Al despertar permaneció algún tiempo semidormido, hasta que recordó dónde estaba. El sueño desapareció en él. Se sentó, lanzando un grito y miró a su alrededor.
¡Un establo, eso es! Un abrigo oscuro y tosco, que olía a heno y abono, un caballo negro que se inclinó sobre él y le rozó tiernamente con el hocico. Se puso en pie y se quitó las pajas adheridas a la ropa.
La luz del sol inundó el establo cuando la Madre Gerd abrió la puerta.
—Ah, buen día, hermoso señor —dijo con voz gritona—. En verdad que habéis dormido el sueño de los justos, o lo que se dice que debe ser el sueño de los justos, aunque en los años que tengo a menudo he visto a buenos hombres agitándose despiertos toda la noche, mientras hombres perversos sacudían el techo con sus ronquidos; no he tenido corazón para despertaros. Pero venid ahora y veréis lo que os aguarda.
Lo que le esperaba era un cuenco de gachas, más pan, queso y cerveza, y un trozo de beicon cocido a medias. Holger consumió los alimentos con apetito y después pensó con añoranza en una taza de café y una ración de ahumados. Eso a pesar de que la escasez debida a la guerra ya le había apartado de tan agradables vicios. Se puso a lavarse vigorosamente en un cacharro que había fuera de la cabaña.
Cuando volvió a entrar había un recién llegado. Holger no lo vio hasta que una mano le tiró de los pantalones y una voz baja pronunció con tono resonante:
—Aquí estoy.
Al mirar hacia abajo, vio a un hombre moreno como la tierra, nudoso, con unas orejas tan grandes como el asa de una jarra, una nariz desproporcionada, barba blanca, vestido con calzones y chaqueta parda, que llevaba descalzos sus anchos pies. Aquel hombre no llegaría ni a los noventa centímetros.
—Es Hugi —dijo la Madre Gerd—. Será vuestro guía a Faerie.
—Ummm… encantado de conocerle —dijo Holger. Le estrechó la mano y eso pareció asombrar al enano. La palma de la mano de Hugi era dura y caliente.
—Partid ahora —dijo la anciana alegremente—, pues el sol está alto y tenéis un fatigoso camino que recorrer a través de las esferas más peligrosas. Pero no temáis, sir Holger. Hugi es un habitante de los bosques y se encargará de que lleguéis sano y salvo junto al duque Alfric —añadió mientras le entregaba un hatillo envuelto en tela—. He puesto aquí un poco de pan y carne, y otros alimentos, pues bien sé lo poco prácticos que sois los jóvenes paladines, que recorréis el mundo para rescatar a bellas doncellas sin pensar nunca en llevaros un bocado que comer. Ay, si fuera yo joven de nuevo, tampoco me importaría eso a mí, pues no importa un vientre vacío cuando el mundo es verde, pero ahora que soy vieja debo pensar un poco en ello.
—Gracias, mi señora —dijo Holger, sintiéndose en una situación embarazosa.
Se dio la vuelta para irse. Hugi tiró de él con sorprendente fuerza.
—¿Cómo es esto? —gruñó el enano—. ¿Vais a salir con una simple tela? Muchos patanes de los bosques se pondrán contentos de poder meterle un hierro a un viajero ricamente vestido.
—Ah… ah, sí —exclamó Holger, desenvolviendo su equipaje. La Madre Gerd lanzó una risotada poco respetuosa y avanzó para abrir la puerta.
Hugi le ayudó a ponerse adecuadamente las prendas medievales y ató las correas de cuero en sus pantorrillas mientras él se ponía por la cabeza la capa interior acolchada. La cota de malla resonó al ponérsela y cayó con un peso inesperado desde sus hombros. Y luego, veamos… evidentemente el cinturón ancho tenía que ponérselo alrededor de la cintura para colgar de él la daga, mientras la vaina servía de apoyo a la espada. Hugi le entregó una capa acolchada que él se puso, y después el casco normando. Cuando las espuelas doradas estuvieron en sus pies, y tuvo un manto escarlata sobre la espalda, se preguntó si parecería un fanfarrón, o simplemente estúpido.
—Buen viaje tengáis, sir Holger —le dijo la Madre Gerd cuando salió al exterior.
—Os… os recordaré en mis oraciones —respondió Holger, pensando que sería una forma apropiada de dar las gracias en aquella tierra.
—¡Os ruego que lo hagáis, sir Holger! —exclamó la vieja separándose de él con una risa inquietantemente aguda, tras lo que desapareció en la casa.
Hugi le dio un tirón del cinto.
—Vamos, vamos, mi solitario caballero, que’s pa hoy —murmuró—. Que pa ir a Faerie hay que montar caballo rápido.
