Después de la boda, Jeffers dedicó tres días a recoger fondos y pronunciar discursos a lo largo de la costa de Nueva Inglaterra, deteniéndose en todas las comunidades mutantes entre Baltimore y Bangor. Cuando por fin acompañó a Andie al apartamento de ésta desde el aeropuerto, los dos estaban agotados.
Andie se arrellanó en el confortable asiento azul marino, saboreando la suavidad de la tapicería.
Jeffers dobló la esquina con precisión. «Todo lo hace limpiamente», se dijo Andie. Arrullada por el traqueteo del motor, la muchacha se sumió en un amodorrado recuerdo de su estancia en Santorini.
La voz de Jeffers interrumpió sus sueños.
—Me pregunto qué tal le habrá ido a Ben en el despacho.
Andie abrió los ojos bruscamente.
—Bien, estoy segura.
—Ojalá te cayera mejor —murmuró Jeffers, mirándola de soslayo. Irritada, Andie se incorporó en el asiento.
—Sí, ojalá —respondió, cáustica.
—Siempre ha sido un colaborador estupendo.
—¿Cuánto hace que le conoces?
—¡Oh! Muchos años.
Jeffers redujo la velocidad en un cruce y aceleró de nuevo, antes de que cambiara el semáforo.
—Entonces debiste de conocer a su novia mutante, ¿no? —preguntó Andie.
Jeffers le dirigió una extraña mirada.
—No —contestó luego, con voz medida—, no la llegué a conocer.
—Pues a mí me ha hablado de ella y de lo que hizo con su deslizador. Todo resulta muy extravagante.
La sonrisa de Jeffers era una mueca de tensión.
—En fin, así es Ben. —Detuvo el vehículo junto a la entrada principal de la casa—. Servicio de puerta a puerta, querida.
—No está mal. ¿Quieres entrar?
—Esta noche no, Andie. Tengo que ocuparme de unos asuntos.
—De acuerdo.
Andie logró que su voz no sonara dolida. Jeffers le lanzó un beso y se alejó.
Una vez en el apartamento, Andie saludó a Livia, se descalzó y pulsó la tecla del correo electrónico. Se saltó las habituales notas publicitarias y reservó el mensaje de su madre para pasarlo más tarde. Un aviso de mensaje con prioridad, procedente del despacho, parpadeó impaciente en la pantalla; a regañadientes, marcó la clave para ponerse en contacto. En la pantalla parpadeó y tomó forma, teñida de un color verdoso, la imagen de Ben Canay.
—¿Andie? Una tal Rayma Esteran, sustituta de Jacqui Renstraw, quiere verla lo antes posible. Ha dicho que la estaría esperando aquí, en el despacho, mañana por la mañana. Sólo he llamado para ponerla al corriente.
Ben desapareció tras hacer un guiño.
«¡Maldita sea! —se dijo Andie—. Otra fisgona.» Marcó un bourbon en el teclado del mecabar y empezó a deshacer el equipaje. Livia revolvió las ropas sobre la cama.
—El azul no es tu color —le dijo a la gatita abisinia—. Tal vez el rojo… Las gatas de ojos dorados como los tuyos deberían decidirse por el rojo. Los mutantes muestran predilección por él.
«¡Vaya boda! —pensó—. Debe de haberles costado los ingresos de un año.» De cualquier modo, ¿por qué no habían de celebrar los Ryton un acontecimiento como aquél? Aunque hubieran perdido una hija, eso no…
Se detuvo a media frase. Una imagen se había formado en su mente: una muchacha mutante, con una mezcla de rasgos orientales y caucásicos, que empuñaba un cuchillo y lo utilizaba para destrozar la fina tapicería de cuero de un costoso deslizador.
Melanie.
Ben Canay.
«No —pensó—. No puede ser.»
Apuró la copa en tres tragos y pidió otra a través del teclado.
Sí que podía ser. Y tenía que descubrir si estaba en lo cierto.
Echó un vistazo al cronógrafo de pared. Eran las seis de la tarde. Tratándose de un martes, todavía era buen momento para encontrar a Bailey en su despacho. Tecleó el número de la policía de Washington y añadió el código privado de Bailey. No contestó hasta pasados cinco largos zumbidos; cuando al fin apareció, sus marcadas ojeras parecían aún más profundas de lo habitual.
—¿Pelirroja? —Bailey movió la cabeza a modo de saludo—. He tenido un día muy largo.
—Lo siento, Bailey, se trata de algo que no puede esperar.
