Andie entró en el despacho de Jeffers y tomó asiento al otro lado del escritorio del senador, frente a éste. Rápidamente, repasó el plan de trabajo diario. Hacía tres semanas que habían regresado de Santorini; tres semanas había cumplido el nuevo año. El viaje no era ya más que un recuerdo feliz que se difuminaba, engullido por el habitual frenesí controlado de entrevistas, tomas de postura, discursos y notas de prensa.
—No te olvides del discurso a La Grey el veinte por la mañana —indicó a Jeffers—. Tendremos una buena cobertura del acto. Y ya va siendo hora de empezar a pensar en conseguir el respaldo de Akins para la carrera al Senado del próximo otoño.
—Halden me ha asegurado que podríamos contar con él. —Jeffers se arrellanó en su asiento, con los brazos detrás de la cabeza—. Eso me recuerda una cosa, Andie. ¿Qué es eso de que vas a asistir a una boda después de la colecta de Nueva York?
La mujer alzó la vista de la pantalla del escritorio.
—Se casa Michael Ryton. ¡Cielos, es el sábado de la próxima semana! Casi lo había olvidado. Recuerdas a los Ryton, ¿verdad? El muchacho y su padre son esos mutantes que acudieron a Jacobsen para protestar por las restricciones gubernamentales a la ingeniería espacial.
—¡Ah, sí! Me hablaste de ellos. ¿De modo que el chico se casa?
—Sí. Me dijo que iba muy en serio con una chica, pero me sorprende que el clan haga tanta ostentación.
—¿Por qué? Muchas bodas de mutantes son acontecimientos sociales.
—Es que la novia no es mutante.
Jeffers levantó las cejas, escéptico.
—¿Qué?
—La chica con la que quiere casarse Michael es una normal. Me parece fantástico que el clan les haya dado apoyo. A decir verdad, me siento halagada de que me hayan invitado.
—Dudo que el clan apoye los matrimonios mixtos —replicó Jeffers, con un tono extraño en la voz.
—Tal vez los tiempos estén cambiando —insistió Andie, encogiéndose de hombros—. Puede que el clan sea más progresista de lo que pensabas.
—Puede ser —dijo sin demasiado convencimiento.
—Dime algún regalo tradicional para una pareja de novios mutantes.
—Fichas de créditos. —Andie se echó a reír—. ¿Que te hace tanta gracia? —preguntó él.
—Me alegra saber que, en definitiva, en ciertas cosas no somos tan diferentes.
El timbre de la puerta emitió su familiar acorde perfecto en clave menor. Michael se dirigió hacia ella, pero su madre fue más rápida. Sue Li, vestida con el oro tradicional de la familia del novio, se apresuró a abrir para recibir a los invitados a la boda.
—Halden, Zenora… Me alegro de veros.
Los tíos de Michael entraron en la casa, elegantes con sus relucientes galas. Zenora, que ya encanecía, llevaba el cabello iluminado con crioluces púrpura a juego con la larga túnica. Halden vestía un holgado traje gris que casi disimulaba su corpulencia.
Zenora abrazó brevemente a Michael y Halden le dio unas palmadas en la espalda con tal entusiasmo que casi lo derribó al suelo.
—¿Preparado para el gran espectáculo? —preguntó Halden atronando el vestíbulo con su voz grave.
—Supongo que sí. —Michael bajó la vista al suelo.
—No es nada, ya lo verás.
—Venid abajo —dijo Sue Li, asiendo un brazo de cada uno—. Aún esperamos a algunos invitados más antes de empezar.
Halden guiñó el ojo a Michael antes de desaparecer tras la esquina. El joven suspiró, aliviado, y se aflojó el cuello de su traje de ceremonia dorado. Se sentía como si el lazo lo estuviera estrangulando lentamente.
El acorde de tres notas sonó otra vez. Michael abrió y se quedó perplejo. El senador Jeffers y Andrea Greenberg estaban al otro lado de la puerta, ataviados con discretos trajes de calle. Unos copos de nieve bailaban en torno a sus cabezas.
