7

Faerie parecía una selva, con colinas, bosques y valles sin cultivar. Holger preguntó a Hugi, que se sentía muy acobardado, que de qué vivían sus habitantes. El enano le explicó que obtenían con magia una parte de la comida y la bebida, otra parte de los reinos del Mundo Medio que le eran tributarios, y que también cazaban algo de los animales fantásticos que merodeaban por sus dominios. Todos ellos parecían ser guerreros y brujos, dejando que hicieran el trabajo físico los esclavos que habían tomado de los goblins, kobolds y otras tribus atrasadas. El interrogatorio de Holger reveló que los fariseos desconocían la vejez y la enfermedad, y también que carecían de alma. Holger pensó que no serían la compañía más agradable que pudiera imaginarse.

Intentando encontrar una base mental sólida, y olvidándose de la armadura hueca que yacía en el campo de asfódelos, comenzó a teorizar. Sólo tenía un conocimiento preciso de la física y las matemáticas, pero era capaz de realizar algunas conjeturas inteligentes. ¡Este mundo debía tener una explicación racional!

Tanto las similaridades con su hogar, como las constelaciones, como las diferencias, tales como las que ahora le rodeaban, descartaban la posibilidad de que fuera otro planeta en el espacio. Es decir, en el mismo espacio que el suyo. Las leyes ordinarias de la naturaleza, como la gravedad y la combinación química, parecían funcionar; pero era evidente que aquí existían cláusulas que permitían… bueno, la magia. Resultaba concebible que la magia no fuera más que un control mental directo de la materia. Incluso en el mundo del que procedía había personas que creían en la telepatía, telequinesis, etc. Quizá en este mundo, bajo ciertas condiciones, las fuerzas mentales pudieran ser más poderosas que las inorgánicas… Cuando sus pensamientos le llevaron hasta ese punto, se dio cuenta de que no estaba en parte alguna, sino que simplemente había dado un nombre diferente a la misma serie de fenómenos.

Pues bien, sea como sea, ¿dónde estaba? ¿O sería mejor preguntar cuándo estaba? ¿En otra Tierra? Quizá dos objetos pudieron ocupar el mismo espacio al mismo tiempo sin que se produjeran relaciones entre uno y otro. Lo que significaba que podían hacerlo dos universos llenos de estrellas. O un número cualquiera de universos. Había caído en uno de ellos: con un paralelismo tan grande con respecto al suyo, a pesar de las diferencias, que tenía que existir alguna vinculación entre ellos. ¿Pero cómo?

Suspiró y abandonó. Ocuparse primero de lo primero. Ahora mismo tenía que mantenerse vivo en una tierra en la que muchos seres buscaban a uno que llevaba los tres corazones y los tres leones.

En la luz crepuscular fue apareciendo lentamente el castillo. Los muros se elevaban hasta una altura de vértigo, los tejados eran todo cumbres y ángulos, rematados en elevadísimas y delgadas torres: era de una belleza salvaje, como la del hielo en un bosque invernal. La piedra blanca parecía estar hecha como un encaje, y ser tan frágil que el aliento podría deshacerla, pero al acercarse Holger pudo ver lo enormes que eran los muros. Un foso rodeaba la colina sobre la que se erguía el castillo, y aunque ningún río vaciaba allí sus aguas, el agua daba vueltas interminablemente resonando como campanillas.

No lejos de allí había otra colina cubierta de rosas, medio oculta en las corrientes de niebla, pero que parecía tener la forma del pecho de una mujer. Hugi señaló hacia ella.

—Allí está la Colina del Elfo —dijo en voz muy baja—. Allí dentro, los elfos celebran sus fiestas desconocidas y salen para bailar en las noches iluminadas por la luna.

Al fondo había un bosque tan oscuro que Holger apenas si podía ver los árboles que se extendían hacia el norte, el sur y el este.

—Allí en Mirkwood los señores de los fariseos cazan grifos y manticoras —susurró Hugi.

