18

Durante dos noches permanecieron con los campesinos. Holger, cuya lengua no era lo bastante rápida como para inventar sobre la marcha detalles creíbles, tenía que decir lo menos posible para no traicionarse ante Carahue. El sarraceno hablaba suficiente para ambos, brillantemente, galantemente, y miraba cada vez más a la joven. Esto hacía que el silencio de Holger se volviera cada vez más sombrío. Trataba de apartar sus celos —¿qué derechos podía tener sobre ella?—, pero no lo conseguía.

Al tercer día dejaron atrás los caminos, los campos y las casas. Aquella noche pernoctaron en la choza de un pastor, que les contó relatos horripilantes sobre atacantes salvajes, y otros todavía peores sobre los trolls que a veces se aventuraban hasta el valle. El suyo era el último alojamiento humano en su camino, salvo quizá los pueblos de caníbales.

De nuevo tuvieron que subir montañas, más empinadas y altas que las del este. Alianora dijo que se encontraban en las estribaciones de la titánica cordillera de Jótun.

—Y más allá no hay otra cosa que frío, oscuridad y hielo, iluminado por las luces septentrionales, pues ésa es la patria de los gigantes.

Su objetivo no estaba muy lejos de allí, sobre una corta meseta sobre las últimas cumbres. Pero al menos estaba a una semana de viaje, a través de tierras bastante duras.

Cabalgaron entre los riscos agrietados por los glaciares y peñascos mordidos por los vientos, subiendo y subiendo largas pendientes, sobre crestas tan afiladas como una cuchilla y a través de barrancos tan estrechos que apenas llegaba la luz a ellos. Los bosques se habían ido convirtiendo en escasos grupos de robles enanos retorcidos; la hierba era cada vez más escasa y rígida; el aire era frío por el día y helado por la noche, con nubes que se extendían por encima del pálido sol y sobre las brillantes estrellas. A menudo tenían que vadear riachuelos que caían en forma de torrentes desde las cumbres. Se esforzaban al máximo para que no se llevaran a sus animales, y se ahogaran. Hugi, cuyas cortas piernas apenas llegaban más abajo de los paquetes sobre los que montaba, era el único que no se empapaba. Y gritaba observaciones joviales, como «¡ah del barco!» y «¡estibar el palo de mesana!», que no eran muy apreciadas por sus compañeros. Carahue aspiraba por la nariz, estornudaba y lanzaba imaginativos juramentos al tiempo (negaba que en aquellas tierras hubiera clima), pero seguía unido a los demás.

—Cuando llegue a mi casa —dijo—, me tumbaré al sol bajo los naranjos floridos. Las esclavas tocarán música para mí y pondrán granos de uva en mi boca. Para mantenerme bien haré ejercicio: dos veces al día moveré los dedos. Al cabo de unos meses me cansaré de eso y partiré a otra búsqueda caballeresca: digamos que hasta el café más cercano.

—Café —dijo Holger suspirando. Incluso se estaba quedando sin el tabaco de Unrich, tabaco o lo que fuera.

Alianora se convertía en cisne de vez en cuando y volaba por delante para vigilar el camino. Cuando había desaparecido de la vista, el cuarto día, en lo desconocido, Carahue contempló a Holger con una sobriedad desacostumbrada.

—A pesar de su gusto por las ropas —dijo—, es una joven rara de encontrar.

—Lo sé —asintió Holger. —Perdonad mi atrevimiento al preguntároslo, pero Dios me dio ojos para ver. Ella no es vuestra amante, ¿verdad?

—No.

—Qué tonto sois.

Holger no podía ofenderse por ello. Probablemente tenía razón.

—Eso es lo que he estado diciéndole y diciéndole y diciéndole —intervino Hugi—. Los caballeros sois una raza extraña. Cruzan el mundo para rescatar una doncella y luego no saben qué hacer con ella, salvo llevarla a casa y quizá suplicarle un trozo de la cinta del cabello para ponerse en la manga. Es extraño que la raza no haya desaparecido.

Alianora regresó al anochecer.

—He visto la iglesia desde lejos —dijo—. Y también he visto, más cerca de nosotros, dos baluartes de hombres salvajes, rodeados de cráneos sobre palos, y a la gente atareada como si se preparara para la guerra.

—Eso es lo que están haciendo —dijo Holger, asintiendo.

Alianora frunció el ceño.

