2

El batir amortiguado de las olas cesó a medio latido al cerrar la puerta. Michael se quitó la chaqueta, agradeciendo los nuevos aparatos de calefacción, y observó cincuenta rostros muy conocidos —un centenar de familiares ojos dorados—, la mayoría de su clan, reunidos en torno a la gran mesa del comedor.

Su madre le dirigió una ligera sonrisa e indicó un par de sillas plegables grises próximas a ella. Con un suspiro, Michael instaló a regañadientes su cuerpo larguirucho en el helado asiento de metal. El frío le traspasó los pantalones. Melanie se sentó a su lado. Michael estudió de nuevo a los presentes. Su padre no estaba; debía de haberse retrasado.

—Como iba diciendo… —declamó el tío Halden—, este año, el 672 de nuestra espera y 2017 del calendario normalizado, se han producido dos nacimientos, una muerte y una desaparición, pero se trata de Skerry, y ya lo ha hecho antes. Tenemos a la gente de costumbre buscándole.

«Nuestros esfuerzos por extendernos han dado como resultado la localización de dos solitarios en el campo, en Tennessee, que se han unido a nosotros. Ha habido tres matrimonios… —Se produjo una pausa y luego añadió—: Dos de ellos mixtos, pero haremos el seguimiento de la descendencia.

¿Fue la imaginación de Michael o, en efecto, en torno a él cien ojos dorados derramaron lágrimas de pena y cincuenta bocas suspiraron decepcionadas?

—La comunidad se mantiene —anunció Halden sucintamente.

A tío Halden le había correspondido ser Guardián del Libro aquel trimestre, y las palabras ceremoniales parecían extrañas saliendo de su boca. Michael prefería verle de noche, con sus grandes mejillas y su calva, tocando el bajo junto al fuego, rugiendo las viejas canciones y bailando animadamente. La máscara de seriedad que había adoptado para la reunión no cuadraba con su carácter efusivo.

—¿Y la estación ha sido fructífera? —preguntó Zenora, la esposa de Halden, según exigía el ritual.

—En efecto.

«Que siempre lo sea», fue la respuesta ritual de todos los asistentes.

Michael dio un codazo a Melanie, que parecía haberse dormido, y ella se sumó al coro en las dos últimas palabras.

—¿Qué hay del debate sobre la Doctrina del Juego Limpio? —preguntó Ren Miller. Su cara redonda estaba roja de ira, como siempre—. ¿Cuándo se nos permitirá participar en las competiciones atléticas?

—Sabes que hemos consultado a la senadora Jacobsen al respecto, Ren —respondió Halden—. Está revisando la posibilidad de una derogación.

—Ya iba siendo hora.

—Personalmente, creo que le concedes demasiada importancia a esto —replicó Halden—. Es indudable que nuestras facultades potenciadas nos proporcionan una ventaja injusta sobre los normales, no puedes negarlo.

Miller lanzó una mirada furibunda al Guardián del Libro, pero guardó silencio.

El clan se revolvió, inquieto.

Michael sabía que la doctrina era un asunto doloroso para la mayoría de los mutantes, y lo había sido desde que se convirtiera en ley, en la década de los noventa.

Halden hizo una profunda inspiración.

—Hagamos una lectura del Libro —dijo—. La estrofa quinta de El tiempo de la espera.

Su voz era serena. Hizo una pausa mientras pasaba las hojas del enorme y viejo volumen.

Michael se descubrió conteniendo la respiración, expectante. El Guardián del Libro encontró la cita y, con voz sonora, entonó el familiar pasaje:

Y cuando nos reconocimos diferentes,

mutantes y, por tanto, otros,

lo silenciamos,

secuestramos la parte más diferente de nosotros,

y mostramos un rostro suave a los ojos ciegos

del mundo.

Formamos nuestra comunidad en silencio, a escondidas,

nos ofrecimos mutuo amor y apoyo,

y aguardamos un tiempo mejor,

un tiempo en que pudiéramos compartir

más allá de nuestro círculo.

Todavía estamos esperando.

Halden cerró el Libro.

«Todavía estamos esperando», coreó el grupo a su alrededor.

—Ahora, tomaos de la mano y compartid conmigo —susurró Halden, bajando la cabeza y cerrando los ojos. Alargó las manos a ambos lados y asió las de sus vecinos, que a su vez hicieron lo mismo con los que estaban junto a ellos, hasta que todos los congregados en torno a la mesa quedaron unidos en un círculo.

A regañadientes, Michael cerró los ojos y notó cómo se adueñaba de su cuerpo el familiar cosquilleo. El joven anhelaba y temía aquel momento en que la conciencia de sí mismo se desvanecía, reemplazada por el murmullo de la mente colectiva, por el sonido mental en el que no se distinguían palabras concretas, sino más bien un zumbido reconfortante similar al de un enjambre que produce cambiantes armonías. Se relajó, bañado por la calidez de la conexión. Todo quedaba comprendido, aceptado y perdonado. Ahora reinaba el amor. Michael flotó, suspendido en él, y se expandió en el calor de la mente colectiva como si fuera un gatito perezoso bajo un dorado rayo de sol. Y cuando el murmullo silencioso cambió de tono casi imperceptiblemente, devolviéndose al seno de su propia mente individual, se dejó llevar también por aquella suave marea.

