12

Andie despertó con un sobresalto. Estaba acostada en el sofá, completamente vestida todavía. El reloj de pared le indicó que eran las siete de la mañana. ¡Mierda! Faltaban tres horas para la conferencia de prensa de la senadora. Se incorporó de un salto y corrió al baño. Dos minutos en la ducha, cinco delante del espejo y otros cinco dedicados a ponerse el traje gris de seda y a recogerse el cabello en un severo moño. Agarró el maletín con pantalla incorporada y se dirigió corriendo al suburbano, rezando para llegar a tiempo.

La suerte la acompañó, y entró en el despacho diez minutos antes de que Jacobsen se presentara a las ocho y cuarto. Le dio el tiempo justo de transferir sus notas a la pantalla de mesa de la senadora.

Caryl alzó la vista de su pantalla y puso los ojos en blanco.

—Llevo aquí una hora. Noventa llamadas.

Mientras hablaba, recibió otra.

El contestador automático se encargó de atenderla: la imagen grabada de Andie aseguró al comunicante que la senadora Jacobsen revisaría su llamada y lo invitó a que dejase un mensaje después de la señal.

Jacobsen entró con paso enérgico. Vestida con un traje color marfil, su aspecto era el de una persona fría y competente.

—¿Todo está bajo control?

—De momento, sí. Tiene las notas preparadas.

La senadora asintió y desapareció en su despacho.

El resto del personal estaba en su puesto a las ocho y media.

Andie empezó a sentirse más optimista. Resistirían la jornada. Era preciso que lo hicieran.

Quince minutos antes de que empezara la conferencia, Andie bajó al salón Presidencial para comprobar los micrófonos. Los cinco estaban en su sitio, y Andie observó a los periodistas que ocupaban sus lugares con puntualidad.

Saludó con un gesto de asentimiento a Rebecca Hegen y dirigió una sonrisa a Tim Rogers. De hecho, sólo había una cara que no reconoció. Un joven de cabello negro corto, tez pálida y gafas anticuadas de concha de tortuga se abrió paso entre los demás reporteros y se instaló con gesto decidido en una de las sillas, en el centro de la segunda fila. Al menos uno de sus colegas le lanzó una mirada irritada. «Probablemente, el individuo le estaba guardando el asiento a otro», pensó Andie. Sin embargo, el hombre de las gafas no hizo el menor caso de las muestras de desagrado de su vecino de asiento y concentró toda su atención en la mesa tras la cual se sentaría Jacobsen. Después, bajó la cabeza y se puso a manosear su maletín de pantalla de cuero.

«Preferiría dedicarme a cavar zanjas que trabajar en los noticiarios por cable», se dijo Andie. La competencia era asesina. Cualquier recién llegado podía entrar a la carga y ocupar tu puesto. Si alguien le pidiera su opinión, Andie diría que aquel joven tenía por delante una carrera prometedora. Más tarde se ocuparía de averiguar quién era.

El alboroto del salón disminuyó cuando Jacobsen hizo su entrada por una puerta lateral. Mientras se instalaba, la senadora le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Andie.

—Me gustaría puntualizar las declaraciones de mi colega, el senador Horner, respecto a los rumores sobre presuntos supermutantes —empezó diciendo Jacobsen. Se la veía confiada y dueña de la situación. Andie empezó a tranquilizarse—. No debemos permitir que las emociones se interfieran en los hechos. Y, de momento, los hechos son que no se ha descubierto prueba alguna que confirme las sospechas acerca de la existencia de experimentos genéticos como los que ha referido el senador Horner. Y tampoco se ha descubierto absolutamente ninguna evidencia de que exista algún mutante sobrehumano. Me temo que mi estimado colega ha sido víctima de un engaño y le invito a que revele sus fuentes, sea a mí o a los miembros de los medios de comunicación.

Los videorreporteros contemplaban a Jacobsen con aire extasiado. Andie vio que el extraño joven de las gafas, sentado en las primeras filas, dirigía hacia la senadora lo que parecía una grabadora.