Desde el castillo, lejano y frío, resonó una trompeta, cuyo sonido se parecía al de las aguas al precipitarse. Ya nos han visto, pensó Holger. Dejó caer una mano hacia su espada. Alianora, aleteando, bajó junto a él adoptando su forma humana. Tenía una expresión grave.

—Tú y Hugi… —se detuvo para aclararse la garganta—. Me habéis guiado hasta aquí, y os lo agradezco mil veces. Pero ahora sería mejor que os fuerais.

Alianora se le quedó mirando un momento.

—Nanay —dijo enseguida—. Creo que nos quedaremos un rato. A lo mejor podemos ayudar.

—No soy nadie para vos —dijo con voz vacilante—. Nada me debéis y yo os debo más de lo que podré pagaros nunca.

Los ojos grises permanecieron serios.

—Se me viene a la mente que sois algo más que nadie, aunque vos no lo sepáis —murmuró ella—. Tengo una sensación sobre vos, sir Holger. Así que por lo menos yo me quedaré.

—Pues bien —exclamó Hugi con voz ampulosa, aunque no demasiado feliz—. No pensaréis que voy a volverme como un cobarde ahora, ¿no?

Holger no les presionó. Había cumplido con su deber al ofrecerles una excusa para que se fueran; ¡y por Dios que se alegraba de que no la hubieran aprovechado!

Se abrieron las puertas del castillo y, sin hacer ruido, descendió un puente levadizo. Las trompetas volvieron a sonar. Salieron a recibirle unos jinetes con estandarte y blasón, penacho de plumas y lanza. Holger tiró de las riendas y esperó, sujetando fuertemente con la mano la lanza. Así que éstos eran los señores de Faerie.

Iban vestidos con unos colores que parecían luminosos sobre el fondo crepuscular, carmesíes, dorados, morados y verdes, pero el tono de cada prenda brillaba, destellaba y cambiaba de un momento al siguiente. Algunos llevaban cota de malla, o placas metálicas plateadas elaboradamente formadas; otros llevaban túnicas y coronas. Eran altos y se movían con una gracia líquida que ningún ser humano podría repetir, ni siquiera un felino. Una arrogancia fría era la nota predominante de sus rasgos, extrañamente modelados, de pómulos altos, narices extendidas hacia los lados y barbilla estrecha. Eran de piel blanca, de cabellos largos y finos color azul plateado, la mayoría de los hombres imberbes. Cuando se acercaron lo suficiente, Holger pensó al principio que eran ciegos, pues sus ojos oblicuos mostraban un vacío azulado. Pero pronto se dio cuenta de que la vista de estos era mejor que la suya. El jefe se detuvo e hizo una pequeña reverencia desde el estribo.

—Bienvenido, señor caballero —dijo. Era agradable escuchar su voz, pues se parecía más a la del canto que a la del habla—. Soy Alfric, duque de Alfarland en el reino de Faerie. No es frecuente que los mortales vengan a saludarnos.

—Os lo agradezco, mi señor —dijo Holger, observando que de sus labios salían por sí solas las frases corteses—. La bruja Madre Gerd, que creo es una humilde sierva vuestra, me encomendó a vuestra gracia. Pensó que vuestra sabiduría podría solucionar una aflicción mía, por lo que vengo aquí a suplicaros el favor.

—Ah, ¿eso es? Habéis hecho bien en venir, entonces. Os ruego que vos y vuestros servidores permanezcáis aquí tanto como os plazca y me esforzaré por ayudar a un caballero de vuestra posición con todo el poder que pueda tener.

¿Mi posición?, reflexionó Holger, no olvidando que la criatura que le había atacado era sin duda del duque. Los tres corazones y los tres leones no parecían ser muy populares en el Mundo Medio. La cuestión era si Alfric entendía ahora que Holger no era el hombre al que quería matar. Y tanto si lo sabía como si no, ¿qué se ocultaba tras ese rostro liso y frío?

—Agradezco vuestra gracia —exclamó Holger en voz alta.

—Me duele tener que pediros que dejéis fuera la cruz y el hierro, pero ya conocéis la desafortunada debilidad de nuestra raza —dijo Alfric en tono cortés—. Mas no temáis, que a cambio se os darán armas.

