Michael surcó las claras aguas de la piscina con los brazos pegados a los costados y las piernas inmóviles. Tras él se formó una leve estela plateada, y los demás nadadores lo observaron con envidia cuando pasó junto a ellos. No hizo caso. Uno de los efectos más agradables de la telequinesis era que le permitía a uno propulsarse por el agua sin esfuerzo. Naturalmente, aquella facultad le impedía tomar parte en las competiciones de natación. La llamada doctrina del Juego Limpio prohibía la participación de mutantes en los encuentros deportivos, pero eso le traía sin cuidado. A Michael le bastaba sentir la deliciosa caricia del agua en la piel. Aquel placer puramente sensual era recompensa suficiente. En realidad, no tenía el menor interés en poner en evidencia a los pobres normales que chapoteaban con brazos y piernas. Si querían mantener «puros» sus estúpidos deportes para cerrar los ojos a sus propias limitaciones, allá ellos.
Cambió de postura y se deslizó de espaldas hacia Kelly. Ésta era una buena nadadora, para ser normal. Michael admiró el abanico que formaba su largo cabello oscuro en el agua al avanzar. Admiró también el ajustado traje de baño azul, que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel.
—¿Tenemos tiempo para un largo más? —preguntó ella.
Michael consultó el reloj de la pared con un sentimiento de culpabilidad. Le había prometido a Jena que la recogería a las nueve en el aeropuerto, y ya eran las siete y media.
—Hum…, no. Tengo que volver a casa pronto para repasar unos contratos, pero podemos volver mañana.
—Está bien. De todos modos, mi empleo de temporada sólo es de media jornada.
La muchacha flotó hacia él, le pasó los brazos en torno al cuello y lo besó suavemente. El tacto de azogue de su piel resultaba tentador, pero Michael la apartó de sí.
—¿Sucede algo? —inquirió Kelly, ceñuda.
—No, pero me está entrando frío.
—Salgamos, pues. —La muchacha dio unas brazadas hacia la escalerilla, pero luego se volvió hacia él con una mirada maliciosa.
—¿Qué te parece si me das una ayudita?
Mediante la telequinesis, Michael la sacó del agua suavemente y la depositó en un banco de madera de haya. El vigilante de la piscina lanzó una mirada rencorosa al mutante.
«¡Qué diablos!», se dijo éste, y levitó también fuera del agua, aterrizando junto a Kelly con un ágil giro. Ella le aplaudió y le arrojó una toalla verde.
El vigilante volvió a mirarlos, ceñudo. Michael se encogió de hombros. No estaba quebrantando ninguna ley, aparte de ciertos anticuados dogmas de la física. Y los mutantes habían demostrado el error de los físicos, para asombro y regocijo de éstos.
—Nos vemos dentro de un cuarto de hora —dijo Kelly. Dio un azote a Michael con la toalla y se encaminó a las duchas para mujeres moviendo las caderas con descaro.
Michael contempló el vapor del agua caliente y se preguntó cómo había podido complicársele tanto la vida.
No le sorprendió demasiado comprobar que alguien había puesto un segundo candado en la puerta de su taquilla, para impedirle abrirla con su llave. ¿Cuándo aprenderían? Con un suspiro, concentró toda su energía telequinésica sobre el candado. Conforme aumentó el movimiento molecular en el interior del metal, éste empezó a despedir un resplandor rosado y a fundirse. El metal formó un charco en el suelo, brillando al enfriarse. Michel ralentizó las moléculas para acelerar el proceso. El bromista sólo encontraría un montoncito de escoria metálica como resultado de sus esfuerzos. El mutante llevaba años frustrando a los normales que probaban aquel tipo de jugarretas, tanto en el instituto como en la universidad.
Kelly le esperaba, vestida con un anorak amarillo brillante que refulgía bajo el crepúsculo de noviembre. Michael la rodeó con sus brazos y ella se apretó contra su cuerpo, insinuante, mientras se besaban. Michael sintió una punzada de culpabilidad mezclada con una llamarada de deseo. Tarde o temprano, Kelly iba a notar que estaba viendo a otra. Ya parecía sospechar algo. No quería arriesgarse a perderla, pero ¿cómo podía romper su relación con Jena y quedarse sin la magia de sus embriagadores encuentros? Michael se prometió que pondría fin a aquello. Algún día.
Los árboles alzaban sus formas esqueléticas contra un cielo de tonos púrpura cada vez más intensos. Aquél era el momento del día favorito del mutante. Deseó tomar a Kelly de la mano y desaparecer en el frío segundo plano, pero, en lugar de ello, montó en el deslizador y llevó a la muchacha a casa.
