El uno de septiembre, el gobernador de Oregon, Timón Akins, nombró a Stephen Jeffers para ocupar el puesto de Eleanor Jacobsen en el Senado durante el resto de la legislatura. Andie se enteró de la noticia durante el almuerzo, cuando la pantalla de la cafetería del Senado mostró una entrevista con el atractivo nuevo senador. Apartó el plato de tofu al curry; había perdido el apetito.
De modo que Halden había sido convincente, como había asegurado Michael. Y ahora, ¿qué sería de ella?
—¿No comes? —preguntó Karim con fingida desaprobación—. ¿Qué sucede?
—Nada —mintió Andie—. Pensaba en el informe sobre Brasil. Supongo que ahora tu jefe lo hará público.
—Probablemente, Craddick sea más indicado para ello que Horner. Ya sabes que le sugerí que debería presentarlo contigo, ahora que Jacobsen ha muerto.
—Sí, y él puso reparos. No le culpo. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo? La antigua ayudante de una difunta senadora.
—¿Que vas a hacer ahora?
—Limpiar mi escritorio y largarme de vacaciones. —La mujer retiró la silla y se puso de pie—. Creo que empezaré enseguida. Nos veremos por la noche.
Los ascensores la condujeron en un suspiro al piso quince. El aire acondicionado le puso la piel de gallina. Tiritando, abrió la puerta del despacho con un zumbido.
No había tenido noticia de los mutantes desde su visita a Denver, aunque de eso sólo hacía una semana. En cualquier caso, ya habían conseguido colocar donde querían a su siguiente senador. Muy bien, si la necesitaban, ya la llamarían.
Jeffers tenía previsto presentarse en el despacho al día siguiente. ¡Cómo disfrutaría la prensa con el sucesor de Jacobsen, su aspecto de estrella del espectáculo y sus trajes italianos de seda!
Andie no esperaba conservar su trabajo, pero estaba dispuesta a ofrecer sus servicios como enlace para el cambio de personal. Luego, tal vez se tomara un par de semanas de descanso en Cancun, Mendocino o Club Luna. Después de eso…, en fin, tenía por delante el resto de su vida.
El zumbador de la puerta sonó, y oyó a Caryl conversar con alguien. La puerta del despacho se abrió y entró un hombre de tupido cabello castaño, piel bronceada y ojos dorados.
—Señora Greenberg… Me alegro de volver a verla.
Andie se puso en pie de un salto.
—Senador Jeffers… No le esperábamos hasta mañana…
Jeffers sonrió. Tenía una dentadura espléndida.
—Lamento el trastorno, pero quería conocer en seguida al personal y temía que organizaran alguna especie de ceremonia rígida e incómoda.
Andie le devolvió la sonrisa. Desde luego, parecía mucho menos formal que Jacobsen. Estrechó la mano que le tendía y notó la calidez del apretón.
—Sé que era usted imprescindible para la senadora Jacobsen y me temo que necesitaré mucho apoyo al principio. Se quedará usted conmigo, ¿verdad?
—¿Eh…? Claro…
Andie se preguntó por qué estaba aceptando, pero aquel hombre era tan encantador… Y, al fin y al cabo, ocupar el cargo de una senadora asesinada era una tarea enorme. Claro que le ayudaría a salir adelante. Podía retrasar por un tiempo las vacaciones.
—¡Estupendo! Estoy seguro de que tendrá muchas cosas que hacer ahora, pero me gustaría hablar con usted, empezar a conocernos un poco. Vamos a trabajar juntos, en estrecho contacto —insistió, dedicándole otra radiante sonrisa—. ¿Tiene algún compromiso para esta noche?
Andie pensó en Karim. Le había prometido encargarse de la cena, pero él lo comprendería. Aquélla era la oportunidad de establecer las bases de su futura relación con el nuevo jefe. Jacobsen no la había invitado nunca a cenar.
—Nada que no pueda aplazar —respondió.
—Si no le causa trastornos, le enviaré un deslizador a las siete. —Su reloj de pulsera emitió un pitido, y Jeffers le echó un vistazo, frunciendo el entrecejo—. Hum, tengo que darme prisa, voy a reunirme con un grupo de colegas. Nos veremos esta noche, Andie.
Sonrió una vez más, sin tanto voltaje en esta ocasión, y se marchó sin darle ocasión de confirmar la cita. ¿Había sido su imaginación, o el senador había acompañado la sonrisa con un guiño?
Caryl entró en el despacho, se apartó un mechón de rubios cabellos y se apoyó en el quicio de la puerta.