—Nada tengo que temer, mi señor, en vuestro baluarte —dijo Holger, e inmediatamente pensó que se estaba convirtiendo en un mentiroso.

—Yo cuidaré de vuestras cosas, Holger —dijo Alianora—. De todas formas iba a quedarme fuera.

Alfric y los otros fariseos giraron hacia ella sus ojos de mirada vacía.

—Esta es la doncella—cisne de la que hemos oído hablar —dijo sonriendo el duque—. No, bella dama, malos anfitriones seríamos si no os ofreciéramos un techo.

Alianora agitó con tenacidad la cabeza. Alfric frunció el ceño.

—¿Rechazaréis nuestra invitación? —preguntó.

—Así es —contestó Alianora con tono intempestivo.

—Y yo me quedaré fuera con ella —se apresuró a añadir Hugi.

—No, entrarás con sir Holger —dijo la joven.

—Pero… —empezó a decir Hugi.

—Ya me has oído —le cortó Alianora.

Alfric se encogió de hombros.

—Si deseáis unios a nosotros, sir caballero —dijo con un leve gesto.

Holger descendió del caballo y se quitó la armadura. Los fariseos miraron hacia otro lado cuando tocó sus armas de empuñadura en forma de cruz. Papillon relinchó y contempló los caballos de los otros. Alianora cargó el equipo en el corcel y lo tomó por la rienda.

—Os esperaré en el bosque —dijo, llevándose al caballo. Holger siguió mirándola hasta que desapareció.

El grupo entró en el baluarte. Dentro se extendía un ancho patio, con árboles, lechos de flores y fuentes cantarinas, con música y un fuerte olor a rosas en el aire. Holger vio que, delante del torreón principal, las damas de Faene se habían reunido para observarlo todo. Durante un momento se olvidó de todo lo demás. ¡Por Judas! Merecía la pena cruzar varios universos sólo para ver eso. Confundido, les hizo una reverencia.

Alfric le dijo a un esclavo goblin de corta estatura y piel verde que le condujera a sus aposentos.

—Le esperaremos para la cena —dijo graciosamente.

Holger, con Hugi trotando tras él, cruzó corredores laberínticos, altos, abovedados y ligeramente brillantes. A través de las puertas en forma de arco pudo vislumbrar habitaciones que refulgían por las joyas que contenían. Evidentemente, pensó tratando de mantener el equilibrio, quien es capaz de conjurar esas cosas y sacarlas del aire…

Subiendo un tramo de escaleras largo y curvo llegaron a otro salón, y de allí a una serie de habitaciones que parecían sacadas de las Mil y una noches. El goblin saludó humildemente y les dejó solos. Holger miró a su alrededor, a las alfombras brillantes, los mosaicos de piedras preciosas, los colgantes hechos con paño de oro, las ventanas de las galerías que daban a extensos jardines. Los cirios ardían con una luz clara que no ondulaba. De un muro colgaba un tapiz cuyas figuras cambiaban lentamente, representando una historia, y Holger apartó de allí la mirada con un ligero estremecimiento.

—A fe q’aquí se lo saben vivir —afirmó Hugi—. Pero lo daría todo pa estar de nuevo bajo mi viejo roble. Hay aquí algo maligno.

—Sin discusión —dijo Holger, entrando en un baño que le ofrecía todas las comodidades de su hogar, como jabón, agua caliente corriente, tijeras, navaja de afeitar, un espejo de cristal, y que sin embargo no tenía nada de su hogar. A pesar de ello salió de allí sintiéndose muy recuperado. Sobre el lecho había un vestido que debía estar pensado para él; cuando se lo puso, le quedaba como si fuera una segunda piel. Mangas de seda hasta las muñecas, chaleco de satén morado, medias carmesí, manto azul corto, calzado de terciopelo negro, todo enhebrado con oro y joyas, terminado en suaves y extrañas pieles, lo que elevó aún más su moral. En una esquina observó que había un equipo militar, incluyendo una espada cuya guarda tenía la forma de una luna creciente. Era un educado rasgo de Alfric, aunque nadie podría llevar armas a una cena.

