10

Las copias impresas de los informes del colector solar cubrían su escritorio formando un arco amarillo, pero James Ryton las observó con los ojos cegados por el miedo y el sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué se había marchado Melanie? Habían hecho todo lo posible por ella, ¿no era así? Mel era una chiquilla inocente que no conocía el mundo, y estaba en peligro. No quiso pensar en la clase de peligros que la acechaban. Melanie debía estar en casa, donde los demás se ocuparan de ella y la cuidaran.

El miedo le había hecho hablar de ella con aspereza a Halden; el miedo y aquellos condenados arrebatos mentales. Muy de mañana, Sue Li le había preparado una mezcla de hierbas sedantes y los ataques se habían reducido a leves ecos, gracias a todos los dioses. Cuando hizo la llamada a la policía, James notó que volvía a disponer de su autocontrol, como una armadura.

Le habían tratado con mucha corrección, naturalmente. La policía siempre era correcta. Un tanto altiva, pero educada.

—Mandaremos una orden de búsqueda de su hija —le había dicho el sargento Mallory—. Siempre sucede, después de la graduación. En un par de semanas, volverá.

Al terminar la comunicación, los policías debían de haber bromeado entre ellos respecto a que incluso los mutantes tenían problemas con sus hijos rebeldes. «¡Normales! —pensó Ryton—. ¿Para qué sirven?»

Sus dedos dejaron de tamborilear sobre la superficie de plastimadera gris del escritorio. Aunque normalmente no soportaba a la mayoría de no mutantes, había una entre ellos que se había mostrado comprensiva y colaboradora cuando había necesitado su ayuda. Y, además, la mujer estaba en el lugar preciso. Ryton volvió a la pantalla y solicitó el código de Andrea Greenberg.

Andie respondió al cuarto zumbido, mostrando una moderada sorpresa.

—¿Señor Ryton? ¿Recibió usted mi mensaje sobre la ley de Adjudicaciones de Base Marte?

James asintió rápidamente.

—Sí, y le agradezco su ayuda. Estamos muy satisfechos con la votación.

—Pensé que lo estarían. Y bien, ¿en qué puedo ayudarle hoy?

—Señora Greenberg, tengo un problema.

—¿Más normativas de la NASA?

—No. Es un asunto… personal.

Ryton hizo una pausa. Se sentía cohibido, y apenas le salía un hilillo de voz. ¿Cómo podía involucrar en sus problemas a una no mutante a quien apenas conocía?

—¿Sí?

Ryton creyó captar un tono de impaciencia en su voz. Estaba perdiendo el tiempo. Sin embargo, ¿qué podía perder? La desesperación le dio fuerzas.

—Se trata de mi hija. Se ha escapado. Al menos, creo que lo ha hecho. Ha dejado un mensaje diciendo que la esperaba un empleo en Washington.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho.

Andrea Greenberg frunció el entrecejo.

—Señor Ryton, legalmente, su hija es mayor de edad. Y tenía la impresión de que un mutante adulto es capaz de cuidar de sí mismo.

—Usted no conoce a mi hija —declaró Ryton—. Melanie ha pasado la vida muy protegida. Y es una nula.

—¿Una nula?

—Es disfuncional. Carece de facultades mutantes.

Andie le miró con una expresión de sorpresa en sus ojos verdes.

—Jamás había oído hablar de un mutante disfuncional.

—Es poco frecuente —reconoció Ryton—. Y no damos publicidad a esos casos.

—Empiezo a entender que esté preocupado.

Ryton se acercó más a la pantalla.

—Señora Greenberg, creo que mi hija se ha propuesto demostrarnos algo. O demostrárselo a sí misma. Y lo único que demostrará, me temo, será en cuántos problemas puede meterse ella sola. Mi esposa y yo estamos terriblemente preocupados.

—Estoy segura de ello, pero ¿no podría ser cierta la historia de Melanie? Quizá sea verdad que ha encontrado un empleo, en cuyo caso no habría motivos para inquietarse.

—Pero no nos ha dejado ninguna dirección. No sabemos cómo ponernos en contacto con ella. No sé qué hacer. Podrían haberla raptado. Asesinado. Ya he vivido eso antes.

Ryton se sentía como si estuviera encogido, desnudo y vulnerable ante Andrea Greenberg. Y, justo cuando empezaba a desesperar de conseguir su ayuda, la mujer dulcificó su expresión.

