—¿Así que Melanie está viva y se esconde en algún lugar próximo a Washington? —preguntó Kelly mientras se estrechaba contra Michael en el sofá verde del salón de los McLeod.
—Eso es lo que me han dicho.
—¿Por qué no vuelve a casa?
—O no quiere o tiene miedo de hacerlo. Quizás ambas cosas.
Michael escogió una manzana del frutero de cristal colocado en el centro de la mesa negra de caucho.
—¿Piensas anunciar lo que sabes en la próxima reunión del Consejo Mutante?
—Creo que no. —Michael dio un mordisco a la fruta madura y le ofreció el resto a Kelly—. Sólo conseguiría inquietar a mis padres.
—¿Cuándo es la reunión?
—El quince de diciembre.
—Ya falta poco. Apenas dos semanas y media.
—Y voy a estar saturado de trabajo hasta entonces. Horas extraordinarias cada noche. Si veo otro gráfico de fábricas de células solares, me va a dar un ataque mental. Ese trabajo del reflector solar está llevando más tiempo del que esperábamos.
—¿No es ése el contrato que negoció mi padre?
—Sí. No se lo digas —añadió Michael—, pero creo que podremos terminarlo a tiempo.
—Está bien.
Kelly rehuyó su mirada, inquieta.
—¿Sucede algo?
La muchacha movió la cabeza en un rápido y nervioso gesto de negativa; después, le miró titubeante.
—Ya te he contado lo de la academia —murmuró—. ¿Qué te parece?
—¿Quieres ir?
—Quiero hacer algo —respondió ella con un suspiro.
—¿Y te parece que eso es razón suficiente para convertirte en piloto?
—Mike, no quiero ser un ama de casa. Ni tampoco una simple operadora de ordenadores. Al menos, eso me abre algunas puertas.
El muchacho recorrió suavemente el perfil de la mandíbula de Kelly con la yema de los dedos.
—La idea de tenerte tan lejos no me gusta —murmuró.
—Denver está a quince minutos de vuelo en lanzadera. Podremos vernos cada vez que me den permiso. Y, de todos modos, con el trabajo que tienes últimamente no me echarás de menos durante la semana. Además, no voy a marcharme hasta junio.
La voz de Kelly tenía un tono suplicante que hizo sentirse incómodo a Michael.
—¿No puedes inscribirte en el programa acelerado? —preguntó.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Sólo pienso que deberías estudiar esa posibilidad. Eso nos abriría más opciones a nosotros.
Kelly le dirigió una sonrisa vacilante.
—Está bien. Me gusta oírte hablar de «nosotros».
—A mí también. —La abrazó con ternura y añadió—: Haré lo posible para verte antes de marcharme a la reunión del Consejo.
—¿Volveréis a tratar la muerte de Jacobsen?
—Probablemente.
—Ya parece tan lejana… —Kelly le apretó la mano.
—A mí, no. Ni a los demás mutantes. Pero, al menos, ahora tenemos a Jeffers.
—Sí, vi un vídeo del senador. Muy atractivo —añadió con una risilla.
—Lo tuyo es debilidad por los mutantes —replicó él. La besó delicadamente y notó los latidos del corazón de la muchacha contra su pecho. Con dedos hábiles, desabrochó la túnica y deslizó la mano hacia sus senos, acariciándolos con suavidad. Kelly emitió un suspiro de satisfacción. Michael rozó la nuca de la muchacha con la nariz, y siguió recorriendo su piel hasta cubrir con los labios los pezones erectos. Cuando los gemidos de Kelly empezaron a llenar la estancia, hizo una pausa—. ¿Cuándo has dicho que volverán tus padres?
—Dentro de dos horas, como mínimo.
La mirada de la muchacha era radiante.
—Vamos arriba.
Hicieron el amor con vehemencia, entre risas y juegos. Kelly llegó al orgasmo entre jadeos, moviéndose enérgicamente debajo del muchacho. Michael cerró los ojos al notar la ardiente proximidad de su propio clímax. De pronto, surgió en su mente la imagen de Jena, desnuda y provocativa. Reprimió la imagen furiosamente.
«Ésta es mi vida ahora, —se dijo— ésta. Sí, ésta es la vida que quiero.»
Su orgasmo, cuando al fin llegó, fue débil, remoto, insatisfactorio. Sin embargo, Kelly no pareció advertir su momentánea vacilación. Se enroscó contra él, satisfecha, y Michael la tuvo abrazada largo rato, hasta que su respiración uniforme le convenció de que se había quedado dormida. Entonces se deslizó de la cama, se vistió sin hacer ruido y la dejó a solas con sus sueños.
