18

A las tres menos cinco, Andie entró en el despacho de Jeffers con la pantalla de notas en la mano. Al ver el delgado expediente verde sobre el escritorio del senador, asintió satisfecha. Su jefe había recopilado notas, cifras y declaraciones demostrativas de que sus cuentas estaban completamente en orden. Andie se sentía impaciente por ver la cara que pondría Jacqui Renstrow cuando se diera cuenta de que su expedición de pesca no había dado resultado.

Jeffers consultó el reloj.

—Llega tarde.

—Parece tener esa costumbre —comentó Andie, instalándose en el sofá marrón—. Déle cinco minutos más.

—Apenas dispongo de más tiempo —declaró el senador en tono irritado—. El consejo de la Unión Mutante no tardará en llegar, y luego tendremos el resto de la tarde muy ocupado.

—En fin, ella se lo pierde. Mientras esperamos, prepararé las notas para la reunión.

A las tres y veinticinco, Jacqui Renstrow seguía sin dar señales de vida. Andie hizo tamborilear los dedos sobre el escritorio.

—Estaba segura de que esa periodista intentaba pillarnos desprevenidos para causar problemas…

—Olvídalo —dijo el senador Jeffers, con expresión relajada y voz tranquila—. Probablemente habrá echado el anzuelo a otro pez más gordo. Además, esto nos favorece. Tendré un rato más para preparar el consejo de la Unión Mutante.

—Por lo menos, podría haber llamado.

—No importa —insistió él—. ¿Tienes preparadas esas notas? Y recuerda que quiero grabar la reunión para poder editarla y distribuirla más adelante.

—Bien. Y unos extractos de su carta, también. —Andie introdujo las notas en la pantalla de su escritorio. Había reservado el salón de conferencias del Madison, y un equipo de doble pantalla y grabadora.

A las cuatro y cinco, todos los asientos de la sala estaban ocupados por mutantes. Andie permaneció al fondo, sintiéndose de pronto una especie de bicho raro entre tantos ojos dorados.

Jeffers se presentó ante los reunidos, iluminado espectacularmente por unos focos en blanco y rosa.

—Amigos, quiero compartir con vosotros nuestros progresos más recientes —proclamó—. Como tal vez sepáis ya, he presentado una propuesta para la derogación de la llamada doctrina del Juego Limpio.

Los asistentes rompieron en un cerrado aplauso, acompañado de silbidos y gritos de aprobación. Jeffers aguardó a que el estruendo cesara.

—Va a ser una batalla difícil, no nos engañemos. Los normales temen a los mutantes, tienen miedo de nuestras facultades. —Hizo una pausa—. Supongo que no necesito recordaros que mataron a algunos de los nuestros cuando salimos por primera vez a la luz pública, en los noventa. Y este año han vuelto a dar muerte a otro mutante, en este mismo edificio. Sin embargo, nada nos impedirá recuperar nuestros derechos. Somos ciudadanos y debemos ser tratados como tales. Y tendrán que acabar con todos nosotros para que dejemos de exigir nuestros derechos.

Se levantó de nuevo una oleada de vítores y aplausos. Los miembros de la Unión Mutante se pusieron en pie, entonando una consigna:

—¡Derechos, ya! ¡Derechos, ya!

En los cuellos, mangas y solapas de los asistentes centelleaban los distintivos dorados de la Unión Mutante. Jeffers asentía al ritmo del coro. Por último, alzó las manos y pidió silencio.

—Es hora de que avancemos, de que ocupemos la escena central de la vida pública. Debemos exigir que, en lugar de excluirnos o rechazarnos, se enmienden las normas y se nos reconozca. No vamos a conformarnos.

Los asistentes estallaron una vez más en aplausos. Andie se preguntó, inquieta, qué habría pensado Eleanor Jacobsen del parlamento de su sucesor. Jeffers no hablaba de cooperación. Y cien pares de ojos dorados le observaban con voracidad.

—Y una vez conseguido este objetivo, seguiremos adelante. Derogaremos las restricciones académicas y las normativas de seguridad que nos impiden acceder a empleos en áreas sensibles de la administración. Y continuaremos adelante hasta que se nos hayan abierto todas las puertas, hasta que a los normales les resulte imposible ignorarnos, y hayamos asumido el papel que nos corresponde como líderes de la sociedad y herederos del mañana.

