El viento de diciembre cubrió de nieve la cabaña azul de la playa, haciendo batir las contraventanas. En el interior, los calentadores espaciales estaban encendidos, y sus cristales conductivos rojos llenaban la estancia de un falso verano.
En los altavoces de las paredes sonaba el cántico del vínculo. Los apaciguadores tonos bajos retumbaban en la sala. Michael se recostó hacia atrás en su asiento, en torno a la gran mesa, disfrutando de los momentos de paz posteriores a la comunión. Vio que Jena le miraba desde el otro extremo de la mesa con expresión sombría, pero ni siquiera ella podía perturbar su calma. Le dirigió una sonrisa y apartó la vista.
Halden volvía a ocupar la silla de Guardián del Libro, tras una fácil reelección, y pidió la atención de los reunidos con su voz profunda y sonora.
—Para recapitular —anunció—, insistiré en la grave pérdida que hemos sufrido este año, una pérdida devastadora. Nuestra amada hermana, Eleanor, no puede ser reemplazada. No obstante, gracias a Stephen Jeffers podemos vivir con esperanza.
Todas las cabezas que había en torno a la mesa asintieron.
—La denuncia de la doctrina del Juego Limpio es un paso importante hacia la igualdad —continuó Halden—. El senador Jeffers no pierde el tiempo.
—Ya os dije que era la mejor opción —comentó Ren Miller, ufano.
—Hasta aquí las buenas noticias —prosiguió el Guardián del Libro—. Pero también las hay malas. La investigación del FBI sobre el asesinato de Jacobsen no ha llevado a ninguna parte. La encuesta oficial se cerró el primero de diciembre, llegando a la conclusión de que Tamlin actuó solo. Sin embargo, en nuestra investigación privada hemos encontrado indicios que nos llevan a sospechar que tuvo ayuda.
—¿Actuar solo? Será una broma… —murmuró Zenora ácidamente.
—¿Qué más ha descubierto nuestra investigación? —intervino James Ryton—. ¿Hemos dado con algo?
Halden asintió.
—Es indudable que Tamlin estaba perturbado; padecía un claro odio patológico por los mutantes. Pero es imposible que falsificara sus credenciales de prensa, así que alguien tuvo que facilitarle el acceso a Jacobsen.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Nosotros mismos intentamos hacer copias de esos documentos de identificación y fracasamos por completo, incluso con la ayuda de nuestros mejores dibujantes de hologramas. En todo Washington sólo existe un holotaller que fabrique los pases de prensa, y está bajo contrato directo del gobierno. Las credenciales de Tamlin se hicieron en ese taller.
—¿Y el FBI no es capaz de descubrir eso? —masculló Ren Miller.
—Quizá no le interese —respondió Halden.
—¿Estás diciendo que existe una conspiración para ocultar todo esto?
—Posiblemente.
—Yo creo que ha sido Horner —apuntó Tela con voz áspera.
—Eso es ridículo —replicó Ryton—. No tenemos la menor prueba de ello.
—¿Acaso no es un presunto sospechoso, con esa charlatanería fundamentalista de La Grey y todo lo demás? —insistió Tela con fogosidad—. ¿Y sus torpes intentos para reclutarnos? Fue él quien difundió esos rumores acerca de los supermutantes. Tal vez estuviera confabulado con un grupo de senadores que temía a Jacobsen, y decidió quitarla de en medio.
«Paranoica», pensó Michael.
—Ya hemos investigado a Horner —intervino Halden en tono preocupado—. Está limpio. Por supuesto, seguiremos las pesquisas.
—¿Qué hay de la investigación sobre los supermutantes? —inquirió Michael.
—El doctor Ribeiros ha desaparecido, junto con los documentos de su clínica. —El Guardián del Libro hizo una pausa—. No hay rastro de él en Brasil. Hemos alertado a otros grupos, sobre todo en el sudeste asiático. Suponemos que tarde o temprano aparecerá. Estaremos alerta.
El clan se revolvió inquieto por toda la sala. Halden levantó las manos.
—Si no hay más asuntos que tratar…
—Tío Halden, solicito el derecho a hablar —dijo Jena con voz ronca.
Michael la observó y se preguntó qué debía de llevarse la muchacha entre manos.
—Derecho concedido —afirmó Halden al cabo de un instante.
Jena se puso en pie. Llevaba un vestido muy ceñido de terciopelo sintético verde, y su rostro tenía una expresión curiosamente sombría. Todo el mundo estaba vuelto hacia ella.
—Exijo el derecho de compromiso matrimonial —declaró con firmeza.
Halden arqueó las cejas en una mueca de sorpresa.