Andie respondió a la llamada al tercer zumbido y encontró en la pantalla el rostro de perro perdiguero de Bailey, cuya expresión de fatiga hacía aún más marcadas las arrugas de su rostro.
—Pelirroja, tengo algo sobre esa muchacha mutante.
—¿Melanie Ryton?
—La misma. No te pongas nerviosa, sólo cuento con una pequeña pista.
—¿Y bien?
—Se trata de una denuncia de robo de un deslizador que formuló hace dos meses un hombre de negocios de Maryland. —Bailey echó un vistazo a una hoja de papel que tenía sobre el escritorio—. Un tal Benjamin Cariddi afirma que Melanie Ryton le robó el vehículo.
—¿Citó explícitamente el nombre? ¿Cómo la conocía ese Cariddi?
—Aquí dice que era su novio. Se habían peleado.
—¿Su novio?
—Sí. Dice que la muchacha estaba empleada como bailarina exótica en el Cámara Estelar. —Bailey alzó la vista y añadió—: Yo no llevaría a ese antro ni a mi peor enemigo.
—Quizá sea ahí dónde el señor Cariddi encuentra a todas sus novias.
—En cualquier caso, el deslizador fue recuperado. Lo encontraron abandonado junto a una estación del suburbano, en Maryland.
—¿Y nuestra chica?
—Ni rastro.
—¿Puedes mandarme una copia de ese informe?
—Desde luego. ¿Algo más?
—Sí. Dime qué les cuento a sus padres.
La lanzadera llevaba media hora de retraso, y Michael deambuló por el aeropuerto. Vio a un reducido grupo de mutantes reunido en el bar y lo evitó. Lo último que deseaba en aquel momento era sentarse entre mutantes. En los últimos tiempos, su condición de tal era la causa de casi todos problemas.
Al dejar a Kelly ante su casa, se había despedido de ella rápidamente, aunque no tanto como para no haber advertido la expresión perpleja y disgustada de la muchacha. «En estos momentos —se dijo Michael—, debería estar con ella.»
La lanzadera aterrizó con una sacudida y rodó por la pista hasta la terminal. Momentos después, las puertas se abrieron y apareció Jena, avanzando por el pasillo hacia él, vestida con un ajustado traje pantalón azul opalescente. Michael observó que no era el único varón de la multitud que contemplaba con interés los movimientos de la mutante, y hubo de reconocer que Jena estaba estupenda.
—¡Michael! ¡Dios mío, cuánto te he echado en falta!
La muchacha le echó los brazos al cuello y lo besó.
Pese a su intención de resistirse, Michael la atrajo hacia sí, inflamado por las seductoras imágenes subliminales que ella le mandaba.
—Vamos —dijo finalmente, apartándola—. Busquemos algún sitio donde podamos estar a solas.
Andie tenía toda la tarde ocupada, pero sus planes de trabajo ya empezaban a torcerse.
Jacqui Renstrow, la periodista del Washington Post, llegaba con diez minutos de retraso. Tras ella, Andie tenía pendiente las visitas de Jason Edwards, de Network Media, y a Susan Johnson, la presentadora de la última edición de noticias. Los dos videorreporteros querían entrevistar a Jeffers sobre su propuesta para eliminar todas las restricciones deportivas que pesaban sobre los mutantes. Respecto a Renstrow, Dios sabía qué buscaba.
—Andie, me alegro de volver a verte. —Jacqui Renstrow ocupó un asiento del reservado, meciendo de un lado a otro su melena rubia y rizada—. Lamento llegar tarde. Barton tenía uno de sus días locuaces…
—Y nunca se sabe cuándo dejará escapar algo que te pueda dar el premio Pulitzer, ¿verdad? ¿Qué quieres tomar?
—Un escocés solo. Gracias.
Renstrow abrió su maletín y sacó una pantalla de notas. Andie alzó la mano en gesto de advertencia.
—Espera un momento, Jacqui. Me dijiste que querías hacer un trabajo de documentación básica. No tendré ningún comentario público sobre la petición de derogación de la doctrina del Juego Limpio hasta el viernes.
La periodista le dedicó una radiante sonrisa.
—Tranquila, Andie, sólo pretendo tomar unas notas. Ya sabes que estamos preparando un reportaje retrospectivo sobre los mutantes que ocupan cargos públicos. Naturalmente, nos concentramos en Jacobsen y Jeffers, y quisiera conseguir más datos sobre los antecedentes del senador.
