La música de la mecabanda del Alta Tensión resonó en los azulejos rosa de los servicios del local con unos ecos extraños y distorsionados —uaou uaou—, como el lamento de un lejano gato electrónico. Melanie dirigió la mirada al espejo cuarteado. Tenía el rostro enrojecido a causa del calor. Para estar a mediados de febrero, hacía una temperatura muy alta.
La Valedrina que había encontrado en el armario de las medicinas de su madre zumbaba como era debido en su cerebro, provocándole un ligerísimo entumecimiento. Una chica medio china de suaves cabellos castaños le devolvió la mirada. Nada más que una chica atractiva y normal, preparada para una velada de diversión.
Una chica atractiva y normal con los ojos dorados.
Contempló su rostro como si no lo hubiera visto nunca, hipnotizada por la rareza de aquellos ojos, recordatorio de doble filo de quién era. Una mutante. Y una nula. ¿Quién la querría? Mutante o normal, ¿quién podría quererla?
Tal vez debería ponerse lentillas de contacto. Cerró los ojos, complacida ante la idea: cubrir aquel oro mutante de un color castaño oscuro, o de un tono avellana. Al menos, así parecería una chica asiática corriente. «Imagina lo que sería vivir como una no mutante —se dijo—. ¡Qué extraño! Deambular por la calle y confundirse con la multitud…»
La puerta de los servicios se abrió de pronto, y entró Tiff Seldon, que venía charlando con Cilla Colé. Las dos enmudecieron al ver a Melanie. Tiff se dirigió a uno de los retretes, empujándola al pasar junto a ella. La muchacha era más alta que Melanie y tenía una figura atlética, cuadrada, con el cabello pajizo cortado al cepillo.
—Perdona —dijo con exagerada educación, dándole un nuevo golpe con la cadera.
Melanie se vio impulsada hacia delante y estuvo a punto de golpearse la frente contra el espejo, aunque consiguió detenerse a tiempo.
—¡Eh! —exclamó, volviéndose con gesto de enfado.
El empujón había sido premeditado, sin la menor duda. Cilla apoyó la espalda contra los azulejos de la pared opuesta a los lavabos, con sus flacos brazos cruzados sobre el pecho, un chupigoza entre los dientes y un doble anillo de plata en cada aleta de la nariz. Llevaba el cabello casi dos dedos más largo que Tiff, y de un color verde brillante. La muchacha sonrió a Melanie con malévolo regodeo.
—¡Eh, tú, mutante! ¿Por qué no haces algún truco para nosotras? —tronó la voz de Tiff tras la puerta del retrete.
Melanie guardó el peine en el bolso y se dio la vuelta para marcharse, pero Cilla le cerró el paso.
—Te están hablando, mutante. ¿Por qué no prestas atención?
—Apártate de en medio, Cilla.
Melanie habló con voz fría, pero notó que el corazón se le desbocaba. Tiff y Cilla, siempre agresivas y temerarias, formaban parte de un sector de la sociedad normal que acosaba y maltrataba a los mutantes por pura diversión.
—No pienso hacerlo.
Cilla movió la cabeza en gesto de burlona desaprobación y, desde la derecha de Melanie, empujó a ésta contra la pared que tenía detrás. Melanie la esquivó desplazándose hacia la izquierda, pero, de pronto, Tiff apareció junto a ella con una desagradable sonrisa en los labios. La chica deslizó una mano carnosa bajo la falda y sacó una navaja, que centelleó con un brillo plateado bajo los fluorescentes.
Acto seguido, agarró a Melanie por el hombro y agitó la pequeña hoja vibrátil ante su rostro. El arma centelleó de nuevo.
—¿Verdad que es bonita? Mi hermano no sabe que se la he quitado de la chaqueta. —A Tiff le olía el aliento a vino o cerveza, y en sus ojos brillaba una extraña luz—. Me dan ganas de hacer marcas en alguna parte. Tal vez en la cara de una mutante —añadió con una risa burlona.
Melanie tragó saliva, con la vista fija en la navaja. ¿De veras estaban dispuestas a emplearla?
La vibrante hoja pasó muy cerca de la barbilla de la mutante. Melanie cerró los ojos. ¿La oiría alguien si se ponía a gritar? Su prima Germyn la estaba esperando en el bar. ¿Acudiría a buscarla? Tal vez si se concentrara muchísimo, Melanie terminaría por descubrir que, en realidad, poseía una de las facultades de los mutantes. Entonces podría alejar a Tiff de un soplido, flotar hasta el techo y escapar. Apretó los párpados en un intento desesperado por levitar ante las dos no mutantes; pero, cuanto más se esforzaba, más débil se sentía. Exasperada, se dio por vencida. Jamás lograría hacer nada. Y aquellas muchachas no la dejarían nunca en paz.