—Aquí tenemos al novio —dijo Jeffers con una sonrisa—. Felicidades, Michael. Me alegro de volver a verle.
Desconcertado, Michael estrechó la mano que le tendía.
—¡Senador Jeffers! Andie. Esto…, pasen.
—Michael, tiene un aspecto estupendo —dijo Andie—. ¿Dónde está la novia?
—Arriba, terminando de vestirse.
—Esto es lo que tanto esperaba, ¿verdad? Me alegro muchísimo por usted.
—Gracias.
La voz de Michael era ronca. Andie lo miró con extrañeza. Jeffers le pasó un brazo por la cintura.
—Vamos —dijo—. Dejémosle en sus últimos momentos de libertad y vayamos a saludar al clan.
Cuando se alejaron, Michael se quedó a solas en el pasillo y se encaminó al bar en busca de chupigoza.
Un canturreo en tonos graves se elevó hasta él por el hueco de la escalera. «¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Ya empiezan los cánticos?»
Dio media vuelta, llenó los pulmones de aire y se abalanzó escalera abajo. Su padre, vestido con ropas doradas, salió a su encuentro en el umbral. Avanzaron juntos hasta el altar improvisado junto a la chimenea, donde Halden aguardaba en pie. Grandes ramos de flores amarillas adornaban las paredes.
La sala estaba llena. Michael vio a Zenora acechando desde su asiento cerca del centro, a la izquierda. A su derecha quedaban Chávez y Tela. Estaba presente todo el clan. Incluso una representación de los mutantes de la Costa Oeste, aquellos de extraña piel verdosa, estaba sentada en la parte de atrás. En la primera fila, la madre del novio asentía a los cánticos mientras observaba acercarse a Michael. Una corona de claveles rojos ceñía su oscura melena. El senador Jeffers también estaba sentado en primera fila, con Andie. Esta guiñó el ojo a Michael cuando el novio ocupó su lugar junto a Halden.
Con un gesto de asentimiento, el padre de Michael se sentó. Los cantos cambiaron de tonalidad y las voces de soprano tomaron protagonismo sobre los barítonos y bajos.
Jena hizo su entrada en la sala del brazo de su madre. Avanzó por el pasillo luciendo un vestido largo de sedosos pétalos de marfil, entre los que brillaban tenuemente unos delicados hilillos metálicos. Llevaba el cabello recogido a la espalda en una intrincada espiral, entretejida de orquídeas de espliego y cintas plateadas. Tenía la expresión radiante y un intenso brillo en sus ojos dorados. Toda su atención estaba concentrada en Michael, quien pudo percibir su alegría.
«¡Qué encantadora está —pensó—. ¡Qué feliz se la ve!»
Como si estuviera viviendo un sueño, le ofreció el brazo; a continuación, ambos se volvieron hacia Halden.
—Nos hemos reunido hoy para alegrarnos juntos y para dar gracias —entonó el hombretón—. A medida que aumenta nuestro número, se incrementa nuestra fuerza.
Halden colocó una mano en la cabeza de Michael y la otra en la de Jena. Los pliegues de su manto los cubrieron como alas oscuras.
—Uníos conmigo y compartid vuestras mentes como haréis cada día, durante el resto de vuestra vida.
A Michael empezó a palpitarle la cabeza. Una sensación extraña le recorrió con una fuerza eléctrica, casi erótica. A su lado, Jena emitió un jadeo.
Halden les dirigió una sonrisa serena. Sus ojos miraron alternativamente a los contrayentes y, por último, bajó las manos.
—Está consumado. Michael James Ryton, toma la mano de tu esposa, Jena Thornton Ryton.
Michael sintió una vibración en la columna vertebral cuando se volvió hacia la mujer dorada que aguardaba a su lado.
¿Michael? ¿Lo notas? ¿Puedes oírme?
Sí.
¿No es maravilloso? ¿Durará? ¡Ah, te quiero tanto…!