De vuelta a casa, condujo despacio. Aquella inesperada intrusión mental mientras le hacía el amor a Kelly le seguía inquietante. ¿Acaso Jena le había implantado en la mente aquella imagen para fastidiarle? ¿O era, más bien, que él la echaba de menos en la cama?
Una vez en casa, se sintió cansado hasta la médula. «Una semana más de trabajo extra», se dijo. Después llegaría la estación de los mutantes.
Se detuvo en la cocina y pidió un Red Jack en el teclado del mecabar. La tapa de éste se abrió con un siseo, y Michael engulló el brebaje, de penetrante aroma, a sorbos cortos y reconfortantes. Después de la reunión del Consejo Mutante, podría continuar con su vida. El pensamiento le elevó el ánimo y levantó la lata plateada en un brindis: «Por Kelly y por mí. Y por el futuro.»
Apuró la lata y la hizo levitar hasta el eliminador de basura.
Camino de su dormitorio, pasó ante el despacho de su padre. Una luz azul se filtraba, en el pasillo a oscuras, por una rendija entre la puerta y el marco. Michael se asomó al interior. James Ryton estaba conversando con alguien por la pantalla del escritorio, y Michael reconoció a su interlocutora: era Andrea Greenberg. Echó un vistazo al reloj. Era muy tarde. ¿Por qué llamaría Andie a aquellas horas? ¿Y por qué estaba hablando con su padre?
James Ryton hizo un comentario ininteligible, Andie asintió y la pantalla quedó a oscuras. Michael llamó suavemente a la puerta y su padre se volvió.
—Entra —le dijo—. ¿Llegas ahora?
Michael asintió.
—Es tarde —continuó Ryton—. No trabajes tantas horas, hijo, es malo para el cerebro. —Se frotó el mentón y añadió—: Acabo de tener una conversación muy extraña con Andrea Greenberg.
—No quiero meterme donde no me llaman.
—Seguro que a ella no le importará. Incluso creo que Andie habría preferido hablar contigo, pero como he sido yo quien ha atendido la llamada…
—¿Qué quería?
—Es muy extraño. Me ha pedido consejo sobre los matrimonios entre mutantes y no mutantes.
—¿Por qué a ti?
—Supongo que ha pensado que no podía recurrir a nadie más. —James Ryton movió la cabeza en gesto de negativa y prosiguió—: Cree que está enamorada de uno de los nuestros.
—¿Sí? ¿De quién?
—De Jeffers.
—¿Qué?
Michael miró a su padre, desconcertado.
—Yo me he quedado tan perplejo como tú.
Michael se sentó en el sillón afelpado de color crema, situado junto a la puerta.
—Puede que esa boda resultara beneficiosa.
—¿Para quién? —inquirió su padre—. Esperaba que dijeras eso, dadas tus inclinaciones románticas. Con franqueza, creo que sería desastrosa para él y para ella. Por eso he tratado de desanimarla.
—¿Por qué? Los matrimonios mixtos podrían funcionar.
Su padre suspiró.
—Sé que ésa es tu opinión, pero nunca he visto una pareja de mutante y no mutante que fuera realmente feliz. Siempre surgen problemas. Además, Jeffers no le ha hablado de boda.
—Ahora sí que estoy confundido.
—No eres el único. Espero que esa chica no se esté exponiendo tontamente a un desengaño amoroso.
—Pensaba que los normales no te gustaban, papá.
—La mayoría de ellos, en absoluto. Pero esa Andie es una persona como es debido. Me sabría mal que le rompieran el corazón, y Jeffers no puede arriesgarse a perder el favor de su electorado mutante casándose fuera del clan.
—Puede que resultara beneficiosa esa boda —insistió Michael con terquedad—. Podría acercarnos más a todos, y eso es lo que creo que necesitamos hacer.
Su padre le miró con una sonrisa pesarosa.
—Los jóvenes deben ser siempre optimistas —sentenció con voz calmada—. Por supuesto que resultaría estupendo, si funcionara como es debido. Pero no sería así.
Sue Li apareció en la puerta, bostezando, y se apoyó en el quicio envuelta en su quimono rojo.
—James, ¿con quién hablabas? —preguntó.
—Con Andie Greenberg.
Michael vio que su madre entrecerraba ligeramente los ojos en una reacción de suspicacia.
—¿Esa mujer que trabaja para el senador Jeffers? ¿Por qué ha vuelto a llamar, y tan tarde?
—Quería que la aconsejara.
—¿Sobre asuntos legislativos? ¿Por qué consultarte a ti?
—Era una consulta personal —explicó Ryton—, relacionada con un mutante.
—¿Personal?
Sue Li alargó la interrogación.