—He divisado un camino para nosotros a través de un paso, en las llanuras de arriba. No hay asentamientos cerca, probablemente porque un troll habita por allí en alguna caverna. Pero, desde las ampliar cumbres, los cazadores pueden vernos y enviar un grupo para capturarnos y comer nuestra carne.

—Vaya, un triste final para un valiente caballero, asado en su propia armadura —dijo Carahue, sonriendo—. Aunque me temo que sir Rupert, Hugi y yo seremos unos filetes bastante duros, a diferencia de vuestros tiernos y hermosos miembros.

Alianora sonrió de una manera confusa y se sonrojó. Carahue la tomó de la mano.

—Si llegara lo peor —dijo con gravedad—, debéis echar a volar sin prestarnos atención. El mundo puede pasarse sin nosotros, pero se volvería ciertamente seco sin vuestra luz. Alianora sacudió la cabeza, se quedó sin decir nada y se apresuró a retirar la mano. Este chico es un operador, pensó Holger. A él no se le ocurría ninguna frase y no podía soportar el quedarse oyendo. Así que cabalgó por delante, con el estado de ánimo cada vez peor a medida que pasaban las horas. Carahue no estaba cazando ilegalmente, se decía a sí mismo, pero no se prestaba mucha atención. ¿Es que el tipo no tenía decencia alguna? ¿Y Alianora no tenía ningún sentido?… Pero bueno, ¿cómo podía ella? Nunca se había visto expuesta a estas cosas. Las lisonjas más gastadas las tomaba como rasgos ingeniosos y sentimientos honestos. Condenada sea su alma, Carahue no tenía derecho a disparar a un cisne como aquel. Además, en un viaje tan peligroso e importante, nadie tenía derecho a… a… ¡Maldito sea todo!

Por la noche se encontraron en una ligera depresión. Por delante se levantaban las pendientes que tendrían que escalar al día siguiente, roca apilada sobre roca hasta una cumbre distante que se erguía enseñando sus dientes de sierra sobre el cielo. Pero en este valle una catarata espumeaba sobre un precipicio de pizarra azul, cayendo a un lado que el anochecer teñía de rojo. Cerca, la orilla era baja y tranquila. Una bandada de patos silvestres aleteó cuando se acercaron, asentándose en la orilla opuesta, a unos dos kilómetros. Después, volvió a hacerse el silencio.

—Desearía llegar a ese lago —dijo Alianora—. Si dejamos algunos hilos de pescar por la noche, podríamos tener un desayuno mejor que el cerdo salado con galletas.

Hugi sacudió su enorme cabeza.

—No sé, amiga. Toda esta tierra huele mal, pero hay una peste que desconocía.

Holger inspiró la brisa que traía olor a verde y humedad.

—A mí me huele bien. En cualquier caso, no podemos rodear el lago antes de que se haga de noche.

—Podríamos volver a subir y acampar arriba —dijo Carahue. —¿Volver a recorrer esos cuatro kilómetros? —preguntó Holger con tono de burla—. Hágalo si lo desea, señor, pero yo no tengo miedo a dormir aquí.

El sarraceno enrojeció y reprimió una réplica colérica. Alianora se apresuró a romper el silencio exclamando:

—Mirad, allí hay un buen punto seco.

El musgo se aplastaba bajo los pies como si fuera una esponja. Pero había una gran roca con el lado inclinado cubierto de liquen y la parte plana superior cubierta de un suelo en el que crecía una hierba corta y gruesa. Un matorral muerto, cerca del centro, podía servir de combustible.

—Bueno, es como si estuviera preparado para nosotros —dijo Alianora, extendiendo los brazos.

—Sí, así parece —gruñó Hugi. Nadie le hizo caso. Tenía que cortar madera con un pequeño hacha que llevaba en la muía, mientras los otros establecían un círculo de protección y se cuidaban de los animales. El sol fue bajando bajo las cumbres occidentales, pero aquella mitad del cielo permanecía rojiza, como si los gigantes hubieran encendido un fuego.

Alianora se levantó de la hoguera que ella misma se había preparado.

—Mientras se hace un buen fuego de carbones, iré a poner los anzuelos.

—No, permaneced aquí, os lo ruego —dijo Carahue. Se sentó con las piernas cruzadas, volviendo hacia ella su hermoso rostro oscuro. De alguna manera, a pesar del duro viaje, había mantenido sus pintorescas ropas casi inmaculadas.