—¿Compromiso? ¿Con quién?
—Con Michael Ryton —respondió Jena, señalándole desde el otro extremo de la mesa.
Unos jadeos de asombro, tanto audibles como mentales, llenaron la estancia. A Michael se le aceleró el corazón. ¿Qué diablos significaba aquello? Miró a sus padres y los encontró mirándole a él, boquiabiertos. Michael retiró la silla de la mesa y se incorporó.
—Me niego —declaró furioso, sin casi reconocer su propia voz.
Jena lo miró fijamente, con rabia.
—Insisto en mi exigencia.
—Difícilmente puedes hacerlo, cuando el solicitado no accede —dijo Halden.
—¿Que no accede? —Jena echó los hombros hacia atrás y adoptó una actitud desafiante, con los brazos en jarras—. ¡No puso tantos reparos a meterse en mi cama! Ni cuando plantó dentro de mí su semilla, que me ha hecho concebir un hijo suyo…
Las palabras cayeron sobre Michael como golpes físicos. ¿Jena embarazada de él? No podía ser. No, no y no.
—Demuéstralo —intervino Sue Li con una voz que sonó desnuda y a punto de quebrarse.
—Te invito a ti, o a quien designes, a que te unas conmigo —replicó la muchacha—. Verás que digo la verdad.
—¡La verdad, sí! —exclamó Sue Li.
La mujer se levantó rápidamente y se dirigió hacia Jena. Michael pensó que su madre iba a agredir a la muchacha, pero Zenora se interpuso en su avance.
—Detente, Sue Li —le dijo con voz serena—. Deja que sea yo quien me una a ella. Tú estás demasiado irritada.
Con gesto firme, Zenora envió a Sue Li de vuelta a su asiento. Michael se agarró a la mesa. Aquello era un mal sueño. Tenía que serlo.
Zenora tomó las manos de Jena entre las suyas. Michael sabía que la mente de la mujer estaba viajando por los conductos y los nervios del cuerpo de la muchacha. ¿Percibiría alguna aceleración en su seno? ¿Advertiría una nueva vida formándose en su bolsa uterina?
Zenora bajó las manos y se apartó de la joven, frotándose las sienes.
—Es cierto, lleva una vida en su interior. —Hizo una pausa—. Lo que aún no está demostrado es que esa vida haya sido engendrada por Michael.
El joven permaneció hundido en su asiento.
—Tengo las pruebas —afirmó Jena, alargando la mano hacia el maletín de pantalla portátil que descansaba junto a la silla. Sacó un disquete verde y lo sostuvo en alto—. Aquí están los resultados de las pruebas sanguíneas y cromosomáticas que me efectuaron hace una semana. Estos tests demuestran fehacientemente quién es el padre.
—Déjame ver eso —dijo James Ryton.
El hombre cogió el disquete y lo insertó en la pantalla portátil de Zenora. Halden se colocó junto a Ryton y observó atentamente el parpadeo azulado de la pantalla, que mostraba la información contenida en el disco.
—Hum… El feto parece ser hembra —anunció Halden—, y posee el cromosoma aberrante. —Indicó un punto de la pantalla y añadió—: La posición del centrómero es acrocéntrica. El estrechamiento es indiscutible.
—Eso sólo demuestra que el padre es mutante —dijo James Ryton con irritación.
—Demuestra algo más, James. Ya sabes que la situación del centrómero puede indicar la paternidad con tanta claridad como una prueba de sangre. —Halden se volvió hacia Zenora—. ¿Podemos acceder a los registros cromosomáticos de Michael a través de la red?
—Sí.
—Utiliza la pantalla de la sala.
Michael permaneció sentado, inmóvil, como un preso condenado que contemplara la construcción del cadalso en el que iban a colgarlo.
La espera se hizo interminable. Por fin, Zenora asintió sombríamente y apartó la vista de la pantalla.
—Se corresponden, Halden. Se aprecia paridad de los alelos dominantes, de posición y configuración del centrómero, y de tipo sanguíneo. —Zenora se volvió hacia Michael. Sus generosas facciones vacilaron mientras le dirigía una media sonrisa apesadumbrada—. Lo siento.
Todos los ruidos de la sala cesaron mientras el clan esperaba el pronunciamiento de Halden. El Guardián del Libro miró a Michael con extrañeza, como si fuera la primera vez que lo veía. Junto a él, James Ryton tenía la mirada perdida en el vacío y una expresión carente de cualquier emoción. A Sue Li le vibraba un músculo de la mejilla.
El silencio envolvió a los presentes hasta que, por fin, Halden se levantó.