Abrió los ojos. El reloj indicaba que había transcurrido una hora. Pese a haberlo experimentado a menudo, a Michael siempre le sorprendía que hubiera transcurrido tanto tiempo en lo que habían parecido apenas segundos. Volvió a ajustarse la chaqueta verde para protegerse del frío.

Junto a él, los demás bostezaban, se frotaban los ojos y sonreían dulcemente. Su tía Zenora le guiñó un ojo desde el otro lado de la mesa, y Michael sonrió, pensando en las deliciosas galletitas que probablemente la mujer había guardado para más tarde. Su aroma impregnaba el aire con un tentador perfume a chocolate.

La puerta principal se abrió y entró el padre de Michael con los labios apretados.

—James, te has perdido la comunión —le dijo Halden con voz grave—. ¿Negocios, como de costumbre?

—Me temo que sí —respondió Ryton, dulcificando su expresión—. Ya sabes cuánto me disgusta faltar a ella, sobre todo ahora que tú eres el Guardián del Libro, Halden.

—Bien, primo, aún queda la sesión de mañana —asintió Halden—. Ven a tomar una copa.

Los dos hombres se abrazaron brevemente, dándose unas palmadas en la espalda.

«¡Qué extraña pareja!», se dijo Michael. Su padre era rubio y delgado, mientras que su tío era moreno y parecía un oso. Sin embargo, eran muchos sus parientes mutantes que no guardaban el menor parecido. Tal hecho tenía una explicación en las Crónicas, como bien sabía. En las Crónicas había explicación para todo, si uno buscaba lo suficiente, pero estaban escritas en aquel lenguaje arcaico, no científico, que no contribuía a despejar las dudas del muchacho.

Los mutantes habían aparecido por primera vez hacía más de seiscientos años. Al parecer, les había precedido un fenómeno meteorológico de algún tipo. Las Crónicas hablaban de cielos de los que llovía sangre y de vacas que parían terneros con dos cabezas. Sin embargo, por lo que Michael había estudiado, en el siglo XV este tipo de prodigios se producía continuamente.

También sabía que tanto los científicos mutantes como los teóricos normales consideraban que la exposición a cierto tipo de radiaciones potenciaba una tendencia natural hacia la mutación. Tal vez se había producido una lluvia de cometas o de meteoritos que había provocado toda clase de mutaciones en la generación inmediatamente posterior al suceso. Muchas de ellas habían sido inviables: mutaciones extrañas, estériles, condenadas. Sin embargo, algunas estirpes mutantes de Homo sapiens sobrevivieron y prosperaron. Sus capacidades mentales estaban potenciadas. Algunos mutantes desarrollaron facultades telepáticas en diferentes grados, y otros adquirieron poderes telequinésicos, también de diferente alcance y fuerza. De vez en cuando, un mutante presentaba más de una facultad: precognitivo, nublador de la percepción, telepirógeno. Esporádicamente, surgía alguno dotado de una facultad o una energía grandiosas, pero eran casos extraordinarios. Los poderes de los mutantes eran huidizos y, a menudo, difíciles de controlar.

Los ojos constituían un extraño carácter secundario sobre el cual había muchas teorías. Durante la mitad del año, Michael consideraba que todo aquello sonaba bastante a cuento de hadas. Hasta que llegaba de nuevo la temporada de los mutantes en el ciclo anual.

Cuando era niño, siempre había escuchado con cautivada atención la historia del clan, que se contaba cada año durante la lectura ritual. Ahora, casi habría sido capaz de repetirla dormido. La historia narraba la lucha de sus antepasados por la supervivencia, dolorosamente conscientes de sus extraños poderes y de la posibilidad de reacciones violentas, motivadas por el pánico de la mayoría «normal». Por eso habían creado enclaves protegidos de las miradas curiosas y de las preguntas comprometedoras. Durante siglos, los mutantes habían vivido marginados de la sociedad, como ladrones, alquimistas, brujos y hechiceros. Algunos habían sido quemados en la hoguera, mientras que otros habían llevado una vida de lujo inimaginable. Una parte de ellos se había dedicado al circo, pues los mutantes resultaban buenos feriantes…, y mejores desvalijadores de casas.

Extraños, solitarios y reservados, sobrevivieron y se multiplicaron, pero siempre bajo numerosas sombras. Además del temor a su descubrimiento público y a su persecución en épocas pasadas, los mutantes habían tenido que afrontar el hecho de que sus vidas eran más breves que las del Homo sapiens normal. Con frecuencia, los varones mutantes morían antes de cumplir los sesenta. Sobrevivir más tiempo era arriesgarse a la locura. Michael había escuchado con escalofríos las historias de los lugares apartados donde, mantenidos por el clan, deliraban los ancianos, lejos de los ojos y oídos normales. El índice de suicidios entre los mutantes adultos doblaba al de la población normal. Y, a cambio de la brevedad de sus vidas, disfrutaban de unos poderes que resultaban, como mínimo, inestables y de poco fiar.