Chist. Halden no ha terminado todavía.
El diálogo mental era fluido. Michael se sintió demasiado aturdido para hacer otra cosa que admirarse de ello.
—¿Los anillos? —preguntó Halden, arqueando una ceja.
Michael se registró los bolsillos. Vacíos. ¡Pero si había guardado allí el estuche hacía menos de una hora!
Se volvió y miró hacia su madre. Sue Li cerró los ojos. En un arranque desesperado, su hermano pequeño, Jimmy, saltó del asiento que ocupaba junto a ella y, sonrojado, sacó del bolsillo de la chaqueta la cajita de terciopelo gris desaparecida.
—Aquí está. ¡Oh, mamá, lo siento! ¡Lo siento!
Michael disimuló una sonrisa y tomó el estuche de manos de su hermano. Jimmy volvió apresuradamente a su asiento, acompañado de las risillas de los presentes.
Halden asintió. Michael abrió la caja y deslizó el anillo más pequeño en el anular de Jena. Ella tomó la pareja y la colocó en el dedo del novio. Unos fuegos opalescentes bailaban sobre la superficie de oro de los anillos.
Jena sonrió a Michael, con su mente abierta a él.
Michael, te quiero. Te haré feliz, ya lo verás.
Él la besó levemente mientras Halden dirigía el cántico ritual. La ceremonia concluyó y Michael se volvió con su esposa hacia el mar de rostros.
Andie siguió la ceremonia con fascinación y perplejidad. A Michael se le veía lánguido, casi hipnotizado. La novia estaba realmente bella, y miraba a Michael con evidente adoración. Pero cuando la pareja se volvió de cara a la multitud, Andie advirtió que Jena tenía los ojos dorados. ¡Una mutante! ¿Qué había sido de los planes de Michael de casarse con su enamorada normal? No era extraño que el novio la hubiera mirado desconcertado cuando le había felicitado por la boda.
Se agarró del brazo de Jeffers y siguió a la comitiva de invitados al luminoso comedor. Las sillas flanqueaban por completo las paredes, y la gran mesa central estaba cubierta de bandejas de bocados delicados y flores exóticas. Zenora, la mujerona de púrpura, se había encargado de preparar el convite. Andie recordó que Zenora, la esposa de Halden, había protestado airadamente por su presencia en aquella otra reunión del clan, tras la muerte de Jacobsen. ¡A ver qué decía ahora, cuando se enterara de que también había asistido a la boda!
Cohibida, se estiró la chaqueta del traje de calle oscuro. Los mutantes iban ataviados con túnicas coloristas y brillantes. En los tocados de las mujeres, adornados con flores, parpadeaban pequeñas crioluces. Andie se sintió como un patito feo entre una bandada de exóticas aves tropicales.
Jeffers le había explicado que una boda mutante era un acontecimiento muy celebrado. Tradicionalmente, la continuidad del clan y su esperada ampliación gracias a los frutos de la unión, se consideraban motivo para la alegría y la fiesta. Y Andie era una extraña en el banquete. Se quedó junto a Jeffers mientras éste felicitaba a los recién casados, saludaba a viejos amigos y deambulaba por la sala. Halden se acercó a ellos pesadamente, en mangas de camisa y pantalones. Se había despojado de sus ropajes oficiales tras la ceremonia.
—Bien, senador, supongo que ya estará proyectando la reelección en noviembre, ¿no?
—Por supuesto. Y con su ayuda, Halden, creo que lo conseguiré.
La manaza del Guardián del Libro apretó con fuerza, el hombro de Jeffers.
—Usted nos ha dado una nueva esperanza, Stephen. Nos ha proporcionado un bálsamo en tiempos de dolor.
—Me alegro.
—Senador Jeffers, estamos orgullosos de usted —intervino Zenora, sumándose al grupito—. ¿Qué es eso que he oído acerca de que tiene intención de proponer la abolición de la doctrina del Juego Limpio?