Su público estaba en pie, como una masa confusa de azules, verdes, rojos y amarillos. Andie pidió al cielo que nadie más hubiera oído aquellas palabras. ¿Herederos del mañana? ¿De qué hablaba Jeffers? Tendría que montar aquella cinta con mucho cuidado. Y, en cambio, había que oír con qué entusiasmo aplaudían. El senador debía de saber lo que se hacía.

Al cabo de un cuarto de hora de preguntas de los presentes, Andie intentó captar la atención de Jeffers. Había llegado el momento de ir terminando. El senador no parecía verla, de modo que se adelantó hasta las primeras filas de asientos.

—¡Una normal! —susurró una voz irritada.

—¿Qué hace aquí? —añadió otra—. Jeffers, ¿qué es esto?

Jeffers se adelantó, sonriente, y pasó el brazo en torno a los hombros de la mujer, apretándola con fuerza.

—Amigos míos, os presentó a Andrea Greenberg, una aliada de confianza que comparte nuestros objetivos; acogedla como me recibiríais a mí. —Se volvió hacia Andie y murmuró en voz baja—: Sonríe.

Andie ensayó un rictus helado. Tenía el corazón desbocado. Aquello no era un encuentro de un senador con miembros de su electorado, sino que recordaba más bien una reunión de fundamentalistas religiosos. O una insurrección. Con voz controlada, Andie agradeció la presencia de todos, les prometió una cinta de lo tratado y le recordó a Jeffers su siguiente cita. Después, escapó del salón sintiéndose perseguida por dos centenares de coléricos ojos dorados.


¿Michael, estás ocupado?

La pregunta mental fue un susurro en el oído; la voz era la de su madre. En el mismo instante en que miraba a su alrededor, Michael supo que encontraría la estancia vacía. Sue Li estaba abajo, en el salón.

«No.» Marcó una pausa en la pantalla y esperó a que su madre continuara hablando.

Creo que no es buen momento para compartir con tu padre lo que sabemos de tu hermana.

«¿Por qué no?»

Todavía no se ha recuperado del asesinato de Jacobsen, y los ataques le debilitan. Hasta que no tengamos más información sobre Melanie, guardemos el asunto en secreto.

«Como tú quieras, madre.»

¿Quién es esa Andrea Greenberg?

«Trabajaba para la senadora Jacobsen. Ahora lo hace para Jeffers.»

Ha llamado antes. Quería hablar con tu padre.

Michael creyó advertir un levísimo tono de sospecha en el comentario.

«Nos ha hecho algunos favores, mamá. Eso es todo.»

¿Por qué iba una normal a hacerle favores a un mutante?

«Para empezar, ¿por qué iba una normal a trabajar para un mutante? No seas tonta. Es amiga nuestra.»

Si tú lo dices…

Michael notó difuminarse el vínculo mental. Era raro que los telépatas pudieran recibir, además de emitir, pero la capacidad de su madre era muy notable. Sobre todo, cuando estaba dispuesta a proteger a su esposo. Si decidía enterrar aquella clave para la localización de Melanie, Michael no podía impedírselo.

Ordenó a la pantalla que marcara el número de Kelly, y ésta respondió al cuarto zumbido.

—¿Michael?

Kelly sonrió, pero se le notaban unas pronunciadas ojeras.

—Cariño, tienes cara de sueño.

—Anoche me acosté tarde; estuve ayudando a Cindy a hacer un trabajo para la escuela. ¿Cuándo vamos a vernos?

—¿Qué te parece mañana por la noche?

—¿A qué hora?

—¿A las ocho?

—Magnífico.

Kelly hizo una pausa. Parecía incómoda.

—¿Sucede algo malo?

—Michael, he tenido noticias de la Academia de las Fuerzas Aéreas. Me quieren.

El mutante notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—No son los únicos —dijo.

Kelly sonrió.

—En serio. Podría ingresar el próximo mes de junio.

—¿Estás segura de que quieres ir?

—No lo sé. Me gustaría hablarlo contigo.