Comunidades dentro de comunidades. La estirpe mutante había sido preservada mediante una cuidadosa endogamia. Y el precio de ésta era caro. No resultaba extraño que la gente como su padre recelase de mostrarse a la curiosidad pública. Los mutantes estaban orgullosos de su herencia y no se sentían seguros de la reacción de los normales, ni siquiera ahora. A Michael, en cambio, la idea de pasarse la vida encerrado con su familia en aquel lugar empezaba a resultarle insoportable. Cuatro años de universidad le habían mostrado un mundo deslumbrante y lleno de posibilidades fuera del clan.

El joven miró a su alrededor y vio un grupo numeroso y tierno que, probablemente, jamás comprendería lo que sentía. Tío Halden tenía los huesos grandes y un vientre generoso. En oposición a su solidez osuna, el padre de Michael era mucho más bajo, delgado, rubio y de tez más dorada. Michael sabía que se parecía a su padre, aunque los orígenes asiáticos de su madre habían proporcionado un tono un poco más intenso a su piel y un aire algo más exótico a sus ojos. Pero era sólo un ingrediente más en el caldero mutante. En el fondo, Michael estaba convencido de que los mutantes eran cien por cien Homo sapiens. Respecto a la naturaleza de aquellos extraños genes mutantes…, bueno, que se ocuparan de eso los genetistas del clan.

Había oído hablar de mutantes con un solo ojo, con la piel escamosa o con siete dedos en cada mano, pero se rumoreaba que vivían recluidos en la Costa Oeste. Dio gracias de que su rasgo físico más destacado fuera el pliegue epicántico que le arrugaba los párpados, gracias a Sue Li Ryton, su madre. Melanie, con su cabello oscuro, tenía un aire un poco más asiático, y Jimmy era, de los tres, el más parecido a su madre.

Michael buscó a su bromista hermano menor, pero no lo vio en la sala. Probablemente estaría dándole un sobresalto mental a alguien en alguna parte. Y, sin duda, lo haría con toda impunidad. Por alguna razón, su padre siempre conseguía pasar por alto las transgresiones de Jimmy.

La reunión parecía haber terminado. Michael se encaminó hacia la puerta. Aquellas reuniones del clan empezaban a resultarle aburridas por lo predecible, y quería estar un rato a solas. Una vez que volvieran a casa, dispondría de muy poco tiempo; le esperaba un viaje a Washington y, después, los contratos de la NASA.

—¿Tan temprano te vas, Michael? —La voz de James Ryton, con un tono agudo de desaprobación, hendió el aire de la estancia como un cuchillo y le detuvo a media zancada—. Bueno, me alegro de que te dejaras caer por aquí.

Michael hizo caso omiso de la ironía.

—Sólo quería respirar un poco de aire fresco.

—¿Con este frío? —Su padre le miró a los ojos—. ¿Qué sucede? ¿Acaso tu familia no es una compañía suficientemente buena?

—Sólo pretendo dar un paseo. Para pensar.

—En alguna chica, supongo —replicó su padre, burlón—. Estás perdiendo el tiempo. Deberías pensar más en los asuntos de mutantes y en nuestro viaje a Washington. Es hora de que te empieces a comportar como un miembro responsable de la comunidad. Eres socio de la firma. Debes reflexionar sobre el futuro, el tuyo y el de todos nosotros.

Michael estalló, encolerizado.

—¡Pienso mucho en el negocio! —exclamó—. Pero ¿qué hay de mí, de lo que yo deseo?

—Y bien, ¿qué es lo que deseas?

Las conversaciones cesaron en torno a la mesa y los miembros del clan se volvieron hacia ellos. Michael sabía que lo que se disponía a decir heriría a su familia y a sus amigos, pero no pudo evitarlo.

—Estoy harto de preocuparme de las tradiciones —declaró—. Se supone que ésta es la época en que salimos a la luz, ¿no? Tenemos a Eleanor Jacobsen en el Congreso y…

—Algunos —le interrumpió su padre— no estamos convencidos de que sea buen momento para un trato abierto con el mundo de los no mutantes. Creo que es mejor seguir observando los viejos usos y actuar con cautela. Los normales pueden ser peligrosos.

—Sí, lo sé —replicó Michael, impaciente.

—Entonces, debes comprender que estoy velando por tus intereses —insistió su padre—. Podemos tratar esporádicamente con los normales, pero no casarnos con ellos.

Michael lo miró con incredulidad.

—¿Quién ha hablado de casarse? Aunque, de todos modos, ¿qué tendría eso de malo?

Tras las gafas bifocales, su padre le sostuvo la mirada con ojos severos.

—Ya sabes lo que te he contado de la dispersión genética. Tenemos que proteger la estirpe mutante. Bastantes esfuerzos nos costó determinarla, como para volver a empezar.

—Lo sé, lo sé. ¡Dioses! ¡Claro que lo sé!

—Entonces también sabrás que ya va siendo hora de que medites acerca de tus actos y tus responsabilidades. Es hora de que empieces a prestar atención a Jena. Tiene la edad conveniente, y no hay muchas más candidatas.

Una chica rubia y esbelta, de aspecto sensual, sonrió a Michael desde el otro extremo de la estancia. En su cuello brillaba una gargantilla dorada con el distintivo de la Unión Mutante. El joven se obligó a mirar a otra parte, con un nudo en el estómago. La vida en el clan era un garrote de tormento que le atenazaba el cuello, y Michael temía que otra vuelta de tuerca acabara con él.

