La lanzadera nocturna avanzó en silencio sobre las nubes. En realidad, por encima de la atmósfera. Un vuelo que antes duraba toda una noche se había reducido a media hora gracias a la lanzadora intercontinental. «Apenas le da tiempo a una de abrir la pantalla portátil», pensó Andie. Mirando por la ventanilla, contempló la oscura extensión de espacio tachonado de estrellas. Abajo, la esfera azul de la Tierra dormía bajo la cubierta de nubes como una gran canica. La luna, una luz amiga en la noche, titilaba en el horizonte, redonda y plateada. Andie se preguntó por un instante cómo sería la vida en la superficie del árido satélite, en una planicie reverberante y sin aire, bajo cúpulas, extendiendo lenta y dolorosamente la colonización con la certeza de que la siguiente generación heredaría y disfrutaría del trabajo que ahora realizaban. Andie no había estado nunca en la Estación Luna. Todavía. En cuanto a la Base Marte, esperaba poder verla tan pronto como estuviera terminada. Ella nunca podría vivir fuera de la Tierra, pero le encantaría hacer una visita.
Hojeó un folleto cosido al billete de la lanzadera. Era una propuesta de inversión en La casita en la Luna, una urbanización «actualmente en fase de construcción en las hermosas colinas próximas al mar de la Tranquilidad. Abierta sólo a miembros, por supuesto». Andie reprimió las ganas de reírse. En las fotos y vídeos, el paisaje lunar siempre le había resultado extraño, sobrecogedor y fantasmagórico, pero nunca «hermoso».
Al otro lado del pasillo, Karim tenía en sus manos el mismo folleto. Andie cruzó una mirada con él y le guiñó un ojo. Karim sonrió y ladeó la cabeza, indicando la fila de asientos inmediatamente anterior a la que ocupaba, donde su jefe, el augusto senador León Craddick, había conseguido quedarse dormido. La voluminosa cabeza de Craddick, de cabellos canosos e hirsutos, asentía suavemente al ritmo de sus ronquidos. Eleanor Jacobsen observó a su colega, frunció el entrecejo y volvió a estudiar el informe que estaba revisando. Andie admiró su resistencia y su capacidad de concentración, cuyos resultados eran palpables en el Senado.
Distinguió también al senador Joseph Horner sentado varias filas más atrás, murmurando unas palabras al ordenador portátil, con su cráneo reluciente bajo unos ralos mechones de cabello. «Probablemente estará rogando que le lleguen más conversos adinerados», pensó Andie. ¿Qué hacía Horner en una comisión como aquélla, si ni siquiera aceptaba las teorías evolucionistas y mucho menos la posibilidad de que existieran mutantes evolucionados? Aunque, como recordó la mujer, ello no le impedía solicitar a los mutantes que se convirtieran a La Grey. Andie habría apostado a que el senador había retorcido más de un brazo para conseguir un pasaje en la lanzadera. Fueran cuales fuesen sus creencias personales, Horner no podía permitir que la búsqueda del siguiente paso en la evolución humana se iniciara en ausencia del representante personal de Dios en el Congreso. La tentación de echarle de la nave por una esclusa de aire era grande, pero Andie apartó de su cabeza tal fantasía y decidió mantenerse lo más lejos posible de aquel individuo.
Con los ojos cerrados, se imaginó sentada en una cafetería brasileña, tomando un cubalibre. Era una lástima que Stephen Jeffers no los acompañara, pues le habría gustado compartir una mesa con él. Su implante de memoria de la ciudad de Río le mostró sus extensas playas, su vegetación exuberante en plena floración, la brillante ciudad llena de blancos edificios que se alzaban hacia el cielo y de gentes que se movían siguiendo un ritmo sensual que parecía no cesar nunca. La lanzadera inició lentamente la maniobra de descenso. Andie continuó practicando en silencio el portugués y aguardó a ver las luces blancas de la pista de aterrizaje en las afueras de Río.