—Seguro que tu padre está emocionadísimo.

—Ya ha decidido en qué escuadrilla volaré.

—Bueno, escucha, no hagas más planes para el futuro durante al menos veinticuatro horas, ¿de acuerdo?

—¿Ni siquiera si me llaman de Hollywood?

Kelly lo miró, socarrona.

—Apúntalos en la lista de espera hasta que yo llegue. Tengo un montón de cosas que hablar contigo.

Michael le envió un beso y cortó la comunicación. Iba a llegar tarde a la partida de buzzbol con su primo Seyn. Agarró el anorak y, al abrir la puerta de la habitación, se dio de bruces con su hermano pequeño, Jimmy.

—Estabas aquí —murmuró Jimmy.

—¿Qué sucede? Tengo prisa.

Michael se encaminó a la escalera.

—Mike, ¿crees que volveremos a ver a Mel?

—No lo sé.

—¿Crees que sigue viva?

—Claro que sí.

Jimmy frunció el entrecejo en una expresión que era el vivo retrato de su padre en pequeño.

—Y… ¿tú crees que papá y mamá me dejarían mudarme a su cuarto de todos modos?

—¿Eso es lo que te preocupa? —exclamó Michael con un rugido. Aspiró profundamente e hizo levitar a Jimmy boca abajo, elevándolo hasta el techo y sacudiéndolo de un lado a otro—. ¡Pequeño idiota! ¡Tu hermana no te preocupa un comino! ¡Ni ella ni nadie!

—¡Ay! ¡Michael, basta!

Un jarrón antiguo, uno de los favoritos de Sue Li, voló hacia la cabeza de Michael desde su peana junto a la escalera. El joven lo esquivó, y el objeto estalló en fragmentos verdes y azules contra la pared del otro lado del pasillo. Michael contempló horrorizado el jarrón roto.

—Arréglalo, o te dejaré colgado de los pies en el sótano —amenazó a su hermano.

—Se lo diré a papá y mamá —replicó Jimmy.

—Eso será después de que les cuente cómo se ha roto el jarrón.

—Lo arreglaré, pero bájame.

Con un golpe sordo, Michael depositó en la alfombra a su hermanito, que no dejaba de retorcerse. Los fragmentos de cerámica se alzaron del suelo ante sus ojos en una brillante espiral que fue a ponerse sobre una estantería del pasillo, formando de nuevo un jarrón perfectamente intacto. Todas las señales de rotura habían quedado fusionadas y borradas.

—Buen trabajo.

Michael tuvo que reconocerlo. Ni siquiera él podría haberlo hecho mejor. Las facultades telequinésicas de Jimmy empezaban a superar las suyas. Se volvió para hacer las paces con su hermano menor, pero el pasillo estaba vacío. Oyó un portazo en la habitación de Jimmy.


Al día siguiente, Andie se encontró con Jeffers a la puerta del ascensor.

—Buenos días —dijo el senador.

—Buenos días. —Andie avanzó a su lado—. Stephen, ¿qué sucedió ayer en esa reunión de la Unión mutante? Jamás te había oído hablar así. ¿Quieres que todo el mundo se asuste?

—Te estás tomando esto demasiado en serio, Andie —respondió Jeffers con una risilla—. Veo que mis palabras te han trastornado, pero ¿no eres tú quien me dice constantemente que le dé a la gente lo que quiere?

Pulsó la cerradura, abrió la puerta y esperó a que Andie pasara.

—Sí —contestó ella—, pero no hasta el extremo de sonar como un mitin nazi.

Andie entró en el despacho privado del senador y se dejó caer en el sillón azul, junto al escritorio. Jeffers se quedó de pie a su lado.

—Estás sacando las cosas de quicio —comentó éste en tono tranquilizador—. Desde su fundación, la Unión Mutante ha planteado reivindicaciones, de modo que cuando vienen a verme sus miembros les ofrezco precisamente lo que piden. Les digo lo que desean oír, sin comprometerme realmente a nada.

—¿A nada? ¿Qué me dices de todas esas restricciones que has prometido revocar?

—Ellos saben que no puedo hacer milagros. —Jeffers se encogió de hombros—. Y tampoco les ofrecí un calendario. Además, esas restricciones son realmente una injusticia.