—Es muy importante que entendamos este asunto como lo que es: un rumor insustancial, una noticia sin fundamento que…

Un gemido agudo hendió el salón, apagando la voz de la senadora. Jacobsen se volvió, buscando la causa de la interrupción, y se quedó paralizada a media frase. Andie la vio envuelta en una vertiginosa luz blanca. Jadeó e intentó moverse, pero el salón estaba abarrotado. Rígida e impotente, contempló como Jacobsen se derrumbaba hacia delante sobre el estrado.

—¡Ese hombre! ¡Agarren al hombre de las gafas! —gritó.

Pero el tipo ya había comenzado a saltar por encima de las filas de sillas y se escabullía zigzagueando entre la multitud, en dirección a la puerta. Entonces, el público reaccionó.

—¡Un médico!

—¡Avisen a seguridad!

—¡Atrápenlo! ¡Acaba de dispararle a Eleanor Jacobsen!

Un robusto cámara con una camiseta azul cortó el paso al pistolero a metro y medio de la puerta, y ambos desaparecieron bajo un montón de guardias de seguridad.

Andie se abrió paso hasta el proscenio. Jacobsen yacía en el suelo, desgarbada como una muñeca. Sus ojos permanecían abiertos, pero no parpadeaban y miraban al vacío. Una mujer con un vestido rojo se inclinó sobre ella, buscando signos vitales.

—¿Cómo está? ¿Respira? ¿Tiene pulso?

Andie formuló las preguntas mecánicamente. Una mirada le bastó para asumir la verdad. Jacobsen estaba muerta. Aturdida, contempló como la mujer cerraba los ojos ciegos de la mutante.

—¡Llamen a un médico! ¡Pronto! —gritó alguien.

Andie se obligó a mirar la cara pálida de Jacobsen y reprimió el impulso de arreglarle los rubios cabellos despeinados. Su espléndida inteligencia, su incisiva perspicacia, su compromiso constante…, todo se había perdido.

La heroína mutante, la dorada Eleanor, asesinada por un no mutante. Los ojos se le llenaron de amargas lágrimas. Se derrumbó en el peldaño del estrado y ocultó la cara entre las manos. Aquello era el final de todo. El final de todo.


—Alcánzame el nivelador láser —dijo Bill McLeod, volcado sobre el morro de su antiguo Cessna.

Joanna rebuscó en la caja de herramientas.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es largo y negro, con un diodo luminoso amarillo.

—No lo encuentro —dijo ella—. ¿Era preciso que trajeras esto en vacaciones?

—Está bien, pásame toda la caja.

Joanna se la acercó con una sonrisa. No fingía en absoluto que disfrutara trabajando en la avioneta de su marido, pero visitar el viejo aeródromo de Lake Louise formaba parte de la tradición estival. Además, a la mujer le gustaba ver a los pilotos de fin de semana haciendo chapuzas con sus aparatos. El brillo de la refulgente pintura metálica, el azul de los cielos sin nubes que surcaban las pequeñas naves… Joanna disfrutaba en medio de todo aquello.

Aunque había asistido a la escuela de vuelo a instancias de Bill, e incluso se había sacado el título de piloto, después de nacer sus hijos decayó su interés por volar. Joanna guardaba como un tesoro el recuerdo de su vuelo en solitario, pero le bastaba con conservar la experiencia en la categoría de los recuerdos.

—¿Recuerdas cuando llevábamos a Kelly ahí arriba con nosotros? —comentó a su marido.

—Sí. Habría sido un piloto formidable.

—Seguro. Hoy, en cambio, no sé qué le interesa.

Joanna exhaló un suspiro.

—Además de las peleas con navajas, ¿no?

—¡Bill!

McLeod levantó las manos como si se rindiera y volvió a concentrarse en el avión.

—Sólo era una broma. ¿Hay noticias de esa muchacha mutante?

—¿Melanie Ryton? Kelly no ha comentado gran cosa.