Cuando Sue Li Ryton llegó a su casa, la pantalla emitió unos destellos ámbar desde el otro lado de la estancia. Sue Li dejó las bolsas de la compra sobre las frías baldosas azules del vestíbulo y pulsó unas teclas para recuperar los mensajes. Cuando apareció el primero, la mujer casi podría haber predicho al pie de la letra su contenido. Las palabras que se iluminaron en la pantalla confirmaron sus sospechas.
«Mamá, he cogido prestadas las llaves y el deslizador. Volveré sobre las once. Michael.»
Sue Li exhaló un suspiro y se quitó el abrigo rosa. Sabía que Michael estaba saliendo otra vez con Kelly McLeod. ¿Debía contárselo a James? No, dada su postura contraria a aquel tipo de relaciones, cuanto menos supiera, mejor. Por lo que se refería a ella, seguía considerándola inofensiva, pero parecía que Michael estaba decidido a pasar todo su tiempo libre con esa muchacha, y su madre no podría encubrirle indefinidamente. Sobre todo con la proximidad de la reunión estival del clan. En junio tenían que volver a Seaside Heights.
La pantalla mostró un segundo mensaje: un aviso dirigido a James para que llamara a Andrea Greenberg, código 3015552244. ¿Andrea Greenberg? Una sospecha torturó a Sue Li. James no solía recibir mensajes de mujeres en casa. ¿Quién podía ser aquella Andrea? ¿Una conocida por asuntos de trabajo?
Sue Li confiaba en su esposo, más o menos. En un matrimonio de la duración del suyo, la confianza casi no importaba. Su unión con James se hallaba sólidamente cimentada por el tiempo y la familia.
En otra época había esperado más. Con Vinar. ¡Ah! ¡Cómo se había estremecido con su contacto! ¡Cómo había vivido los momentos que pudieron pasar juntos! Entonces era muy joven, por supuesto. No cabía esperar la misma pasión en la madurez. Sin embargo, tras la desaparición de Vinar, Sue Li había esperado que James y ella pudieran lograr una verdadera unión de mente y cuerpo. La telepatía, desde luego, les permitía por lo menos conectar mentalmente, aunque, con frecuencia, a Sue Li le resultaba incómoda la experiencia. Sobre todo últimamente, con los primeros episodios de deterioro mental de su esposo. En cuanto a sus cuerpos…
En fin, Sue Li hacía mucho tiempo que había dejado de esperar grandes placeres, aunque ello no le impedía seguir sintiéndose posesiva respecto a su marido.
Después de colgar el abrigo en el armario empotrado del vestíbulo, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y se subió las mangas de la chaqueta. El indicador de temperatura del reloj de pared marcaba quince grados, una temperatura cálida para el mes de abril. Pulsó la palanca de intercomunicador.
—¿Melanie?
No hubo respuesta. Debía de andar por ahí, enfurruñada. Desde el incidente del bar, hacía un par de meses, Mel se había vuelto aún más taciturna y reservada de lo habitual. Sue Li notó una punzada de remordimiento. ¿Qué podía decirle a la muchacha? ¿Acaso tenía ella la culpa de que Melanie fuera una nula y lo pasara tan mal a causa de ello? Había hecho cuanto estaba en su mano por su hija. Se quitó los zapatos y movió los dedos de los pies, cerrando los ojos de alivio.
—¿Jimmy?
—¿Sí, mamá?
—¿Qué andas haciendo?
—Nada.
«Como de costumbre», se dijo la madre. Probablemente, estaría haciendo levitar todo el mobiliario del dormitorio principal, para sorprenderla más tarde.
—Bueno, ya que no haces nada, ¿podrías llevarme los paquetes a la cocina y guardar cada cosa en su sitio?
—Claro, mamá.