—Decididamente, iremos a por ello cuando hayan pasado las elecciones. —Jeffers, sonriente, se volvió hacia Andie y la ciñó por la cintura—. Ésta es Andrea Greenberg. Recordarán que trabajaba para Eleanor.
—¡Oh, sí! La recuerdo —respondió Zenora con un frío gesto de cabeza—. Bienvenida.
La acogida de Halden fue más calurosa. Con unas efusivas palmaditas en la mano, murmuró:
—Me alegro de volver a verla, señorita Greenberg.
—Llámeme Andie, por favor.
—Desde luego.
—Me sorprende que no esté con Skerry —dijo Zenora a Andie con acidez.
—¿Skerry?
Jeffers pareció confundido.
—Hagan el favor de disculparnos —cortó Halden—. Encantado de verla, Andie. Espero que tengamos ocasión de volver a hablar.
El Guardián del Libro agarró por el brazo a su esposa y se la llevó con gesto firme a donde Andie no pudiera escuchar lo que decían.
—¿A qué venía todo eso? —preguntó Jeffers.
—¿Quién sabe? —Andie se encogió de hombros y sostuvo en alto su vaso vacío—. Creo que voy a llenarlo.
—Bien. Quiero tener unas palabras con el joven recién casado.
Jeffers se alejó. Andie estaba a medio camino del bar, cuando una reluciente copa alargada de champán flotó hacia ella.
No te quedes ahí parada, encanto. Adelante, cógela.
Sobresaltada, Andie estuvo a punto de dejar caer el vaso que traía en la mano. Asió el fino pie de la copa levitante con precaución.
Deja que me ocupe del vacío.
El vaso se deslizó de entre sus dedos y fue a depositarse en el bar. Andie recorrió la estancia con la mirada, tratando de localizar al emisor de aquellos mensajes mentales.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó una voz queda a su espalda.
—¡Skerry! —Andie se volvió en redondo, derramando parte del champán.
—A tu servicio.
Skerry hizo una ceremoniosa reverencia. Su traje azul estaba acribillado de centellas plateadas. Andie sonrió; sin embargo; el rostro que encontró ante ella tenía una expresión sombría.
—No sabía dónde estabas —dijo.
—Vamos a hablar a otra parte —propuso él.
Andie le siguió a través del salón principal hasta una pequeña biblioteca. Skerry cerró la puerta y se dejó caer pesadamente en un sillón flotante. Andie encontró una banqueta y se sentó, agradeciendo el momentáneo alivio para sus pies doloridos.
—De modo que estás trabajando para el activo senador, ¿no es eso? —comentó Skerry.
—Sí. ¿Qué tiene de malo?
—Si pensara que vas a hacerme caso, quizás intentaría explicártelo.
El mutante aspiró el aroma de un clavel verde que llevaba prendido en la solapa de la chaqueta. Andie, por su parte, dejó la copa en la mesa con gesto enérgico.
—Ya estoy un poco cansada de tus misteriosas alusiones e indirectas —declaró—. Primero me endilgaste aquel disquete en Brasil. Y luego me cargaste con el muerto en la reunión del Consejo Mutante. ¿Por qué tendría que volver a hacerte caso?
—Porque yo sé cosas que tú ignoras. Y te lo advierto: estás cometiendo un grave error.
—Lo único que sé es que pareces celoso de Stephen —replicó ella—. Te opusiste a su nombramiento, sólo Dios sabe por qué. Pero tienes razón en una cosa: no pienso hacerte caso, Stephen es un gran hombre, un héroe. Ha traído una nueva esperanza a todos los que pensábamos que ésta había muerto con Jacobsen.
Skerry asintió con aire sarcástico.
—Sí, es verdad. Ese Jeffers es lo más bonito que han tenido en mucho tiempo los mutantes para depositar sus esperanzas.
—Y yo le amo. Quiero trabajar con él y ayudarle.
—No confundas el amor con la adoración, encanto.
Andie se puso en pie con los brazos en jarras.
—¿Qué sabes tú del amor? —replicó acaloradamente.