—¿Y qué significa esa consigna de «herederos del mañana»?

—Es sólo un recurso para hacerlos reaccionar.

—¿Y a tus votantes normales? ¿Qué piensas decirles a ellos?

—Que defenderé sus intereses y mantendré bajos sus impuestos. Que la integración de mutantes y no mutantes continuará produciéndose de una manera ordenada que beneficie a todos.

—Tienes respuesta para todos —suspiró Andie.

—Dos respuestas en cada casa, y dos votos.

Jeffers le dirigió una sonrisa lobuna. En ese momento sonó el avisador de su pantalla de mesa.

—Senador Jeffers, el señor Canay desea verle.

—Hágale pasar.

Un hombre moreno, de ojos oscuros y piel olivácea, vestido con un traje caro, entró en la sala. Saludó con un gesto de asentimiento a Jeffers y luego miró a Andie, dubitativo.

—Ben, me alegro de verte. —Jeffers le estrechó la mano—. Te presento a Andie Greenberg, mi principal colaboradora y secretaria de prensa.

—Es un placer.

Canay hizo un saludo con la cabeza. Al sonreír torcía un tanto la boca, pero su expresión resultaba encantadora.

—Hola.

La voz de Andie sonó ligeramente fría. ¿Por qué la había denominado Jeffers «secretaria de prensa».

—Andie, Ben trabajó conmigo en Betajef, mi empresa de importaciones. He decidido incorporarle al personal para que me ayude a coordinar la campaña para las elecciones del 18, y en algunos proyectos especiales.

—Entiendo.

—Quiero que Ben se encargue de organizar ese foro de debate del que hablamos, el de los de mutantes y no mutantes.

Andie abrió los ojos como platos a causa de la sorpresa, pues esperaba encabezar personalmente aquel proyecto.

—Ben está de acuerdo en que necesitamos una institución que impulse un acercamiento entre todos —declaró el senador, sin parecer darse cuenta de la reacción de la mujer.

—Queremos poner ese foro en marcha enseguida —intervino Canay—. Es una idea con un gran potencial publicitario. Naturalmente, necesitaré el apoyo del personal.

—Estoy segura de que lo tendrá —respondió Andie en tono helado. Después, le dio la espalda y dijo a Jeffers—: Stephen, tengo que hablar contigo.

—¿Puedes esperar hasta esta tarde? Quiero repasar unas cosas con Ben.

—Cuanto antes lo solucionemos, mejor.

—¿Qué te parece a la una?

—Muy bien.

—Encantado de conocerla, Andie.

—Lo mismo digo.

Andie lanzó una mirada furibunda a Jeffers, agarró la pantalla de notas y salió del despacho a grandes zancadas.

Colérica, repasó su agenda. ¡Maldición! Llegaba tarde a la reunión del Grupo Roosevelt.

—Aten, estaré fuera hasta la una —anunció, mientras se dirigía apresuradamente hacia la escalera.

El Grupo Roosevelt, formado por representantes de todo el personal colaborador de los senadores en el Congreso, se reunía el primer martes de cada mes. En parte grupo de presión, en parte centro de chismorreo, aquellos encuentros mantenían a Andie conectada a la red de ayudantes políticos que culebreaban por los pasadizos del poder. En su opinión, se producían más transacciones políticas y más tráfico de favores allí que en los escaños del Senado.

Karim estaba sentado en el otro extremo del salón. Al verla entrar, le hizo un guiño.

—¿Sabes que está saliendo con una de las ayudantes de Coleman? —le cuchicheó Letty Martin.

Andie frunció el entrecejo.

—No. ¿Con cuál?

—La rubia.

Por un instante, se preguntó si no habría dejado escapar a un buen hombre, pero apartó rápidamente tal pensamiento de su cabeza. Por Karim había experimentado un interés pasajero. Nunca había sentido por él la pasión que le producía Jeffers. Con todo, sí echaba de menos los intercambios de ideas con Karim. Y en aquel momento no le vendría mal un poco de su energía.

Conectó la pantalla portátil a la clavija de la mesa y marcó el código de Karim. La respuesta llegó enseguida.