—Entonces, se trata de esto —comentó con amargura—. Establecerse, procrear, conformarse. Exactamente lo que pensaba.

—Haces que parezca un destino horrible.

—Tal vez piense que lo es. —Vio lágrimas en los ojos de su madre, pero era demasiado tarde para retirar lo que había dicho; además, tampoco estaba seguro de querer hacerlo—. No he pasado cuatro años en Cornell para convertirme en una pieza de los planes maestros de otro. Ni para ser un semental del clan.

Captó jadeos a su alrededor. A su padre le estaban subiendo los colores, señal inequívoca de un nuevo estallido.

—¡Michael, si no empiezas a afrontar tus responsabilidades para con nosotros, habrá que tomar decisiones por ti!

—Como si no se hubieran tomado ya… —Desafiante, Michael le plantó cara con las manos en las caderas—. Me dices que piense y actúe como un adulto, pero cuando lo hago me tratas como a un niño.

Todos los ojos dorados de la sala permanecían fijos en él. Michael sintió como si se ahogara. Si no salía pronto de aquella estancia, reventaría. Moriría.

Con un gesto violento, dio media vuelta y abrió la puerta a cuatro palmos de distancia, utilizando sus facultades telequinésicas. Un instante después estaba fuera de la cabaña, y su respiración entrecortada formaba nubéculas en el aire frío. Pero ¿adonde ir? El batir de las olas le envió un insistente mensaje, y Michael corrió hacia la playa, dispuesto a alejarse cuanto fuera posible de su familia.

James Ryton contuvo el impulso de dar un respingo cuando la puerta se cerró con estruendo tras su hijo mayor. En torno a él, los miembros del clan lanzaron murmullos de desaprobación, menearon la cabeza y se pusieron a hablar en corrillos.

—¿Quieres un consejo de amigo? —preguntó Halden.

—No, Hal, en serio. Pero te conozco lo suficiente para saber que me lo vas a dar de todas formas. —Halden sonrió.

—Si continúas por este camino, vas a alejar a Michael del clan.

—Tal vez tengas razón. —Ryton suspiró—. Me recuerda a mí mismo cuando tenía su edad. Es igual de impetuoso. Tengo miedo de que le hagan daño.

—Tú lo superaste —insistió Halden—. Intacto, al parecer.

—Más o menos. —Ryton le dirigió una media sonrisa—. De todos modos, ya empiezan los síntomas mentales, Halden. Los noto en plena noche. La distorsión de la clariaudiencia me despierta.

El Guardián del Libro tomó a Ryton del hombro.

—Ten ánimo. Cada vez estamos más cerca de encontrar un medio de controlarlos. Incluso curarlos, quizá.

Con un rictus de amargura, Ryton rehuyó el contacto.

—No quiero pasarme los próximos veinte años en un asilo para personas seniles. Antes me quito la vida.

Lo dijo en un tono de voz muy bajo, casi como si hablara consigo mismo.

—No digas eso, James.

—Lo siento, amigo —murmuró Ryton con una sonrisa forzada—. Hablemos de algo menos deprimente.

Halden lo asió del brazo y le dio un apretón.

—Tu hijo es inteligente. Un motivo de orgullo para el clan. Ya cambiará, pero debes tener paciencia.

—Espero que tengas razón. ¿Has tenido alguna noticia más de ese presunto supermutante?

—Los rumores van en aumento —le confió Halden—. Llegan informaciones de Brasil sobre experimentos de radiaciones… ¡con sujetos humanos!

—¿Brasil esta vez? La última era Birmania. No me creo nada de nada. ¿Hay alguna documentación? ¿Alguna prueba sólida?

—No exactamente. Pero se ha armado el suficiente alboroto como para motivar un debate en el Congreso sobre la formación de un comité de investigación.

—¿Para enviarlo a Brasil?

—¿Adonde si no? Una excursión informal con cargo al presupuesto, naturalmente. No es cuestión de que se irriten cuando por fin nos pagan una parte tan importante de la deuda que tienen con nosotros.

—Gracias a ese lodo de triobio que encontraron en Bahía y a la tecnología británica de minería por láser —apuntó Ryton—. ¿Qué hay de Jacobsen? Sin duda ella formará parte de la comisión.

—Tendrá que ir. —Halden se encogió de hombros—. Nos estamos tomando este asunto un poco más en serio que antes. He oído informes de la Costa Oeste. Y también de Rusia. Nuestros genetistas creen posible que esa gente, sean quienes sean, haya aislado y codificado el genoma mutante.

—¡Oh, no empieces con ésas otra vez! —exclamó Ryton con una áspera risotada—. Sabes bien que ya se hablaba de codificar el genoma hace veinte o treinta años, en los ochenta. Pero nunca se ha realizado con éxito, sobre todo desde que el error de los japoneses condujera a la moratoria en el proyecto.

—Tal vez la moratoria no se extendió nunca a Brasil.

Halden vació el tazón de un trago y se sirvió más café.

—¿Y qué has oído de Rusia?

—Informaciones dispersas. No están tan organizados como nosotros, por supuesto, pero en su último viaje allí, Zenora vio a Yakovsky, y éste le confesó que ellos también están preocupados con lo de Brasil.