—Lo suficiente como para querer ayudar a alguien que se lo merece. —Skerry dio un par de pasos y se detuvo casi tocándola, con la vista fija en sus ojos—. Me gustas de verdad, ¿sabes?
El joven tomó el rostro de Andie entre sus manos. A ella se le aceleró el corazón y trató de desasirse.
—Skerry. No…
—No te resistas. No voy a hacerte daño, sólo quiero ayudarte. Ahora, cierra los ojos. Ciérralos.
Contra su voluntad, los párpados se le cerraron con fuerza.
—Bien. Échate hacia atrás. No te preocupes, yo te sostengo. —Andie notó el brazo de su interlocutor en torno a la cintura—. Así me gusta. Cuenta hacia atrás desde cien, Andie. —La mano de Skerry le tocó la frente. Su palma estaba fría.
—¿Qué? No seas ridículo… —protestó.
—¡Haz lo que te digo!
—Noventa y nueve, noventa y ocho…
—Cuenta mentalmente.
Andie obedeció.
La presión de la mano se incrementó.
De pronto, se sintió mareada. Tras sus párpados vio danzar unas estrellitas azules, y un rugido le invadió los oídos.
NOVENTA Y SIETE, NOVENTA Y SEIS, NOVENTA Y CINCO…
Un centenar, un ejército de voces, cantó con ella la cuenta atrás.
Era una especie de coro hipnótico, ensordecedor. Le resultaba casi imposible pensar.
Luego, las voces se amortiguaron y las ondas de sonido retrocedieron lentamente hasta perderse en el silencio. Andie abrió los ojos y parpadeó dos veces. Tenía la garganta seca.
—¿Qué ha sucedido?
Skerry la soltó.
—Te he implantado un autocántico con un activador espontáneo, por si alguien quiere fisgar.
—¿Fisgar? —Andie se sentó y alargó el brazo para coger la copa—. ¿Te refieres a introducirse telepáticamente en mi cabeza? Pensé que se consideraba algo indigno en círculos mutantes. ¿Es que no respetáis la intimidad mental?
—Algunos, sí. Pero no todos.
Un escalofrío recorrió a Andie cuando comprendió lo que aquello significaba.
—No te asustes, encanto. Sólo he querido proporcionarte un poco más de protección —dijo Skerry con una suave sonrisa—, aunque lo más probable es que no la necesites.
—¿Qué es eso del activador espontáneo?
—Verás, si un telépata intenta acceder a cualquier nivel de tu entramado consciente, empezará a sonar de inmediato ese cántico que acabas de oír. Su sonido ahuyentará al intruso, y cesará tan pronto como se haya retirado. También puedes activarlo tú misma pensando las palabras «coro defensivo». Cuando lo hagas, mantén los ojos cerrados. El activador tiene un ciclo de quince cuentas desde cien, pero puedes interrumpirlo en cualquier momento abriendo los ojos de nuevo. —Skerry alzó las manos—. ¡Abracadabra, intimidad garantizada!
—¿De veras crees que lo necesito?
—Esperemos que no.
Andie le miró con escepticismo. El mutante parecía sincero. Quizás podía confiar en él.
—Skerry, ¿cómo es que Michael se ha casado con una chica mutante?
Él soltó una amarga carcajada.
—Lo han jodido bien. Sí, esa Jena lo ha jodido bien. Literalmente.
—Está embarazada.
No era una pregunta.
—Sí, y Michael es el orgulloso papá. Por eso se han casado, ya que el lema del clan es prosperad y multiplicaos. Y viceversa.
—¡Oh!
Andie pensó que cuanto más se acercaba a los mutantes, menos los entendía.
—Me parece que no te vendría mal otra copa. —Skerry la ayudó a ponerse en pie—. Vamos.
Michael esperaba que acudiera mucha gente, pero nunca imaginó que el senador Jeffers se presentara en su boda. «El cargo le sienta bien —pensó—. Se le ve lleno de confianza y mucho más dinámico que la pobre Jacobsen.»