Andie le dirigió una mirada suplicante y el hombre suspiró.
—Está bien. Dispara.
—Benjamin Canay.
—¿Canay? —Bailey se volvió hacia un teclado que tenía al lado, introdujo el nombre y esperó. Al cabo de un momento, alzó la vista.
—Nada.
—¿Nada?
—No hay registros. No existe.
—Me encantará ver la cara que pone cuando se lo diga —comentó la mujer—. ¿Quieres decir que no consta en absoluto?
—Creo que te lo acabo de decir —replicó Bailey con irritación—. ¿No tienes algún otro dato de identificación?
—No… ¡Espera un momento! —Andie frunció el entrecejo—. ¿Te serviría un registro de voz para hacer otro intento?
—Tal vez, aunque tardará un poco más.
—Prueba con esto.
Andie pulsó una tecla del contestador automático.
—Muy bien. Ya tengo la voz y la imagen —dijo Bailey—. Espera.
El hombre desapareció de la pantalla. La imagen de una sonriente mujer policía a caballo ocupó su lugar. Andie se sentó en el sofá, apuró la copa a nerviosos sorbos y esperó. Cinco minutos más tarde, la mujer policía se difuminó y apareció Bailey.
—Desde luego, sabes escogerlos —le dijo, mirándola fijamente.
Andie dejó el vaso, derramando unas gotas.
—¿Lo has encontrado?
Bailey asintió.
—Los tres kilobytes merecían la pena. Benjamin Carrera, alias Cariddi, alias Canay. Tiene unos antecedentes que te erizarían el vello. ¿Qué quieres oír primero?
—Empieza por el principio.
—Treinta y cuatro años. Nacionalidad, desconocida. Posiblemente canadiense o, tal vez, brasileño. Encarcelado en un correccional juvenil en 1997 por ser considerado incorregible. Pasó por tres hogares adoptivos hasta terminar en el centro de jóvenes. Liberado en 2003, al cumplir los dieciocho. Dos años después, juzgado por transporte ilegal de menores fuera del estado; sin condena. Sospecha de tráfico de sustancias controladas. En 2010, detenido tras haberse encontrado un kilo de brin a raíz de un registro llevado a cabo en su deslizador; el juicio fue declarado nulo por irregularidades en el registro. En 2013, procesado por dos delitos de secuestro de niños; sin condena.
«Sospechoso de ser agente de intereses extranjeros. Más recientemente se cree que está involucrado en tráfico de mano de obra entre Estados Unidos y África, Lejano Oriente y Brasil. Cinco acusaciones de violación de la ley protectora del trabajo infantil, por transporte ilegal de menores fuera del estado con fines ilícitos; sin condena.
Bailey alzó la vista de la pantalla de notas.
—No es una buena persona, pelirroja. ¿Cómo es que lo conoces?
—Trabaja conmigo.
—¿Para el senador como se llame?
—Jeffers. Sí.
Bailey la miró fijamente.
—No me gusta —dijo a continuación—. ¿Conoce el senador los antecedentes del individuo?
—No lo sé. No lo creo. —Andie se mordió el labio inferior—. Bailey, ¿cómo se llamaba el tipo que denunció a Melanie Ryton por destrozarle el deslizador?
—¿A quién?
—A esa chica mutante que te pedí que buscaras el año pasado.
Bailey tecleó un código en el ordenador, masculló una maldición y alzó los ojos.
—¡Cariddi! ¿Cómo lo has sabido?
—Sólo era un presentimiento —respondió ella; con una sonrisa irónica, añadió—: Bueno, Bailey, ha sido muy divertido hacer tu trabajo. Si algún día quieres convertirte en relaciones públicas del senador, avísame.
—Muy graciosa. —Bailey parecía mortificado—. ¿Tienes algún problema con ese Canay?
—Todavía no.
—Procura seguir así. No es de fiar.
—Eso parece. Ya lo imaginaba.
—¿Puedo hacer algo más?
—Irte a casa a descansar. Gracias, Bailey.
Andie le mandó un beso.
—Ten cuidado, Andie —respondió el hombre, sin el menor rastro de su anterior tonillo burlón—. Y mantente en contacto conmigo.
—Lo haré. —La pantalla quedó a oscuras.
Andie terminó de deshacer el equipaje y se tomó otra copa.
«¡Vaya sorpresa se llevará Stephen cuando le cuente todo esto!», pensó con sombría satisfacción.