—¿Pero no os gustaría una buena ración de pescado fresco?

—Sí, claro. Sin embargo, eso no vale nada comparado con una hora más de esta corta vida en presencia de tanta belleza.

La joven volvió la cabeza. Holger vio que su rostro y pecho se sonrojaban. Todavía más se dio cuenta de las jóvenes curvas que había dentro de la túnica de cisne, de los grandes ojos grises, los labios suaves y las ágiles manos.

—No —susurró ella—. No entiendo lo que decís, sir Carahue.

Sentaos y haré todo lo posible con mis pobres medios para explicarme —le dijo palmeando la hierba que había a su lado.

—Pero… pero… —lanzó a Holger una mirada confusa. Este apretó los dientes y le dio la espalda. Con el rabillo del ojo vio que ella se unía al otro hombre. El sarraceno murmuró:

Es honorable que un errante caballero audazmente avance aunque la oportunidad sea sombría,

y no sólo en los momentos en que las lanzas brillen en alto y se rompan en la batalla: pues cuando la estrella dorada de la mañana arde con menos brillo que una esperanza pura con la que sus latidos danzan, es honorable que un errante caballero audazmente avance aunque la oportunidad sea sombría.

Y así, como tu rara soledad ha encerrado mi alma con una o dos dulces miradas, me atrevo a pedir más que el señorío de diez Francias: que por un momento permanezcas ante mi vista; es honorable que un errante caballero audazmente avance aunque la oportunidad sea sombría.

—Oh —dijo Alianora tartamudeando—. No… No… No sé lo que decir.

—Nada necesitáis decir, la más hermosa de las damas —respondió él—. Os basta con existir. —Yo pondré los sedales —ladró Holger. Los cogió y se bajó por la roca. Por el esfuerzo que hacía para no mirar hacia atrás le dolía el cuello.

Cuando quedó fuera de la vista, entre los juncos, vio que los zapatos y las calzas estaban húmedos. Mucho que le importaba a ella si cogía una pulmonía. ¡Deja de autocompadecerte! Si Alianora se enamoraba de ese embaucador, sólo a sí mismo podía culparse. El la había rechazado, ¿no? Sólo que, dadas las circunstancias, había tenido que hacerlo. Qué terrible burla para un hombre.

Con el cuchillo atacó a las plantas. Salvo por la daga del cinturón estaba desarmado, pues se había quitado la pesada cota de mallas al hacer el campamento. Lo mismo que Carahue; pero Holger carecía del don de la elegancia del sarraceno, por lo que estaba cubierto de barro, sudoroso y ajado. Ni siquiera tenía ya su propio rostro. No era de extrañar que Alianora… Bueno, ¿qué le importaba ella a él? Tendría que estar contento de haber encontrado a alguien que se la quitara de las manos. ¡Maldición!

Llegó a la orilla del agua. Estaba muy quieta bajo los peñascos negros, el cielo oriental morado, con la luna y una estrella, hacia el oeste, enrojecido. La puesta del sol tenía la superficie como de sangre, pero con tan escaso brillo que podía sentir la oscuridad que había abajo. Los juncos se estremecieron y crujieron; los pasos de Holger hacían un gran ruido. Las ranas saltaron desde un viejo leño que había llegado a la deriva hasta la orilla. Desde allí tiró los sedales y empezó a poner trocitos de carne como cebo en los anzuelos.

El frío le envolvía, le comía por el interior y le hacía agitarse. Sus dedos eran torpes, y para ver el anzuelo tenía que entrecerrar los ojos. Y podría estar en Avalan en este mismo momento, pensó. O incluso, por los infiernos, en la Colina del Elfo, con Meriven. ¿Es que esa rústica muchacha—cisne no se da cuenta de lo que me está haciendo al pasear por ahí medio desnuda? Que Satán se lleve a todas las mujeres. Tienen un so— lo propósito en el mundo. Judas, yMeriven seguro que servía a ese propósito.

Su mano se deslizó. Se metió un anzuelo en el dedo. Se lo sacó con un juramento blasfemo, extrajo la daga de acero y apuñaló el leño, porque tenía que clavarla en algo.

La risa sonó como una catarata. Dio la vuelta a la cabeza y vio una forma blanca que se elevaba tras él. En un momento le habían puesto las muñecas en la espalda, un brazo le agarró por el cuello. Sintió que tiraban de él hacia atrás y hacia abajo. Y el lago se cerró por encima de él.

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