¿QUÉ SUCEDE?

PROBLEMAS. ¿HABLAMOS?

¿CUÁNDO?

DESPUÉS DE LA REUNIÓN.

DE ACUERDO.

Una hora después, tras comentar todos los chismes y reír todas las bromas, Karim la esperaba junto al ascensor con una expresión burlona e inquisitiva.

—¿Y bien?

—Vamos a dar un paseo.

—¿Estás loca? ¡Fuera hace frío!

—En las galerías, no.

—Está bien.

La burbuja de las Galerías Capitol era un abrigo acogedor ante los vientos de finales de noviembre. El abigarrado tráfico callejero, así como los jardines y árboles desnudos que esperaban las primeras nevadas, aparecían y desaparecían tras los segmentos transparentes de la pared azul. Andie los observó, sin verlos, mientras caminaba al lado de Karim.

—¿Qué problema es ése?

—Creo que acaban de degradarme.

—¿Qué?

—Jeffers se ha traído a un tipo de una de sus empresas para que trabaje con él en unos proyectos especiales.

—¿Y dónde está la pérdida de categoría?

—El senador me presentó como su secretaria de prensa.

—¡Oh! —Karim adoptó una actitud pensativa—. Pero yo creía que ya lo eras.

—Sí, pero ésa es sólo una parte más de mis tareas.

—¿De modo que crees que ese tipo nuevo viene a reemplazarte?

—Sí.

—Eso te enseñará a no volverte a liar con el jefe… —comentó él, encogiéndose de hombros.

—Mira, Karim, no te he pedido tu opinión para oír vulgaridades.

Andie giró sobre sus talones y empezó a alejarse.

—Lo siento, lo siento —se disculpó él, cogiéndola por el brazo—. Espera. Ese tipo nuevo, ¿es mutante?

—No —dijo Andie—. ¿Por qué lo preguntas?

—Según cuentan los rumores, Jeffers está poblando de mutantes su plantilla.

—Es cierto —corroboró ella con aire sombrío—. Este mes, tres; El pasado, cinco… Y, como ya sabes, Caryl se marchó. No lo soportaba.

—No puedo decir que me sorprenda —asintió Karim.

—Jacobsen no hizo nunca algo semejante.

—Bueno, ella tenía un enfoque distinto.

—¿Qué más cuentan los rumores? —quiso saber Andie.

—La mayor parte de los proyectos de legislación que ha patrocinado Jeffers han sido promutantes —continuó Karim—, pero supongo que eso era de esperar. Sobre todo, después del asesinato de Jacobsen.

—La senadora tenía una visión de las cosas menos miope.

—Bueno, me parece que Jacobsen estaba menos influenciada por grupos de presión concretos, y en especial por aquel al que pertenecía.

Andie se detuvo.

—¿Estás diciendo que Jeffers es un peón de los mutantes?

—No, creo que no. Es una posibilidad, pero tal vez se limite a actuar de un modo incisivo en la defensa de los derechos e intereses de los mutantes. ¿Por qué no iba a querer mutantes entre su personal? ¿Quién más tiene a alguno empleado en el Congreso?

—Davis.

—Dime otro.

Karim la miró con expectación. Ella se mordió el labio.

—No hay más.

—Mira, Andie, creo que estás haciendo una montaña de este asunto. Si yo fuera el único mutante del Congreso, probablemente querría a alguno de mis iguales trabajando para mí. ¿De veras estás preocupada por tu empleo?

—No lo sé. —La mujer se encogió de hombros—. Lo que he oído esta mañana no me ha gustado.

—Entonces, pídele una aclaración. Pero eso no tengo que decírtelo. ¿Has tenido algún problema trabajando con ese nuevo personal?

—Todavía no.

—Entonces, creo que estás inventando problemas donde no existen en realidad. —Karim consultó el reloj—. Escucha, tengo una cita para almorzar y…

—Gracias, Karim.

—Cuando quieras.

Él le rozó la mejilla con los dedos. Andie le vio alejarse a toda prisa y regresó sola al Capitolio.

Un mensaje de Jeffers la esperaba en la pantalla del escritorio: NO PODRÉ ACUDIR A LA CITA DE LA UNA.