Su tono de voz hizo sonar un timbre de alarma en la cabeza de Andie.
—¿Como cuáles?
—Quiero destacar a Jeffers como hombre de negocios, además de como figura pública —explicó Renstrow—. Quiero mostrar sus otras facetas. Por ejemplo, no tenía ni idea de que su gabinete de abogados fuera tan grande.
—Es un dato del dominio público —respondió Andie.
—Por supuesto. Y también posee una corporación multinacional, con todas sus compañías subsidiarias.
Andie se inclinó hacia delante y dijo a la periodista:
—No olvides que todos los intereses comerciales de Jeffers están siendo administrados por fideicomisarios mientras se halle en el ejercicio de su cargo en el Senado.
—No se puede permitir que los intereses privados interfieran en los asuntos públicos, ¿verdad? —comentó Renstrow con una sonrisa que sonó bastante falsa a Andie.
—Ésa es la idea.
—Sinceramente, Andie, tu jefe debe de ser un superhombre. No sé cómo lo ha logrado. Todas esas subsidiarías: Betajef, Corjef, Unijef… ¿De dónde ha sacado tiempo para dirigir negocios importantes, llevar su gabinete de abogados y presentar la candidatura al Senado?
—Hay personas especialmente capaces, supongo.
—Sobre todo si son mutantes.
—¿Es ése el enfoque del reportaje?
—No, no. Sólo estoy expresando mi admiración. Debe de ser un auténtico mago de las finanzas y de la administración.
—Es un hombre de negocios con éxito. Pero todo esto es también del dominio público. Y tampoco es un hecho excepcional entre los mutantes, que tienden a conseguir grandes triunfos en sus campos.
—¿Sobrecompensación?
—No soy quién para especular.
—¿Dónde desarrolló su olfato financiero?
—Bueno, su padre dirigió una empresa de importaciones y exportaciones muy próspera. Y supongo que realizó estudios de comercio en el primer ciclo universitario.
Renstrow frunció el entrecejo y repasó sus notas.
—No sé cómo pudo hacerlo, teniendo en cuenta que se graduó en Medicina.
—¿Medicina? —Andie intentó disimular su perplejidad.
—Sí. Con trabajos de ingeniería genética. Resulta un poco extraño que luego ingresara en la facultad de Derecho, en lugar de continuar en Medicina.
—A veces, la gente cambia de idea.
¿Qué se proponía aquella periodista? Andie estaba intrigada.
—Lo sé muy bien. Yo, sin ir más lejos, cambié tres veces de carrera. —Renstrow apuró su copa—. Bien, me gustaría obtener más información de cómo desarrolló sus habilidades financieras.
—Puede que, simplemente, posea un talento natural en ese campo.
Renstrow mostró una sonrisa que puso nerviosa a Andie.
—Tal vez tengas razón —murmuró—. Escucha, me doy cuenta de que esto es una papeleta para ti, pero necesito hablar con Jeffers sobre el tema. ¿Puedes conseguirme una entrevista con él, Andie?
Andie se echó hacia atrás en su asiento y fingió un bostezo.
—Perdona, pero he estado hablando con periodistas todo el día. No puedo prometerte nada de momento, Jacqui, pero puedes estar segura de que transmitiré tu solicitud al senador. ¿Hasta cuándo tienes de plazo?
—Hasta el lunes.
—Ya nos pondremos en contacto. —Andie echó una ojeada al reloj—. Escucha, llego tarde a una cita. Me alegro de haberte visto.
Recogió el abrigo, se incorporó de un salto y, diciendo adiós con la mano, desapareció por la puerta antes de que la sorprendida periodista pudiera decir nada más.
No había ningún taxi a la vista. ¡Maldición! Andie se abotonó el abrigo y decidió coger el metro. Eran las tres y aún quedaba un rato de luz natural.
Las indagaciones de Renstrow habían alarmado a Andie hasta la médula. ¿Qué se proponía la periodista con aquellos comentarios sobre la habilidad financiera de Jeffers? ¿Tal vez había descubierto algo en el presupuesto? Andie decidió hacer una rápida revisión de las cuentas de la oficina. Después, preguntaría a Jeffers por sus finanzas privadas. Dobló la esquina de una calle secundaria de casas lujosas, cuyos campos de seguridad iluminaban de verde las entradas, y atajó por una calleja de paredes de ladrillo hacia la estación del suburbano.