—Oh, buena figura tenéis, sir Holger —exclamó Hugi con admiración—. Vais a tener que defenderos de las damas de Faene. Pues se dice que son por aquí muy besuconas.

—Me gustaría saber por qué todos son tan amigables —dijo Holger—. ¿Acaso los fariseos no se llevan mal, como mínimo, con la humanidad? ¿Por qué Alfric se portará así conmigo?

—Quién sabe. A ver si es todo una trampa. A lo mejor le divierte ser amable. Es imposible saber lo que las gentes de Faerie pensarán o harán. No se conocen a sí mismos, ni les importa.

—Me hace sentirme culpable dejarte a ti aquí sentado, ya Alianora allí fuera en el bosque.

—Ah, me traerán algo que comer, y ella estará más feliz allí. Sé lo que estará pensando. Yo estoy aquí para ayudaros, y ella se queda fuera para hacer lo que pueda si se presenta la necesidad.

Apareció un goblin que anunció obsequiosamente que la cena estaba servida. Holger le siguió a través de unos salones de color azul humo llegando hasta una cámara tan enorme que apenas podía ver el techo ni el final. Las damas y señores de Faerie que rodeaban la mesa parecían un arco iris que se hubiera fundido. Esclavos no humanos corrían por allí, la música procedía de alguna parte, la charla y las risas se elevaban sobre un silencio que, de alguna forma mágica, no se veía interrumpido. Condujeron a Holger hasta la izquierda de Alfríe, sentando al otro lado a una joven a la que presentaron con el nombre de Meriven. El impacto del rostro y la figura de ésta fue tal que Holger apenas pudo escuchar el nombre. Tras inclinarse ante ella, se sentó y trató de iniciar una conversación.

Ella respondía fácilmente, a pesar de lo endebles que eran sus esfuerzos. Por lo que oía, Holger comprendía que aquí la conversación era un bello arte: rápida, ingeniosa, poética, cínica, siempre con una indicación de delicada malicia, siempre con unas normas muy elaboradas que ni siquiera empezaba a entender. Pensó que unos inmortales que no tenían otra cosa que hacer salvo cazar, practicar la magia, intrigar y librar guerras acabarían por desarrollar una sofisticación fuera de toda medida. Allí no habían oído hablar de los tenedores, pero la comida y los numerosos vinos constituían una sinfonía. Si Meriven no le distrajera tanto. Era la clásica situación de embarras de richesses.

—Verdaderamente sois un hombre audaz al aventuraros hasta aquí —dijo ella con suave voz y sosteniendo la mirada de Holger con esos curiosos ojos que, en ella, ya no le resultaban molestos—. La estocada mortal que disteis a vuestro enemigo, ah, ¡qué hermosa!

—¿La visteis? —preguntó él sorprendido.

—En el Pozo Negro, sí. Os vi. En cuanto a si sólo estábamos bromeando o queríamos vuestra vida, sir Holger, no sería bueno que un hombre joven conociera demasiado. Un poco de asombro le mantiene alejado de la estupidez —dijo riendo dulcemente—. ¿Pero qué os trajo aquí? Holger sonrió antes de responder:

—Tampoco una joven dama debería saber demasiado.

—¡Ah, cruel! Y sin embargo, me alegra que vinieras —dijo, utilizando el tratamiento íntimo—. ¿Puedo dirigirme a ti así, hermoso sire? Existe una afinidad de espíritu entre nosotros, aunque nos encontremos en guerra de vez en cuando.

—Sois mi más querida enemiga —dijo Holger. Ella bajó los párpados, mostrando con su sonrisa que apreciaba aquello. También Holger tendía a bajar los ojos. ¡Qué cuello tan hermoso tenía ella! Holger buscó en su mente más palabras que robarle a Shakespeare. La situación había vuelto al orden normal.

Siguieron el flirteo durante todo el banquete, que pareció durar horas. Después, el grupo acudió a bailar a un salón todavía más grande. En cuanto comenzó la música, el duque Alfric se llevó aparte a Holger.