Las bolsas de la compra flotaron en el aire y desaparecieron tras el ángulo del pasillo. Cuando Sue Li entró en la cocina, las cajas y latas llenaban ya las alacenas, y las verduras estaban terminando de colocarse en el frigorífico. «Hasta aquí, estupendo», pensó. Al volverse para dejar un vaso en el fregadero, un brillante paquete anaranjado pasó zumbando ante su rostro, casi colisionó con su nariz, dio la vuelta en torno a su cabeza y retrocedió de nuevo, como un pequeño satélite. Sue Li alargó la mano para agarrarlo, pero el pequeño envase anaranjado siguió flotando, fuera de su alcance. Con un suspiro, la mujer cerró los ojos y condensó toda su irritación en el equivalente mental a un bofetón. Luego, lanzó la imagen a su hijo menor con una fuerza medida. El envase cayó al suelo con un leve ruido. El intercomunicador emitió un chasquido.
—¡Mamá! ¿Por qué has hecho eso?
—He tenido que batallar con un montón de tratantes de arte pendencieros y conservadores hipersensibles. No estoy de humor para tus bromas.
Sue Li recogió del suelo el envase caído. Era un paquete de condones abierto.
—¿De dónde has sacado esto, Jimmy? —preguntó Sue Li, tratando de aparentar calma.
—Lo he encontrado en el cajón de Michael.
—Pues vuélvelo a dejar ahí. Tenemos que respetar la intimidad física de la gente, no sólo sus derechos mentales.
—¿Se lo contarás a papá?
Sue Li creyó detectar una nota de regocijo en la voz de su hijo menor. Pensó que debía poner fin a aquello enseguida. Con voz acerada, replicó a Jimmy:
—Será mejor que te ocupes de tus propios asuntos, jovencito, o te sacudiré otra vez, y más fuerte. ¿O quizá prefieras que te obligue a repetir los diecisiete cánticos de paciencia y cautela durante unas cuantas horas? Aún no eres lo bastante mayor para librarte de hacerlo. —Dejó pender la amenaza en el aire durante unos instantes—. Quiero que vuelvas a poner ese envase donde lo has encontrado. ¡Ahora!
—Está bien —murmuró Jimmy, en un tono de voz apagado.
Sue Li se sintió aliviada cuando oyó el chasquido de la desconexión. Jimmy se estaba volviendo un poco impredecible. Realmente, lo habían malcriado. Cada año se volvía más atrevido, más perturbador. En la última reunión había escondido la ropa de Halden durante toda una mañana, y Sue Li empezaba a temer la censura del grupo, pues las travesuras infantiles estaban dando paso a bromas cargas de malicia. Y, por supuesto, James estaba tan ciego a esas manifestaciones de su hijo menor y homónimo, como lo estaba a las facultades del mayor. Sue Li sacudió la cabeza.
Mientras el paquete de condones empezaba a levitar y abandonaba la cocina, la mujer se dejó caer en la silla flotadora verde próxima a la puerta del sótano y notó que el cojín se ajustaba agradablemente a su silueta. Experimentó una extraña necesidad de echarse a reír y a llorar. Michael ya no era ningún niño, pero tampoco era necesaria una prueba tan definitiva. Intentó repetir los cánticos de calma. Los días atareados solía invocarlos, pero en esta ocasión no lograron proporcionarle el tranquilizador aislamiento que tantas veces había experimentado.
En el bar encontraría remedios alternativos. A veces se tomaba una copa cuando James trabajaba hasta tarde. Y en el armario de las medicinas había Valedrina. Por un momento, se sintió tentada. Entonces oyó cerrarse la puerta principal.
—¿James?
—No, mamá, soy yo —respondió Melanie sin alzar la voz.
Entró en la cocina vestida con una túnica azul y unas polainas verdes, abrió el frigorífico y se quedó mirando su contenido. Sue Li alargó el brazo por encima de su hija para coger un envase de líquido instantáneo. Finalmente, Melanie escogió un puñado de galletas de kiwi y cerró el frigorífico al tiempo que mordisqueaba una con aire distraído. Sue Li asintió en gesto de aprobación. Para mantener equilibrado el metabolismo mutante era preciso realizar comidas numerosas y poco abundantes.