Melanie abrió los ojos, preguntándose cuándo se hundiría la navaja en su carne y cuánto le dolería. Quizá muriese, y entonces Tiff iría a la cárcel por el resto de su vida. Tal vez no fuera tan mala idea. El francotirador que diez años antes había matado a tres mutantes en el World Trade Center había terminado en prisión. Pero la verdad es que Melanie no quería morir.
—No lo hagas, Tiff —suplicó—. Lo lamentarás.
La puerta de los servicios se abrió de par en par, y apareció Kelly McLeod, que contempló la escena boquiabierta, agarrada a su bolso.
—Será mejor que uses otro lavabo, McLeod —le espetó Tiff en tono amenazador—. Éste está ocupado.
Sostuvo la navaja bajo la barbilla de Melanie con mano firme, pero Kelly entró en la estancia con las manos en las caderas.
—¿Qué sucede aquí?
—Sólo estamos dándole un retoque a la mutante —dijo Cilla con una risilla—. ¿Quieres ayudarnos?
—¿Estáis locas? ¿Qué os ha hecho? —preguntó Kelly, mirando a Cilla con una mueca de desagrado.
La muchacha le devolvió la mirada, frunciendo el ceño.
—¿A ti qué te importa? ¿Acaso eres una especie de amante de los mutantes? Tiff, tal vez también deberías usar la navaja con ella.
—Kelly, vete antes de que te hagan daño —susurró Melanie.
Pero Kelly no le hizo el menor caso. Por el contrario, avanzó otro paso, agarró a Cilla por los aretes de la nariz y tiró de ellos con fuerza. Cilla lanzó un chillido, tratando de golpearla con ambos puños.
—¡Suéltala! —gritó Kelly—. ¡He dicho que la sueltes!
—No te metas en esto, McLeod —la amenazó Tiff, apartándose de Melanie para apuntar la hoja vibrátil hacia Kelly.
—¡Vete a la mierda!
Tiff se abalanzó sobre ella, pero Kelly soltó a la otra chica y esquivó la acometida, haciendo que Tiff rozara el antebrazo de Cilla con la navaja. Cilla se llevó la mano a la herida y empezó a gimotear mientras la sangre manaba entre sus dedos.
—¡Cállate, Cilla! —gritó Tiff—. Tengo un poco de piel plástica en el bolso. ¡Dios, si casi no te he tocado!
Cilla cerró la boca a medio sollozo y empezó revolver en el bolso de Tiff, buscando una venda. Kelly se burló de ella:
—¿Siempre haces lo que te dice?
—¡Amante de los mutantes! —replicó Cilla.
Kelly se volvió y la golpeó con un revés que le hizo desviar la cabeza, salpicando de sangre la pared. Tiff soltó una maldición, apartó a Melanie de un empujón y se volvió en redondo, con la mano que sostenía el arma preparada para asestar un golpe a Kelly.
Melanie vio su oportunidad. Saltó sobre Tiff, agarró la mano armada y, llevándosela a la boca, hundió los dientes en la carne, justo por encima de la muñeca.
Tiff lanzó un aullido de color. Melanie apretó las mandíbulas y continuó mordiendo, mientras que su fornida adversaria trataba de desasirse. La mutante notó el sabor salado de la sangre. Con un tintineo, la navaja cayó al suelo ante sus piernas. Melanie la envió de un puntapié a un rincón, junto a la puerta, y vio a Kelly luchando con Cilla.
El servicio estaba ahora abarrotado; de pronto, se había llenado de ruido y de gente. A su alrededor resonaban unas voces estentóreas.
—¡Ay! ¡Suéltame, maldita mutante! —aulló Tiff.
«¡Vete a la mierda!», exclamó Melanie para sus adentros.
—¡Chicas! ¡Deteneos!
Jeff, el vigilante de los pasillos, se metió entre ellas moviendo su cabeza morena a uno y otro lado para esquivar los golpes. Consiguió separar a Cilla y Kelly, aunque recibió dos buenos puntapiés en el forcejeo. Su compañero, el calvo y fornido Ron, sujetó a Melanie y a Tiff.
—Suéltala, muchacha —ordenó a Melanie, sacudiéndola sin miramientos.
A regañadientes, Melanie abrió la boca para soltar la ensangrentada muñeca de Tiff.
Con una mueca de disgusto, Jeff las empujó hacia la puerta.
—Las chicas siempre son las peores —le comentó a Ron, quien asintió con aire experto.
—Sí. Son perversas —apostilló éste con aspereza.