—Venid conmigo un momento, si os parece, buen señor. Será mejor que hablemos enseguida de vuestro problema, los dos solos, para que pueda pensar en ello un tiempo; pues preveo que nuestras damas os darán escasa paz.

—Agradezco vuestra gracia —le dijo Holger con algo de malhumor, pues precisamente en ese momento no deseaba recordar la realidad.

Caminaron hasta un jardín, encontraron un banco bajo un luminoso sauce y se sentaron. Una fuente hacía bailar el agua ante ellos, por detrás cantaba un ruiseñor. Con un movimiento flexible, Alfric apoyó la espalda de su cuerpo vestido de negro.

—Expresad vuestro deseo, sir Holger —le dijo.

Bien, era inútil retener nada. Si el fariseo tenía el poder de retornarlo a su lugar y tiempo, probablemente tendría que conocer toda la situación. ¿Pero dónde empezar? ¿Cómo describir todo un mundo?

Holger hizo todo lo que pudo. Alfric le guiaba ocasionalmente con inteligentes preguntas. El duque nunca mostraba sorpresa, aunque al final parecía sumido en sus pensamientos. Apoyó los codos en las rodillas y extrajo la hoja de metal blanco que llevaba en el cinto. Mientras le daba vueltas una y otra vez, Holger pudo ver la inscripción que llevaba en la hoja. La Daga Ardiente. Se preguntó lo que significaría aquello.

—Es un extraño relato —dijo Alfric—. Jamás había oído uno que lo fuera tanto. Y sin embargo, creo que la verdad se encierra en él.

—¿Podéis… podéis ayudarme?

—No lo sé, sir Olger… pues, si no os importa, así es como me sigue pareciendo natural llamaros. No lo sé. Como cualquier brujo o astrólogo sabe, hay muchos mundos en el espacio, pero el concepto de una pluralidad de universos es diferente, sólo cabe sospecharlo por lo que dicen algunas antiguas escrituras. Si os he escuchado sin que el asombro se dejara translucir es porque yo mismo he especulado que otra Tierra como la que vos describís debe existir en realidad, siendo la fuente de los mitos y las leyendas, como las que hablan de Federico Barbarroja, o las grandes canciones épicas sobre el emperador Napoleón y sus héroes.

Como si hablara para sí mismo, Alfric murmuró unos cuantos versos:

Gerard U vaillant,

nostre birgan magnes,

tres ans tut pleins ad

esté dier Espagne

Combatlant contre la Grande

Bretagne.

Después, Holger pudo ver que Alfric sufría una sacudida y, con mayor viveza, dijo:

—Invocaré espíritus que puedan daros consejo. Sin duda, eso tardará tiempo, pero nos esforzaremos para mostraros nuestra hospitalidad. Pienso que tenemos buenas esperanzas de acabar obteniendo el éxito.

—Sois excesivamente amable —dijo Holger, sintiéndose abrumado.

—No —contestó Alfric con un movimiento de la mano—. Vosotros los mortales no sabéis lo tediosa que puede llegar a ser una vida en la que no se muere, y la alegría que nos produce un desafío como éste. Soy yo el que debería daros las gracias.

Se levantó y sofocó una risita.

—Y ahora, imagino que deberíais volver al baile. Que os divirtáis, amigo mío.

Holger regresó al salón de baile lleno de alegría. Había juzgado con excesiva rapidez al Mundo Medio. Nadie podía ser más amable o cortés que los fariseos. ¡Le gustaban!

Meriven se apartó de otras damas en cuanto él entró en el salón de baile. Se cogió de su brazo y, con un tono de astucia en su voz, le dijo:

—No sé por qué hago esto, sir caballero. Os vais sin decir una palabra y me dejáis olvidada.

—Trataré de compensaros —contestó.

La música élfica le rodeaba y entraba en él. No conocía los bailes de majestuosas figuras que veía, pero Meriven captó el fox trot enseguida. Nunca había tenido Holger una compañera mejor. No estaba seguro de cuánto duró el baile. Salieron al jardín, bebieron de una fuente de vino, rieron y no regresaron. El resto de la noche fue mucho más placentera que cualquiera que hubiera pasado nunca, o incluso más.

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