un ataque de creatividad.

—¿Dónde está Seth?

—Lo han trasladado al hospital de las Hermanas de la Caridad. Creo que conseguirán salvarle la mano.

—¿Cuándo ha sucedido?

—Esta mañana. Ahora hay que llevar cuidado con esas cartas —añadió V. J. dirigiendo una mirada de soslayo al correo. Luego se encaminó a la puerta, subió de un salto al carrito y se marchó.

Andie la siguió con la mirada sin ver nada. Incluso con la moderna tecnología regenerativa, lo más probable era que Seth no recuperara nunca el uso completo de la mano. «Y el pobre es…, ¡era tan buen pintor!», pensó tétricamente. Dos de sus acuarelas acrílicas, en escarlata y azul, decoraban las paredes de su apartamento. ¡Pobre Seth! ¿Una víctima del odio a los mutantes? ¿O de los mutantes y su deseo de obtener un escaño en la arena pública?

¿Y qué hacía ella allí? ¿Sería la siguiente en abrir una carta bomba, o en recibir una bala dirigida a su jefe? ¿Estaba loca? Quizá debería haber seguido el consejo de su madre, y haberse dedicado a ejercer de abogada defensora al salir de la facultad.

No. Había tomado la decisión acertada. Andie recordó la ilusión con que había solicitado el empleo. Trabajar con la primera senadora mutante en la historia del Congreso representaba un honor. Era una feroz defensora de la causa de la integración, ¿y qué mejor lugar para ella que estar allí, como mano derecha de la honorable Eleanor Jacobsen? La senadora le resultaba fascinante: medio santa, medio guerrera, y totalmente enigmática tras aquellos ojos dorados. Andie la admiraba con una intensidad que rozaba la adulación. Liberándose de su momentánea depresión, pulsó el botón del intercomunicador. Tenía que informar a Jacobsen acerca del asunto de la bomba.


—El plazo es absolutamente inaceptable, señor McLeod. Usted sabe que no podemos construir un generador Brayton de circuito cerrado y tenerlo preparado para despegar en menos de seis meses. Imposible.

La voz de James Ryton resonó en la sala de reuniones. Pese a su irritación, Bill McLeod mantuvo el rostro impasible. Sabía que no debía echar a perder las negociaciones en aquel punto, pues había dedicado muchas horas a preparar el asunto. Se recordó que su cargo de asesor de la NASA era una ganga; muy pocos pilotos retirados de las Fuerzas Aéreas gozaban de la clase de relaciones que él tenía. De todos modos, ¡ah!, lo que hubiera dado por estar en su casa con los pies en alto, o en la pista del aeródromo, trabajando en su viejo ultraligero Cessna. El armazón naranja necesitaba un buen lijado. Tomó un sorbo de café frío y se limpió el bigote con una servilleta para darse tiempo a pensar.

Ryton era un negociador duro. Y su expresión irritada de mutante no ayudaba a mejorar las cosas, pues le daba un aire de estar haciéndole un favor por el mero hecho de presentarse a la cita. Sin embargo, el grupo de Ryton tenía los mejores ingenieros de transmisiones de aquella parte del mundo. Había algunos mejores en Leningrado y Tokio, pero Ryton estaba más cerca y McLeod tenía que convencerle del proyecto de colector solar. O, más bien, el gobierno tenía que convencerle. Y Ryton también lo sabía.

—Bien, señor Ryton, ¿qué le parece nueve meses?

Esperó la respuesta. Se hizo el silencio mientras ambos hombres se observaban con cortés ferocidad.

—Quince.

—¿Doce?

—Trato hecho.

McLeod se permitió un suspiro de alivio. La culpa era de aquellas condenadas normas gubernamentales. Desde lo sucedido en Groenlandia, la NASA había sido sometida a una revisión minuciosa de sus medidas de seguridad. De no ser por la Estación Luna franco-rusa, probablemente todo el proyecto de colector solar ya habría sido descartado. McLeod sabía que, después de lo de Groenlandia, todos los administradores de la NASA habían elevado una muda plegaria de agradecimiento por la existencia de la base lunar.

Pero, pese a todos los trámites y papeleos, la NASA necesitaba tener el generador dispuesto para el despegue en el plazo de nueve meses. Gracias a Dios, Ryton tenía fama de adelantarse considerablemente en los plazos de entrega. Contando con los retrasos y la controversia sobre la Estación Luna, la perspectiva de los doce meses era realista.