Holger montó a Papillon y tendió una mano a Hugi. El hombrecillo se sentó en cuclillas sobre el arzón delantero y señaló hacia el este.
—Palla —dijo—. Hay dos o tres días pa llegar a donde Alfric, así que vamos.
El caballo se puso en movimiento y la casa quedó pronto perdida tras ellos. El sendero de caza que siguieron ese día era comparativamente ancho. Cabalgaron bajo altos árboles, bajo una luz verdosa llena de arrullos y cantos de pájaros, apagadas pisadas de pezuñas, crujidos de cuero y tintineos de hierro. El día era frío y hermoso.
Por primera vez desde que despertó, Holger se acordó de su herida. No sentía ningún dolor. Aquella fantástica medicina había funcionado realmente.
Pero toda aquella historia era tan fantástica que… Con un esfuerzo de la voluntad reprimió todas sus preguntas. Una cosa cada vez. De alguna manera, a menos que estuviera soñando (y eso cada vez lo dudaba más: ¿qué sueño iba a ser tan coherente?), había ido a parar a una esfera que estaba más allá de su propio tiempo, quizá más allá de su mundo: una esfera en la que creían en las brujerías y las hadas, en la que existía un enano auténtico y una criatura diabólicamente extraña llamada Samiel. Así que las cosas de una en una, lenta y cómodamente.
Pero el consejo que se había dado a sí mismo era difícil de seguir. No sólo su situación, sino el recuerdo de su hogar, el preguntarse lo que había sucedido allí, el miedo terrible a quedar apresado en ese lugar para siempre, todo eso le atenazaba.
Recordó claramente las graciosas agujas de Copenhague, los pantanos, playas y amplios horizontes de Jutlandia, las antiguas ciudades metidas en los valles verdes de las islas, la arrogancia del perfil de Nueva York y la niebla de la bahía de San Francisco que se volvía dorada con el atardecer, los amigos, los amores y el millón de pequeñas cosas que constituían su hogar. Quería escapar, escapar pidiendo ayuda hasta que encontrara de nuevo su hogar… ¡No, eso no! Estaba aquí y sólo podía seguir en movimiento. Si ese personaje de Faerie (donde estuviera eso) le podía ayudar, todavía habría esperanzas. Entretanto debía dar las gracias a no ser demasiado imaginativo ni excitable.
Miró al ser pequeño y peludo que iba sentado en el caballo delante de él.
—Es muy amable por hacer esto. Desearía poder pagarle de alguna manera.
—Nanay, le hago un servicio a la bruja —contestó Hugi—. No es que esté unido a ella, como veréis. Pero, de vez en cuando, algunos de los del bosque le ayudamos, le cortamos leña, le llevamos agua o le hacemos favores como éste. Luego, a cambio, ella hace algo por nosotros. No es que me guste mucho la vieja, pero por esto me da una buena porción de su cerveza.
—Bueno, ella parece… agradable.
—Ah, oh, tiene una buena lengua cuando quiere, vaya que sí, vaya que sí —repitió Hugi con una risita morbosa—. Le gustó mucho al joven sir Magnus cuando vino aquí hace muchos, muchos años. Pero trata las artes negras. Sabe trucos, aunque no es tan poderosa, sólo puede invocar a algunos pequeños demonios, y en sus hechizos comete errores —dijo sonriendo—. Una vez, un campesino de Westerdales la molestó, y ella juró que acabaría con sus cultivos. No sé si es que consiguió la bendición del sacerdote, o fue por la torpeza de ella, qué voy a saber, pero tras muchas idas y venidas lo único que hizo la bruja fue matar las malas hierbas de sus campos. Siempre está tratando de conseguir el favor de los señores del Mundo Medio, para que le den más poder, pero hasta ahora no lo ha conseguido.
—Ummm… —eso no le sonaba muy bien—. ¿Qué le pasó a ese sir Magnus? —preguntó Holger.
—Ah, al final los cocodrilos se lo comieron, me creo.
Siguieron cabalgando en silencio. Al cabo de un rato, Holger le preguntó que cómo vivía un enano del bosque. Hugi contestó que su gente vivía en el bosque —que parecía ser enorme— de setas, frutos secos y cosas así, y que él tenía un arreglo de trabajo con animales menores, como conejos y ardillas. No tenían poderes mágicos como los verdaderos habitantes de Faerie, pero, por otra parte, no tenían miedo al hierro, la plata ni los símbolos sagrados.