Un grupo de mutantes se apiñaba en torno a Jeffers. Cuando éste se separó de ellos para dirigirse hacia él, Michael se sintió halagado.
—¿Un poco aturdido? —le preguntó Jeffers con familiaridad.
—Sí. En realidad, más que un poco.
—Ya pasará —continuó el senador, dándole unas palmaditas en el hombro—. Tu esposa es muy bonita.
—Gracias.
—Tus padres me han dicho que eres un mutante doble, lo mismo que ella. Eso significa que hay grandes posibilidades.
—¿Posibilidades? —repitió Michael, desconcertado.
—De trasmitir ese rasgo. —Jeffers le hizo un guiño—. Cuantos más mutantes dobles, mejor.
—¡Oh! Sí, claro. —Michael sonrió—. Pronto lo sabremos.
El senador le contestó con una risilla.
—Así me gusta —declaró—. Necesitamos más jóvenes como tú en la Unión Mutante. ¿Eres miembro?
—He pensado en afiliarme —respondió Michael, aunque hasta aquel instante no había contemplado tal posibilidad.
—Bien. Si vas a Washington, no dejes de pasarte por mi oficina. —Jeffers le entregó un chip de memoria—. Aquí tienes cierta información que tal vez te interese.
La sonrisa cálida del senador bañó a Michael. En ese momento, Halden apareció por la izquierda.
—Por fin le encuentro, senador —dijo—. Respecto a la campaña…
—Michael, ¿nos disculpas?
Sin esperar respuesta, Jeffers le volvió la espalda y se alejó con el Guardián del Libro.
Michael echó un vistazo a la sala. Jena estaba en un rincón, sosteniendo en el aire dos platos de comida mientras charlaba animadamente con una chica vestida de color azul turquesa, una de sus primas de Petaluma, que tenía la piel aceitunada y unos ojos dorados inquietantemente saltones.
¿Jena?, inquirió mentalmente.
No hubo respuesta.
Tal vez el vínculo mental que Halden había forjado entre ellos sólo era efectivo en las distancias cortas.
Michael masticó un pedazo de pan de especias sin saborearlo. Por un breve instante, imaginó el rostro de Kelly enmarcado de orquídeas púrpura. De inmediato, reprimió la imagen.
«Basta ya de Kelly —se dijo—. Ahora, mi vida es ésta. Quizá incluso me afilie a la Unión Mutante. ¿Por qué no?»
—¿Meditando sobre el matrimonio? —preguntó una voz familiar.
El rostro barbudo de Skerry apareció flotando, separado del cuerpo, junto a la mesa del banquete.
Michael perdió el control del plato de comida que estaba haciendo levitar, y casi lo estrelló contra el suelo antes de lograr que recuperara el equilibrio.
La imagen completa de Skerry se solidificó en un torbellino de minúsculos rayos. Michael le vio apoyarse en la mesa con una sonrisa.
—Creía que te habías marchado a Canadá para siempre —dijo al recién aparecido—. ¿Por qué no me dijiste que pensabas venir?
—Me gusta hacer apariciones por sorpresa. Pero diría que, hoy, el rey de las sorpresas eres tú, muchacho. ¿Casarte con ella? Pensaba que estabas colado por una normal…
Michael intentó reprimir una mueca de dolor.
—Sí. Bueno, sucedió algo inesperado y…
Skerry movió la cabeza de un lado a otro.
—Y te ha pillado, ¿verdad? Ya lo imaginaba. —Skerry acercó la boca al oído de Michael y le susurró en tono conspirador—: Aún estás a tiempo de venirte conmigo después del banquete. ¡Al diablo con todo esto! Huye, empieza una nueva vida.
—Llegas un poco tarde —respondió Michael con una sonrisa apenada.
—Me quedaré por aquí cerca un rato más, por si cambias de idea. —Skerry se encogió de hombros y miró hacia Jeffers—. Oye, ¿qué hace aquí su señoría, el senador?
