15

Michael contempló con ojos hambrientos una gruesa ciruela de color vino tinto que colgaba de una rama en el jardín delantero. Algunas de las mejores frutas maduraban en septiembre. Arrancó la jugosa esfera y abrió la puerta.

La casa estaba vacía. Dio un buen mordisco a la fruta, se detuvo para colgar su bolsa del gimnasio y luego puso en marcha el monitor de recepción de correo. Encontró el habitual surtido de consultas y contratos, y tomó nota mental de concluir las negociaciones con Haytel al día siguiente. La luz del mensáfono continuó parpadeando. Pulsó el botón correspondiente y en la pantalla cobró vida la imagen de su madre.

—Volveremos a casa dentro de dos días —dijo ésta—. Parece que los ataques de tu padre remiten, pero necesita más descanso. Nos veremos el martes.

Michael terminó la ciruela y arrojó el hueso al triturador de basura situado junto a la puerta. Hasta entonces había pensado que su padre aún era demasiado joven para empezar a padecer ataques, pero era evidente que se había equivocado. ¡Qué mezcla de plagas y bendiciones significaba la condición de mutante…!

Entró en la cocina y echó un rápido vistazo a las existencias de la despensa. Escogió unos burritos con hongos shoki y cerdo liofilizado. El frigorífico-convector se puso en marcha. Cuando sonó el timbre, hizo levitar los paquetes descongelados hasta el horno de convección, preparó el reloj y los dejó cocer tres minutos. Mientras ponía la mesa, se preguntó cómo sería no tener más que las manos para hacerlo todo. Muy lento. Seleccionó una bebida del bar y dio cuenta de ella mientras esperaba a que la comida estuviera hecha.

Pulsó el control automático de la pantalla de la cocina para que fuera pasando canales cada diez segundos. La pantalla, obediente, fue saltando de programa en programa: bailarines con el cuerpo pintado de negro y amarillo; películas antiguas, de hacía al menos veinte años, llenas de anticuados automóviles, ensaladas de tiros y mujeres chillando; debates políticos en los cuales unos periodistas vestidos con sombríos trajes grises de noticiario cubrían los acontecimientos mundiales veinticuatro horas al día; el canal de compras a distancia, que ofrecía imágenes caleidoscópicas de deslizadores, casas flotantes, viviendas en una urbanización de la Estación Luna, extensores corporales mecánicos, clips de orgasmo a energía solar y servicios especiales de cirugía plástica. Michael vio que la oferta de la semana era el realce de barbilla.

Dio un bocado a un burrito y saboreó el ardor de los pimientos picantes en la lengua. Lo que deseaba de verdad era ver a Kelly, pero ésta se encontraba de viaje con su padre por asuntos de negocios y no volvería hasta el fin de semana. Por eso estaba colgado con el vídeo. Por lo menos, Jimmy se había ido a pasar la noche a casa de unos primos.

Con los pies en la silla flotante que había colocado delante, se arrellanó entre los cojines azules rellenos de líquido y contempló la pantalla, donde las imágenes parpadeaban y cambiaban, parpadeaban y cambiaban. Uno de los canales le llamó la atención y ordenó al sintonizador que se detuviera en un programa de noticias. Un joven atractivo con una tupida mata de cabello castaño, una sonrisa resuelta y unos brillantes ojos dorados apareció en la pantalla en holovisión tridimensional.

«Stephen Jeffers —se dijo Michael—, la nueva esperanza mutante.» En vídeo aún tenía mejor aspecto. Buen mentón. Seguramente se lo habría retocado. Seleccionó otro canal y se detuvo, desconcertado por el aspecto familiar del videorreportero.

—Esperaba que me reconocieras —dijo el locutor, mirándole con aire ceñudo—. Despierta, muchacho.

Michael parpadeó, desconcertado. Después, esbozó una sonrisa.

—¡Skerry! Debería haberte reconocido. ¿Dónde estás?

—Más cerca de lo que imaginas. Escucha, tengo que hablar contigo, Mike.

—¿Aún sigues enfadado por lo sucedido en la reunión?

—Digamos que estoy disgustado. Por eso necesito verte.

—¿Cuándo?

—¿Qué te parece ahora?

—Bien. ¿Dónde?

—¿Conoces el Alta Tensión?