Concluido el asunto, McLeod estrechó la mano del mutante, quien pareció aceptar de mala gana el contacto. Tenía una palma cálida, casi caliente, pero seca. «Es extraño —pensó McLeod—, parecen tan fríos a pesar de esos ojos dorados y la piel de color miel… » Sólo Dios sabía cuál era su temperatura corporal. Resultaba difícil no verlos como bichos raros. Sabía que ahora se consideraba de mal gusto llamarles así, pero ¿eran realmente humanos? Y a él, ¿de veras le gustaba ver a su hija rondando con uno de ellos?


Kelly McLeod dejó el deslizador en el camino particular de la casa y se colgó al hombro la mochila escolar, deslizando las correas sobre el plástico rojo del anorak. Las luces del jardín tenían un aire cálido y acogedor bajo el anochecer azul, y sus reflejos ámbar bañaban la nieve que coronaba los setos.

Abrió la puerta, dejó la mochila en el vestíbulo y colgó el anorak en el perchero. Vio a su madre sentada en el sofá, visionando una revista en la pantalla familiar, y observó el vaso medio vacío sobre la mesilla. Los efluvios del vermut se mezclaban con el aroma de la comida caliente.

Kelly esperó que sólo fuera el primer martini. Por lo general, Joanna McLeod no empezaba a beber hasta que se había puesto el sol. Era una costumbre que había adquirido desde su regreso de Berlín, el año anterior. De Alemania a Nueva Jersey. ¡Vaya fracaso! Kelly no culpaba a su madre por beber. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por lo que a Kelly se refería, los barrios residenciales no eran más que una enorme alfombra de césped verde, el lavado del coche, las clases de natación y los juegos de ordenador. En una palabra: el sueño americano. Sus sueños de muchacha la llevaban a otra parte, aunque aún no estaba segura del destino final.

—Hola —saludó, disponiéndose a escapar escalera arriba a su habitación.

—¡Ah, Kelly! —Su madre apartó la mirada de la pantalla, sonrió y echó un vistazo al reloj con gesto consternado—. ¡Dios mío! ¿Qué hora es?

—Tranquilízate. Lo más probable es que papá esté en el hangar del aeródromo, jugando con su ultraligero.

—Tienes razón. Tenía una reunión a la una, pero no puede haber durado tanto, ¿verdad? Desde que se jubiló de las Fuerzas Aéreas, negociar esos contratos del gobierno se ha convertido más en un entretenimiento que en un trabajo.

Su madre sonrió otra vez, frunciendo la nariz. Kelly deseó haber recibido una naricita respingona como la suya en sus cartas de mano de la partida genética, pero era Cindy quien parecía haber heredado toda la radiante belleza rubia de su madre.

—Ha llamado Michael Ryton, querida. Dijo que volvería a intentarlo más tarde. Quería hablarte de eso.

—¿De qué? —Kelly vio que se avecinaban problemas.

—Tu padre está un poco preocupado por tu amistad con él.

—Ya me lo figuro. ¿Y tú?

—Bueno, Michael parece buen chico, pero…

Kelly exhaló un suspiro e imitó la voz de un ordenador:

—Representante de curso en Cornell, miembro del equipo de tenis, ganador de la beca Merton, licenciado con honores, socio más joven de Ryton, Greene y Davis, Ingenieros…

—Sí, todo eso ya lo sé. —El tono de su madre era de ligera impaciencia—. Lo que dudo es que sea buena idea que te hagas tan amiga de alguien mucho mayor que tú. Ni siquiera has terminado aún la enseñanza media.

—¡Oh, mamá, vamos! Papá y tú me arrojasteis prácticamente en brazos de Don Korbel cuando vino de Yale la última Pascua, sólo porque es hijo de un viejo camarada de armas de papá. La edad de Michael te trae sin cuidado. Estás preocupada porque es un mutante.

Su madre se revolvió, avergonzada.

—Bueno, nosotros hemos visto muchos más mutantes que tú. Son muy reservados, muy cerrados en su clan. Y muy extraños. Los hemos visto pasar flotando junto a la orilla del mar, o lo que quiera que hagan para conseguir elevarse en el aire. Se mantienen apartados de los demás, y tengo miedo de que te hagan daño.

—Cindy tiene una amiga mutante.