—Ya lo he notado. Desde que hemos llegado, no hace más que soñar despierta.

—Echa de menos a Michael. Es natural.

—Ojalá pudiera decir lo mismo de él.

—Ya sabes que no me gusta oírte hablar así de él.

Joanna cruzó los brazos, irritada.

—Diablos, Jo, no puedo evitarlo. Me produce escalofríos. Es un muchacho agradable, pero esos ojos… Su forma de mirar no ayuda mucho. Y no sé quién estaba más incómodo cuando Kelly le obligó a hacer esa demostración de levitación. El muchacho parecía querer esconderse debajo del sofá, aunque no puedo reprochárselo. Debía de sentirse como una especie de atracción de feria.

Su esposa soltó una risilla.

—De todos modos, fue muy asombroso. Creo que nunca había visto a un mutante exhibir sus facultades. Casi sentí envidia. Parecía divertido.

Joanna se imaginó por un instante flotando en el aire.

—Tal vez. Pero, en mi opinión, el mutante no parecía divertirse demasiado.

—Tienes razón, es muy serio. Aunque supongo que estaba preocupado por su hermana.

—Sí. Y ahora que tenemos el desquiciado asunto del supermutante en ciernes, si hay que creer a ese senador…, ¿cómo se llama? Horner, creo. —McLeod calló un instante, lo cual significaba que probablemente estaba atando cabos. Se apoyó contra el fuselaje plateado de la avioneta y añadió—: Cariño, son casi las cinco y cuarto. ¿Quieres oír el informe de la sesión de bolsa?

—Claro.

Joanna pulsó un botón del reloj. El locutor dio paso a la habitual tira de anuncios, hizo un comentario sobre el mercado y pasó a las cifras al cierre de la sesión.

«Los valores del mercado acusaron la noticia del asesinato de esta tarde… El índice Dow Jones de industriales cerró a cincuenta cuarenta y cuatro, setecientos veinte abajo.»

McLeod levantó la cabeza bruscamente y estuvo a punto de golpearse con un panel del motor.

—¿Asesinato?

Joanna cambió al canal de noticias.

«Y ahora, una noticia urgente de Washington: Arnold Tamlin, presunto asesino de la senadora Eleanor Jacobsen, ha sido encontrado muerto en su celda, en Washington, a la una treinta y ocho de la tarde. No se ha determinado la causa inmediata de su muerte. Se espera realizar la autopsia del cadáver tan pronto como se localice y notifique de ello a algún pariente.»

—Alguien ha matado a la senadora mutante. Bill, es increíble —murmuró Joanna.

Se sentía rara, mareada. Su marido frunció el entrecejo.

—Sabía que algo así sucedería tarde o temprano.

—¡Chist…! ¡Escucha!

El locutor continuó:

«Tamlin fue detenido momentos después de que la senadora por Oregon, Eleanor Jacobsen, fuera abatida en mitad de una conferencia de prensa. La senadora Jacobsen, mutante, estaba rechazando en esos instantes los comentarios realizados por el senador Joseph Horner sobre los rumores de un presunto mutante superhumano. La senadora recibió una descarga de fatón a corta distancia y murió instantáneamente. En el tumulto que siguió al atentado, el sospechoso fue reducido y entregado a las autoridades.

»El senador Horner ha realizado el siguiente comentario: “Es una tragedia, una pura y simple tragedia, pero debemos aceptar la voluntad de Dios. Inclinemos la cabeza y recemos…”»

Sin una palabra, Joanna pulsó el botón rojo de desconexión. Una nube pasó por delante del sol, arrojando su sombra sobre el pavimento de la pista.

—Nunca he soportado a ese hombre —dijo McLeod.

Joanna resolló y replicó con acritud:

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¡Una gran mujer acaba de morir y te limitas a hacer unos comentarios sarcásticos sobre un estúpido reverendo!

Irritada, arrojó al suelo la caja de las herramientas y contempló como su contenido se desparramaba por el negro pavimento.