—¿En Mountain Side? Sí.

—Quedamos allí dentro de un cuarto de hora.

La imagen osciló y, de pronto, el locutor tenía el cabello rubio y los ojos azules. Skerry había desaparecido. Michael dio los últimos mordiscos al bocadillo, hizo levitar el plato hasta el lavavajillas y fue a reunirse con su primo.

El bar estaba vacío, iluminado por unos cuantos anuncios de cerveza con luces de neón rojas y azules y una hilera de focos blancos intermitentes. La mecabanda tocaba un tema de los I-Fours. Los ojos de Michael empezaron a acostumbrarse a la penumbra cavernaria. Hacía años que no entraba en el local. El Alta Tensión no era uno de los lugares favoritos de los mutantes y, desde el incidente de Melanie y la chica de la navaja, Kelly había preferido evitarlo.

Vio en la barra a una mujer atractiva de cabello negro lacio, que le dirigía una sonrisa amistosa. Vestía una túnica verde con un generoso escote que insinuaba una abundante delantera. «Debe de ser una profesional —se dijo Michael, aunque aun así notó un inconfundible cosquilleo voluptuoso—. Kelly, vuelve pronto.»

Una brillante flecha amarillenta distrajo su atención. Señalaba un reservado del fondo del local. Se dirigió hacia allí mientras la flecha bailaba delante de él. Skerry estaba acurrucado en el reservado. Michael envidió una vez más el dominio de la telepatía que tenía su primo, una habilidad mental que él nunca sería capaz de alcanzar. Michael se sentó en el cojín canela frente a él.

—Hola. Tómate un kimmer.

Skerry pulsó un botón de la mesa y el mecacamarero le sirvió un vaso a Michael.

—¿Qué sucede?

Skerry tenía cara de disgusto.

—Bueno, esta vez sí que la han armado buena.

Michael tomó lentamente un sorbo del ácido combinado, saboreando el gusto del alcohol.

—¿A qué te refieres?

—A que Stephen Jeffers no es lo que parece, querido primo.

—¿No? Entonces, ¿qué es?

—Es un hombre ambicioso… y peligroso.

Skerry se arrellanó aún más en el asiento.

—¿Ambicioso? No parece que eso sea tan terrible. A mí no me cae mal. Y, desde luego, ha sido nombrado con bastante facilidad. Además, estoy harto de que los mutantes andemos de puntillas, procurando no ofender a los normales. ¿Cómo sabes que ese tipo es peligroso?

Skerry apuró su copa y pidió otra.

—Porque me asomé a él y miré dentro, ¿vale?

—¿Que tú…?

—Ahórrate la reacción, muchacho. Probablemente no me creerás, pero ese individuo tiene malas ideas.

—¿De qué tipo?

—Es uno de esos mutantes que defienden nuestra supremacía. Odia a los normales.

—Bien, ¿y qué? La mitad de los miembros del clan siente lo mismo. Y la mayor parte de los normales les corresponde de idéntico modo, ¿verdad?

—Tal vez. Pero es mejor que ocupen los cargos públicos personas con menos prejuicios, que se sientan cómodos tratando con los no mutantes. Los fanáticos me ponen nervioso.

—Si tan preocupado estás, ¿por qué no dijiste nada de esto en la reunión?

Michael tomó otro trago.

—Lo intenté, pero no puedo presionar en exceso a nuestro cauto grupito. De lo contrario, me freirían. O morirían en el intento. Y no quisieron creerme. Jeffers es demasiado guapo y, además, todo el mundo está impaciente por dejar atrás el asunto del asesinato. De modo que Jeffers ya es senador.

Skerry llenó su vaso hasta arriba de rojo brebaje y lo contempló malhumorado.

—Deja de darle vueltas, primo —dijo Michael—. Tal vez Jeffers no resulte tan malo. Y necesitamos a alguien en ese escaño del Senado.

—Supongo que sí. Mejor él que Zenora.

—Por cierto, ¿qué sucede entre tú y ella? —preguntó Michael, alargando la mano hacia la jarra.

—Hace tres años se me insinuó después de la gran reunión.

—¿Zenora?

Skerry asintió.