Dejó el vaso en la mesa y empezó a cruzar la estancia, pero se detuvo y se llevó la mano a la boca.
¿Y si no se llevaba ninguna sorpresa?
¿Y si sabía lo de Ben desde el principio?
¿Qué debía hacer ella?
Andie se pasó la mayor parte de la noche sentada en el sofá, haciéndose las mismas preguntas una y otra vez.
¿Hasta qué punto conocía Stephen las andanzas de Ben? ¿Hasta qué punto?
Mucho antes del amanecer, renunció a toda pretensión de conciliar el sueño y se vistió.
La estación del suburbano presentaba un aspecto fantasmal, completamente desierta e iluminada con crioluces azules. Andie se sintió como si fuera la única persona viva en Washington. Llegó al despacho antes de las seis.
Una mujer de piel oscura vestida con un traje malva esperaba ante la puerta del despacho como si fueran las dos de la tarde.
—¿Señorita Greenberg? —preguntó con una agradable voz de contralto.
—¿Sí?
—Soy Rayma Esteren, del Washington Post —se presentó, mostrando brevemente sus credenciales—. ¿Podríamos hablar en privado unos momentos?
—¿No es un poco temprano, señorita Esteron? —respondió Andie—. ¿Cómo ha entrado? ¿Es que se ha quedado montando guardia toda la noche?
—No, exactamente. Conozco a algunas personas…
La mujer morena le dirigió una sonrisa de complicidad.
—Verá, le aseguro que no puedo recibirla sin concertar una cita… —declaró Andie en tono tajante.
—Se trata de un asunto muy importante, señorita Greenberg —replicó Esteron—. ¿Está segura de que no puede dedicarme unos minutos?
—Me temo que no.
—Es algo referente al senador Jeffers… y al señor Canay.
—¿Oh?
Esteron permaneció impasible.
—Muy bien —dijo Andie con cautela—. ¿Qué le parece si me cuenta lo que sea en el despacho?
La periodista movió la cabeza en gesto de negativa.
—Será mejor en otra parte. En mi deslizador, por ejemplo. Está aparcado fuera.
Andie la miró, desconcertada.
—Esto es muy irregular.
—Por favor, permítame —insistió Esteron, con una sonrisa afable.
Andie se encogió de hombros.
—Vamos…
El deslizador púrpura de Esteron estaba aparcado en la entrada de servicio de la Sala Norte. Con un escalofrío, Andie salió tras la otra mujer al aire helado de aquel amanecer de febrero. La periodista debía de conocer a mucha gente. De lo contrario, a esas alturas su deslizador ya habría recibido cinco multas por aparcar allí.
Esteron pulsó un botón del teclado que llevaba en la muñeca, y las portezuelas del vehículo se abrieron. Andie ocupó el asiento del acompañante.
—¿Y bien? —dijo, una vez instalada—. Ya estamos encerradas y a salvo. ¿De qué me quiere hablar?
—Vamos a dar una vuelta.
La periodista programó el mecapiloto y se arrellanó en el asiento para observar a Andie. El deslizador tomó velocidad calle abajo hacia una vía de acceso a la autopista de circunvalación.
—Verá, señorita Greenberg. En el momento de su muerte, Jacqui Renstrow había conseguido una abundante documentación sobre las actividades financieras del senador. ¿No ha apreciado usted nunca alguna irregularidad en las actuaciones contables del senador?
A Andie se le aceleró el pulso.
—¿Por qué me lo pregunta? Yo soy la coordinadora de prensa y medios de comunicación.
Esteren le lanzó una mirada perspicaz.
—También está usted muy próxima al senador.
—Creo que será mejor que hable con alguien de contabilidad —se apresuró a replicar Andie—. No tengo nada que decir al respecto.
La periodista exhaló un suspiro.
—Esperaba que colaborase de buen grado… —comentó. Llevó una mano al bolso, sacó un fino billetero y lo abrió. Durante unos breves instantes, Andie vio una placa dorada cubierta de holocircuitos verdeazulados—. Señorita Greenberg, trabajo para el FBI. Estamos realizando una investigación de las finanzas del senador Jeffers. Parece que se están desviando grandes sumas de dinero del presupuesto de su despacho.
—¿Qué? ¿Y adonde va a parar?
—Eso es lo que nos gustaría descubrir.
—¿Por qué me lo cuenta a mí? ¿No tiene miedo de que vaya a decírselo a Jeffers?