—Esto debería tratarse en la reunión general.

—Lo mismo opino yo. ¿Mañana?

Ryton asintió.

—Las consecuencias pueden ser temibles. Al fin y al cabo, los normales no saben muy bien qué hacer con nosotros ahora. Pero ¿qué sucederá si sale a la luz un auténtico mutante potenciado?

—Bueno, ya sabes, lo habitual: disturbios, «pogromos», linchamientos… —Halden sonrió—. Tú siempre te fijas en el lado oscuro, James. Un mutante potenciado podría ser algo maravilloso.

Herido, Ryton se detuvo.

—Sé que esto te resulta divertido, Halden. Pero yo no he olvidado 1992. Ni a Sarah. El asunto podría ser muy peligroso para nosotros.

—Entiendo que estés preocupado —asintió Halden con diplomacia—, pero ya hace veinticinco años de eso. Por otra parte, ¿acaso no estamos nosotros tratando de hacer lo mismo, a nuestro modo? ¿Crear supermutantes mediante la endogamia?

—No —replicó Ryton—. Lo que nos importa a nosotros es la supervivencia. La seguridad en nuestro número. Lo que nos interesa es mantenernos apartados de los problemas, no convertir en obsoleto al resto de la raza humana, que es de lo que nos acusarán si ese asunto del supermutante resulta ser, siquiera remotamente, cierto. Ya sabes que los normales nos tienen miedo, incluso ahora. Y si existe alguna realidad tras esos rumores de mutantes potenciados mediante radiaciones, ¿qué será de nosotros entonces, Halden? ¿Qué será de nosotros?

Aunque no había dunas que le ocultaran de las miradas, Michael se arriesgó a levitar sobre las olas. Anochecía, y no le pareció que pudiera ser visto fácilmente. No le gustaba utilizar sus facultades de mutante en presencia de extraños, al contrario que uno de sus primos, que disfrutaba haciendo exhibiciones para sobresalto de los mortales. A aquella hora no había nadie en la playa.

Un viento vigorizante le llevó indicios de nieve. Unos cuantos pájaros solitarios picoteaban algas marinas al borde del agua. A Michael le maravilló que consiguieran sobrevivir, incluso en el más crudo invierno. Cuando su sombra pasó sobre ellos, se dispersaron frenéticamente.

Flotar sobre al agua era un juego maravilloso. Siempre le había gustado. Cuando era pequeño, en ocasiones su madre le ataba a una cuerda para controlar su capacidad de levitación. Michael la recordó enseñándole pacientemente cuando tenía cuatro añitos: «Da un paso grande y… ¡arriba! Vamos, Michael. Prueba otra vez. »

Sus facultades telequinésicas no habían aflorado hasta hacía tres años. Disfrutó experimentando con ellas. Empujó mentalmente las crestas de las olas. Las aguas se resistieron, por supuesto, pero le pareció ver que cedían un poco.

Michael era una rareza incluso en su comunidad; un mutante doble. Su padre siempre andaba alabando sus preciosos genes. Consérvalos. Protégelos. Cásate con una chica mutante. Ten hijos mutantes. Hazte Guardián del Libro algún día. No muestres tus poderes a nadie. Intégrate. No llames la atención. Sólo recordarlo le ponía furioso. Una ola rompió contra la costa, y la espuma se alzó hacia él. Ganó altura para evitarla.

«Aquellos buenos mutantes —pensó— se ocultaban como ratones, bien apretados, aspirando todo el aire respirable.» Siempre que asistía a una reunión del clan, cada peculiaridad, cada rareza de personalidad de los presentes le irritaba como el rechinar de las uñas en un encerado. Por lo menos, Michael había tenido un respiro durante sus años en la universidad. Había visto cómo vivían los normales. Y le había gustado.

Las personas como Kelly McLeod respiraban tranquilas. Sólo eran responsables ante sí mismas, y tal vez ante sus familias, pero no tenían ni secretos ocultos que proteger, ni tradiciones claustrofóbicas que observar, ni hábitos estrictos que mantener. Estaban liberadas de la empalagosa familiaridad de la vida en el clan. No tenían ninguna misión sagrada, salvo ser ellas mismas y ver qué les ofrecía la vida.

Michael admiraba la fuerte personalidad de Kelly, su independencia. Las mujeres mutantes eran, en su mayor parte, comedidas y cautas; tras sus ojos se adivinaba una sombra oculta. Incluso Jena era así. Por un instante, le dio vergüenza la forma en que la había tratado. Era una chica atractiva, pero tenía los ojos del color inadecuado. Todos los mutantes poseían aquellos ojos de un extraño tono pardo dorado, tostado, insólitamente luminosos en la oscuridad, que permitían reconocer a los miembros del clan en cualquier sitio.

Kelly tenía los ojos azul celeste. A Michael le gustaba el contraste de esos ojos con su piel clara y su cabello oscuro, le gustaba su nariz respingona y delicadamente moldeada, y sus pómulos cincelados. Le fascinaba verla vestida de cuero negro y cadenas plateadas un día para aparecer al siguiente con el cabello recogido, unos discretos pendientes y una blusa pasada de moda con el cuello alto y puntillas. Cuando sonreía, enseñaba una dentadura no muy perfecta, pero eso a él no le importaba. No deseaba que la muchacha fuera una muñeca de plástico. Eso formaba parte de su atractivo.