—No está mal, si me permite el atrevimiento.
—Vaya contraste con Jacobsen —asintió Andie.
—Bueno, las mujeres que ocupan cargos públicos tienen que ser más formales. No se pueden relajar.
—Supongo que no.
—Me encantan sus hoyuelos.
—¡Caryl, no debes hacer comentarios de este tipo sobre el jefe!
—Tal vez no, pero ¿a qué viene que, de pronto, la encuentre acicalándose ante el espejo?
Andie cerró la polvera apresuradamente.
—Me parece que oigo una llamada en tu pantalla.
—Que se divierta en la cena. —Caryl dio la vuelta y se alejó.
Las minúsculas luces de las hornacinas de la galería bañaban el techo lacado con cálidos tonos ámbar y rosa. Velas redondas parpadeaban sobre delicados platillos en las mesas cubiertas con manteles de tela. Andie dio gracias por haber guardado, previsoramente, una blusa de seda rosa y unos zapatos de piel en el armario del despacho. Estaba en uno de los mejores restaurantes de Washington. Una carta sin soja…, ¡sorprendente! Casi se quedó boquiabierta al ver la lista de carnes y de mariscos exóticos, algunos de los cuales había creído imposibles de conseguir.
—¿Qué me recomienda, senador Jeffers?
—Llámeme Stephen, por favor. Así no me sentiré incómodo.
Sonrió. Sus ojos dorados eran francos, amistosos. Andie le devolvió la sonrisa.
—Está bien, Stephen, pero no ha contestado a mi pregunta.
—Bien, si quiere mi opinión, yo escogería ostras a la pimienta y, después, conchas rellenas de oreja marina, pero sólo si es una entusiasta del marisco. Si no, el solomillo blanqueado es soberbio.
—El marisco, entonces. Y las ostras.
Andie admiró la facilidad de trato que tenía el senador con los camareros, la elegancia de sus movimientos. Jeffers resultaba inesperadamente encantador, con un toque exótico. Los ojos dorados sólo acentuaban su atractivo. La mujer se sintió sorprendida y un poco avergonzada al descubrirse tan atraída por su nuevo jefe.
—Estoy encantado de que se quede conmigo —dijo éste—. Temía que ya estuviera harta de Washington, después de la tragedia, y prefiriese ir a trabajar a otra ciudad, en algún bufete de abogados privado.
Andie asintió, haciendo caso omiso de la vocecilla interior que le preguntaba cuándo había accedido a quedarse permanentemente.
—Entre mis prioridades está seguir desarrollando la obra de mi predecesora. Me gustaría hacer lo posible para ser una especie de recuerdo vivo de Eleanor, ¿entiende a qué me refiero?
Jeffers hablaba en voz baja, en tono confidencial.
—Creo que es una idea bellísima, sen…, Stephen.
—Tal vez no estuviera siempre de acuerdo con su orden de prioridades, pero sentía un gran respeto hacia ella. Siempre lo sentiré. Voy a empezar estableciendo una beca que lleve su nombre. También he pensado en patrocinar un premio, el Premio Jacobsen, para honrar a quienes se dediquen a mejorar y potenciar la colaboración entre mutantes y no mutantes. El abismo que nos separa es ridículo.
Andie tomó un sorbo de vino, un rosado suave cuyo agradable sabor permaneció en su lengua. El senador estaba haciendo las habituales promesas. Estupendo, siempre que las llevara a la práctica.
—Parece una buena idea —respondió con cautela—. Le daría crédito ante los votantes y, además, honraría a su predecesora.
—Eso es precisamente lo que pensaba.
—¿Qué hay del informe de Brasil? —inquirió Andie, observándole atentamente. Jeffers le dirigió una mueca de curiosidad.
—¿El informe de Brasil? Me temo que no tengo demasiada información al respecto.
—La investigación no oficial sobre experimentos genéticos en Brasil —explicó ella.
—Tendrá que ponerme al corriente, Andie. Pero puede estar segura de que me gustaría tomar parte en la presentación del informe, en representación de Eleanor.
«Muy bien», se dijo Andie. Luego, en voz alta, añadió:
—¿Tiene intención de seguir la investigación sobre el asesinato de la senadora?
Jeffers frunció el entrecejo.