—Impresionante, ¿no? —contestó Michael—. Tenía que venir a Nueva York a pronunciar un discurso, y supongo que Halden consiguió que asistiera a la boda. Además, yo había invitado a Andie.
—¿Le gusta trabajar para Jeffers?
—Sí. ¿Sucede algo?
Por primera vez desde que le conocía, a Michael le pareció que su primo no sabía qué decir. Finalmente, Skerry meneó la cabeza.
—No.
—¿No me digas que te gusta Andie…? —insistió Michael.
Skerry le lanzó una mirada severa y murmuró:
—No es a mí a quien le gusta acostarse con normales.
Michael le sostuvo la mirada con un destello de cólera.
—¡Maldita sea, Skerry, déjalo ya!
—Lo siento, Michael. Olvídalo, no he dicho nada. —Skerry tomó un poco de ensalada del plato de su primo—. Mmm, no está nada mal. Zenora no ha perdido su toque. En fin, sólo quería expresarte mis condolencias. Ya hablaremos más tarde. —Skerry se alejó.
James Ryton dirigió una mirada inquisitiva a su hijo.
—¿Hablabas solo? —dijo.
—Es posible.
Michael sonrió. Quizás era el único de los presentes que había visto a Skerry.
—¡Malditos ataques! —exclamó su padre, frotándose la cabeza—. La próxima semana iré a ver al senador. Bien, Michael, ya sabes que hemos acondicionado esa casa para ti y para Jena. ¿Estás seguro de que no quieres tomarte una semana libre? Ya sabes, la luna de miel es una excusa perfectamente razonable para ausentarse del trabajo.
—Y tú sabes que vamos retrasados en el contrato del transmisor de microondas —replicó Michael—. La mitad de los condenados calibradores del segundo envío estaba estropeada, y quiero visitar a un nuevo proveedor que se ha establecido en Virginia. Tú no estás para viajes.
—Pero si hemos hecho tratos con Kortronincs desde hace años…
—Pues se están descuidando —respondió Michael—. Ahora me necesitas en el trabajo. Ya me iré de luna de miel más adelante.
Su padre le dio unas palmaditas en el brazo.
—Haz lo que te parezca, Michael. Ya eres un hombre hecho y derecho. Supongo que esa luna de miel puede esperar hasta mejor ocasión.
James Ryton empezó a alejarse.
—¿Papá?
—¿Sí?
—¿Crees que el senador Jeffers saldrá elegido finalmente?
—Desde luego que sí —contestó el padre con rotundidad—. Jeffers tiene auténtica visión política, y ya colocamos a un mutante en el Senado en las anteriores elecciones.
Con un gesto de asentimiento, se apartó de su hijo. Michael hizo flotar suavemente su plato hasta posarlo sobre el mantel blanco de la mesa. ¿Eran imaginaciones suyas o su padre caminaba ya con el paso cauteloso de un anciano?
Andie buscó inútilmente a Jeffers por toda la sala. Ya estaba cansada de aquella fiesta. Skerry la había dejado muy desconcertada.
Entró en una habitación silenciosa y casi vacía. Tan sólo una silueta solitaria se recortaba contra la ventana. Era el novio. Estaba de espaldas a ella y tenía la frente apoyada en el plasticristal.
Andie titubeó unos instantes. Tal vez se tratara de otro ritual mutante, «el aislamiento del novio» o algo parecido: «¡Bah, al diablo con todo», pensó.
—Michael, ¿cómo es que no está abajo, en la celebración? —preguntó con voz suave.
El mutante se volvió y le dirigió una leve sonrisa.
—Andie, ¿se lo pasa bien?
—Desde luego, pero eso no contesta a mi pregunta.
—Tal vez necesitaba estar un rato a solas. —Miró de nuevo por la ventana y añadió—: Me encanta ver la nieve. Estas ventiscas de febrero pueden ser muy intensas.
—Me alegro de que le gusten —replicó Andie—. A mí, déme una playa cálida en cualquier parte y un camarero atento…
—Tampoco eso está mal… —admitió Michael.