—Escuchad —dijo Jeff en el mismo tono de acritud—. No me importa qué ha sucedido ni quién ha empezado. Ya conocéis las reglas: nada de peleas en los lavabos. Tenéis prohibida la entrada durante dos semanas. Fuera.
El local había quedado en silencio; incluso los altavoces habían enmudecido. Varias hileras de rostros observaron a Tiff y Cilla cuando cruzaron la puerta a toda prisa, entre maldiciones. A la salida del bar, Tiff hizo un alto.
—¡Ya te encontraré, mutante! —exclamó.
Melanie le respondió con un gesto obsceno. Tiff se lo devolvió y se alejó, agarrándose la muñeca herida.
Jeff mantuvo abierta la puerta.
—Fuera, señoritas. Y eso va también por vosotras dos.
Melanie buscó a Germyn entre la multitud, pero pronto se dio por vencida. Sabía que su prima se habría ido a casa al primer indicio de alboroto, y que se habría llevado el deslizador. «Da igual —pensó—. Germyn no es nunca la compañía perfecta.» Tras recoger la chaqueta anaranjada del perchero, salió al aparcamiento. Kelly la siguió en silencio. Melanie la observó por el rabillo del ojo. ¿Por qué la había ayudado? Aparte de coincidir en algunas clases, apenas se conocían.
El silencio se intensificó. Finalmente, Melanie no pudo soportarlo más y dijo:
—Gracias. No tenías por qué hacerlo, ¿sabes?
Kelly se encogió de hombros.
—No podía quedarme quieta y dejar que te rajaran, ¿no crees? Además, no soporto a ese par de taradas. Pero tienes que andarte con más cuidado, se ponen agresivas enseguida.
—Bien que lo sé —murmuró Melanie con amargura—. Pero han sido ellas quienes han empezado. Yo no me metía con nadie.
—Ya lo supongo.
Kelly dio un puntapié a una piedra suelta. Melanie se detuvo. De pronto, había caído en la cuenta de algo.
—Tú estás saliendo con mi hermano, ¿verdad?
—Sí.
Melanie estudió detenidamente a su salvadora. Para no ser mutante, Kelly era bonita. Tenía una bella melena oscura y unos grandes ojos azules, pero, aparte de esto, ¿qué más había visto Michael en ella? En su opinión, Jena era mucho más despampanante, y fantástica en ejercicios telequinésicos y gimnasia. Pero eso a Michael tal vez no le importaba.
Kelly parecía mucho más agradable que Jena. Los chicos normales de la escuela siempre andaban husmeando a su alrededor; por lo menos medio equipo de fútbol andaba tras ella, y eso que la chica no les prestaba la menor atención. Bueno, tal vez sentía una especial atracción por los mutantes. A veces sucedía. Melanie recordó al muchacho pecoso que la había perseguido durante medio año cuando estaba en primer curso. Admiradores de mutantes, los denominaba ella. Bueno, tal vez su hermano era un admirador de normales, pero le parecía una locura arriesgarse a sufrir la censura del clan por salir con una normal, aunque fuera tan agradable como Kelly McLeod.
—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó ésta.
—Sí. Me parece que mi prima se ha olvidado de mí —contestó Melanie—. Espero que no te importe.
—No hay problema. Vamos.
Kelly la condujo a un deslizador gris plateado.
—¡Qué bonito! —exclamó Melanie, envidiosa—. ¿Es tuyo?
—De mi madre. Entra.
Kelly abrió la portezuela y pulsó el botón de arranque; la única repuesta fue un gruñido sordo. Probó otra vez, pero el motor se negó a ponerse en marcha.
—¡Maldita sea!
Kelly abrió el capó y se apeó del deslizador. Un momento después estaba de vuelta con un puñado de cables de color naranja en la mano y un gesto ceñudo en el rostro.
—¿Qué sucede? —preguntó Melanie.
—Alguien ha cortado los cables del motor de arranque —explicó Kelly—. Apuesto a que ha sido esa zorra de Tiff. No creí que le diera tiempo a hacerlo.
Se dirigió a la parte trasera del deslizador y empezó a revolver en el portaequipajes. Melanie la siguió.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó, sintiéndose inútil. De todos modos, nunca había entendido gran cosa de mecánica.
—Creo que podré improvisar un arreglo con unos cables del equipo de herramientas de mi padre —dijo Kelly, sacando algo del portaequipajes y dirigiéndose a la parte delantera del deslizador—. Siempre lleva de todo. Toma, sujeta esto. —Le entregó una linterna y añadió—: Enfoca ahí.
Inclinada sobre el motor, empezó a manosear lo que a Melanie le parecieron unas hileras gemelas de clavijas eléctricas, rodeando cada una de ellas por encima y por debajo con un cable verde trenzado. De vez en cuando, tensaba algunos de los lazos de cable con un pequeño destornillador.