—Comprendo —dijo—. Escuche, ¿por qué no me permite exponerle el caso a alguien que conozco de la policía local? Tal vez averigüe algo. Aunque no le prometo nada, naturalmente.

—Señora Greenberg, le estoy muy agradecido.

A Ryton le temblaba la voz, y Andie pareció incómoda.

—Está bien, haré lo que pueda.

—Es la segunda vez que me ayuda. Espero que algún día pueda serle de utilidad. Gracias.

—Me pondré en contacto con usted si me entero de algo. Y no me dé las gracias, no se merecen.

Su imagen se desvaneció.

Ryton recogió los papeles amarillos esparcidos ante él, mientras pensaba que no podía condenar a todos los normales. Desde que había conocido a Andrea Greenberg, ya no podía.


A mediodía, el Cámara Estelar estaba a oscuras y olía a cerveza rancia y a humo de tabaco. Melanie escrutó la penumbra e intentó no mostrarse nerviosa mientras el propietario del bar la observaba con un destello de interés en sus vivos ojillos. Los prominentes incisivos del hombre le recordaron a Melanie los de unos conejillos de Indias que había visto una vez en clase de ciencias.

La única iluminación del local consistía en antiguas luces de neón verde y rosa que parpadeaban en las paredes, y las crioluces encendidas sobre la mecabanda del rincón. Cada vez que Melanie se movía, notaba un crujido bajo sus pies. La muchacha se apoyó en un taburete de la barra tratando de no tocar el cenicero, lleno hasta el borde, fijado al asiento.

—Date la vuelta, guapa —le dijo el hombre con voz ronca.

Melanie le vio dar una chupada al cigarrillo que sostenía despreocupadamente entre el pulgar y el índice, y arrojar luego la colilla al fregadero que había tras la barra.

La muchacha obedeció e hizo un rápido giro completo, terriblemente cohibida con sus pantalones ajustados.

—Más despacio.

Melanie dio otra vuelta sobre sí misma.

—Las piernas están bien. El culo, también. De acuerdo, ahora déjame ver las tetas.

—¿Qué?

—¡Vamos! —El hombre hizo un gesto de impaciencia—. El empleo es para una bailarina exótica, y las bailarinas exóticas han de tener buenas tetas. Y bien, ¿quieres el trabajo o no?

Lo que Melanie quería era echar a correr hacia la puerta, pero se dijo a sí misma que necesitaba el empleo. Tenía que quedarse y ponerse a prueba ante sí misma. Con dedos nerviosos, se desabrochó la blusa.

—El sujetador también.

La muchacha se lo quitó, agradeciendo la penumbra del local. El hombre la contempló durante lo que a ella le pareció una eternidad. Finalmente, asintió.

—Bonitas. Pequeñas, pero bonitas. Es curioso; no sé por qué, pero no pensaba que las tetas de una mutante tuvieran el mismo aspecto que las demás. Está bien, el empleo es tuyo. Ven a las seis y media para que otra de las chicas te enseñe el funcionamiento. Encontrarás tu ropa en la taquilla número cuatro, en el camerino del sótano. Eres responsable de tenerla limpia. Ganarás trescientos cincuenta créditos a la semana, más propinas.

Melanie salió del bar casi volando. ¡Tenía un empleo! Les demostraría a todos que podía valerse por sí misma. Volvió corriendo a la pequeña habitación que había alquilado cerca de la avenida J; quería tener tiempo suficiente para prepararse para la noche, y el cuarto de baño del pasillo solía estar ocupado a partir de las cinco.

Cuando regresó al Cámara Estelar, el bar ya estaba lleno de gente que bebía y fumaba. Las vibraciones de la mecabanda la acompañaron hasta el sótano. Su taquilla era un espacio minúsculo que parecía haber iniciado su existencia como bodega. El lugar estaba repleto de mujeres en diversos grados de desnudez. Melanie encontró la taquilla, la abrió y contempló con asombro su ropa de trabajo. Era un mínimo taparrabos de encaje rojo y un liguero que sujetaba unas medias negras en las que centelleaban unas flechitas púrpura crioluminosas.

—¿Qué estás mirando? ¿No habías visto nunca unas braguitas de bailarina? —preguntó una pelirroja situada a su lado. La muchacha tenía unos pechos grandes y bamboleantes, sobre los cuales aplicaba unas estrellas crioluminosas verdes mientras hablaba.