—¿Qué te pasa ahora, Joanna?

Su marido la miró, perplejo. Ella le plantó cara con los brazos en jarras.

—Estoy harta de tu actitud hacia los mutantes, Bill. Nuestra hija está enamorada de uno de ellos y lo único que eres capaz de decir es lo inquietante que te resulta su novio. Una mujer valiente y brillante ha sido asesinada y no demuestras sentirlo un ápice. Empiezo a pensar que Kelly tiene razón. Eres un intolerante.

—Espera un poco, Jo. Pese a todos mis comentarios, creo que ese chico, Michael, no está mal. Y creo que es un mal asunto para los mutantes que su senadora haya sido asesinada. ¡Pero no puedes esperar que esté destrozado por la noticia!

—No —dijo ella—. Pero pensaba que te importaría.

Bill descendió desde la posición elevada que ocupaba y tomó a Joanna entre sus brazos.

—Claro que me importa, Jo. Todos los asesinatos son perturbadores, dan miedo. De todos modos, ¿no ves que los mutantes parecen atraer esa clase de violencia? Así ha sucedido desde que salieron a la luz en los noventa, y no quiero que nuestra hija tenga que ver con ello. ¿Y tú?

La actitud de Bill era solemne. Joanna apoyó la cabeza en su hombro.

—A mí también me asusta, pero los jóvenes Ryton me parecen unos muchachos estupendos. No puedo creer que los mutantes merezcan este trato y ya no sé qué decirle a Kelly. —Parpadeó rápidamente, conteniendo unas lágrimas—. Por muchos mutantes que sean asesinados, no le prohibiré a Kelly ver a Michael. No puedo. Y quiero que tú lo aceptes. Ahora, recoge las cosas y salgamos de aquí.

Joanna dio media vuelta con decisión y se alejó hacia el deslizador.


James Ryton permaneció inmóvil en su despacho mientras la pantalla del escritorio se apagaba ante sus ojos. Había visto el inicio de la conferencia de prensa, y el movimiento descontrolado de la cámara mientras Eleanor Jacobsen caía al suelo. Había visto rostros borrosos, una cortina amarilla y, luego, a una mujer mutante vestida de blanco que yacía en el suelo boca arriba, con los ojos abiertos y la mirada vacía.

—Les dije que teníamos que ser cuidadosos —dijo a la oficina vacía. Su voz era aguda, casi aturdidora—. Pero no me escucharon. No, señor, nunca hacen caso a nadie, ¿verdad? Y ahora, mira lo que ha sucedido. Los normales han matado a Eleanor Jacobsen. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Y, además, ahora el asesino estaba muerto también.

Apoyó la cabeza entre las manos y se frotó las sienes para aliviar los ataques mentales que iniciaban su diario clamor. «Los normales matarían hasta el último de los mutantes si pudieran», pensó con amargura. Y su hija estaba allá fuera, en alguna parte, a su merced.


Skerry se encontraba sentado en un taburete de la barra del Devonshire Arms, en el Soho, sorbiendo un Red Jack y atento a la emisión por satélite. En la repetición, vio caer a la mujer de cabellos dorados una y otra vez; después vio la cara pálida y muerta del asesino en su celda. El camarero contempló las imágenes junto a él.

—Una lástima lo de esa ministra mutante, amigo —comentó—. Parecía bastante decente.

Skerry asintió lentamente, con los ojos fijos en la pantalla.

—Lo era. —Vació el vaso y, tras dejar una ficha de crédito en la barra, añadió—: Supongo que es hora de irme. Quédese con el cambio.


Stephen Jeffers se pasó la mano por la boca y, con la mirada aún fija en la pantalla del escritorio de su despacho, murmuró:

—¡Maldita sea! Esto lo echa todo a perder.


Sue Li Ryton se echó hacia atrás en su silla, concentrada en la pantalla de la mesa. Trevan, el asistente del departamento, entró en el despacho y, sin mediar palabra, le ofreció un vaso ámbar lleno de líquido. La mutante asintió y tomó un sorbo. Captó el olor del anís, pero, por alguna razón, sus papilas no apreciaron el sabor de la bebida. Tomó otro sorbo. Y otro.