—Desde luego. Voy a seguirla muy de cerca, puede estar segura. Es preciso que descubramos los motivos que llevaron al atentado, quién contrató al asesino, ese tal Tamlin, y por qué. Me aseguraré de que todo el mundo se dé cuenta de que la temporada de caza de mutantes ha terminado. —De pronto, su voz había adoptado un tono acerado y Andie se estremeció. La mirada de Jeffers parecía perdida en el vacío. Después, el senador se volvió hacia ella con la vista más enfocada y sonrió—. Demasiado tétrico, ¿no? Lo siento, Andie. Por un momento, se me ha ido la cabeza en un mal recuerdo. Olvídelo. Tenemos mucho que hacer y estoy ansioso por empezar. —Alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de ella. Andie observó que llevaba las uñas impecables, perfectamente limadas—. Sé que juntos llevaremos a cabo un gran trabajo. Haremos que Eleanor se enorgullezca de nosotros.
—Desde luego —asintió Andie.
Aquel hombre era el mejor político que había conocido, o era completamente sincero. Y, al ver que no le soltaba la mano, empezó a pensar que su jefe estaba haciendo algo más que intentar forjar un vínculo con una empleada valiosa.
Pero lo que más le preocupó no fue la actitud seductora de Jeffers, sino el hecho de que no estaba segura de que le desagradase.
Melanie se estiró sensualmente en la cama y rodó sobre sí misma buscando el calor de Ben. Cuando alcanzó el otro lado de la cama, se dio cuenta de que no estaba. El reloj de pared marcaba las cinco. La habitación estaba todavía a oscuras. ¿Dónde se había metido?
Con un bostezo, se dirigió desnuda al baño y tomó un sorbo de agua. Encendió la luz y se miró al espejo. Bajo la cálida luz rosa, se dijo que parecía cambiada: más mundana, más mujer. Llevaba ya dos meses con Ben, y se sentía estable y feliz. Cada noche, él parecía tener algo nuevo que enseñarle en la cama. Y a ella le encantaba complacerle.
Al principio le había preocupado la posibilidad de un embarazo, pero, después de visitar a aquel ginecólogo tan especial, Ben le había asegurado que no tenía de qué preocuparse. El doctor le había colocado un bloqueador de óvulos con dos años de eficacia. Melanie no había oído hablar nunca de aquel método, pero si Ben decía que era seguro, tenía que serlo. Seguramente, aquélla había sido la causa de que la visita durara tanto. Le había parecido que el doctor pensaba pasarse un año entero examinándola, mientras se le helaban los pies en aquellos malditos estribos.
Salió al pasillo y vio luz bajo la puerta del cuarto de trabajo de Ben. ¿Eran voces eso que oía? ¿Gente conversando?
—¿Ben? —Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta—. ¿Ben? Sé que estás ahí. ¿Qué haces?
La puerta corredera se abrió y Ben la agarró por los hombros, con la cara roja de ira.
—¡Estás interrumpiendo una llamada de negocios! —le gritó—. ¡Vuelve a la cama! —añadió, empujándola hacia el dormitorio.
—¡Ben! ¿Sucede algo malo?
—¡Estoy trabajando, maldita sea! Vamos, lárgate de aquí.
Ben cerró la puerta. Mel, con lágrimas en los ojos, volvió apresuradamente a la cama. ¿Qué había hecho? Permaneció acostada, sollozando, y le pareció que transcurrían horas hasta que percibió la presencia de Ben junto a ella, acariciándola suavemente en la penumbra previa al amanecer.
—¿Mel? Lo siento. Me has sorprendido en mitad de una negociación muy delicada.
—¿A las cinco de la madrugada?
—Con el extranjero. Prométeme que no volverás a acercarte por mi despacho.
La muchacha rodó sobre el lecho y le miró a la cara.
—¿Es que alguna vez me meto en tus negocios?
—No.
—Sólo te he echado de menos y me he preguntado dónde estarías.
—Lamento haberme puesto tan furioso.
Ben le pasó el brazo por la cintura, y Melanie notó que los dedos empezaban a ejercer su magia sobre ella.
Dos días después, la muchacha volvió temprano del trabajo y oyó voces al fondo del piso.
—¿Ben?
No hubo respuesta.
Avanzó con cautela hacia el despacho. La puerta estaba abierta. Ben hablaba por la pantalla con alguien cuya voz no reconoció.
—No te dejes trastornar por ella —decía la voz, de varón.
—No te preocupes. Además, tú eres quien saca todo el provecho.
—Bueno, yo no diría todo…
Los dos hombres soltaron una risotada.
—¿Qué tal es?
—Inexperta —respondió Ben—, pero ardiente. Y dispuesta. Después de que se me metiera en la cama, ¿cómo iba a decirle que no?
Melanie empezó a temblar. ¿Cómo podía hablar de ella en aquel tono despreocupado y sarcástico?