—Se concede el compromiso —declaró, con un extraño mohín en los labios, casi como si las palabras tuvieran un regusto amargo—. La nueva vida debe ser protegida por el clan.
Michael se puso en pie.
¿Casarse con Jena? No. Tal cosa no entraba en absoluto en sus planes. Tenía toda la vida esperándole en casa, con Kelly. No podía casarse con Jena. Sin embargo, desafiar al clan significaba la expulsión. Y la vergüenza para sus padres. ¿Qué sería de ellos? ¿Qué sería de él?
Por otra parte, si no desafiaba al clan, ¿qué sería de Kelly y él?
—No me casaré con ella —declaró, casi sorprendido de oír sus propias palabras. En un acceso de rabia, apartó la silla de un puntapié, abandonó la estancia y salió al exterior nevado, haciendo caso omiso de las exclamaciones telepáticas del clan.
Escaparía a Canadá. Iría al encuentro de Skerry. No le atraparían nunca. Nunca. Como si en ello le fuera la vida, Michael corrió calle abajo escapando de la reunión, hasta perderse en la creciente oscuridad.
Perpleja, Sue Li vio desaparecer a su hijo por la puerta. Era incapaz de pensar, de sentir nada. Se volvió hacia Jena, quien también estaba mirando hacia la puerta como si esperara que Michael regresara en cualquier momento. Después, con cierta tristeza, bajó la vista al suelo.
—Bueno, supongo que ésta es la mejor solución —murmuró Zenora.
—¿Mejor? ¿Cómo sabes qué es lo mejor? Yo, desde luego, no —replicó Sue Li.
—Volverá, no os preocupéis —afirmó Tela.
—Quizá sería mejor para él no hacerlo —dijo Sue Li, alzando la voz.
Jena la observó, pálida. Sue Li se volvió en redondo hacia la muchacha.
—¡Has engañado a mi hijo! —exclamó—. Has obtenido el derecho de compromiso y quizá consigas hacérselo cumplir, si regresa, pero nunca olvidaré lo que has hecho ni te perdonaré.
Los ojos de Jena se llenaron de lágrimas.
Furiosa, Sue Li buscó a su esposo con la mirada.
James Ryton seguía contemplando la pantalla, donde repasaba nuevamente el contenido del disco. «Parece complacido —pensó Sue Li—. ¿Acaso no le preocupa Michael?»
—Declaro un aplazamiento hasta que conozcamos las verdaderas intenciones de Michael —dijo Halden.
—¡Pero eso puede llevar días! —protestó Tela—. Todos tenemos que volver a casa y al trabajo…
Halden se secó el sudor de la frente.
—Michael necesita tiempo para asimilar su nueva situación. Le concederé tres días para que tome una decisión definitiva. Transcurrido este plazo, si no vuelve, le declararemos proscrito y reanudaremos el consejo.
Liberada de la formalidad de la reunión, la mayoría del clan se quedó en la sala principal.
—No te preocupes, Sue Li, volverá —afirmó Tela—. Ven a mi cabaña y entonaremos unos cánticos.
—Tal vez más tarde, Tela.
Otro grupo más reducido rodeó a Jena.
—¡Qué maravilla! —dijo una de sus primas.
—¿Para cuándo lo esperas? —preguntó otra.
Cuando advirtieron que Sue Li las miraba, las componentes del grupito avanzaron hacia ella.
—Felicidades, Sue Li —dijo la prima Perel.
—Ahórrate las felicitaciones —replicó la madre de Michael, irritada. Después echó un nuevo vistazo a la estancia. Ren Miller estaba de pie cerca de ella—. Ren, ¿quieres ir a buscar a Michael? —le preguntó.
El joven de cabello castaño estuvo a punto de atragantarse con el bollo de soja que estaba comiendo.
—Hum… Sue Li, no te lo tomes a mal, pero no quiero verme envuelto en problemas familiares —dijo Miller, dando la espalda.
Con gesto de frustración, Sue Li regresó junto a Halden. El Guardián del Libro estaba sentado en una silla flotante de color azul desvaído, con los ojos cerrados.
—¿Halden?
El hombre abrió los ojos al instante.
—¿Cómo puedes quedarte ahí sentado? ¿No vas a intentar encontrar a Michael?
—¿De qué serviría eso? —Halden alzó las manos en gesto de impotencia—. ¿Te gustaría que le trajera a la fuerza, atado y espetado como un pavo? No, Sue Li. Lo que me pides está por completo fuera de lugar. Como Guardián del Libro, tengo que mantenerme neutral. Michael debe volver por propia voluntad, lo siento.
Halden reanudó sus meditaciones y Sue Li echó una ojeada a su alrededor. Ninguno de los presentes en la sala se atrevió a sostenerle la mirada.