—Con franqueza, sí —respondió Esteron—. Conocemos su relación con el senador. Sin embargo, es usted una de los dos únicos no mutantes que trabajan en su despacho, y, como bien sabe, no podemos recurrir a Canay.
—¿A qué se refiere?
—Joe Bailey es amigo mío —dijo la agente sin alterar la voz—. Y de usted. Está preocupado por lo que le pueda suceder. Después de su conversación de anoche, Joe me llamó. Colocamos una cámara en su piso y por eso me ha encontrado esperándola hace un rato.
—¿Bailey le ha hablado de Canay? —Andie meneó la cabeza—. Lo mataré.
Apretó los puños. Sus ojos sostuvieron la mirada de Esteron y casi sonrió.
—Si lo hace, no me lo cuente. —La voz de Esteron tenía un levísimo asomo de cálida ironía, pero su expresión permaneció sombría—. Señorita Greenberg, sospechamos que Canay está plenamente implicado. El senador podría ser inocente. Si duda de lo que estoy diciendo, puedo mostrarle los informes financieros. Pero me parece que me cree usted, ¿verdad?
—Sí.
—Estupendo. Entonces, me gustaría pedirle que trabaje para nosotros.
—¿Qué? —Andie la miró con incredulidad.
—Se trataría simplemente de informarnos de lo que viera, una vez al día.
—No creo que pueda hacerlo.
Esteron le sonrió suavemente.
—¿Se da cuenta de que si procesamos por fraude al senador, o al señor Canay, podría ser acusada de cómplice?
—No me amenace con tonterías —replicó Andie—. Como habrá visto sin duda en mis datos, también soy abogada y sé defenderme en un tribunal. Creo que empezaría por hablar de discriminación deliberada y acoso al único senador mutante del Congreso. Además, si ha husmeado tanto como me temo, debería saber que nunca me volveré contra Stephen por usted. Nunca.
—Ya me temía que iba a responder así. —La agente miró al vacío por la ventanilla de Andie. Por fin, añadió—: ¿Le hablará de esto?
—No lo sé. —Andie levantó ambas manos—. ¿Por qué tiene que mezclarme en todo esto? ¿Por qué no se limita a hacer su trabajo?
—Porque necesito su ayuda.
—¡Pues búsquese a otro!
—Usted es la única que puede ayudarme.
—Entonces, me parece que no ha tenido suerte. —El tono de voz de Andie era áspero—. ¿Jacqui Renstrow trabajaba con usted?
—Era una informadora, sí. Sospechamos que su muerte tiene relación con esto.
Durante unos momentos, sus miradas se encontraron.
—No me lo puedo creer —dijo Andie—. No quiero. Es imposible que Stephen esté relacionado con nada de esto.
—Esperemos que no.
Andie luchó por mantener el dominio de sí misma.
—¡No quiero hablar más del asunto! ¡Voy a volver a mi despacho ahora mismo!
Cruzó los brazos y contempló los primeros rayos trémulos del sol tras el parabrisas.
—Si es eso lo que quiere… —murmuró Esteran en voz baja, pesarosa.
La agente pulsó un botón y el deslizador dio la vuelta a la esquina, emprendiendo el regreso al Capitolio. Ninguna de las dos mujeres pronunció una sola palabra el resto del trayecto.
El vehículo se detuvo junto a la entrada de servicio de la Sala Norte. Cuando Andie se apeó, Esteron le entregó una holotarjeta.
—Por si cambia de opinión.
La agente hizo un rápido gesto de despedida y continuó la marcha. Andie corrió escalera arriba. Pasaba bastante de las siete. ¿Tanto rato había estado hablando con Esteron? La cabeza le latía, y se preparó una taza de café. ¿Qué iba a decirle a Jeffers? Tenía que ser cosa de Canay. Stephen no haría nunca algo ilegal. Nunca.
Ben Canay entró en la oficina y le dedicó una radiante sonrisa al verla.
—¡Buenos días! Llega temprano.
—Supongo que no podía aguantar más —respondió con una sonrisa forzada.
La pantalla del escritorio emitió un sonoro zumbido. Era una llamada de Jeffers desde su deslizador.
—Andie, gracias a Dios que te encuentro. He intentado localizarte en casa, antes.
—¿Sucede algo, Stephen?
—Me he dejado uno de mis maletines de pantalla en casa, y tengo que pronunciar unas palabras en un desayuno que se celebra a las ocho. ¿Puedes enviar a un mensajero a buscarlo?
La inspiración le vino con la rapidez de un circuito de datos.