—Debió de beber demasiado, o algo así. Quizá ella y Halden tenían problemas. ¿Quién sabe? Al principio traté de no hacer caso, pero fue muy insistente. Finalmente, me lié con ella. ¡Eh, no me mires así, muchacho! Son cosas que pasan. No nos fue demasiado bien, así que al final corté. Sabía que sólo me traería problemas. Intenté dorarle la píldora, pero no se lo tomó nada bien. Y así sigue. Es una de las razones de que me mantenga apartado. Supongo que rechazar a una mutante es jugársela. No se lo cuentes a Halden, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

Michael pensó que la imagen de su tía, tan alta y tan digna, seduciendo a un hombre más joven, y especialmente a Skerry, resultaba hilarante. Y dolorosa. También sospechó que Halden estaba al corriente de todo. Había pocos secretos en el clan.

—Bien, ¿qué proyectos tienes ahora?

—Canadá. —Skerry dejó el vaso vacío sobre la mesa con un fuerte golpe—. Me voy al norte un par de días. Quería saber si te interesa acompañarme. Tu talento me resultaría útil. Reconoce que el trabajo en la firma de tu viejo te aburre soberanamente.

Michael asintió con pesar.

—No te equivocas.

—Entonces, ven.

Michael se detuvo con el vaso a medio camino de sus labios. «¡Qué tentación! —pensó—. Dejar atrás por fin la casa y el clan. Dejar de preocuparme por los contratos gubernamentales y por las tradiciones mutantes.»

Skerry se inclinó hacia él.

—Existe un grupo de los nuestros que se mantiene en contacto para tratar los asuntos relativos a los mutantes. Una buena red clandestina. Pero con Jeffers en Washington y la Unión Mutante estirando los músculos otra vez, hemos decidido escondernos aún mejor. Habrá que vigilarle. Además, sigue pendiente esa amenaza de los supermutantes.

—Lo que dices suena interesante —dijo Michael, y dejó el vaso.

«¿Por qué no? —pensó—. ¿Por qué no puedo marcharme? Colaborar con Skerry, vivir fuera de los estrechos límites del mundo mutante…» Casi iba a decir que sí cuando pensó en Kelly. Recordó el tacto satinado de su piel, el centelleo de sus ojos al sonreír, el calor que le infundía su risa, un calor que le surgía de dentro. ¿Abandonar a Kelly? No podía hacerlo.

Skerry frunció el entrecejo y torció los labios.

—No te molestes en decírmelo. Lo sé: te preocupa esa pequeña normal que te tiene quemado. ¡Maldita sea, Mike, deja de pensar con tus hormonas!

—La echo de menos —declaró Michael, sonrojándose.

—La olvidarás en seis meses —replicó Skerry—. Y conocerás a mujeres de verdad. Exóticas, excitantes y experimentadas…

—Olvídalo, Skerry. Eso no es para mí. Al menos, en este momento.

Un número destelló en el cerebro de Michael; unas cifras verdes parpadearon tras sus párpados.

—Si cambias de idea, puedes dejarme un mensaje en este número. Piénsatelo bien, primo. Au revoir.

El aire osciló en torno a la mesa. Michael parpadeó. Estaba solo en el reservado. Exhaló un suspiro, apuró el kimmer y pagó al mecacamarero de caja.

Cuando llegó a casa, encontró un deslizador azul de morro chato aparcado en el camino y la puerta principal abierta. Inquieto, entró en la casa con cautela.

Los altavoces del salón difundían un cántico desconocido, pulsante y casi inaudible. Michael frunció el ceño al percibir el acre aroma del chupigoza. La luz era tan tenue que apenas logró distinguir la figura de una mujer sentada en el sofá.

—¿Mel?

Una risilla de plata fue la única respuesta.

—¿Kelly?

—No, tonto. Soy yo, Jena.

La muchacha se incorporó y avanzó hacia él. Llevaba un mono de piel plástica azul, muy ajustado, que resaltaba sus largas piernas y su figura esbelta. Su rubia melena caía suelta sobre los hombros. Sus ojos dorados brillaban como monedas.

—Tómate un chupigoza —sugirió Jena.

—¿Cómo has entrado?

—Tus padres me llamaron y me dieron la combinación de la puerta. Dijeron que viniera y comprobara si estabas bien.

Jena volvió a sentarse, con las piernas cruzadas. Llevaba unas botas negras de tacón alto.