—¿Qué tal ha ido el día?
—Bien.
—Falta un buen rato para la cena.
Melanie se encogió de hombros y se encaminó al salón, pero de pronto se volvió como si acabara de recordar algo.
—¿Mamá?
Sue Li abrió un paquete de pescado y aguardó a que los recomponentes químicos del interior reaccionaran con el aire. No se molestó en alzar la vista.
—¿Sí?
—La prima Evra da una fiesta el viernes de la semana de la graduación. Quiere preparar una escena cómica para la reunión del clan. La fiesta durará toda la noche. ¿Puedo ir?
—¿Quién más está invitado?
—Tela, Marit, Meri. Todo chicas.
—Creía que no te llevabas bien con Tela. —Sue Li frunció el entrecejo y se concentró en cortar el pescado en lonchas finas, envidiando las delicadísimas facultades telequinésicas de Zenora, que le permitían cortar el sushi desde cincuenta metros de distancia.
—¡Qué va! No me cae mal.
Sue Li conectó el horno de convección. De haber estado Michael en casa, le habría pedido que cocinara el pescado por telequinesis, pero Jimmy siempre le quemaba la comida. «Ese chico es muy descuidado», pensó. Michael tenía mucho más control sobre sus facultades. Se volvió hacia su hija y le dijo:
—Si te apetece ir, me parece bien. A tu padre le gustará ver que te interesas por los asuntos del clan.
—Seguro que sí.
—Sin ironías, Mel.
Sue Li rebozó el pescado con maikon rallado y aromatizado, y lo colocó en el flujo de aire del horno, donde flotó meciéndose suavemente.
—Podemos llevarte, si quieres esperar a que vuelva a casa.
—No, gracias, Michael me ha dicho que me llevará él.
¿Eran imaginaciones de Sue Li, o Mel parecía incómoda? En fin, Michael era un buen conductor, y Sue Li le agradecía su ayuda como chofer de sus hermanos pequeños. Cuando Melanie se graduara en el instituto, dentro de pocas semanas, también ella podría solicitar el permiso de conducir.
—Como quieras. Y ahora, si acabas de una vez esas galletas, no me vendría mal que echaras una mano aquí.
El reloj marcaba las doce y media con sus números amarillos luminosos que lucían al fondo de la habitación a oscuras, cerca de la ventana cerrada. Michael se dio la vuelta en la cama. A su lado, Kelly se movió. El mutante alargó la mano y le rozó la cadera, saboreando el tacto satinado de su piel.
—Mmm… —se relamió Kelly, acurrucándose contra él—. ¿Te quedarás toda la noche?
Michael le dio un beso en la mejilla.
—No puedo. Ya llego tarde. Creo que mi padre tiene un ojo abierto hasta que oye cerrarse la puerta principal.
—¿Por qué vives con tu familia? ¿No quieres tener una casa propia?
—Desde luego, pero es una tradición del clan. No nos marchamos hasta que nos casamos.
—¿Y todo el mundo sigue esa tradición?
—Casi todos.
—¡Vaya! Esas tradiciones mutantes me parecen asombrosas. La máxima tradición en mi familia es ir a ver a mi tía por Pascua. Y, la última vez, mis padres ni siquiera se quejaron cuando anuncié que no quería ir.
—¿Cómo conseguiste librarte?
—Les dije que tenía pendiente un trabajo. Nuestra familia no está tan unida como la tuya. Mis padres saben que allí me aburro como una ostra. —Kelly se dio la vuelta y recorrió el pecho de Michael con el dedo—. Tu familia parece muy compacta.
Él se estremeció al notar el contacto, una sensación de agradable cosquilleo que quería que cesara y a la vez que continuase.