—Está enamorada de un mutante —intervino Michael.
Su madre arqueó las cejas con expresión de sorpresa.
—¿Es Skerry? —preguntó.
—No —contestó Ryton—. Lo mismo pensé yo. En cierto modo, habría tenido sentido. Pero no se trata de Skerry, sino de Jeffers.
—¿Jeffers? —Sue Li cerró los ojos—. Pobre chica.
Michael captó levemente el cántico de compostura telepático de su madre. Sue Li parpadeó con rapidez y dirigió una mirada apenada al muchacho.
—¡Ojalá estuviéramos preparados para los matrimonios mixtos! —exclamó con tristeza—. Tal vez un día lo estemos. Ven a la cama, James. Buenas noches, hijo.
Dio media vuelta y se marchó.
Ryton le dio unas palmaditas en el hombro a su hijo y siguió a su esposa pasillo adelante. Michael pensó de nuevo en Andie y en el senador Jeffers. Una extraña pareja, aunque tal vez no más que la suya. Cuantas más parejas mixtas hubiera, mejor. Apagó las luces poniendo la palma de la mano sobre el control y se encaminó a oscuras hacia su habitación.
Sentados uno al lado del otro, la mujer rubia y el hombre pelirrojo se miraban intensamente, asintiendo de vez en cuando. Vestidos con trajes marrones a juego, se mecían con suavidad en sus asientos, rozándose con los hombros. Cuando se pusieron en pie para dejar el suburbano, Andie comprobó sin sorpresa que tenían los ojos dorados. «No son más que dos mutantes telépatas comunicándose en público», se dijo, y salió tras ellos al andén.
Desde el encuentro de la Unión Mutante con el senador, Andie había apreciado día a día un incremento de las exhibiciones públicas de sus facultades por parte de los mutantes. En el metro, en la calle, en el banco, en el trabajo… Andie ya casi ni parpadeaba cuando un hombre de negocios de ojos dorados pasaba apresuradamente a su lado, seguido de un fajo de disquetes flotando en el aire. Otros no mutantes, en cambio, reaccionaban con menos tolerancia, intercambiando murmullos con sus acompañantes y lanzando miradas de furia al mutante. Plantó los pies con firmeza en la acera rodante que fluía hacia el edificio anejo al Capitolio y sopesó sus sentimientos por Jeffers. ¿Le amaba? El recuerdo de sus horas de amor la dejaba lánguida, indecisa y anhelante. Sin embargo, ¿qué podía esperar de aquella relación? La conversación con James Ryton no le había dado muchas esperanzas.
Andie saltó de la acera móvil y se coló en el repleto ascensor un segundo antes de que las puertas se cerraran con un resoplido. Vio a Karim al fondo y llamó su atención agitando la mano. El hombre se abrió paso hasta ella.
—¿Te has enterado de lo de Jacqui Renstrow?
—No. ¿De qué se trata?
—Han encontrado su cuerpo en el Potomac.
—¿Qué?
A Andie se le hizo un nudo en el estómago. Karim se encogió de hombros.
—Lo que oyes. Creo que estaba investigando el sindicato del póquer de Pai Gow, en Club Luna. Sayonara, como dicen a las periodistas fisgonas en el mar de la Tranquilidad. —Con gesto alarmado, Karim asió por el hombro a Andie—. Eh, ¿te encuentras bien? Pareces a punto de desmayarte.
La mujer le apartó.
—¿Estás seguro de que ha muerto? —preguntó.
Karim asintió.
—Pero si yo la vi la semana pasada. No me lo puedo creer.
El ascensor se detuvo en su planta y Andie salió al rellano empujada por Karim.
—No pensaba que te afectase tanto —comentó—. ¿Erais buenas amigas?
—No, pero había trabajado con ella en diversos reportajes. Era brillante. Iba hacia arriba.
—Pues ya no subirá más. —Los labios de Karim eran una fina línea sombría—. ¿Seguro que te encuentras bien?
Andie se apartó el cabello de la cara.
—Sí, estoy bien, sólo un poco conmocionada. —Le apretó la mano a Karim y añadió—: Tengo que irme.
—Está bien, ya nos veremos —respondió él, siguiéndola con la mirada por el pasillo.
Andie llegaba temprano. Era la primera que entraba en la oficina. Se dejó caer en su silla. Aún tenía vivo en la memoria su último encuentro con Jacqui Renstrow. Señor, aquella reportera había sido un verdadero incordio. Y una buena profesional. Pese a su irritante insistencia, le había caído bien.
Una mujer joven de rostro fino, vestida con un traje azul marino, asomó por la puerta.
—¿Señorita Greenberg? ¿Está el senador Jeffers?