—¿Dónde está el resto de la ropa?

Durante un largo minuto, la única respuesta que oyó Melanie fue una risotada estridente.

—Eso es todo el uniforme, rica —comentó luego la pelirroja, aunque sin aspereza—. Tú debes ser la chica nueva. Dick me dijo que te enseñara las cosas. Vístete enseguida y no olvides ponerte las flechas púrpura. No, en las orejas, no, en los pechos. Así. Deja que te ayude.

La muchacha tomó el seno izquierdo de Melanie en una mano, cogió una flecha púrpura, la lamió y la fijó suavemente en el pezón. A continuación, hizo lo mismo en el otro pecho. En ambas ocasiones, sus manos acariciaron los pechos de Melanie un poco más de lo necesario. Melanie notó que sus pezones se endurecían bajo aquel contacto inhabitual.

—Eres una cosita muy dulce, ¿sabes? —murmuró la pelirroja en un ronroneo, al tiempo que rozaba los senos de Mel con los nudillos.

—No, por favor.

—Llámame Gwen.

La pelirroja ciñó a Melanie por la cintura y la atrajo hacia sí. Con un gesto relajado, deslizó la mano bajo la braguita de la mutante y exploró el territorio con suaves caricias y una expresión de amistosa curiosidad en sus grandes facciones. Parecía ajena al alboroto que las rodeaba. Las demás muchachas cerraron las taquillas, terminaron de ajustarse su reducida indumentaria y corrieron escaleras arriba.

Melanie intentó liberarse de aquella mano insistente. Apoyó la espalda en la fila de taquillas, pero Gwen la apretó contra sí entre profundos jadeos. Melanie se sintió mareada, como si fuera a asfixiarse entre los enormes pechos perfumados de Gwen, y empezó a jadear, con la respiración acelerada y poco profunda.

—Veo que vamos a ser muy buenas amigas —murmuró Gwen, relamiéndose—. Puedo enseñarte muchas cosas… —Sus activos dedos describían círculos cada vez más pequeños.

—Por favor —protestó Melanie con voz débil.

Aquellas perversas caricias… «¡Que se detenga!—pensó—. ¡Oh, Señor!», el contacto empezaba a gustarle. Como si tuvieran voluntad propia, sus piernas se abrieron para dejar que aquella mano amistosa ahondara más entre ellas. Gwen se llevó a la boca un pezón de Mel, con flecha incluida. Melanie emitió un gemido. Quería que se detuviera. No, que siguiera. Sí, que continuara sus lametones y caricias, y…

—¡Gwen! ¡Maldita sea! ¿No te he dicho que no te metas con las chicas nuevas? —rugió el dueño del bar desde el umbral del vestuario, con los brazos en jarras.

Gwen soltó el pecho de Melanie y retiró la mano.

—Lo siento, Dick.

La pelirroja parecía compungida. Luego su mirada buscó la de Melanie y le hizo un guiño.

—Ve arriba —ordenó el hombre—. Que la nueva se ponga a servir copas y que Terry le enseñe a colgarse la bandeja.

—Está bien.

Con una mezcla de alivio y consternación, Melanie vio desaparecer escalera arriba la ancha espalda de Gwen. Sacudió la cabeza para despejarse y se dijo que sólo había imaginado que gozaba con el acoso de Gwen. Con un escalofrío, se prometió mantenerse lejos de ella.

—Y tú —añadió entonces Dick, apuntándola con el cigarrillo—, sube también. ¡Y no me hagas perder el tiempo!

Melanie se sonrojó y se apresuró a subir a la planta principal tras los pasos del hombre.

Bajo la tutela de Terry, una mulata muy alta que lucía una braguita rosa y unas medias a juego, Melanie sirvió bebidas y estuches de hipodérmicas esterilizadas para el primer pase del espectáculo.

Cuando empezó el segundo pase, los clientes del Cámara Estelar estaban repartidos por la sala, oscura como una cueva, en diversos estados de intoxicación. Había acelerados y cabezas voladas, un colgado de brin con franjas anaranjadas tatuadas en la calva y hasta la mitad de la nariz, una pareja de andróginos con trajes de cuero azul, varios hombres de negocios de mediana edad con maletines de pantalla y poco pelo en la cabeza, y turistas vestidos con monos de viaje. Melanie no había visto nunca una fauna semejante.