—Sí, pero Reta es de la misma edad que tu hermana…, y del mismo sexo.

—¡Así que se trata de eso! —Kelly tuvo ganas de reírse—. Debería haberlo adivinado. Pues en Alemania no parecías tan preocupada porque saliera con aquellos soldados… Y eran mayores que Michael —añadió, haciendo una pausa para ver el efecto que producía su dardo—. No empieces ahora a preocuparte por mí. Sé cuidarme. Michael es un chico muy simpático y tres veces más interesante que los pelmazos de esa escuela de subnormales donde me habéis metido.

—Estoy segura de que es… —La madre alargó la mano, tomó el vaso y dio un largo sorbo—. Sólo estamos preocupados por ti, no pareces muy feliz.

La exasperación empezó a corroer el autocontrol de Kelly. Lo último que deseaba era ponerse a discutir aquel tema con su madre y plantear preguntas que ni siquiera ella podía responder.

—Lo sería mucho más si dejaras de intentar controlar mis amistades —respondió—. ¿Por qué no te preocupas también de Cindy? —Miró a su madre con enfado y añadió—: No te molestes en contestar, ya lo sé: porque Cindy siempre es feliz. ¡Qué suerte tiene!

—Kelly, yo… —Su madre interrumpió la frase al oír cerrarse la puerta principal—. Ahí está tu padre. ¿Por qué no vas arriba un rato hasta la hora de cenar?

No era una sugerencia amable.


James Ryton continuó sentado en la helada sala de reuniones, con los brazos cruzados, aguardando con impaciencia el final de la reunión. Si McLeod no terminaba pronto la exposición, llegaría tarde a la reunión anual del clan; había un trayecto de dos horas hasta la costa. La propuesta, por supuesto, era desquiciada. Aquellos normales nunca hacían previsiones. No era extraño, pues, que su grupo de ingenieros estuviera ocupado constantemente en contratos gubernamentales. Las cifras de las medidas de seguridad añadidas no hacían sino empeorar el asunto.

—Transmitiremos el papeleo a su oficina mañana por la mañana —dijo McLeod, apagando la pantalla de la sala.

—Bien. Cuanto antes podamos empezar, mejor.

Estrechó la mano de McLeod, asintió y se dirigió a la recepción, enmoquetada en rosa. Pensó que aquellas negociaciones cara a cara eran una maldita pérdida de tiempo, pero las normas gubernamentales las exigían. Era exasperante, teniendo en cuenta que en su despacho disponía de una excelente pantalla de conferencias, instalada precisamente para tratar asuntos como aquél. Era una estupidez. Un despilfarro.

La estupidez y el despilfarro le sacaban de quicio. Y los normales parecían especialistas en ambas cosas.

Tomó nota mental de dejar que Michael llevara las futuras negociaciones. Quizás pudiera confiar por completo la tarea a su hijo, ya que tanto le gustaba hablar con los no mutantes.

Ryton pensó de nuevo en el muro que deseaba construir en torno a su hogar, su familia y su vida. Todo había empezado con la violencia de los noventa. Los asesinatos. ¡Ah! Entonces él era un joven estúpido e idealista, inquieto y optimista. Pero Sarah, al morir, se había llevado consigo todo aquello. Su bella hermana había sido violada y apaleada.

Tiritando bajo el aire de diciembre, Ryton montó en su deslizador. «Los estúpidos que mantienen un contacto innecesario con los normales se buscan problemas», pensó. Los mutantes no habían sido aceptados nunca. Y nunca lo serían.

Desde luego, era inevitable cierta relación con los no mutantes, pues ellos controlaban la economía, el gobierno y las escuelas. Pero resultaban lamentables sus quejosas y gimoteantes emociones, que se adherían a él como telarañas cada vez que se adentraba en su mundo. Él trataba de encubrir su clariaudiencia cuanto podía, pero siempre se producía alguna filtración. Con un suspiro, Ryton dirigió el deslizador hacia la vía de acceso a la autopista.

Aquellos normales eran gente pequeña, con pequeñas preocupaciones e intereses despreciables. Temerosos de la diferencia, de la otredad. Si un día despertaba y descubría que todos ellos habían desaparecido, no los echaría de menos. Ya le habían quitado demasiado: su juventud, su confianza, y a Sarah. No, nunca echaría de menos a un mortal. Jamás.

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