Recordó cuando la había besado en el patio trasero de los McLeod. Kelly no se resistió cuando el deslizó la mano bajo el sujetador. Michael sabía que, si hubieran tenido tiempo, ella le habría incitado a continuar, pero había aparecido su padre. Y él la deseó con un ansia que jamás había sentido por ninguna chica mutante.

—Llámame cuando vuelvas de vacaciones —le había dicho Kelly, con el cabello rodeado por un halo bajo la luz del porche trasero. Michael estaba impaciente por verla de nuevo. Pero debería procurar que su padre no lo averiguara.

Un eurodólar por tus pensamientos.

Michael se volvió bruscamente, pero no vio a nadie. A lo lejos, oyó una contraventana batiendo al viento. ¿Había imaginado, acaso, que alguien le hablaba?

¿No te da miedo que algún normal te vea y se desmaye?

Alguien le hablaba, en efecto, pero la voz que escuchaba sonaba en su mente, no en sus oídos. Y aquel tonillo burlón e insinuante sólo podía pertenecer a una persona: a su primo Skerry. Pero Halden había dicho que Skerry había desaparecido…

—¿Skerry? ¿Dónde estás? —preguntó en voz alta. Michael no tenía facultades de telépata emisor, y estaba prohibido introducirse en la mente de otros para leer sus pensamientos, aunque no gozaba de tal don. Skerry podía hacerle preguntas, pero no debía sondear en su mente para obtener las respuestas.

Detrás del bar.

Michael descendió rápidamente y avanzó por la arena hacia el edificio gris, curtido por la intemperie y entablado como protección contra los vientos invernales. Se asomó por una esquina, pero sólo vio casas de playa y arena.

Caliente, caliente.

—¡Vamos, Skerry, déjate de juegos! —Michael sabía que Skerry podía estar justo a su lado, pero, a menos que su primo decidiera dejarse ver, podía tenerlo buscándole hasta Año Nuevo.

Escuchó tras él un ruido que le recordó el de un mazo de cartas al ser barajado. Al volverse, observó unas barras grises diagonales que se solidificaban lentamente, como una imagen de vídeo, hasta convertirse en su primo. Skerry estaba como siempre, con su guerrera verde oliva del ejército, pantalones téjanos y botas, y su cabello castaño rizado, su barba y aquellos ojos radiantes tan parecidos a los suyos. Sin embargo, mientras que Michael tenía un cuerpo delgado pero fuerte, dotado para la velocidad, Skerry era corpulento y musculoso, y poseía unos hombros fornidos y unas piernas que parecían capaces de chutar un balón de un extremo a otro de un campo de juego, o de derribar un árbol. Sus blanquísimos dientes asomaban tras una sonrisa burlona. A Michael le caía bien su primo, aunque no se fiaba demasiado de él. Pero tampoco desconfiaba exactamente. Era difícil concretar qué sentimientos le inspiraba un telépata que ejecutaba números de desapariciones.

—Tu viejo y tú habéis vuelto a discutir, ¿verdad?

—¿Has estado en la reunión?

—Digamos que me mantengo informado de lo que les sucede a mis seres más próximos y queridos.

—Bien, entonces ya sabes cómo están las cosas. Quieren que me case con Jena. Que me ponga en la cola. Que me limpie los zapatos. Que sea un buen mutante.

—Pareces harto.

—Lo estoy.

—Entonces, vete.

Michael, avergonzado, movió la cabeza en gesto de negativa.

—No puedo. Quizá tú puedas hacerlo, pero mis padres se morirían del disgusto si abandonara la firma y me marchara de la ciudad.

Skerry se encogió de hombros, sacó un palillo de dientes y lo insertó entre sus labios con gesto desenvuelto.

—¿Dónde has estado? —preguntó Michael.

—Aquí y allá. El mundo es muy grande ahí fuera.

Skerry echó a andar por la playa y, con un gesto, indicó a Michael que le acompañara. Pasearon varios minutos uno al lado del otro, en silencio. Luego, Skerry se detuvo, observó detenidamente a su primo y arrojó el palillo a las olas.

—No puedes dedicarles toda tu vida. Te volverás loco, y no me refiero a la locura senil de los mutantes. Tienes más opciones de las que crees, pero, si no las aprovechas ahora, nunca lo harás. Recuerda ese famoso período de vida de los mutantes: corto y con mal final. Escapa y ve a descubrir quién eres.

—¿Como tú?

—Tal vez.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. Además, si tú has escapado, ¿qué haces aquí?

Skerry se encogió de hombros otra vez.

—La nostalgia… —respondió—. Además, ¿qué te hace pensar que estoy aquí de verdad?

Con una sonrisa, la figura de Skerry empezó a desvanecerse por los bordes.

—Espera. No te vayas aún, Skerry.

—Lo siento, muchacho, se acaba el tiempo. Piensa en lo que te he dicho. Escapa mientras aún puedas hacerlo. Estaremos en contacto.

A Michael le pareció que lo último en desvanecerse de su primo fue la sonrisa.