—No me fío de esos mensajeros —respondió—. Me acercaré yo misma a recogerlo. No tengo una mañana muy cargada.
Jeffers le dirigió una sonrisa de alivio.
—¿No te importa?
—Es un placer.
—Está en la mesa del vestíbulo, junto a la puerta. Programaré la cerradura para que te franquee el paso.
—De acuerdo.
—Estoy en deuda contigo, Andie.
Con un guiño, Jeffers cortó la comunicación.
El viaje en taxi hasta el selecto barrio de Jeffers duró quince minutos. Muy pronto, el paisaje cambió de la nobleza marmórea de los edificios gubernamentales a las pulcras casas con jardín, embellecidas por tupidas arboledas y cuidadas extensiones de césped. Andie se dijo que el barrio resultaba pintoresco incluso en invierno.
Mientras aparcaba junto a la casa particular de Jeffers, el sol asomó entre las nubes matinales. Andie colocó la palma de la mano en la placa identificadora en forma de diamante situada junto a la puerta. La cerradura emitió un chasquido y le franqueó el paso.
El vestíbulo estaba iluminado por unos paneles de marfil traslúcidos. El maletín de pantalla de Jeffers estaba exactamente donde el senador había dicho, sobre una mesilla de roble bruñido junto a la puerta.
Andie no había visitado nunca la casa. Una vez que tuvo el maletín, observó la escalera y decidió subir con cautela los peldaños cubiertos con una alfombra de color verde oscuro. Arriba encontró una gran sala bañada por el sol, de paredes forradas con paneles de teca. A la izquierda se iniciaba un largo pasillo y, en la primera habitación donde asomó la cabeza, descubrió una pantalla de escritorio, unos archivadores y un sofá flotante gris.
Dejó el maletín y contempló la pantalla de escritorio. Jeffers había programado la puerta para que le permitiera el acceso a la casa. ¿Cómo podía ella convencer a la pantalla de que hiciera lo mismo? Su mirada observó la placa de identificación colocada junto al teclado.
¿Y si todos los aparatos electrónicos de la casa funcionaran en el mismo circuito? ¿Era posible que Stephen hubiera programado inadvertidamente su propia pantalla para permitirle el acceso? Colocó la palma de la mano sobre la placa y la pantalla se iluminó. Andie pasó el directorio de archivos. Había muchísimos… ¿Por dónde empezar?
Distinguió uno titulado «Jacobsen» y marcó la orden para detenerse en él. Cuando abrió el archivo, encontró una hoja de cálculo en la que aparecían apuntadas diversas cantidades reservadas a A.T. «Identificar A.T.», solicitó Andie.
«Arnold Tamlin. Ver archivo Marzo», respondió la pantalla.
¿Tamlin?
A la mujer empezaron a temblaría las manos.
Buscó el archivo indicado. Contenía una serie de instrucciones de Ben Canay a Tamlin, corregidas por Jeffers.
«¡Dios mío! —pensó Andie—. Jeffers dirigió en las sombras el asesinato de Jacobsen!» Las piernas le fallaron y tuvo que dejarse caer en la silla del escritorio.
Andie no se lo podía creer.
Se cubrió el rostro con las manos.
¿Qué debía hacer ahora?
«Podría marcharme sin más —pensó—. Podría fingir que no sé nada.»
No.
Se volvió y contempló la pantalla.
Decidió que no podía marcharse, que tenía que averiguar hasta dónde llegaba aquello. Tras un profundo suspiro, empezó a repasar de nuevo el directorio de archivos.
Una hora más tarde, había localizado las hojas de cálculo en las que constaba el lugar adonde estaba siendo desviado el dinero.
Brasil. Clínicas médicas de la ciudad de Río de Janeiro y alrededores.
«La investigación de los supermutantes —pensó Andie—. Jeffers también anda detrás de esto.» Sintió el impulso histérico de echarse a reír, pero el único sonido que emitió fue un sollozo agudo y tenue.
Necesitaba una copia de todo. Pero ¿dónde guardarla? La pantalla de la oficina era demasiado accesible, e incluso la de su casa era fácil de forzar.
Durante unos segundos cruzó por su mente el recuerdo de Brasil: las cimbreantes palmeras, los encantadores nativos, Karim…
¡Karim!
Podía trasmitir aquellos datos a la pantalla de su casa. Andie aún tenía su código privado. Y, aunque Karim descubriera la información antes de que ella pudiera ponerse en contacto con él, seguro que no la borraría sin consultarla antes.