—Sube más la linterna, ¿quieres?
Melanie se apresuró a obedecer.
Kelly se incorporó con un gruñido, limpiándose con un trapo.
—Ya está. Esperemos que funcione.
Se inclinó sobre el asiento del conductor y pulsó el botón de arranque. Al principio no sucedió nada. Luego, con un chirrido de protesta, el deslizador se puso en marcha. Las chicas sonrieron, aliviadas, y Kelly volvió a guardar las herramientas en el portaequipajes.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó Melanie, asombrada.
—Mi padre es un fanático de la mecánica. Creo que le viene de cuando era piloto. Yo me limité a rondar cerca de él hasta que empezó a enseñarme a reparar cosas. —Kelly condujo el deslizador fuera del aparcamiento—. A Michael le parece divertido que sepa emplear esas herramientas.
—¿Cuánto tiempo lleváis saliendo juntos?
—Un par de meses. Desde que volvisteis de esa reunión, vacaciones o lo que fuese.
—Te debe de gustar mucho —dijo Melanie cautamente.
—Sí, mucho. —Kelly detuvo el deslizador en el cruce, esperando que cambiara el semáforo, y miró a Melanie—. Parece que no lo apruebas.
Melanie vaciló. No era ningún secreto que los mutantes eran reservados, pero no quería proporcionar ni siquiera tal información a alguien ajeno al clan. De todos modos, si Kelly quería relacionarse con Michael, le convenía conocer la verdad.
—Por mí no hay ningún problema. Michael parece feliz. Pero a mi padre le daría un ataque si lo descubriera.
—¿Por qué?
—Porque los mutantes no deben salir con gente ajena al clan.
—Estás bromeando —dijo Kelly, mirándola fijamente.
—No. Las amistades con no mutantes se toleran, pero es todo. Hay que casarse dentro del clan. Se trata de mantener y proteger el número de miembros por si las cosas vuelven a ponerse feas, como sucedió en los noventa.
—¿Montando un círculo con los carromatos?
—Algo así. —El semáforo cambió de rojo a verde.
—¿Y si no te casas dentro del clan?
—Corres el riesgo de que te censuren, o algo peor.
—¿Censurar? —Kelly soltó una carcajada—. ¿Qué significa eso? ¿Que te dan unos palmetazos o te envían a la cama sin cenar?
—No es cosa de risa —insistió Melanie—. Es un castigo muy duro. Los miembros del clan censurados quedan proscritos.
—Cuesta de imaginar. —Kelly apartó de sus ojos un mechón de cabello—. Suena a una especie de culto antiguo.
—Tal vez a ti te lo parezca —replicó Melanie con frialdad—, pero así es como vivimos. Y si quieres continuar viendo a mi hermano, será mejor que sepas los riesgos que él corre por ti.
Kelly permaneció unos instantes en silencio, concentrada en la carretera. Las luces de otros deslizadores pasaron centelleantes a su lado, rojas, amarillas y blancas.
—Te agradezco la advertencia —murmuró suavemente—. No pretendía ser brusca contigo, ni molestarte.
—Olvídalo. ¿Qué opina tu familia de que salgas con él?
—La idea no los vuelve locos, pero tratan de acostumbrarse a ella. Sé que Michael le cae bien a mi madre. En cuanto a mi padre…, en fin le trata con cortesía.
—Al menos puedes llevar a Michael a tu casa para que le conozcan. Dudo de que tú llegues a conocer alguna vez a los míos. Además, no creo que te gustara un encuentro con mi padre.
—Mis padres disfrutaron mucho viendo levitar a Michael, aunque tuve que rogárselo muchísimo para que lo hiciera. ¿Y tú? ¿Qué talento tienes?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué facultad especial de mutante posees?
—Ninguna. Soy una nula.
Melanie se hundió en el asiento, tratando de eliminar la amargura de su voz.
—¿De veras? No sabía que hubiese mutantes nulos.
—Sí. Sucede en ocasiones. Yo soy la única de mi familia que no tiene ni un miligramo de facultades. Cuesta de creer, ¿verdad? Mis padres intentan no demostrarlo, pero sé que se sienten decepcionados. A veces pienso que no soy mutante. Tal vez me cambiaron de cuna al nacer, en el hospital.
—Entonces, ¿cómo es que tienes esos ojos dorados?
—¿Lo ves? —Melanie suspiró—. Hasta mis teorías son imperfectas.
Kelly lanzó una risilla compasiva y detuvo el vehículo ante la casa de Melanie. Desconectó el motor y se volvió hacia ella.