El joven parecía tener la cabeza muy lejos.
—¿Eres feliz? —le preguntó Andie, tuteando al muchacho espontáneamente.
—¡Menuda pregunta! —respondió él con una media sonrisa.
—¿Qué ha sucedido?
—¿A qué te refieres?
Michael también comenzó a tratarla con familiaridad.
—¿Dónde está la muchacha no mutante de la que estabas enamorado?
—Eso se terminó.
Michael apretó las mandíbulas, con la mirada perdida en el vacío. Andie notó una punzada de conmiseración ante su tono de voz.
—¿Porque tú quisiste? —insistió.
—No.
El joven cerró los ojos.
—Lo siento, Michael.
—Yo también.
—¿Cómo se lo tomó ella?
—¿Kelly? Nada bien. Por lo que sé, se ha marchado para ingresar en la Academia de las Fuerzas Aéreas. Algún día llegará a ser piloto de lanzadera, estoy seguro.
Dijo esto último con orgullo. Andie le tocó el brazo.
—¿Quieres que hablemos del asunto?
—En realidad, no.
—Disculpa otra vez.
—Olvídalo. —El muchacho la miró con repentina intensidad—. Tú estás enamorada de Jeffers, ¿verdad?
—Michael, yo…
Andie se ruborizó.
—No te preocupes, no sucede nada. No quiero arrancarte secretos, pero prométeme que harás caso de tu corazón. No permitas que nada te impida hacerlo. Prométemelo.
—Lo prometo, lo prometo…
El mutante contempló por la ventana la nieve que caía y la creciente oscuridad.
—Saber lo que uno tiene en el corazón y seguirlo es lo más importante. Y lo más difícil —sentenció.
Los invitados a la boda se quedaron hasta entrada la noche. Michael no se lo podía reprochar, ya que los mutantes rara vez tenían motivos para celebraciones.
Cuando se reincorporó a la fiesta, descubrió que Halden era el centro de la atención en un rincón de la sala. El Guardián del Libro tañía su viejo banjo y entonaba a grandes voces la letra de una cancioncilla atrevida. Sentada en torno a él, una decena de mutantes batía palmas y acompañaba la canción.
Con la ayuda de Tela, Zenora hizo levitar la mesa central hasta la pared del fondo a fin de dejar espacio para el baile. Rebosantes de alegría, los mutantes se elevaron, tocaron el techo, se cernieron en lo alto y descendieron flotando, para repetir el proceso con complicados rizos y tirabuzones hasta que estuvieron sofocados y sin aliento. Quienes carecían de facultades levitadoras contaron con la ayuda de los más dotados del grupo.
Sin pensarlo dos veces, Michael se elevó entre los demás, saltando y girando sobre sí mismo.
—¡Ahí está el novio! —gritó alguien—. ¿Y la novia?
—Está arriba —exclamó otra voz—. ¡Hagámosla volver a la fiesta!
El grupo, conducido por Chávez, trajo a Jena levitando. La muchacha lanzó una risita complacida cuando la depositaron ante Michael. Éste hizo una ceremoniosa reverencia.
—Querida mía, ¿quieres que bailemos?
—Es un honor —respondió ella, aceptando su mano.
Flotaron juntos hacia arriba trazando un lento arco mientras se desplazaban por la sala. La túnica de Jena ondeaba suavemente. La muchacha dirigió una sonrisa descarada a su marido y lanzó un coqueto saludo a Halden al pasar por encima de su cabeza.
—¡Eh!, de eso nada… —dijo Michael en una fingida muestra de celos.
Luego atrajo a Jena hacia sí, la miró a los ojos un momento y la besó tiernamente. Abajo, los espectadores los aplaudieron entre exclamaciones.
«Después de todo —se dijo—, quizá las cosas no resulten tan difíciles. De hecho, incluso pueden resultar divertidas.»
Rodeando a su esposa con ambos brazos, la besó otra vez. Y otra.