El vapor de alegría que impregnaba el aire resultaba mareante. Lentamente, Michael se dejó caer en el sofá, confuso. Los kimmers que había tomado con Skerry le zumbaban en la cabeza. El cántico tenía un efecto hipnótico, apremiante. Observó que el mono de Jena cambiaba de opaco a traslúcido justo por encima de sus pezones. Una vocecilla dentro de su cabeza se preguntó qué sensación produciría pasar la lengua bajo las ajustadas ropas, lamer de pies a cabeza aquella piel atezada…

—¿Cuándo vuelven tus padres?

—El martes.

Jena descruzó las piernas y se deslizó hacia él en el sofá, ofreciéndole un chupigoza. Michael mordió la punta y notó el familiar efecto de la sustancia al propagarse por su cuerpo. Al cabo de un momento, se echó hacia atrás sobre los cojines y, con la vista borrosa, notó que Jena se acercaba todavía más, apretándose contra él.

—Y bien, ¿cómo estás? —preguntó la muchacha con voz ronca.

Michael titubeó unos instantes, pensando en Kelly. Después, el rítmico latido de los cánticos le absorbió. «¡Qué diablos!», se dijo. Kelly estaba muy lejos. En cambio, Jena estaba allí mismo, insinuante y más que dispuesta. «Kelly no tiene por qué saberlo nunca», pensó mientras pasaba el brazo en torno a Jena.

Suave. ¡Dioses, qué suave era! El ajustado mono tenía el tacto de la seda, de la piel. La mano de Michael recorrió un brazo hasta la cintura; luego volvió a subir, alargando los dedos hacia suavidades aún más complacientes. Llegó al escote delantero, lo notó abierto y pasó un dedo por debajo, explorando el terreno. La muchacha, que tenía los pezones erectos, exhaló un suspiro y se apretó contra la mano.

Michael la besó y notó que los suaves labios se abrían, que la lengua de la muchacha se lanzaba en busca de la suya. El beso pareció durar eternamente entre los latidos del cántico. Jena no dejó de moverse rítmicamente contra él. La conciencia de Michael fluyó hacia fuera como las ondas en un lago y giró en un círculo de sensaciones, siguiendo los rítmicos impulsos de su corriente sanguínea. Cuando abrió los ojos, se encontró tendido encima de Jena en el sofá. Las ropas de ambos estaban amontonadas en el suelo.

El insistente lamer de unas lenguas invisibles le recorrió la piel descubriendo todos sus puntos secretos, excitando cada terminación nerviosa sensible, haciéndole gemir de placer. Mientras, Jena estaba recostada hacia atrás, apoyada en un codo, contemplándolo indolentemente con los ojos entrecerrados.

—¿Te gusta eso? —le susurró con una sonrisa gatuna.

Un millar de imágenes eróticas danzó en la cabeza de Michael, formando un mándala sensual que lo envolvía llameante. Hundió las manos en los cojines y notó que su corazón iba al galope.

—Jena… ¡Dios mío…!

—En realidad, no fueron tus padres los que llamaron —dijo ella alegremente—. Fue cosa mía. Los localicé en casa de Halden y les dije que me preocupaba que estuvieras solo.

—¿Eso hiciste?

—Sí. Además, sabía que Kelly no estaba en la ciudad.

—¿Lo sabías?

Michael intentó concentrarse en lo que Jena decía, pero le resultó difícil. La muchacha soltó una risilla.

—Claro que sí. Y pensé que echarías de menos la compañía de alguien. —Jena llevó la mano a la entrepierna de Michael e inició unas perezosas caricias. Él elevó la pelvis, acogiendo cada contacto—. Y veo que no me equivocaba.

Cuando retiró la mano, las caricias continuaron. Michael quiso decirle que no era a ella a quien deseaba, pero tuvo que morderse los labios para contener el impulso de decirle que no se detuviera.

—¿Puede hacerte estas cosas tu amiguita normal? ¿Puede ella buscar dentro de tu mente y descubrir lo que te gusta más, y cómo, y cuándo, y luego hacértelo, intensificado mil veces, sin ni siquiera tocarte?

Michael empezó a sudar bajo sus invisibles toques de bruja. Se sentía al rojo, a punto de fundirse.