Melanie dio un gran bocado a la galleta, disfrutando de su sabor intenso y delicioso. Aquél era el momento de la reunión que todos esperaban, cuando se dedicaban a intercambiar chismorreos, a admirar las más recientes incorporaciones al clan y a discutir de política. Sobre todo de política. Sí, todos esperaban aquel momento con expectación. Todos menos ella.

Observó a los niños más pequeños levitando en círculo cerca de la chimenea y, por un instante, deseó volver a ser una niña para unirse a ellos. Pero algo más que la edad la separaba del feliz grupito reunido en torno al fuego y del resto del clan que abarrotaba la estancia. Melanie era una mutante, por supuesto. Bastaba con ver sus ojos para comprobarlo. Pero era una mutante nula, disfuncional.

En el clan todos la trataban con corrección, desde luego. Con demasiada corrección. Se portaban con ella como si fuera retrasada mental, y su lástima le resultaba tan difícil de asimilar como el rechazo de los no mutantes en la escuela.

Al otro lado de la sala, Marol retenía con orgullo a su bebé, Sefrim, mientras éste dormía levitando pacíficamente sobre su regazo.

Ella tenía menos facultades que cualquier bebé mutante, se dijo Melanie.

Deseó haber abandonado la reunión con Michael. O haber llevado consigo unas píldoras de Valedrina de su madre. Empezaba a temer aquellas reuniones tanto como su hermano mayor. Incluso más. Al menos, Michael poseía facultades especiales. Ella, en cambio, no sabía muy bien qué era.

«No llores —se reprendió a sí misma—. No permitas que te vean llorar.»

¿Tenía ella la culpa de haber nacido con los ojos dorados y sin el menor rastro de poderes mutantes? ¡Ah! ¡Cuántas horas había pasado ejercitándose en su habitación, cuando creía que nadie lo sabía, rogando que sus facultades sólo fueran lentas en madurar!

Estaba destinada a ser telequinésica. Melanie lo notaba en su interior; sin embargo, por mucho que se esforzara, hasta el punto de provocarse fuertes dolores de cabeza de tanto concentrarse en mover una naranja de un extremo a otro de la habitación, o incluso de la mesa, nunca sucedía nada. La naranja permanecía quieta.

Cuando alcanzó la pubertad, Melanie empezó a abandonar sus esperanzas. A aquella edad, casi todas las chicas mutantes habían desarrollado ya su facultad. Así pues, Melanie intentó comprender su situación, aunque siguió sin aceptarla. Y cuando Michael manifestó su segunda facultad, la muchacha dedujo que había sido señalada por algún dios cruel y malévolo para recibir una tortura especial. Por algún motivo, su hermano mayor había recibido los poderes que les correspondían a ambos.

Una mano le tocó el hombro con suavidad, afectuosamente. Melanie levantó el rostro y vio a tía Zenora sonriéndole. Pensó que la esposa de tío Halden estaba hecha como anillo al dedo para su marido. Era corpulenta y bronceada, igual que él. Zenora llevaba media docena de distintivos dorados de la Unión en una manga: seis ojos dorados, enmarcados por unos brazos unidos. Zenora era miembro activo de la Unión Mutante, y siempre repartía distintivos de ésta en las reuniones del clan.

Tía Zenora la abrazó.

—¿Qué tal el instituto?

—Bien, supongo.

—Ahora debes de estar en…, déjame pensar… En segundo, ¿verdad?

—No en el último curso.

—Entonces, habrás pensado en la universidad, ¿no? ¿Quieres cursar alguna carrera? —preguntó Zenora.

Melanie se encogió de hombros.

—Papá quiere que trabaje con él.

—Me parece una buena idea.

—Supongo que lo es.

La idea de trabajar con su padre y su hermano le revolvía el estómago. Lo que deseaba Melanie era convertirse en videorreportera, en la primera videorreportera mutante. Pero tal cosa era tan improbable como que, de pronto, se pusiera a levitar y se elevara hasta el techo.

Zenora fue arrastrada a una discusión política en la que el nombre de la senadora Eleanor Jacobsen era mencionado cada tres frases. Melanie movió la cabeza. La política le aburría. Vio a su madre sentada en el viejo sofá rojo y se acercó a ella.

—Zenora siempre está agitando la bandera —comentó Sue Li con una sonrisa.

—Me parece que le gusta más hablar de política que ninguna otra cosa, ni siquiera cocinar —respondió Melanie—. Seguro que incluso se acuesta con esos distintivos de la Unión.

Jena pasó cerca de ellas, con los ojos fijos en el suelo.

—Tu hermano nos está causando problemas. Lo de esa muchacha me ha avergonzado.

—A mí no. Jena tiene cien novios. Yo lo siento por Michael.

—¿A qué te refieres? —Su madre la miró con aire severo, y Melanie notó que se ruborizaba.

—A Michael no le gusta Jena. Bueno, sí que le gusta, pero no de la manera que tú quisieras. —Melanie se movió, incómoda—. No me parece justo querer obligarle a hacer lo que él no desea.

—Eres muy leal —murmuró Sue Li, con los labios apretados en una fina línea.