—Cuéntame cómo la conociste.
—Fue un golpe de suerte —explicó Ben—. Casualmente, estaba en ese bar. ¿Te creerás que Tamlin estaba tratando de estrangularla?
—Ese estúpido lunático… Me asombra que consiguiera acertar en el blanco, te lo aseguro.
—Sí. Y luego lo echó todo a perder.
Tamlin… Arnold Tamlin era el nombre que había matado a Eleanor Jacobsen.
—Bueno, no te preocupes más por él —dijo la extraña voz—. ¿Cuánto falta para que tengamos a la chica?
—Bueno, digamos que no me gusta la idea de quedarme sin ella, ahora que la tengo entrenada —respondió Ben.
Otra risotada.
«No —pensó Melanie—. No, no, no…»
—No seas codicioso, Ben, ya tendrás tu recompensa. Tal vez incluso te dejemos recuperarla cuando hayamos acabado, pero de momento hay un médico en Brasil que tiene muchas ganas de conocerla.
—Pensaba que el suministro de óvulos los mantendría ocupados durante un año.
—Quieren más. ¿Estás seguro de que nadie le ha seguido la pista?
—Seguro. Lo comprobé tan pronto como la tuve aquí.
—Estupendo. Bien, empieza a prepararla. La queremos aquí dentro de una semana.
—Muy bien. Le diré que nos vamos de vacaciones.
Mel retrocedió tambaleándose, desconcertada. Le costaba aceptar lo que acababa de oír. Escapar. Tenía que escapar de Ben. ¿Qué se proponía hacer con ella? ¿Brasil? ¿Óvulo? Sintió náuseas. Sin saber de dónde, sacó fuerzas para abrir la puerta del piso y echar a correr por la moqueta gris del pasillo.
—¿Mel? ¿Eres tú, Mel? —La voz de Ben le llegó débilmente. La puerta del ascensor se cerró con un susurro. Jadeando, la muchacha pulsó el botón del aparcamiento de los deslizadores.
Eso era. Cogería uno de los vehículos y volvería a casa. Correría a los brazos de sus padres. Tenía que contarles lo que acababa de oír.
No. Iría a la policía. Sí; eso es lo que haría.
La puerta del ascensor se abrió y Mel echó a correr hacia el deslizador. Cuando alargó la mano para abrir la portezuela, otra mano la asió por la muñeca.
—¿Adonde crees que vas?
—¡Ben! —exclamó sobresaltada—. Yo… pensaba ir de compras.
—¿Sin decírmelo? ¿Por qué estás tan pálida? —Ben se acercó aún más, con una expresión severa—. Si no hubiera bajado en el ascensor ultrarrápido desde el piso, no te habría alcanzado. ¿Por qué no subes un momento?
—No me apetece. —Mel se resistió, pero el hombre la arrastró lentamente hacia el ascensor.
—Quiero hablarte de un viaje que vamos a hacer.
La puerta se abrió y Ben empezó a introducirla en la cabina del elevador. La muchacha distinguió un destello plateado en la mano del hombre. Era una hipodérmica.
—¡Suéltame, cerdo!
Desesperada, le lanzó un puntapié y un rodillazo en la entrepierna, con todas sus fuerzas. Ben cayó al suelo con un sordo gruñido.
—¡Pensaba que me querías!
Mel volvió a golpearlo, pero él la agarró por el tobillo y la derribó.
—¡Perra mutante! ¿Estás loca? —Ben le cruzó el rostro de un bofetón—. ¿Crees que joder significa amar?
Ben alargó la mano hacia la jeringa caída en el suelo del ascensor. Melanie también pugnó por ella, apresurándose frenéticamente, y su mano se cerró en torno a la hipodérmica un segundo antes que la del hombre. Temblando, le aplicó la jeringa al cuello y escuchó el leve siseo del dispositivo que liberaba su contenido. Las facciones de Ben se relajaron. Sus ojos se cerraron y quedó tendido en el suelo, totalmente frío.
La mutante se atrevió a registrarle los bolsillos en busca de fichas de crédito y encontró su cartera. En ella había suficiente dinero para vivir durante un mes. Cogió también la llave del deslizador y montó en él. Tendría que abandonarlo en seguida, pero al menos la llevaría hasta la estación de metro más próxima. Y, desde allí, iría a buscar la lanzadera.
Entró en marcha atrás en el montacargas de los deslizadores, esperó a que la plataforma se elevara hasta el nivel de la calle y pisó a fondo el acelerador del vehículo hacia la libertad.