—No sabía que fueras una… —murmuró.

La sonrisa gatuna se intensificó.

—Sí. Telépata y telequinésica. Tus padres tienen razón, haríamos una buena pareja. Buen material genético. —Jena soltó una risilla al decirlo—. Tal vez incluso podríamos engendrar ese supermutante que tanto ansían.

—Pero, buscar dentro de la mente… Eso está prohibido.

—Sólo si se descubre, pero no creo que seas tú quien lo haga. ¿O acaso piensas levantarte en la próxima reunión y explicar cómo te leí los pensamientos y te di más placer del que nunca has experimentado?

La voz de Jena era casi un ronroneo mientras unas manos invisibles seguían atareadas entre las piernas de Michael, incitantes, enloquecedoras, sumergiéndole lentamente en un frenesí.

El mandala empezó a girar, a retorcerse en múltiples imágenes centelleantes de ambos, dedicados a jadeantes actos de pasión, como un friso viviente de un templo indio hecho de luz. Ahora, él estaba encima de ella; al instante después, detrás. Aquí, ella se arrodillaba ante él; allá, se le enroscaba como una serpiente.

—Sé que no estás interesado en mí. De momento —musitó Jena. Con un rápido movimiento se deslizó entre las piernas de Michael y empezó a chuparle el miembro lentamente. Michael suspiró de placer y cerró los ojos—. Pero recuerda esto: cada vez que estés con ella, sabrás lo que podría ser conmigo. Entonces, tú también me desearás. Ya lo verás.

Michael atrajo a Jena hacia sí y le tapó la boca con sus labios para obligarla a callar. Ella abrió las piernas y, con una brusca embestida, él la penetró sin dejar de moverse, oyendo en su cabeza un rugido que creció conforme aceleraba su ritmo hasta el clímax. «Jena está equivocada», se dijo. Después de aquella noche, no volvería a pensar más en ella. Intentó mantener en su mente la imagen de Kelly, pero sus facciones se volvían borrosas, se difuminaban. Y cuando al fin descargó con un grito, uno entre una decena de Michaels en el tapiz encantado de una bruja, jadeante y espasmódico, no supo a cuál de las dos muchachas llamaba.


La pantalla emitió un zumbido. Andie no hizo caso. Quería terminar sus notas sobre las investigaciones en Brasil, para la presentación de Stephen. El zumbido se repitió.

—¿Caryl?

No hubo respuesta. Probablemente, la secretaria se había tomado un descanso. Andie masculló un juramento y pulsó lo que tomó por la tecla del contestador automático, pero se equivocó y tocó la de respuesta personal. La pantalla se iluminó y apareció en ella el rostro de Karim.

—¿Andie?

—¡Oh! Hola, Karim. En este momento estoy muy ocupada…

—No lo dudo. Pero esto es importante.

Andie suspiró, tratando de disimular un poco la exasperación que sentía. Si para algo no estaba de humor, era para una conversación con Karim.

—Muy bien, ¿qué sucede?

—Dímelo tú.

—¿A qué te refieres?

—Escucha —dijo Karim, ceñudo—, preferiría discutir esto en privado, pero, desde que ha llegado tu nuevo jefe, hablar contigo se ha vuelto no ya difícil, casi imposible. ¿Podemos comer juntos? ¿Tomar una copa? ¿Encontrarnos cinco minutos en el pasillo?

—Karim, tengo que terminar estas notas…

—Por favor, Andie.

Parecía tan vulnerable que la mujer no tuvo corazón para quitárselo de encima. Repasó su programa de trabajo y decidió que podía verle mientras Stephen repasaba las notas.

—¿Qué te parece dentro de tres cuartos de hora?

—Bien. ¿En Henry's?

—Sí. Nos vemos allí.

Una hora después, Andie entraba apresuradamente en el café. Las notas le habían llevado más tiempo del que había esperado. La sala principal estaba medio llena pese a que ya era bastante tarde para el almuerzo. Cuando se dejó caer en la silla, Andie se sentía sudorosa e incómoda. Karim la recibió con un frío gesto de asentimiento.

—Pensaba que no llegarías nunca.

—Lamento el retraso.

—¿Quieres comer algo? —dijo él, ofreciéndole la carta.

—No, gracias. He tomado un bocadillo en el despacho.