—Escucha, te agradezco mucho que me hayas contado todo eso. Tu hermano me gusta de verdad. Y espero que, pese a todo lo que me has dicho, podamos ser amigas.
—Esto… Sí, claro. Si tú quieres.
Kelly asintió.
—Gracias por traerme.
Melanie se apeó del deslizador, cerró la portezuela y lo vio alejarse por el camino, con sus faros amarillos que parecían abrir a fuego un sendero a través de la niebla, cada vez más densa. «¡Qué extraño! —se dijo—. He hecho una nueva amiga gracias a una pelea. Y, además, una no mutante.»
Bill McLeod observó horrorizado la contusión que lucía en el rostro su hija mayor. ¿Y qué eran aquellas manchas oscuras en su ropa? La señora McLeod, sentada junto a él en el sofá, alzó la vista de su pantalla de lectura con gesto alarmado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el hombre.
—Me he metido en una pelea en el Alta Tensión.
—¿Una pelea?
—Sí, en los lavabos. Dos chicas se estaban pasando con Melanie Ryton. Tenían una hoja vibrátil.
—¿Una navaja? —Bill McLeod notó que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Eran de sangre aquellas manchas que veía en la camisa de su hija?—. ¿Estás herida? —le preguntó.
—No. Y la navaja era de las pequeñas.
—Me alivia saber que eres una experta en navajas —dijo su padre, sarcástico—. ¿Quién es esa Melanie Ryton? ¿Tiene alguna relación con Michael?
—Es su hermana.
El señor McLeod movió la cabeza. Otro Ryton. ¿Es que nunca se libraría de aquella condenada familia?
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Joanna.
—Sí, mamá. Sólo un poco desaliñada.
—¿Era preciso que te metieras? —preguntó el padre.
Kelly le dirigió una mirada asqueada.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Quedarme allí mirando?
El tono de voz de Kelly enfureció a su padre.
—¡Podrías haber resultado herida! Y empiezo a pensar que te lo habrías merecido.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te buscas los problemas. Rondar por ahí con mutantes… ¿Ves lo que trae? ¿No tienes otros amigos?
—¡Bill!
La voz de Joanna sonó escandalizada. Kelly se apoyó en la pared con las manos en los bolsillos.
—Papá, Melanie es inofensiva. Ni siquiera tiene poderes mutantes. Sólo esos ojos extraños. Pero todo el mundo se mete con ella porque es una mutante, y eso no me gusta.
—Claro que no —la apoyó Joanna—. Siempre te hemos dicho que te mantuvieras firme en tus ideales, ¿verdad, Bill?
El hombre asintió, impaciente.
—Sí, claro que sí. Pero no se trata de eso —añadió—. ¿Es que no sabes mantenerte al margen de los problemas? Lo que le pase a un mutante no es asunto tuyo. ¿Por qué no te buscas unos buenos amigos de ojos normales?
—¡Está bien! —Kelly entrecerró los ojos de rabia—. Mañana por la mañana, lo primero que haremos será decirle a Cindi que no puede ver más a Reta. Apartemos a los mutantes de nuestras vidas. Seremos conocidos como los McLeod, famosos por sus prejuicios contra los mutantes. —Su voz se convirtió en un chillido—. ¡No me importa lo que penséis de los mutantes! ¡A mí me caen bien!
—Bill, esto me está dando dolor de cabeza, ¿no puedes dejarlo un rato? —intervino Joanna, quejosa.
El padre empezó a sentirse culpable por haber provocado aquella situación.
—No, no voy a dejarlo —replicó, a la defensiva—. Kelly, no pretendo prohibirte que trates con mutantes, pero estaría mucho más contento si te relacionaras con otra gente, además de con ellos, y si cortaras ese romance con Michael Ryton. Siempre te han ido detrás muchos chicos, ¿por qué has de salir con un mutante?
—¡Señor! ¡La mitad del tiempo, yo también me siento mutante en esta familia! ¿Por qué no han de caerme bien? No quiero dejar de ver a Michael. Es más interesante que ninguno de los chicos que he conocido. ¿Qué tiene de malo que sea mutante?
—Tranquilízate, Kelly —dijo su madre—. Tu padre sólo está inquieto por el asunto de la pelea y la navaja. No lo puedes culpar por eso, ¿verdad? Llegas con un golpe en la cara, la ropa cubierta de sangre…
—Sólo son unas gotas.
—…y nos cuentas que has tenido una pelea en un bar.
—Sí, ya lo sé. —Kelly trasladó el peso del cuerpo de un pie al otro, con un gesto de incomodidad—. Lo siento. Pero ¿habríais preferido que os contara una mentira?