—Ouzo —dijo Trevan en tono de disculpa—. Es lo único que tenía.

—Es perfecto —respondió Sue Li, devolviéndole el vaso vacío—. ¿Podrías llenármelo otra vez?


Benjamin Cariddi permaneció atento a la pantalla del escritorio de su oficina hasta que terminó el noticiario. Tenía el semblante pálido. Marcó un código privado y oscureció la pantalla.

—¿Sí? —La voz sonaba tensa.

—Soy Ben.

—Te has enterado, claro…

—Sí. Pensaba que esto no debía suceder.

—Ese maldito estúpido se ha excedido.

—Te advertí que…

—¡Al diablo con tus advertencias! Ahora ya es demasiado tarde. Tendremos que movernos aún más deprisa.

—¿Te has ocupado tú de Tamlin?

—Por supuesto. Aún tienes a la chica, supongo…

—Está perfectamente.

—Entonces, adelante.


Michael corrió por el pasillo a oscuras hacia el despacho de su padre. Tras cada puerta que pasaba, una pantalla parpadeaba, amarilla, dorada y roja. Las mismas imágenes repetidas una y otra vez.

Una pena seca y furiosa le producía un intenso escozor en los ojos.

«La han matado —se dijo—. ¡Malditos, la han matado!»

Irrumpió en el despacho de su padre.

—¿Qué vamos a hacer?

Su padre alzó la cabeza de entre las manos y se volvió para mirarlo con expresión de fatiga.

—¿Hacer?

—¿No vamos a exigir una investigación?

—Desde luego. Probablemente, Halden ya está presentando una solicitud formal.

Sorprendido, Michael miró a su padre.

—Pensaba que estarías más furioso.

—Lo estoy, Michael. Mis peores temores se están cumpliendo.

—¿Vamos a celebrar una reunión del clan?

—Sí. El martes, en casa de Halden —respondió Ryton con un hilo de voz.

—Quiero asistir.

—Bien —asintió su padre—. ¿Por qué no te encargas de los preparativos para el viaje?


Melanie hizo una pausa a la sombra del videoquiosco, mordisqueando un bollo de shimi. Estaba disfrutando del descanso de mediodía que le concedían en el trabajo de recepcionista que Benjamin le había encontrado en Betajef. Resultaba divertido conocer a todos aquellos hombres de negocios extranjeros, y prefería el pulcro mono deportivo rosa de la empresa que llevaba puesto a su atuendo del Cámara Estelar.

En la pantalla aparecía un viejo senador estúpido al que estaban entrevistando. ¿Qué estaba diciendo…? ¿Algo sobre supermutantes? Mientras miraba, la imagen pasó a una sala de conferencias donde una rubia esbelta de ojos dorados caía al suelo. Melanie dejó de mascar. Aquella era Eleanor Jacobsen, ¿verdad? Su padre siempre estaba hablando de ella. Pero ¿qué decía ahora la videorreportera?

«… asesinada ayer. Su presunto asesino fue encontrado muerto hoy, en Washington. Líderes mutantes de todo el país se dirigen al edificio de la Cámara Legislativa del estado de Oregon para elegir al sucesor de Jacobsen…»

¿Muerta? No podía ser.

La pantalla mostraba ahora a un grupo de sombríos comentaristas vestidos con chaquetas grises y negras. La moderadora del programa, una mujer canosa, añadió:

«Como consecuencia de esta tragedia, supongo que podemos esperar un incremento de la actividad política por parte de los mutantes. ¿Allen?»

«En efecto, Sarah —respondió un hombre rubio—. Y también existen sospechas de que este asesinato sea el primer paso de un complot de gran alcance para eliminar a todos los mutantes que ocupan cargos públicos.»