—¿Algo de beber?

—Sólo café —contestó ella, marcando la petición en el compu-bar. Karim la contempló unos instantes. Al prolongarse el silencio, se sintió aún más incómoda—. ¿Es que llevo soja entre los dientes?

—No. Sólo me preguntaba qué está pasando.

—¿A qué te refieres?

Karim se inclinó hacia delante y la miró con severidad.

—Hace tres semanas que no te veo, Andie. Apenas he podido hablar contigo. ¿No te parece un poco extraño?

Ella empezó a enrollarse un mechón de pelo en torno al índice con gesto nervioso.

—Bueno, he estado muy ocupada y…

—Tonterías. Cuando trabajabas para Jacobsen, nunca estabas tan ocupada como para no poder vernos. Pero ha bastado con que entrara en escena ese atractivo mutante para que, de pronto, me haya convertido en un extraño.

—Karim, me parece que estás celoso —murmuró Andie con una risilla nerviosa.

—Tal vez, pero yo creía que teníamos una relación hermosa y sólida. Después de lo de Río, pensaba que…

—Vamos, Karim, eso fue en Río. Las estrellas, la música…, todo eso vuelve un poco loco a cualquiera. Nos lo pasamos bien y fue muy bonito. Pero ahora hemos vuelto a Washington.

—Yo no veo así las cosas.

—Hum, Karim… —Andie buscó las palabras adecuadas—. Ya sabes que no nos podemos permitir tomarnos en serio lo nuestro. Los dos tenemos demasiadas cosas entre manos.

El joven frunció el entrecejo.

—Pensaba que estábamos de acuerdo sobre los peligros de tomarnos demasiado en serio nuestros trabajos. Sobre todo, después de la muerte de Jacobsen.

—Verás, he descubierto que el trabajo ayuda al proceso curativo. Y mi jefe me mantiene muy ocupada.

—Sí, estoy seguro de ello.

—¿Qué insinúas con ese comentario? —Andie notó que se ruborizaba. Karim hizo un gesto de hastío.

—No soy ningún niño, Andie. Todo el mundo puede ver que sientes algo por tu jefe. Y todos sabemos con qué fruición trabajan los empleados locamente enamorados. —Hizo una pausa y tomó un sorbo de Campari—. Pero tienes razón: Jeffers se muestra realmente activo. He leído su moción sobre la Unión Mutante en los archivos del Congreso. No pierde el tiempo, ¿eh? Busca apoyos para la anulación de la doctrina del Juego Limpio, mueve sus piezas para conseguir un nombramiento en el subcomité de Adjudicaciones…, ha estado cortejando al senador Sulzberger, el jefe de la mayoría, e incluso al propio vicepresidente.

—¿Qué tiene eso de malo?

—Nada, sobre todo si uno es un tiburón interesado en desviar fondos a ciertos intereses especiales.

—¿Como cuáles?

—Los derechos de los mutantes.

Andie volvió a notarse sudorosa.

—Eso me ofende, me suena a racismo antimutante. Stephen no es ningún tiburón, lo que ocurre es que posee una gran capacidad y se mete a fondo en los asuntos. Trabaja tanto porque le interesa mucho lo que hace.

—Empiezas a hablar como tus propias notas de prensa —respondió Karim con un silbido.

—No seas cínico.

—Sobre todo con Stephen, ¿no es eso? —La voz de Karim sonaba ahora fría, cargada de ira—. Has cambiado mucho, Andie. Pensaba que tenías más perspectiva. Lamento haberte hecho perder un poco de tu valioso tiempo.

Se puso en pie.

—Karim, espera…

Andie se mordió el labio mientras le veía alejarse. Se dijo que Karim se estaba portando como un crío, convirtiendo una aventura de verano en mucho más de lo que había sido en realidad. No hizo caso de la voz insistente que le decía que ya le echaba de menos. Además, Jeffers iba a hablar al Senado sobre la investigación de Jacobsen dentro de apenas media hora. No tenía tiempo para ocuparse del berrinche de Karim.

Desanduvo el camino bajo el sol de finales de septiembre y llegó a su asiento en la cámara un par de minutos antes de la hora. El senador Sulzberger estaba concluyendo lo que debía de ser una prolongada perorata obstruccionista contra la Ley 173, la normativa que pretendía proteger la Base Marte de la explotación comercial.