La primera vez que un cliente le puso la mano en el trasero, dio tal respingo que casi volcó la bandeja de las bebidas. Terry la reprendió, irritada.

—No hagas eso. Así es como se consiguen las buenas propinas. Déjales que toquen; sólo asegúrate de que pagan por ello.

Melanie aprendió pronto a sonreír y a soportar las manos ásperas que trepaban por sus piernas mientras entregaba el cambio. Así, la propina era más abultada. Todo el mundo parecía querer tocarla. «Muy bien —decidió, haciendo de tripas corazón—, mientras paguen…»

Luego, Gwen salió a bailar con movimientos provocativos y exagerados, acompañada por el retumbar de tambores e instrumentos de viento de la mecabanda. La pelirroja abandonó el escenario con una sonrisa y la minúscula braguita rebosante de fichas de crédito. Terry realizó una inconexa danza del vientre, moviendo lentamente los brazos mientras la mecabanda gemía una melodía vagamente oriental. Cada canción incluía un extenso pasaje musical para permitir a los clientes introducir las fichas en la prenda de la bailarina. Al empezar la música, los clientes, bebidos y febriles, se arremolinaron en torno al escenario entre silbidos y aullidos.

—Tu turno —le dijo Terry mientras bajaba a toda prisa la escalera lateral del escenario.

—Pero si no sé qué hacer.

—Entonces, improvisa. Sube ahí y mueve las tetas delante de sus narices. Es lo único que les importa. Y asegúrate de acercarte lo suficiente para que puedan meterte las propinas.

Melanie subió los peldaños, aturdida. La mecabanda pidió al público que recibiera con un aplauso a «Venus, la erótica bailarina mutante», y arrancó con una melodía de ritmo ondulante. Mel se quedó paralizada bajo el humeante foco anaranjado, aterrada. Los clientes abuchearon y empezaron a golpear las mesas con vasos e hipodérmicas en un tamboreo irritado. La mecabanda inició de nuevo la melodía. Melanie continuó sin moverse. No podía. Miró hacia la barra, donde Dick la observaba con expresión de furia. Desde un lateral del escenario, Terry le susurró:

—¡Adelante, estúpida!

Melanie sacudió la cabeza en gesto de negativa y empezó a dirigirse hacia la escalera. No podía hacerlo. Quería cubrirse, echar a correr y huir de la voracidad que veía en los ojos de los hombres. Era la misma ansia que había visto en Gwen, allá abajo.

—¡Eh! ¿Qué es esto?

—¡Baila, vaca estúpida!

—¡Buuu! ¡Echadla de ahí!

Mel retrocedió, alejándose de las burlas de la gente. Entonces notó el pinchazo de una hipodérmica. Terry le había inoculado una dosis en la pierna. Se tambaleó y sintió que la cabeza le daba vueltas. El miedo escénico se disolvió al instante y desapareció, al tiempo que el calor del producto químico invadía su torrente sanguíneo.

Aquellos tipos querían espectáculo, ¿no? ¡Pues ella les daría espectáculo!

Aspiró profundamente y empezó a mover las caderas a imitación de las otras chicas. Los hombres congregados en primera fila dejaron de protestar y se sentaron. Melanie cerró los ojos e imaginó que estaba sola, bailando en la intimidad. Cuando empezó a bambolearse, el público mostró su aprobación a gritos.

—¡Muy bien, mutante!

—Vamos, cariño, ¡enséñanos esa golosina!

Una vez hubo cogido el ritmo de la música, Mel se sintió más atrevida y abrió los ojos, transformando la cadencia en un contoneo. Se deslizó así por una rampa hasta más allá de la primera fila de hombres. Todos le enseñaron sus fichas de créditos, pero ella retrocedió con aire provocativo.

Un individuo de pelo gris y profundas ojeras agitó una ficha de trescientos créditos delante de ella.

—Siempre he querido tocarle las tetas a una mutante —gritó.

Melanie movió la cabeza y se alejó bailando.

El hombre mostró otras dos fichas de trescientos créditos.

—Ven aquí, encanto.

Mel esperó a que mostrara mil doscientos créditos. Entonces, se acercó a él y se inclinó sin dejar de moverse. Las manos del hombre eran ásperas, y Mel hizo una mueca de desagrado, mientras la palpaba; pero, al cabo de un minuto, el tipo la soltó y metió las fichas bajo la tela.