—Na tenemos que ver con las guerras de esta tierra —dijo Hugi—. Vivimos lo nuestro y que el cielo, el infierno, la tierra y el Mundo Medio luchen como quieran. Y cuando los orgullosos señorones acaben unos con otros y se queden tiesos como un palo, seguiremos estando aquí. ¡Que los mate a todos una purgación!
Holger tuvo la impresión de que los miembros de esa raza estaban ofendidos por los desaires que les habían hecho tanto los hombres como los habitantes del Mundo Medio. Con cierta vacilación, le dijo:
—Lo que me habéis dicho me da poca seguridad. Si la Madre Gerd no hace las cosas bien, ¿por qué debo seguir su consejo e ir a Faerie?
—¿Qué por qué? —preguntó Hugi encogiéndose de hombros—. Tampoco dije que siempre lo haga mal. Si no le guarda rencor, puede ayudarle de verdad. Hasta el duque Alfric puede ayudar, sólo para divertirse con los nuevos misterios que le ofrezcáis. Nadie sabe lo que las gentes de Faerie van a hacer. No lo dicen, ni les importa. Viven en lo salvaje, y por eso están en esta guerra del lado del Caos oscuro.
Tampoco aquello le ayudó mucho a Holger. Faerie era la única esperanza que le habían dado de regresar a casa, y lo podían estar dirigiendo hacia una trampa. ¿Pero, por qué razón alguien iba a molestarse en tenderle una trampa a un extranjero que no tenía ni una sola moneda?
—Hugi —le pregunto—. ¿No me estarás llevando a una trampa?
—Nanay, viendo que no es enemigo mío, que es un buen tipo, no como otros que podría decir —el enano dejó de hablar para escupir—. No sé lo que está pensando la Madre Gerd, ni mucho que me importa. Le he dicho lo que sé. Si sigue queriendo ir a Faerie, le llevaré.
—Y lo que pase luego no es asunto tuyo, ¿no?
—So es. Los pequeños nos metemos en nuestros asuntos.
Había amargura en esa voz baja que sonaba como una sirena. Holger pensó que podría aprovecharse de eso. Las personas con complejos de inferioridad compensados no le resultaban totalmente extrañas. Y seguramente Hugi podría ayudarle más, en lugar de limitarse a guiarle hacia donde no sabía qué pasaría.
—Tengo sed —dijo—. ¿Paramos a tomar un pequeño bufido?
—¿Un pequeño qué? —preguntó a Hugi arrugando el rostro correoso.
—Bufido. Ya sabes, un trago.
Bufido… bebida… Jacomajacomaja! —se echó a reír Hugi, dándose un palmada en el muslo—. Qué bueno es eso. Un pequeño bufido. Pos me d’acordar para usarlo en las madrigueras del bosque. ¡Un pequeño bufido!
—Bueno, ¿qué te parece? Creo haber oído el ruidito de un frasco en ese hatillo.
Hugi se relamió los labios. Detuvieron el caballo tirando de la rienda y desataron el regalo de la bruja. Sí, había un par de frascos de arcilla. Holger abrió uno y ofreció a Hugi el primer trago, lo que sorprendió al enano. Pero se aprovechó bien de ello, y su nuez comenzó a agitarse gozosamente bajo la barba blanca hasta que eructó y le devolvió la botella. Cuando se pusieron a cabalgar de nuevo parecía confuso.
—Si que sois raro, sir Holger. No debéis ser un caballero del imperio, ni un sarraceno.
—No —contestó Holger—. Vengo de lejísimos. De donde yo vengo, un hombre vale tanto como otro.
Los ojos diminutos del enano, bajo las cejas enarcadas, le contemplaron atentamente.
—Rara idea —dijo Hugi—. ¿Cómo vas a guiar el reino si los comunes pueden estar por arriba de los nobles?
—Lo hacemos. Todo el mundo tiene voz en el gobierno.
— ¡Pero eso no pue ser! Cualquier hijo de vecino se pue poner a farfullar lo que quiera y hacer las cosas malamente.
—Lo intentamos de otro modo durante mucho tiempo, pero los que nacían como jefes eran a menudo tan débiles, locos o crueles que pensamos que difícilmente podría resultar peor. Hoy en mi país el rey apenas si hace algo más que presidir. Y la mayor parte de las naciones han prescindido totalmente de los reyes.
—Uhm, uhm, si que parlas raro, aunque la verdad… bueno eso me hace pensar que podéis ser de las fuerza de Caos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Holger respetuosamente—. Ignoro los asuntos que tenéis por aquí. ¿Podrías explicarlo?