Cumplida su misión, Sulzberger se sentó.

Impaciente, Andie siguió con la mirada a Jeffers, vestido con un traje gris confeccionado a mano, mientras subía al estrado. El senador colocó sus notas y dirigió una mirada a la sala.

—Señoras y caballeros del Senado, creo que estarán de acuerdo conmigo en que esta investigación ha durado demasiado —dijo a continuación—. Exijo que encontremos respuestas al asesinato de mi predecesora. Permitir que este caso continúe sin resolverse demuestra una increíble falta de diligencia. ¿Es éste el mensaje que queremos trasmitir? ¿Que se puede matar impunemente a un miembro de este augusto cuerpo?

«Acecha las gradas del senado como un gato montes», pensó Andie. Ante sus ojos danzaron visiones de eslóganes de campaña. Stephen era bueno, muy bueno. Las elecciones del año siguiente serían un éxito. Y, con el tiempo, quizás alcanzara un cargo más importante. Si Jacobsen hubiera poseído su carisma… En lugar de amenazas de muerte, Andie contaba ahora el correo de admiradores. Hasta los no mutantes le adoraban. El fondo para becas no le había perjudicado, ni tampoco la creación de la Fundación Cooperativa. Ya se hablaba de juegos de verano en los que se exhibirían las facultades de los mutantes.

«Mediagénico», le había llamado Karim con una sonrisa algo presuntuosa cuando había conocido a Jeffers. Bien; innegablemente, lo era. ¿Qué tenía de malo ser carismático? Eso sólo hacía a Stephen más eficaz en su cargo. Y era muy bueno en su trabajo. Había presentado tres propuestas de ley que guardaban relación con cuestiones mutantes y ya estaba siendo tanteado por otros senadores en busca de apoyo.

Un aplauso la sacó de su ensimismamiento. No le sorprendió que los colegas de Stephen le estuvieran aplaudiendo. El senador lanzó otra radiante sonrisa, hizo un modesto comentario y volvió rápidamente a su escaño. Por el camino, le dirigió un guiño a Andie.

El siguiente punto de la sesión era el informe del subcomité sobre el viaje a Brasil. Craddick presentó sus conclusiones, junto a unos comentarios adicionales de Jeffers. Horner estaba ausente, lo cual causó pocas lamentaciones entre sus colegas. Andie había revisado el material tantas veces que no pudo evitar desconectar durante la mayor parte de la declaración de Craddick. Volvió a prestar atención, sin embargo, cuando escuchó la voz de Jeffers.

—Coincido con las conclusiones del subcomité. Dado que no se han encontrado pruebas positivas, no puedo recomendar que se realicen más investigaciones, de momento.

¿Qué? Andie se frotó los ojos. Había esperado que Jeffers lanzara un vibrante llamamiento en favor de una acción inmediata. Ella le había mostrado todas las notas, e incluso el disquete. ¿Cómo podía quedarse allí sentado, asintiendo y diciendo que no había pruebas que apoyaran la continuación de las investigaciones? Había previsto que Craddick y Horner eliminaran del informe cualquier material potencialmente incendiario, pero ¿Jeffers? Colérica, regresó a la oficina a esperar al jefe.

—Todo ha salido bien —afirmó Jeffers sonriente—. Mejor de lo que esperaba.

—Me alegro de que piense así —replicó Andie—. Su comentario sobre el informe del subcomité ha sido una verdadera sorpresa para mí.

—Parece molesta.

El senador la miró, dubitativo.

—Lo estoy.

—¿Por qué?

—Pensaba que exigiría nuevas investigaciones sobre los experimentos genéticos en Brasil.

—No habría podido. La histeria que envolvió el asesinato de Jacobsen todavía no se ha apagado, y confirmar la posibilidad de que en el próximo futuro pueda haber más mutantes, supermutantes incluso, no haría sino avivar las llamas. Ni siquiera yo puedo arriesgarme a tal cosa, Andie.

—Así que prefiere ocultar el asunto bajo la alfombra del Senado.

—No estoy convencido del todo de que haya tanto por investigar como usted cree.

Andie estuvo a punto de responder que otros mutantes tenían un punto de vista distinto sobre el tema, pero una vocecilla interior le aconsejó que no lo hiciera. Aquél era un asunto de mutantes y ella no debía meterse.