«Probablemente esté almorzando con Canay —se dijo—. ¡Maldita sea!»

Consultó el correo pendiente para diciembre. Sería mejor que fuera adelantando trabajo.

Una hora más tarde, Jeffers asomó por la puerta.

—¡Andie! Lamento el retraso. ¿Preparada para mí?

—Eso es decir poco.

Andie le siguió al despacho privado con la pantalla de notas y cerró la puerta tras ella.

—¿Puede asistir Ben a lo que tienes que decir?

—Creo que no.

—Parece algo grave —comentó Jeffers con una mueca de fingida seriedad.

Andie se volvió hacia él.

—Stephen, ¿qué has querido decir cuando me has llamado tu secretaria de prensa?

—Es lo que haces para mí, ¿no?

—Es un elemento de mi trabajo —replicó ella vivamente—, además de la investigación, la administración y la contabilidad.

Jeffers movió la mano en gesto apaciguador.

—Quizá te hayas dedicado hasta ahora a todo eso, pero ya no es preciso que sigas preocupándote por los archivos y el papeleo. Ben se encargará de ello.

—¿Qué?

—Andie, tu don de gentes es demasiado valioso para que pierdas el tiempo con papeles y números. Te necesito en un trabajo más dirigido al público. —El senador se inclinó hacia ella—. Quiero que te dediques por entero a las relaciones con los medios de comunicación.

—Debes de estar de broma. —Andie se dejó caer en un sillón con un ruido sordo—. Soy abogada, no agente de relaciones públicas.

—Tu formación legal te hace aún más indicada para ese trabajo.

—Stephen, no he venido a Washington para dar palique a los videorreporteros.

—Ya lo sé —replicó él abruptamente—. Pero lo que te pido es que actúes como mi representante. No se me ocurre otra labor más importante.

—A mí, sí.

Jeffers frunció el entrecejo.

—Francamente, me sorprendes. Pensaba que querías otro papel más visible.

—Ya sabes que me interesa más el proceso legislativo que la presencia ante los medios de comunicación —declaró Andie.

—Bueno, también tendrás muchas oportunidades de participar en eso.

—¿Cuando haya terminado de hablar con «Washington Hoy» y con «Buenas noches, Japón»? —Andie cruzó los brazos—. Supongo que entonces querrás que organice un programa de televisión sobre Noticias y Opiniones Mutantes.

—No es mala idea…

—¡Stephen! —Hizo una pausa, exasperada—. ¡Era un chiste!

—Escucha, Andie, ya lo he decidido. Quiero que seas mi enlace con la prensa. ¿Estás conmigo?

Su tono de voz era seco. La mujer lo miró. Espontáneamente, un recuerdo de la última vez que habían estado juntos en la cama centelleó en su mente y, por muy irritada que se sintiera con él, notó un aguijonazo de deseo. ¿Quería dimitir? ¿Podía dejarle? No y no.

—Sí.

—Bien. —Jeffers sonrió—. Te gustará, ya lo verás. He dejado una lista de periodistas en tu pantalla. Tratemos de conseguir una cobertura extra del debate sobre la derogación de la doctrina del Juego Limpio.

—De acuerdo.

Andie se incorporó para marcharse.

Jeffers le puso la mano en el hombro. El corazón de Andie empezó a galopar mientras él atraía suavemente su espalda contra su cuerpo.

—¿Nos vemos esta noche? —le susurró.

—Por supuesto.

Él deslizó las manos bajo la chaqueta, acariciándole los pechos.

—Vayámonos a alguna parte, los dos solos —murmuró—. Conozco un hotel encantador en Santorini. Podríamos pasar juntos un fin de semana largo por Navidad.

Andie se estrechó contra él, perdida cualquier resistencia.

—Eso suena estupendo —susurró.

—Bien. —Jeffers la besó en la nuca y la liberó—. Diré a Aten que haga los preparativos.

Andie asintió.

Perpleja, dejó atrás la puerta en el mismo momento que Ben Canay pasaba zumbando en dirección contraria. El nuevo ayudante le dirigió una sonrisa torva, entró en el despacho de Jeffers y cerró la puerta tras él.

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