Dejó que el enano gruñera durante mucho tiempo sin aprender nada de eso. Hugi no era muy brillante, y sí bastante rústico. Holger se hizo a la idea de qué perpetuamente se estaba librando una batalla entre las fuerzas primigenias de la Ley y el Caos. No, exactamente no eran fuerzas. ¿Modos de existencia? ¿Un reflejo terrestre del conflicto espiritual entre el cielo y el infierno? En cualquier caso, los seres humanos eran los principales agentes de la Ley en la tierra, aunque muchos de ellos lo fueran sólo inconscientemente, y algunos, como brujas, practicantes de la magia negra y malhechores, se hubieran vendido a Caos. Pero también algunos seres que no eran humanos estaban del lado de la Ley. Frente a ellos estaba casi la totalidad del Mundo Medio, que parecía incluir reinos como Faene, Trollheim y los gigantes, una verdadera creación de Caos. Las guerras que libraban los hombres entre ellos, como la prolongada lucha entre los sarracenos y el Sacro Imperio, ayudaban a Caos; bajo la Ley todos los hombres vivirían en paz y orden y en esa libertad a la que sólo la Ley podía dar significado. Pero ésa era tan ajena a los mundomedianos que siempre estaban actuando para impedirlo y para extender su sombrío dominio.
Todo aquello le resultaba tan vago que Holger desvió la discusión a la política práctica. Tampoco en eso Hugi le fue de mucha ayuda. Holger entendió que las tierras de los hombres, en las que predominaba la Ley, caían hacia el oeste. Estaban divididas en el Sacro Imperio de los cristianos, los países sarracenos meridionales y diversos reinos menores.
Faerie, la parte del Mundo Medio más cercana, no estaba muy al este. La sección inmediata era una tierra fronteriza disputada en la que cualquier cosa podía suceder.
—Antiguamente —dijo Hugi—, na más la Caída, to era Caos. Pero poco a poco ha ido echándose patrás. Lo más gordo fue cuando el Salvador vivió en la Tierra, y la oscuridad no podía quedarse y murió hasta el mismo gran Pan. Pero ahora Caos se ha unido y está listo a recuperarlo. No sabría qué decir.
Bueno, de momento no había posibilidades de separar los hechos de la fantasía. Pero este mundo era en tantos aspectos paralelo al de Holger que tenía que existir alguna conexión. ¿Se habría producido de tiempo en tiempo un contacto pasajero mediante náufragos como él mismo que habrían regresado con historias que se convertirían en la materia de la leyenda? ¿Es que aquí existían realmente las criaturas de los mitos? Recordando algunas de ellas, Holger esperó que no fuera así. Especialmente le preocupaba no encontrarse con un dragón que arrojara fuego por la boca ni con un gigante de tres cabezas, aunque pudieran resultar muy interesantes desde el punto de vista zoológico.
—Ah, dicho sea de paso, tendréis que dejar en las puertas el crucifijo, si lleváis uno, y los hierros. Dentro tampoco se puen pronunciar palabras sagradas. Los de Faerie no puen enfrentarse a esas cosas, pero si la usáis allí encontrarán la manera de enviaros mala suerte.
Holger se preguntó que cuál sería el estatus local de un agnóstico. Se había criado inevitablemente como luterano, pero hacía muchos años que no había entrado en una iglesia. Si tal cosa podría sucederle a alguien, ¿por qué no habría sido un buen católico?
Hugi siguió hablando, sin parar. Incesantemente. Holger trató de prestarle atención, amigablemente, sin pasarse. Luego se contaron historias. Holger extrajo de la memoria todo chiste fuerte que conocía. Hugi lanzaba gritos de entusiasmo.
Se detuvieron a comer junto a un torrente cuyas orillas estaban cubiertas de musgo, y de pronto el enano se inclinó hacia adelante poniendo una mano en el brazo de Holger.
—Sir caballero —le dijo mirando el suelo—. Me complasería ayudaros.
Holger, con un esfuerzo, se mantuvo quieto.
—Os lo agradecería, si fuera posible.
—No sé cuál será la mejor dirección. A lo mejor lo de buscar Faerie, como dijo la bruja, a lo mejor dar la vuelta ahora mismo. No lo sé. Pero conozco a alguien del bosque, amigo de todos sus habitantes, que sabe cosas de fuera de la Tierra, y podría daros una explicación.
—Si pudiera verlo, sería… una gran ayuda, Hugi.
—Verla, verla. No llevaba allí a ningún otro caballero, pues son lascivos y a ella no le gusta. Pero vos… bueno… no puedo ser mal guía con vos.
—Muchas gracias, amigo mío. Si alguna vez puedo prestaros un servicio…
—Si no es na —gruñó Hugi—. Pa mí es un honor. ¡Pero haber cómo se porta con ella, sin ser torpe ni bajo!