—Bien —dijo entonces—. Si no hay nadie dispuesto a hacerlo, me encargaré yo.
Agarró un grueso mantón térmico rojo y dorado del perchero contiguo a la puerta y salió apresuradamente al exterior nevado.
Hacía dos semanas que habían sacado el cuerpo de Jacqui Renstrow de las aguas del Potomac. La controversia sobre la doctrina del Juego Limpio se estaba calentando. Bill Edwards, Katherine Crewall y todos los demás videorreporteros de primera línea estaban prácticamente acampados ante la puerta del despacho de Jeffers. Andie contaba los días que faltaban para las vacaciones, impaciente por escapar de las interminables llamadas telefónicas y las repetitivas preguntas. Cinco días a solas con Jeffers en Grecia… Estuvo a punto de abrazarse a sí misma, del placer que le producía pensarlo.
Un elegante deslizador gris se detuvo junto al bordillo. Al volante iba Ben Canay.
—¿Busca taxi, señorita?
Andie subió y cerró la portezuela con cuidado.
—Le agradecería mucho que me llevara al aeropuerto, Ben.
El hombre le dirigió una breve sonrisa, mientras el deslizador se incorporaba velozmente al carril rápido.
—Lo haré encantado, Andie. No me gustaba la idea de que tuviera que arrastrar las maletas por el suburbano, y, ya que Stephen va a reunirse con usted en Santorini para pasar juntos las Navidades, he pensado que lo menos que podía hacer era ofrecerme como chofer.
Canay estaba esforzándose tanto por resultar amable que Andie también intentó tratarle con menos aspereza.
—Bonito vehículo.
—Gracias —respondió él—. Acabo de reformar el interior.
—¿Todo esto es cuero? ¡Dios mío, vaya capricho!
Canay le dedicó una sonrisa, torciendo ligeramente la boca.
—Bueno, más bien ha sido una necesidad. Verá…, mi novia lo dejó destrozado.
—¿El deslizador? ¿Lo hace muy a menudo?
—No, sólo fue su regalo de despedida. Después de robarlo, claro. Afortunadamente, tengo seguro.
Canay soltó una áspera carcajada. Andie frunció el entrecejo. La vida privada de Canay parecía bastante desordenada.
Al llegar al semáforo próximo al aeropuerto, una mutante rubia de buena figura cruzó por delante del vehículo. Canay la siguió con la vista, suspirando.
—¡Estupenda! —exclamó entre dientes.
—¿Le gustan las mujeres mutantes? —comentó Andie—. A la mayoría de hombres no mutantes, no.
—Ya lo sé. Aunque, entre nosotros, creo que la mayoría de los hombres normales se preguntan cómo debe de ser una mutante en la cama.
Canay se volvió hacia Andie y le guiñó un ojo. La mujer apartó la mirada.
—No lo dudo… —murmuró.
—Bueno, yo me considero un experto —continuó Canay sin hacer caso de su frialdad—. Mi novia era mutante.
—¿De veras? —Andie volvió la cabeza para observarlo—. Pensaba que las mutantes no tenían reacciones tan histéricas.
—Estaba muy enfadada —dijo Canay, encogiéndose de hombros.
«La chica en cuestión debía de ser toda una joya», reflexionó Andie. En voz alta, comentó:
—Las parejas mixtas no son muy frecuentes.
—Excepto en este vehículo, ¿verdad? —replicó Canay—. En fin, sólo tuve suerte.
—Parece que la echa de menos.
—Sí —admitió él—. Supongo que podría decirse que sí.
Para alivio de Andie, apareció el aeropuerto, con las terminales de color naranja tachonadas de luces parpadeantes. Canay detuvo el deslizador a la entrada de Olympic Air, cerca de un mecamozo.
—¿Quiere que la ayude con el equipaje? —preguntó el hombre.
—No, gracias —contestó Andie, bajando del vehículo.
—Que se divierta con el jefe —dijo Canay—. Nos ocuparemos de todo hasta su regreso.
Se despidió con un gesto y se marchó. El mecamozo recogió las maletas, revisó el pasaje de Andie y le indicó que la lanzadera estaba embarcando. La joven se dirigió a la puerta, impaciente por disfrutar de unos días de sol. Los comentarios de Canay la tenían extrañamente obsesionada. ¿Y qué, si a Ben le gustaban las mujeres mutantes? Si era tan estúpido como para liarse con gente que le robaba y destrozaba sus pertenencias, era asunto suyo. ¿Por qué tenía ella que preocuparse por su estúpida novia y su estúpido coche? Haciendo caso omiso de su inquietud, corrió a tomar la lanzadera.