—En fin, yo pensaba que defendería la continuación de las pesquisas con un poco más de energía.

Jeffers alargó las manos y tomó entre ellas el rostro de la mujer.

—Lo siento, Andie, la he decepcionado. Y este asunto significaba realmente mucho para usted, ¿verdad? Escuche, ¿qué le parece si quedamos a las siete, tomamos una copa y hablamos del tema mientras cenamos?

A Andie se le aceleró el corazón.

—Está bien —murmuró.

Tres horas después, los dos ocupaban una mesa en el lujoso comedor, débilmente iluminado, de un restaurante francés de dos estrellas en la avenida M.

—Por favor, trate de entender, Stephen —decía Andie—. Yo estuve en Brasil con Eleanor Jacobsen justo antes de que la mataran. Ahora siento que, de algún modo, le he fallado al no profundizar más en este asunto.

—Ha hecho usted cuanto ha podido —contestó Jeffers en tono conciliador—. Es maravilloso mantener vivo su recuerdo, y ya sabe lo que siento al respecto, pero no podemos desarrollar el trabajo cotidiano basándonos en cómo llevaría cada tema la difunta Eleanor.

—Pero ¿y si realmente se están realizando experimentos sobre supermutantes en Brasil? Desde luego, ésta es la impresión que da.

Jeffers dejó la servilleta en la mesa y marcó el código para pagar la cuenta.

—Bueno, sigo sin creer que ese disquete constituya una prueba concluyente. Además, creía que me había dicho usted que los mutantes están llevando a cabo su propia investigación en privado, de modo que el tema anda lejos de estar cerrado.

—Sí, pero…

—Andie, no podemos hacer mucho más oficialmente. Brasil es un país extranjero y no podemos arriesgarnos a provocar un incidente diplomático. Estoy de acuerdo en que la idea de cualquier experimentación con sujetos humanos es repugnante, pero no hay pruebas de que tal cosa se esté produciendo. Unos registros de partición de embriones en tubos de ensayo no significan que en alguna clínica de Río haya mujeres prisioneras a las que se haya fecundado a la fuerza. —Jeffers enarcó las cejas—. Eso suena a película de terror. «El doctor Ribeiros y la isla de los embriones mutantes.»

Andie se echó a reír, a pesar de sí misma, y los dos salieron del restaurante. Jeffers abrió la marcha hacia el deslizador gris. Cuando detuvo el vehículo junto a la acera, cerca del piso de Andie, a ésta le sorprendió que quitara el contacto.

—Andie, no puedo expresarle lo que su ayuda significa para mí. Ha hecho que la transición haya sido muy fácil.

—Me alegro.

La mujer bajó la vista, abrumada y cohibida.

—Me encanta de veras trabajar con usted. Estar con usted.

El senador la atrajo hacia sí, estrechándola entre sus brazos. Su beso fue cálido y profundo.

—¿Quieres entrar?

¿De veras le estaba pidiendo a Stephen que subiera a su piso? ¿A su jefe? ¿A un mutante?

—Desde luego.

Andie le franqueó el paso y lo guió escalera arriba. Se detuvieron a tomar una copa rápida en el sofá y pronto estuvieron en el dormitorio.

—Ven aquí —murmuró él, atrayéndola hacia sí.

Todas las dudas desaparecieron de la mente de Andie cuando se acurrucó sin dificultad entre los brazos de Stephen, como si lo hubiera hecho un centenar de veces.

Una vez en la cama, comprobó con alivio que el mutante era un varón humano como los demás. ¡Nada de exotismos genitales, gracias a Dios! Andie percibió los músculos vibrantes bajo la piel tostada de Stephen, mientras éste se movía encima de ella, dentro de ella. Nunca había estado tan cerca de un mutante. Su tacto resultaba cálido, como si su temperatura corporal fuera superior a lo normal. Sus ojos dorados, como los de un felino salvaje, la atrajeron con un poder hipnótico. ¿La había hecho su presa? A Andie no le importaba. Lo único que deseaba en aquel momento era a Stephen Jeffers en su cama, y suspiró suavemente. Más tarde, al llegar al clímax, sus suspiros no eran tan suaves.

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