En privado, Melanie consideraba a Jena una presumida, incapaz de mantener una relación personal profunda que no fuera con su espejo. Sin embargo, en aquel momento sintió un perverso placer viendo a otro, por una vez, sometido a la compasión y a la mirada escrutadora del clan. Cogió otra galleta y se preguntó si Zenora era buena cocinera porque era mutante, o a pesar de serlo.


Una cálida luz amarilla se filtraba a través de las ventanas de la cabaña que ocupaban los Ryton y se desparramaba en la oscuridad. El sol se había puesto hacía casi una hora. Michael abrió la puerta muy despacio, dispuesto a escapar al menor rastro de problemas. No vio ni a Melanie ni a su padre por ninguna parte. Su madre estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo, de espaldas a él. Cuando Michael entró en la estancia, alzó la vista de la pantalla de notas. Parecía cansada.

—¿Has comido?

—No.

—Quítate la chaqueta y te prepararé un bocadillo.

Las patas de madera de la silla gimieron cuando la mujer se incorporó y empezó a revolver en la cocina. El leve brillo de los oscuros cabellos de su madre, su rostro casi enmarcado por el suéter escarlata con cuello de capucha, le recordaron una lámina que había visto en cierta ocasión, una lámina japonesa de una geisha con un kimono de color fresa y un pañuelo a juego. Colgó la chaqueta y ocupó la silla que su madre había dejado vacía. Echó un vistazo al texto de la pantalla. Era un relato de terror de alguna vieja colección.

—¿Te gusta leer estas cosas?

—Sí. Me transportan a un mundo totalmente distinto, y luego siempre agradezco estar de vuelta en el mío.

—¡Ojalá pudiera sentirme así! —confesó Michael—. ¿Dónde están los demás?

—Tu padre se ha quedado charlando con Halden y Zenora. Jimmy y Melanie están en la casa de al lado, viendo algo en la pantalla grande de Tela.

La mujer llevó a la mesa un bocadillo de carne de soja y un tazón de cacao y tomó asiento frente a su hijo, con aire pensativo.

—Michael, ya sé que te sientes molesto con las exigencias que te planteamos —le dijo—, pero la intención de tu padre no es mostrarse severo contigo.

—Entonces, ¿por qué me trata así?

—Está preocupado —suspiró la madre—. Ya sabes lo importante que es para él construir con vistas al futuro. Y se siente muy orgulloso de ti.

—¡Desde luego! ¡Orgulloso de tener por hijo a un doble mutante! Si tanto lo está, ¿por qué no me lo dice él mismo?

—Le resulta muy difícil.

Michael engulló un bocado.

—Ojalá no me lo pusiera tan difícil a mí —murmuró—. Y a Mel.

—Ya lo sé.

—¿Te has sentido así alguna vez?

—Por supuesto —respondió la madre con una leve sonrisa—. Pero en mi juventud las cosas eran diferentes. Dentro del clan había mucho más entusiasmo, pues nos sentíamos en la cúspide de una nueva era. Claro que eso era en los setenta, cuando todo parecía posible.

—¿Cómo era la vida entonces?

—¡Oh! Excitante y confusa, sobre todo para un joven. —Hizo una pausa y los viejos recuerdos llenaron de color sus mejillas—.

Daba la impresión de que el mundo estaba rebosante de oportunidades y colores, de que todas las viejas costumbres estaban cambiando. Y, en cierto modo, así era. Pero entonces llegó la violencia y, en muchos aspectos, las cosas siguieron igual para nosotros.

—¿No pensó nadie que el tiempo de la espera podía haber terminado?

Michael se echó hacia atrás en el asiento. Su madre asintió con gesto apesadumbrado.

—Yo era entonces muy joven y no recuerdo lo que se decía en las reuniones, pero sí que un año se logró presentar una propuesta para proclamar públicamente nuestra existencia. Algunos de los miembros más ancianos se resistieron, y, finalmente, el clan se escindió. Así, en los años noventa, algunos de nosotros salimos a la luz. Antes, a las reuniones asistía el doble de gente de la que viene ahora. Pero, previamente a esta división, ya se habían producido otras escisiones. Los sesenta y los setenta nos disgregaron, y quienes propugnaban darnos a conocer se marcharon. Algunos se trasladaron a California. Entre ellos estaba el chico con el que pensaba que me casaría.

—¿Qué fue de ellos? ¿Qué le ocurrió a él?

Una sombra cruzó sus delicadas facciones.

—Ahora empezamos a reunimos otra vez. Quizás un día volvamos a estar todos juntos, como en los viejos tiempos. En cuanto a ese chico…, en fin, desapareció.

Michael dejó de masticar y miró a su madre como si fuera la primera vez que la veía. Sue Li tenía toda una vida privada que nunca le había revelado. Sintió un nuevo respeto por ella.

—¿Murió?

—Supongo.

—¿Cómo era?

La mujer alargó la mano para apartar con ternura un mechón de pelo de los ojos de su hijo.

—Se parecía un poco a tu primo Skerry. ¡Igual de impetuoso! Eso era lo que le hacía tan atractivo, y lo que habría hecho imposible vivir con él.

Michael estuvo tentado de decirle que había visto a Skerry. Las palabras casi escaparon de su boca, pero decidió contenerse. Si se lo contaba a alguien, sería sometido a un interrogatorio de tercer grado. De momento, le encantaba tener algunos secretos privados.

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