—Claustrofóbica es un adjetivo más adecuado. Para el bien que me hacen, sería feliz si pudiera saltarme las reuniones anuales del clan.
—¿Cómo es?
—¿A qué te refieres?
—Ser mutante. Asistir a las reuniones del clan y esas cosas.
—Un fastidio —suspiró Michael—. Recibo arengas de mi padre, en especial advirtiéndome que no debo mezclarme con normales. Y tengo que escuchar el informe anual: cuántos nacimientos ha habido, cuantas muertes… Luego viene la lectura de las Crónicas. Y, por supuesto, están los primos.
—¿A decenas? —Kelly soltó una risilla.
—Casi.
—Parece interesante.
Kelly se tumbó boca arriba y se estiró.
Michael encontró deliciosa su silueta, dibujada al fulgor amarillo mortecino del cronómetro.
—Tal vez lo sea, si no eres mutante.
—Entonces, cumplo el requisito. Háblame de la comunión.
—Todos nos damos las manos en torno a la mesa y conectamos por telepatía. Incluso los que no están dotados de esa facultad comparten el don con el resto del círculo. Se percibe una sensación como si uno flotara. Y una especie de intimidad, de amistad…
—¿De amor?
—Supongo.
Michael se sintió muy incómodo empleando aquella palabra, e incluso tan sólo aceptándola, en relación al clan. ¿Amaba a sus miembros? ¿Le amaban ellos? ¿Importaban los sentimientos en una situación en la que no tenían más remedio que mantenerse unidos?
—Pues no suena tan terrible. De hecho, parece agradable. —Hizo una pausa—. ¿No te hace sentir especial?
Michael movió la cabeza en gesto de negativa.
—Más bien me hace sentir raro.
Kelly lo asió por el hombro y tiró de él para obligarlo a mirarla.
—Escucha, Michael, yo me he sentido una extraña toda mi vida. Una forastera. Creo que no he pasado más de un curso en la misma escuela. Las Fuerzas Aéreas hacen que sus miembros estén desplazándose constantemente. Y la idea de tener alrededor un grupo de personas a las que conoces bien, que te quieren y que conectan contigo, me resulta estupenda.
—Porque no lo tienes.
—Tal vez.
A Michael le pareció que lo decía dolida. Lamentó sus palabras, pero era muy difícil explicar sus sentimientos respecto a ser un mutante. Y ya había conocido gente que miraba a los mutantes con una especie de estupefacción, como si fueran…, en fin, especiales. No quería que Kelly lo tratara de aquel modo. Alargó el brazo y la rodeó con gesto posesivo, atrayéndola hacia sí.
—No puedo hablar con nadie de esto como lo hago contigo —le dijo en un susurro feroz—. Ni dentro ni fuera del clan.
—¿De verdad?
Michael apoyó la palma de la mano en la mejilla de la muchacha, acariciando su piel aterciopelada, y respondió:
—Puede que las reuniones del clan te parezcan algo entrañable, pero, en cierto modo, son como vivir en un pueblo pequeño donde todos te conocen pero nadie te entiende. No hay intimidad, pero eso no me hace sentir menos solo. —Apoyó la frente en la de ella—. En cambio, cuando estoy contigo nunca me siento así. En Washington me pasé todo el tiempo pensando en ti. Pensaba en un momento como éste, y me preguntaba si tú también lo deseabas.
—¡Vaya, si es lo único que me rondaba por la cabeza! —respondió Kelly—. No veía el momento de que volvieras.
Michael le frotó el seno derecho, tomó el pezón entre sus labios y le pasó la punta de la lengua hasta que se puso erecto. Kelly emitió un suave murmullo y movió la mano más abajo, entre las piernas de él. En un instante, notó la erección latiendo contra su palma. Michael aspiró profundamente y exhaló el aire con un suspiro contenido.
—¿Quieres que lo hagamos otra vez? —cuchicheó ella.
Michael casi no la oyó.
—¿Tú que crees?