—¡Esos malditos mutantes se lo han buscado! Ya sabe a qué me refiero —murmuró un hombre mayor con profundas arrugas en torno a los ojos, contemplando las imágenes.

Melanie agachó la cabeza rápidamente, echó mano de sus gafas de sol y se alejó del grupito que se había congregado ante la pantalla. ¿La estaba mirando todo el mundo? ¿Le miraban los ojos? Se dijo que, probablemente, no habían advertido su presencia. Repitió el cántico de calma tres veces y regresó corriendo al trabajo.


Las luces del pasillo del hospital brillaban con impersonal animación. Andie estaba sentada en una silla amarilla junto a la puerta de la sala de urgencias, jugando ociosamente con unos mechones de cabello que se habían escapado del moño. Se sentía como si no hubiera dormido en varios días, como si hubiera nacido y fuera a morir con aquel mismo traje chaqueta gris de seda que llevaba puesto. El reloj le indicó que eran las 3.30 de la madrugada. Luego, las 3.31. Y las 3.32. Se restregó los ojos. La Valedrina que le había ofrecido el interno empezaba a surtir su efecto, y el enfermizo entumecimiento iba fundiéndose en un zumbido cálido.

Con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, cerró los ojos. Una vez más, revivió los acontecimientos de la jornada como si se tratara de un catálogo de vídeo.

Andie aún no podía creerlo. Todo había sucedido a apenas unos metros de ella. ¡Ah, ojalá hubiera podido salvar a la senadora! Su mente repasó de nuevo la escena, y se imaginó derribando a Tamlin antes de que apuntara su arma, o interponiéndose de un salto en la trayectoria del rayo.

Una pesadilla. Un sueño espantoso, grotesco e interminable.

Tras el descubrimiento del cadáver de Tamlin en su celda, Andie empezó a pensar que el mundo se había salido realmente de su eje. Pese a la vigilancia por vídeo de la celda donde estaba recluido, el tal Tamlin se había limitado a agarrarse la cabeza y a desplomarse al suelo, muerto. Los resultados de la autopsia preliminar apuntaban a una hemorragia cerebral masiva. Se tardaría días en localizar sus registros médicos, estudiar el historial y decidir si la muerte era debida a causas naturales o no.

—¿Siempre te duermes en el trabajo? —preguntó una voz familiar.

Andie abrió los ojos. Junto a ella había un hombre joven con barba, alto y musculoso, que llevaba unos pantalones de faena del ejército y una camiseta japonesa blanca de manga corta.

—¿Skerry?

—A tu servicio.

Al oírle, ella montó en cólera.

—¿Cómo puedes estar tan contento?

—Por reflejo. ¿Qué tal lo llevas?

—No muy bien.

—Lo cual significa mejor que la mayoría. —El mutante tomó asiento junto a ella—. Supongo que estabas allí, ¿no?

—Sí, desde luego. Tuve un asiento preferente.

A Andie le falló la voz.

—Calma. —Skerry le puso la mano en el hombro—. Escucha, sé que esto ha sido duro para ti, pero tenemos pendiente un asunto que no puede esperar.

—¿A qué te refieres?

—A ese regalito que te di en Río. Necesito que me lo devuelvas.

—¿Esta noche? ¿Para qué?

—Ahora que Jacobsen ha muerto, tendré que llevarlo al Consejo mutante yo mismo.

—Creía que no eras bien recibido en el clan.

—Tienes razón, pero no hay nadie más que pueda encargarse de ello.

Andie tomó aire profundamente mientras a su mente acudía una loca idea.

—Déjame hacerlo a mí, Skerry —propuso al mutante—. Deseo hacerlo. Por Eleanor.

—Estás chiflada.

—No, Skerry. Por favor. Yo estaba en Río con ella y sé tanto del asunto como la propia Eleanor, o tal vez más. Y aún conservo algunas relaciones en el gobierno.

—No se permite la presencia de no mutantes en la reunión.

—Podríamos intentarlo, ¿no?

—Jamás pasarías de la puerta.

—¿Ni siquiera contigo?