—No, claro que no. Me siento orgullosa de que defendieras a Melanie, y tu padre también.
Bill McLeod notó que le invadía un nuevo acceso de cólera.
—¡Jo! ¡No hables de mí como si no estuviera presente!
—Mamá sólo intenta lograr que te calmes.
McLeod se preguntó cuándo había empezado su hija a utilizar con él aquel tono condescendiente. No le gustaba nada.
—Y tú, Kelly —prosiguió Joanna—, comprendes nuestro punto de vista de que ser demasiado amiga de los mutantes puede resultar peligroso, ¿verdad?
Kelly se encogió de hombros.
—Entiendo lo que intentas decirme, mamá. Pero si yo hubiera estado en el lugar de Melanie, ¿no habrías querido que mis amigas intentaran ayudarme?
—Claro que sí.
—Entonces, ¿qué diferencia hay? ¿Qué pasa si Melanie es mutante? Es amiga mía. Además, ni siquiera puede hacer prodigios de mutantes.
—Jamás había oído algo parecido —dijo el padre con brusquedad.
—Pues es cierto.
—Debe de ser muy duro para ella —musitó Joanna, frunciendo el ceño.
Por un instante, Bill McLeod se apaciguó. Pobrecilla Melanie, atrapada entre dos mundos. Después pensó en su padre, el frío y distante James Ryton, y se encolerizó de nuevo.
—Escucha, estoy seguro de que Melanie tiene problemas en la escuela, pero lo mismo les sucede a muchos otros. Y algunos de ellos ni siquiera son mutantes. Esa chica tendrá otras amistades, amigos y amigas mutantes, de modo que te puedes ahorrar tu compasión, hija.
—Cuando estaba en el bar, me hubiera gustado ser una mutante durante un cuarto de hora. Habría hecho flotar a Tiff Seldon boca abajo hasta la taza del retrete, y le habría dado un buen lavado de cabello ahí dentro.
Kelly soltó una risilla. Bill McLeod sabía que su hija intentaba quitarle el malhumor y sonrió a regañadientes, pero en su mente se formó una imagen del rostro de Kelly, idéntico al que conocía salvo por los ojos, que eran dorados, y tuvo que reprimir un escalofrío. La cólera le abandonó, dejando sólo unos tenues rescoldos y una intensa depresión.
—Olvidémoslo todo, ¿de acuerdo? ¿Por qué no te pones ropa limpia?
Bill McLeod dio la espalda a su familia, conectó la pantalla de la sala y sintonizó el canal donde retransmitían la final de baloncesto en gravedad cero. Quería pensar en otra cosa que no fueran los mutantes.
La casa estaba a oscuras, apenas iluminada con lamparillas indicadoras en los tonos azules y verdes tan sedantes para los ojos mutantes. Un cántico gutural llegó hasta Melanie desde los altavoces tubulares de cobre del salón. Era la plegaria de la paciencia del tercer libro de las Crónicas, una de las invocaciones favoritas de su padre. El resto de la casa estaba silencioso, taciturno. Todo el mundo exterior parecía remoto, desterrado.
—Supongo que habrá alguna explicación, ¿no?
El tono de voz de James Ryton a la vista de su desaliñada hija fue glacial. Melanie se encogió por dentro, deseando desaparecer.
Sabía que no debía esperar consuelo de su padre. ¡Ojalá hubiera podido marcharse a casa de Kelly!
—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir, jovencita?
Melanie se volvió hacia su madre, enroscada en el sofá como una gata. Sue Li le lanzó una sonrisa alentadora. Tras un profundo suspiro, Melanie se decidió a hablar.
—Un par de chicas me han asaltado en los lavabos. Una de ellas llevaba una navaja y había estado bebiendo. Quería pincharme.
—¡Malditos normales! ¡No estarán contentos hasta que nos hayan matado a todos!
—¡James! —Sue Li le lanzó una mirada severa. Después, se volvió hacia Melanie—. Continúa, cariño. ¿Qué más ha sucedido?
—Entró Kelly McLeod y me ayudó a quitármelas de encima.
—¿Que esa Kelly te ha ayudado? ¿Una no mutante?
Su padre parecía sorprendido.
—Sí —respondió Melanie.
—¿Cómo es que conoces a esa chica? —preguntó la madre sin alzar la voz.
—Coincidimos en dos clases.
Melanie observó a su padre, mientras éste caminaba con aire enfadado por la moqueta azul. Tenía una expresión perturbada y le latía una vena de la frente, lo cual era siempre una mala señal.
—¿Y qué andabas haciendo tú para que esas chicas hayan querido atacarte?
—Nada. Me estaba peinando.
—¿Estabas sola?
—Sí.