—Todavía no. ¿Puedo ayudarla?
La mujer, de cabello castaño, avanzó con timidez, sosteniendo una pantalla de notas.
—Soy Nora Rodgers. Contaduría General, sección R. Hemos estado revisando la auditoría sobre las finanzas de su despacho desde la muerte de la senadora Jacobsen.
—¿Y?
—Bueno, querría hacerle algunas preguntas al senador Jeffers. Sus notas de gastos de este trimestre son elevadas. Muy elevadas.
—¿Puedo repasar el estado de cuentas?
—En realidad, no debería…
—Estoy segura de que al senador Jeffers no le importará.
Andie alargó la mano y cogió la pantalla con una sonrisa, que se desvaneció al repasar las anotaciones de la auditoría. Las cifras eran astronómicas. Casi cuadruplicaban lo que Jacobsen había gastado en el mismo período del año precedente.
—Imposible —balbució Andie—. Hace tiempo que no me ocupo de los libros de contabilidad, pero el senador me ha dicho que todo estaba en orden. Tal vez nos hayamos excedido un poco, lo reconozco, pero esto es imposible. Debe de haber algún error.
—Lo he comprobado todo tres veces.
—Pues vuélvalo a comprobar, antes de hacerle perder el tiempo al senador —replicó Andie acaloradamente, y le devolvió la pantalla a la auditora con un gesto enérgico.
—Intentaré ponerme en contacto con el senador más tarde —anunció Nora Rodgers, y dio media vuelta encaminándose a la puerta.
Andie la vio desaparecer con alivio. Aquellas cifras tenían que estar equivocadas. Tenían que estarlo.
«La mañana empieza mal», se dijo. Primero, lo de Renstrow; después, aquello.
Jeffers entró a toda prisa.
—Stephen, tenemos que hablar.
El senador hizo una reverencia con gesto burlón.
—¿En tu despacho o en el mío?
Andie entró en el despacho privado de Jeffers, y éste la siguió a un paso de distancia.
—¿Qué sucede?
—Jacqui Renstrow ha muerto.
—¿La periodista del Post? —Jeffers dejó el maletín de pantalla sobre el escritorio—. ¡Dios mío! ¿Cuándo?
—No lo sé. Han encontrado su cuerpo en el Potomac.
Jeffers bajó la vista al suelo, con los labios apretados en una mueca sombría. Finalmente, miró hacia Andie.
—Mandémosle una nota de condolencia a la familia.
—De acuerdo.
—¿Eso era todo?
Ahora le tocó a Andie el turno de mirar al suelo.
—No. Ha estado aquí una auditora de la Contaduría General.
—¿Una auditora?
Andie lo miró abiertamente, con las manos en las caderas.
—Stephen, las cifras del primer trimestre son aterradoras. No es posible que estemos gastando tantísimos créditos. Según sus cuentas, ya nos hemos comido dos tercios del presupuesto para todo el año fiscal.
La expresión de Jeffers se volvió explosiva.
—¡Eso es ridículo! —exclamó—. ¡Están equivocados!
—Creo que me aseguraste que habías comprobado todas las cifras de gastos.
—Lo hice. Y son correctas.
—Quizá fuera conveniente que llamases a los auditores —apuntó ella.
—Deja de preocuparte por este asunto, Andie. —El tono de voz de Jeffers era áspero—. Te dije que estas cosas ya no te incumben.
—Pero…
—Nada de peros. —El senador se puso en pie y señaló la puerta. En tono terminante, añadió—: Será mejor que te ocupes de tus nuevas obligaciones, para variar.
Andie se incorporó, furiosa.
—Está bien, discúlpame por preocuparme.
Dio media vuelta para marcharse.
—¿Andie?
Su tono de voz era ahora más suave, casi acariciador. Ella se volvió y le miró a los ojos.
—¿Qué quieres?
—Lo siento —murmuró Jeffers con una cálida sonrisa—. Estás haciendo un gran trabajo, no te sobrecargues con esto. Yo me encargaré del asunto de Contaduría.
Andie se fue tranquilizando. «Muy bien —se dijo—. Que se encargue él del presupuesto, si tanto interés tiene.»
—Disculpa aceptada.
Jeffers se inclinó hacia delante.
—Creo que los dos necesitamos realmente esas vacaciones.
—Necesitarlas es decir poco.
Andie sonrió.
—¿Quieres decirle a Ben que pase, cuando salgas?
—Desde luego. Si es que ha llegado…
—¿Andie?
Ella hizo una pausa en el umbral del despacho.
—¿Sí?
—Dos semanas para Santorini, y sigue la cuenta atrás —dijo él, con un guiño.