Con un suspiro de alivio, copió los datos y efectuó la transmisión de pantalla a pantalla; luego borró el código de transmisión y se arrellanó en el asiento.
—¿Buscabas algo? —le preguntó una voz familiar.
Andie se sobresaltó.
Jeffers estaba apoyado contra la puerta con gesto despreocupado. Sin embargo, su expresión no era sonriente. Andie notó el corazón desbocado de terror, pero consiguió mantener un tono de voz tranquilo.
—Stephen, creí que estabas en una reunión.
Fingiendo indiferencia, alargó la mano y desconectó la pantalla.
—La reunión fue cancelada —respondió Jeffers—. Ben estaba preocupado por tu tardanza. ¿Cómo has podido acceder a mi pantalla?
—Estaba conectada cuando llegué —mintió Andie, encogiéndose de hombros—. Quizá te olvidaste de cerrarla.
—Sí, tal vez —replicó Jeffers, ceñudo—. Pero ¿por qué la estabas utilizando?
—Necesitaba reprogramar mi mecadoncella, y he supuesto que no te importaría si empleaba tu pantalla para hacerlo.
—¿Es que no has traído tu pantalla de notas?
—La he dejado en el despacho —respondió Andie, consciente de que la pantalla a la que Jeffers se refería permanecía oculta a la vista al otro lado del sofá.
—Bueno, no importa. No ha sucedido nada malo —murmuró Jeffers.
Atrajo a la mujer hacia sí y la estrechó entre sus brazos, insinuante.
—Ya que estamos aquí, voy a hacer de guía turístico de la casa. ¿Has visto el dormitorio?
Jeffers le acarició la nuca con la nariz, y a Andie se le encogió el estómago con una extraña mezcla de terror, repulsión y deseo. Se liberó del abrazo y murmuró:
—Antes me gustaría ver el baño.
Con una sonrisa nerviosa, escapó pasillo adelante hasta el aseo. Cuando hubo cerrado la puerta tras ella, estudió su imagen reflejada en el espejo azulado y contó treinta segundos; luego, otros treinta.
No podía quedarse allí para siempre. Tal vez pudiera recurrir a la excusa de una jaqueca y abandonar la casa.
«Manten la calma y sigue actuando», se dijo.
Cuando volvió al estudio del senador, encontró a éste sentado en el sofá, con la pantalla de notas sobre los muslos. Jeffers la miraba con la expresión de un gato que viera posarse un pajarillo cerca de él.
—Pensaba que te habías olvidado esto en el despacho —murmuró el mutante sin alzar la voz.
Andie se sintió palidecer.
—¡Oh! Esto…, supongo que no.
—No te molestes en inventar mentiras. Andie. Acabo de comprobar la memoria de la pantalla. Se te ha olvidado borrar el registro de los últimos archivos utilizados. —El senador dejó la pantalla y el maletín a un lado y se puso en pie—. Supongo que estás sorprendida —añadió a continuación.
—¿A qué te refieres? —intentó disimular Andie.
—A lo de Tamlin.
—¿Qué es lo de Tamlin?
—No me vengas con juegos, Andie. —La voz de Jeffers sonaba acerada—. De todos modos, el asunto fue idea de Ben.
Andie se tranquilizó ligeramente.
—¿Quieres decir que Ben arregló el acceso de Tamlin a Eleanor Jacobsen?
—Sí.
—¿Y tú no sabías lo que tramaba?
—Él se ocupó de todo.
La mirada de Jeffers no titubeó en ningún instante.
—Gracias a Dios —murmuró ella—. Lo sabía. Sabía que no podías haber urdido el asesinato de la senadora.
Jeffers le dirigió una sonrisa triunfal, y Andie no se sintió tan segura de lo que acababa de decir.
—No, es cierto. Mi intención no era matarla —declaró él—. Tamlin sólo tenía que herirla, pero era un tipo demasiado inestable y se extralimitó.
—¿Que querías herirla? —Andie lo miró con asombro—. Entonces, ¿fuiste tú quien proyectó el atentado?
—Sí —admitió Jeffers—. Era imprescindible quitar de en medio a Jacobsen. De entrada, las elecciones debería haberlas ganado yo. Tenía una visión más clara de los temas importantes, de las necesidades.
—¿A qué necesidades te refieres?
—Andie, sin duda te das cuenta de que la división que existe entre mutantes y no mutantes debe desaparecer, y pronto.
—Desde luego.
—Jacobsen iba demasiado despacio. No comprendía que las fuerzas de la historia se nos echan encima.