—Bueno, tal vez conmigo, sí. —Skerry hizo una pausa, y una sonrisa empezó a asomar por la comisura de sus labios—. Está bien. No sé qué saldrá de esto, pero probablemente no sea nada malo. Ya estoy tan enfrentado con el resto del clan que no importa. Lo único que pueden hacer conmigo es desterrarme o censurarme:

—¿No se dan cuenta de lo que tratas de hacer por ellos?

Skerry movió la cabeza y su sonrisa se endureció.

—Los mutantes son lentos y tercos, y su comportamiento se ciñe siempre a las reglas de nuestro Libro. Si uno no vive según el Libro, es un proscrito.

—¡Bien, proscrito o no, les obligaremos a escucharnos! —declaró Andie. Por primera vez en todo el día, se sentía esperanzada.

—¿Dónde está el disquete?

—En mi escritorio.

—¿Podemos recuperarlo?

—¿Ahora? —Andie se encogió de hombros—. Supongo que sí, pero ¿a qué vienen esas prisas?

—Sólo quiero que las cosas sigan en marcha, eso es todo.

La mujer suspiró. Se sentía agotada, pero la mirada del mutante era insistente.

—Vamos.

El edificio estaba medio a oscuras y prácticamente desierto. Andie marcó el código de las luces y abrió el escritorio.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Habría jurado que lo tenía aquí.

—¿Qué sucede? —Skerry se asomó por encima de su hombro.

—Pensaba que lo había dejado en la parte de atrás de mi cajón de documentos. Siempre lo he guardado aquí.

—Buena idea, pero ¿dónde está ahora?

—No lo sé. Bueno, se lo enseñé a Jacobsen, pero estoy segura de que volvió a dejarlo donde estaba.

—Mira en todos los cajones —indicó él.

Prácticamente, Andie desmontó su escritorio. Después buscó en la mesa de Caryl.

—Nada.

Se volvió hacia Skerry y advirtió su expresión ceñuda.

—¿Qué me dices del escritorio de Jacobsen?

—Sí, supongo que podríamos comprobarlo.

A regañadientes, Andie entró en el despacho de la senadora. Skerry forzó la cerradura del cajón superior y el resto se abrió sin dificultad. Tras diez minutos de búsqueda, se dieron por vencidos.

—¡Mierda!

Skerry se apoyó en el sillón de Jacobsen. Andie se sentó en el suelo con la cabeza apoyada en el lateral del escritorio.

—Y ahora, ¿qué? —murmuró.

—Creo que nos han jodido —contestó Skerry—. El disquete debería estar aquí.

—No comprendo cómo puede haber desaparecido. Para eso, es preciso que alguien supiera que estaba en mi poder; y tendría que haberlo robado durante el asesinato. Así y todo, ¿cómo ha podido entrar aquí? Además, mi escritorio está siempre cerrado con llave.

—Ya has visto lo que he tardado en forzar el de Jacobsen. Una cerradura no es nada.

Andie se incorporó de un salto y tecleó algo en la pantalla del escritorio de Jacobsen.

—¿Qué haces?

—Tengo una idea. —La mujer repasó con furia el directorio de archivos—. ¡Maldita sea! ¿Dónde está? —murmuró.

Al cabo de un momento, marcó ciertas órdenes y se echó hacia atrás con un suspiro de alivio.

—¡Aquí lo tenemos!

—¿El qué?

—Hace dos días le enseñé el disco a Jacobsen, y aún está guardado en la memoria de la pantalla.

Skerry se inclinó hacia delante y estudió lo que aparecía en la pantalla.

—¿Puedes sacar una copia y borrar la memoria? —preguntó.

—Desde luego.

—Estupendo. —El mutante le dio unas palmaditas en la espalda con una sonrisa de felicidad—. Retiro todo lo dicho sobre los no mutantes. Eres fantástica. Cuando hayamos presentado el disco ante el Consejo Mutante, estoy casi seguro de que te nombrarán para el cargo de senadora.

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