—Para empezar, no entiendo por qué te empeñas en frecuentar sitios de no mutantes —dijo el padre—. ¿Dónde estaba Germyn? Tenía entendido que esta noche salías con ella.
—Se ha largado en cuanto han empezado los problemas. Como de costumbre.
Melanie vio en la boca de su madre una mueca que podría haber sido una sonrisa, rápidamente disimulada. Su padre, en cambio, no pareció tan divertido.
—Largándote sola por ahí, te conviertes en un blanco —declaró.
—Entonces, la culpa es mía, ¿no? —replicó Melanie, furiosa—. ¡He sido yo quien ha pedido que me pinchen con una navaja!
—¡No me hables en ese tono, niña!
—James —intervino la madre—, ahora estás demasiado trastornado para hablar del asunto. Ya lo discutiremos más tarde.
—No intentes apaciguarme, Sue Li. Ya sabes lo que opino del trato social con los no mutantes. Los peligros…
—Sí, claro, pero creo que te estás excediendo. Al fin y al cabo, no estamos en los noventa, James. Y no veo ningún mal en que Melanie pase un rato de vez en cuando con no mutantes. —Sue Li hizo una pausa—. Todos los jóvenes van a ese bar. Y Mel no se ha buscado el lío. En fin, nuestra hija no tiene la culpa de que alguien, alguna vez, beba de la botella que no debe y se ponga agresivo. Me parece que todo esto podría haber sido mucho peor.
Melanie pensó que su madre parecía un delicado Buda femenino, serena y envuelta en su suéter de color jengibre. Se preguntó si Sue Li no estaría tratando de influir en el ánimo de los demás. No sería la primera vez que ponía término a una discusión familiar mediante una sutil emisión telepática.
—Sue Li, no permitiré que me distraigas —afirmó James Ryton—. La continua relación de nuestros hijos con los normales es peligrosa. No me gusta.
—No veo la manera de evitarlo —intervino la muchacha—. No somos suficientes como para organizar una escuela privada para mutantes. Y no puedo pasarme toda la vida esquivando el trato con los normales.
—Pero puedes andarte con más cuidado respecto a los sitios que frecuentas y las cosas que decides hacer. —Su padre le hablaba en tono severo—. Y te prohíbo que vuelvas a ver a esa McLeod.
A Melanie le temblaba el labio inferior.
—¡Pero, papá, ella me ha ayudado! Y quiere ser amiga mía.
—Ya tienes amigos dentro del clan.
—¡Oh, seguro! Sabes muy bien que nadie en el clan quiere tener amistad conmigo. Sí, son todos muy amables, pero me tratan como si fuera retrasada mental, y no simplemente nula. Y lo mismo hacéis vosotros.
Por una vez, su padre se quedó sin habla. La miraba como si fuera la primera vez que la veía. Melanie comprendió que debía detenerse y retirarse a la seguridad de su habitación, pero no se pudo reprimir. Las palabras que había refrenado durante años surgieron incontenibles.
—¡Parece que no puedo contentar a nadie! —exclamó—. En el instituto se meten conmigo porque soy mutante. En casa y en las reuniones del clan, todos me miráis como si tuviera tres cabezas. Ya sé que creéis que no me doy cuenta, pero os equivocáis. Y también sé lo que pensáis: «Pobrecilla, es una nula. ¿Quién la querrá? ¿A quién encontraremos en el clan que esté dispuesto a casarse con ella? Resulta tan incómodo tener una hija disfuncional… ¿Por qué tenía que sucedernos esto a nosotros?»
—¡Oh, Melanie! Te equivocas.
La voz de su madre sonó angustiada. Toda su serenidad anterior se había roto en pedazos.
Melanie se volvió hacia ella.
—¿De veras? ¡Mi propio padre está tan ocupado echándome la culpa de todo que no parece darse cuenta de que alguien me ha amenazado con clavarme una navaja! ¡Claro! Eso os habría puesto más fáciles las cosas, ¿verdad?
La muchacha hizo una pausa y experimentó cierta satisfacción al ver la palidez que invadía el rostro de su madre, y la postura rígida, paralizada, de su padre.
—Melanie, no sabes lo que estás diciendo. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?
La voz de su madre se quebró al pronunciar esto último. Melanie sintió una punzada de culpabilidad. En realidad, no quería herirla; pero ¿no era cierto lo que acababa de decir? ¿No estarían todos mejor si ella desapareciera?
El padre meneó la cabeza, rechazando la acusación.
—Estás diciendo estupideces, tonterías infantiles. Todo el mundo te aprecia y te trata bien. Estás imaginando fantasmas, pesadillas.
Los tres se miraron, sumidos en un silencio helado. Por último, la madre se incorporó.