—No me parece razón suficiente para asesinarla.
Jeffers meneó la cabeza, impaciente.
—Ya te he dicho que no me proponía matarla. Sólo quería quitarla de en medio, incapacitarla temporalmente. Más adelante le hubiese buscado un puesto para que también ella participara.
—¿Participar en qué?
—En mi gobierno. Habría sido una excelente secretaria de Estado. Y, si no, habría podido escoger cualquier puesto en el gabinete. Yo habría accedido encantado.
Andie se desasió enérgicamente.
—¿Un puesto en el gabinete? ¿Qué pretendes decir?
—Andie, ¿se te ocurre un medio mejor de unirnos que bajo el gobierno de un presidente mutante?
—¿Un presidente… mutante? —Andie profirió una carcajada chillona, casi histérica—. ¡Pero si apenas hemos conseguido que por fin saliera elegida una senadora! ¿Qué pretendes? ¿Despeñar al presidente Kelsey desde algún balcón de la Casa Blanca?
Jeffers continuó su exposición como si no hubiera oído una sola palabra.
—Un presidente mutante —repitió—, con una esposa no mutante. —El hombre se volvió hacia Andie con vehemencia—. ¡Cásate conmigo, Andie! Aún estamos a tiempo. Podrías trabajar para mí, ayudarme a conseguir mis objetivos de reconciliación.
Andie se encogió en un rincón del sofá flotante. Aquello era demasiado. Pasmada, replicó:
—¿Casarme contigo? ¿Ayudarte? ¿Y el asesinato, Stephen? ¿Y el dinero que has robado para dedicarlo a experimentos con humanos?
Jeffers la miró de reojo.
—¿Sabes lo del programa de supermutantes?
Andie asintió.
—Me vi obligado a hacerlo —confesó el senador—. Tenía problemas de liquidez y era el único modo de continuar. Si hubiera dispuesto de más tiempo, habría conseguido borrar el rastro y la Contaduría General no habría descubierto nada. —Jeffers hizo una pausa y continuó apresuradamente—: ¿No comprendes que el mutante potenciado es el siguiente paso lógico en la evolución humana? Sería un delito imperdonable interrumpir el curso del progreso humano.
—Tú sí que has cometido unos delitos imperdonables —replicó Andie—. Has financiado secuestros, experimentos ilegales e incluso un asesinato. ¿No te preocupa nada de eso?
—El fin justifica los medios.
Andie lo contempló como si fuera un ser de otro mundo.
—¿Qué fin? Has matado a una valerosa líder mutante. ¿Cómo se puede justificar una cosa así? ¿Y dónde está tu supermutante?
—Estamos muy cerca. Pronto aparecerá.
—Pero todavía no existe —respondió ella.
—¿Estás segura de que no quieres trabajar para mí?
Andie se dio cuenta de que le estaba ofreciendo la posibilidad de salvar la vida, pero el precio era demasiado alto.
—No puedo.
Jeffers movió la cabeza con pesar.
—¡Qué lástima…! Para ser una normal, posees realmente muchas cualidades. —Con un suspiro, tomó asiento junto a ella—, ¿Qué voy a hacer contigo?
Andie se sintió atenazada por el pánico y suplicó frenéticamente:
—Déjame ir, Stephen. Te juro que no diré nunca nada…
—Vamos, Andie, no soy tan ingenuo. Aun suponiendo que tus palabras fuesen sinceras, tarde o temprano te sentirías obligada a informar de lo que has descubierto. Por lo tanto, supongo que lo más lógico es asegurarme de que no estés en condiciones de hacer nada.
—¡No!
La mujer saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero Jeffers la persiguió con agilidad felina y logró agarrarla con fuerza por la muñeca en mitad de la escalera.
—¡Asesino! ¡Me has utilizado! —gritó.
—¿De veras pensabas que me interesabas como algo más que como un experimento sexual?
La voz de Jeffers estaba cargada de desdén.
Desesperada, Andie le clavó las uñas en el rostro.
El senador retrocedió al tiempo que ella le aplicaba un efectivo golpe que le permitió desasirse. Con una fuerza nacida del pánico, Andie subió la escalera; el impulso la llevó pasillo adelante hasta el dormitorio de Jeffers. Cerró la puerta, conectó el pestillo electrónico y echó una ojeada a la estancia buscando alguna pieza de mobiliario que le sirviera de barricada. Sin embargo, cuando apenas había empezado a arrastrar una pesada cómoda de roble hacia la puerta, oyó el chasquido de la cerradura y vio que la puerta se abría. Andie había olvidado las facultades telequinésicas de Jeffers. Unas manos invisibles la sujetaron y la empujaron hacia la puerta, donde la esperaba el mutante.