A partir de ahí, la cosa fue fácil. Cada vez que veía agitarse una ficha en la mano de alguien, ralentizaba sus movimientos, insinuándose hasta que la cantidad aumentaba. Entonces, bailaba lo bastante cerca como para que el cliente pudiera sobarla y depositar la propina.

«Puja lo suficiente y tocarás a la bailarina mutante», pensó en su aturdimiento.

Un joven pálido de cabello moreno muy corto y anticuadas gafas de sol asomó medio cuerpo sobre el escenario, alargando la mano repetidas veces para introducir más fichas bajo el tanga. En cada ocasión, el contacto del hombre con sus piernas era brusco y doloroso. La quinta vez, se lo quitó de encima al tiempo que finalizaba la música. Aliviada, abandonó el escenario a toda prisa.

—No está mal. Cinco minutos de descanso; luego vuelve a ocuparte de las mesas —le dijo Terry—. Dick quiere que promocionemos las hipos de brin; tiene exceso de existencias.

Melanie asintió, agradecida, y fue a la barra entre la multitud.

—Brin, por favor —pidió al mecacamarero.

—¿Hipo? —preguntó la voz mecánica.

—Sí.

Sacó las fichas de la improvisada bolsa y las contó. Más de cinco mil créditos. En su vida había tenido tanto dinero. Volvió a guardar las fichas, cogió la hipodérmica y la sostuvo bajo las luces del bar, que se reflejaron en el líquido ámbar de la repleta jeringuilla desechable. Melanie cerró los ojos y se la clavó en el brazo. En unos segundos, el narcótico surtió efecto y corrió una suave cortina entre ella y el mundo.

—¿Señorita Venus?

—¿Sí?

Se volvió con cuidado, concentrada en mantener el equilibrio. Era el joven pálido de las gafas, el que la había agarrado de la pierna tantas veces.

—Me llamo Arnold —se presentó—. Arnold Tamlin. Siempre he querido conocer a una mutante.

—Pues ya la conoce.

Melanie le dedicó una sonrisa forzada. El individuo la miró con voracidad.

—He disfrutado mucho con su baile. Muchísimo.

Hablaba arrastrando las palabras, y Mel se preguntó cuánto alcohol habría tomado. Alcohol y algo más…

—Muchísimo, muchísimo…

—Gracias.

El joven siguió repitiéndose y luego se inclinó hacia ella. Mel se apartó, parándole los pies al borracho, que la miró ceñudo.

—Lo siento.

Arnold Tamlin continuó abalanzándose sobre ella. Después pareció doblarse por la cintura, con el rostro hacia abajo, y se deslizó lentamente hasta el suelo. No intentó levantarse de nuevo. Dick apareció, movió a Tamlin con la puntera del zapato y, al ver que no respondía, se inclinó sobre la barra.

—¡Apagabroncas!

Un recio mecavigilante gris de tenazas acolchadas salió de una abertura situada en un extremo del mostrador, agarró al joven inconsciente y lo arrastró hacia la puerta. Lo último que vio Melanie de Arnold Tamlin fueron las suelas grises de sus zapatos.

Dos horas más tarde, Dick le dijo que la jornada había terminado. Agradecida, dejó la bandeja de las bebidas y bajó al vestuario con varias de las chicas. Tenía los sentidos tan embotados de cansancio que apenas se dio cuenta de su presencia hasta que alguien se le acercó por detrás y le puso las manos en los pechos.

—¿Quieres que te ayude a quitarte esa ropa? —preguntó la voz de Gwen. Su aliento era cálido en la nuca de Melanie.

—¡No! ¡Déjame en paz!

Enfadada, se desasió. Ya había tenido suficientes manos extrañas tocando su cuerpo por aquella noche. Se vistió rápidamente y corrió escaleras arriba hasta salir del bar.

Veinte minutos y dos paradas de metro más tarde, estaba sentada entre el azul desvaído del cuarto de baño de la avenida J, viendo correr el agua en la oxidada bañera. El reloj marcaba las dos de la madrugada.

Se sumergió en el agua humeante, gozando del silencio de aquella hora. Tenía marcas en los muslos y junto a un pezón. Cinco mil créditos por seis contusiones. «De modo que esto es la independencia», pensó tristemente. Una lágrima le resbaló junto a la nariz y cayó al agua sin hacer el menor ruido.

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