—Es tarde y todos estamos cansados. Acostémonos. Mañana lo veremos todo mucho mejor.
Melanie sintió lástima de sus padres. No soportaban oír la verdad. Ella, en cambio, podía afrontarla. Tenía que hacerlo.
—Buenas noches, mamá. Papá…
Los dejó de pie en el salón y subió a su dormitorio. Cuando hubo cerrado la puerta tras ella, desconectó la luz infrarroja antes de que el sensor respondiera automáticamente a su calor corporal e iluminara la estancia. Prefería estar a oscuras.
Sentada en la cama con las rodillas apretadas contra el pecho, Melanie revivió una vez más lo sucedido aquella tarde. La pelea en el bar, la conversación con sus padres… No podía seguir viviendo de aquella manera. No quería.
Bill McLeod dio otra vuelta en la cama y miró el reloj de pared, que le indicó la hora con sus dígitos de suave tono ámbar. Las cuatro de la madrugada. A su lado, Joanna dormía con la respiración pesada y acompasada. Bill deseaba imitarla, pero, cada vez que cerraba los párpados, las palabras de Kelly acudían a su mente impidiéndole conciliar el sueño.
«La mitad del tiempo, me siento como una mutante en esta familia.»
El hombre intentaba convencerse de que Kelly sólo había dicho aquello por despecho, para replicar a los testarudos comentarios de su padre. Probablemente no lo había hecho a propósito.
Pero ¿y si no era sí? Últimamente, Kelly parecía muy distante, casi una extraña. ¿Qué había hecho él, o que había dejado de hacer, para ganarse su enemistad? En fin, ¡qué diablos!, todos los jóvenes se sentían así en ocasiones. Era una cuestión de territorios. McLeod recordó haber pasado toda una noche paseando por la playa cuando tenía catorce años. ¡Bueno le había puesto su padre cuando había vuelto a casa! Sin embargo, había terminado por superar la necesidad de aquellos paseos solitarios por la playa, sobre todo en las Fuerzas Aéreas. Y ahora, anclado a un trabajo de despacho, no le quedaba mucho tiempo para rebeldías. Demasiados contratos.
Joanna llevaba a cabo un trabajo heroico con los hijos. Él hacía cuanto estaba en su mano por compartirlo, por estar a disposición de los pequeños, por abstenerse de emitir juicios cuando consideraba que sus hijos necesitaban aprender algo por sí mismos…
Sus malditos juicios. McLeod apretó los puños con un sentimiento de frustración. Sabía que debía ser justo respecto a los mutantes, pero no podía evitar que le produjeran repugnancia. Siempre había evitado su proximidad, incluso en el ejército. Su hija había estado a punto de recibir una paliza, o algo peor, por culpa de ellos. Y ahora quería salir con aquel chico…
«La mitad del tiempo, me siento como una mutante en esta familia.»
—Bill, deja de dar vueltas. No me dejas dormir —murmuró Joanna, entre irritada y cansada—. ¿Qué te inquieta? ¿Kelly?
—Sí.
—Debes tener paciencia. Ya sabes que es cosa de la edad.
—¡Gracias a Dios que sólo se tienen diecisiete años una vez en la vida!
—Amén. —La mujer se acurrucó contra él en la oscuridad—. ¿Qué te preocupa en concreto?
—Ese comentario de que se sentía como una mutante. ¿Crees que hablaba en serio?
—Claro que sí. —En el momento de decirlo, Joanna soltó una risilla—. Vamos, Bill. Kelly sólo pretendía sobresaltarte. Y parece que lo ha conseguido.
—Es que no parece feliz, y eso me preocupa.
—No creo que sea más desdichada de lo que yo, o tú mismo, nos sentíamos a su edad.
—No será porque la privemos de nada.
—Tienes que dejar de preocuparte por eso, Bill. Eres un padre estupendo. Sólo debes relajarte un poco con el asunto de ese muchacho mutante. Creo que tu actitud le proporciona a nuestra hija un motivo contra el que rebelarse. Estoy segura de que, con el tiempo, se le pasará la fascinación que siente por él. Ten paciencia.
—Esa es tu especialidad, no la mía.
—Bien, tengo una idea que seguramente te hará olvidar por completo esa impaciencia…
Joanna empezó a besarle la nuca, rodó sobre él para frotarse contra su pecho y, a continuación, se movió lentamente más abajo.
—¿Por qué tengo la impresión de que me estás tratando como si fuera un objeto sexual?
Pese a la tenue luz del reloj, Bill no alcanzó a ver la sonrisa de su esposa en la penumbra. Pero la intuyó en su tono de voz.
—Deja de protestar. Relájate y disfruta.