Con una risa áspera, él la agarró y la golpeó contra la pared, dejándola sin aliento. Los ojos dorados de Jeffers la taladraron, despojándola de su voluntad de resistirse.
—¿Eres telépata? —murmuró con un hilo de voz—. Pero ¿y la telequinesis?
—Poseo ambas facultades —respondió él—. ¿No te preguntaste cómo me las arreglé para salvar al chiquillo de la playa?
—Pensé que todos los mutantes erais sanadores latentes.
—¡Normales! —Jeffers soltó una risotada—. Nunca llegaréis a entendernos de verdad, ¿eh?
Andie, sin fuerzas, se dejó caer en sus brazos. Jeffers puso una mano a cada lado de su cabeza.
—¡Qué lastima! —murmuró—. La secretaria de prensa del senador Jeffers sufre una gravísima apoplejía justo antes de las elecciones. Mantenida artificialmente. Un verdadero vegetal. —De repente, su expresión cambió—. Quizá sería mejor la hipnosis —dijo—. Así, podría continuar utilizándote.
Andie, impotente, se vio atrapada en el brillo tenue de su mirada.
—Sabes que soy inocente —musitó Jeffers—. Sabes que Canay ha estado trabajando con mis enemigos para desacreditarme. Ha falsificado toda la información, y tú le has ayudado.
Su voz era sedosa, insinuante. Acercó una mano a la mejilla de la mujer y comenzó a acariciarla.
—Sí —prosiguió—, vosotros y vuestra red de saboteadores habéis estado trabajando contra mí desde el principio, probablemente aliados con Horner. Tú odias a los mutantes, y has trastocado la cabeza de jóvenes como Canay, que se aborrecen a sí mismos.
—¿Aborrecerse a sí mismos? —repitió ella, atontada—. ¿Quiénes?
Jeffers no le hizo caso.
—Esta noche llamarás a la televisión para hacer una declaración completa reconociendo tu culpabilidad.
—Mi culpabilidad.
Las palabras empezaban a repetirse en la cabeza de Andie. Quería protestar, replicar, pero notaba la lengua hinchada y torpe. Sus pensamientos eran confusos. Reconocer su culpabilidad… Sí, su culpabilidad… Cerró los ojos.
«NOVENTA Y NUEVE, NOVENTA Y OCHO, NOVENTA Y SIETE, NOVENTA Y SEIS…»
Un tumulto discordante llenó su cabeza: cientos de voces entonando un cántico de números. Ahora, la voz de Jeffers gritaba, tratando de imponerse al coro estridente sin conseguirlo.
«OCHENTA Y SEIS, OCHENTA Y CINCO…»
Jeffers dejó de agarrarla. Andie, sin embargo, siguió con los ojos cerrados.
«SESENTA Y DOS, SESENTA Y UNO…»
El coro se convirtió en un susurro y, finalmente, enmudeció.
Andie abrió los ojos.
Jeffers yacía en el suelo, inconsciente.
«¡Vaya, vaya! —se dijo—. De modo que ha funcionado. ¡La extravagante defensa mental de Skerry ha dado resultado!»
Se incorporó con cautela. La habitación daba vueltas a su alrededor. Dejó atrás a Jeffers y salió al pasillo tambaleándose, sin detenerse más que para recoger su pantalla de notas. A cada paso, su equilibrio mejoraba, y cuando llegó a la escalera ya corría de nuevo. Abrió la puerta principal, saltó por encima de un seto, cruzó chapoteando un estanque de poca profundidad del jardín posterior de la casa contigua, salvó otro obstáculo de arbustos y salió a una estrecha calleja.
No vio indicios de que la persiguiera nadie.
Continuó corriendo cinco minutos más, jadeante a cada zancada. Finalmente, con los pulmones ardiendo a causa del aire helado, aminoró el paso. Tardó unos momentos en localizar la tarjeta en el bolso, y algunos más en abrir la pantalla de notas. Las manos le temblaban mientras marcaba el código. Una mujer joven y agradable, de mejillas sonrosadas, apareció en imagen.
—FBI, División de Delitos Especiales.
Andie tomó aire.
—Con Rayma Esteron —dijo—. Y dése prisa. Es urgente.