Aparte de que necesitaba darse prisa para conseguir el consejo de algún experto antes de que Morgana le Fay pensara alguna nueva estratagema, Holger se sentía molesto en Lourville. La familia de Yve estaba agradecida, evidentemente, pero en momentos tan difíciles no necesitaban nuevas intrusiones en su vida privada. Los aldeanos resultaban bastante abrumadores; no podía aventurarse a salir de la casa sin que le rodearan sus admiradores. Lady Blancheflor le pidió que le pusiera las manos, y al cabo de pocas horas estaba en pie. Se abría recuperado de cualquier modo, pues su gripe había pasado más allá de su punto de crisis, pero Holger podía prever que le presentaran todo caso de sarampión y reumatismo que se produjera en 20 kilómetros a la redonda.
Así que por una y otra cosa, sólo permaneció un día y partió temprano a la mañana siguiente. Sir Yve insistió en regalarle un caballo a Alianora, y fue bien recibido. Un poco de dinero habría sido todavía mejor recibido, pero evidentemente un caballero no podía sacar a colación un tema tan sutil.
Los siguientes días fueron agradables. Recorrieron colinas, valles y bosques, buscando abrigo cuando llovía, deteniéndose junto a los lagos para pescar y nadar. De vez en cuando, vislumbraban la forma blanca de un hada de los bosques, o un grifo caliente y dorado sobre el sol; pero los mundomedianos les dejaron solos.
Alianora, aunque era una joven hermosa y encantadora, tenía algunos inconvenientes como compañera de viaje. La autolimpieza y propiedades autorrenovadoras de su túnica de cisne desconcertaban a Holger: era en realidad como si le creciera una piel encima. Luego se la quitaba inocentemente en el primer lago en el que se echaba a nadar y todavía lo desconcertaba más. Sus amigos de los bosques se dejaban ver de vez en cuando y una ardilla que trajera frutos estaba muy bien; pero cuando un león entraba en el campamento y dejaba a sus pies un ciervo que acababa de matar, los nervios de Holger se volvían inquietos durante al menos media hora. Peor todavía era la necesidad moral de proporcionarle un relato completo y justo de sí mismo, sus orígenes e intenciones. Y no es que su entendimiento no fuera rápido… pero…
El auténtico problema era la actitud que tenía ella hacia él. Maldición, él no quería comprometerse con ella. Un revolcón en el heno con alguien como Meriven o Morgana era una cosa. Pero Alianora era totalmente distinta. Una relación con ella no sería buena para ninguno de los dos, pues pensaba abandonar este mundo a la primera oportunidad que tuviera. Pero ella le dificultaba el seguir siendo un caballero. Ella deseaba tener una relación de una manera tan tímida y patética.
Una tarde se llevó aparte a Hugi. Acababa de pasar una hora besando a Alianora para desearle las buenas noches y había necesitado de toda su fuerza de voluntad —o del poder de su no voluntad— para detenerse ahí y mandarla que se fuera a dormir.
—Mira —le dijo a Hugi—. Ya sabes lo que está pasando entre ella y yo.
—Sí, lo sé —respondió el enano sonriendo—. Y es una buena cosa. Ha vivido demasiado tiempo sin amigos íntimos, salvo los animales y mi pueblo. —Pero… pero tú me advertiste que debía portarme bien con ella.
—Eso fue antes de que te conociera bien. Ahora pienso que eres un hombre bueno para ella; y la muchacha necesita un hombre. Ella y vos podríais reinar sobre nosotros en los bosques. Estaríamos encantados con ello.
—¡Por Dios! No eres ninguna ayuda.
—He sido tan útil como he podido —dijo Hugi con tono de sentirse ofendido—. No sabes cuántas veces he vuelto la cara, o me he metido en el bosque, para dejaros a los dos solos.
—No es eso… bueno, no importa.
Holger encendió la pipa y se quedó mirando sombríamente el fuego. No era ningún Donjuán. No podía entender la razón de que este mundo una mujer tras otra se arrojara a sus brazos. Meriven y Morgan tenían razones prácticas, pero no era demasiado difícil darse cuenta de que habían gozado con su trabajo más de lo habitual. Alianora simplemente se había enamorado de él. ¿Por qué? No se hacía ilusiones con respecto a su irresistibilidad.
Pero evidentemente ese álter ego suyo podía ser otra historia. Imaginó que su lento retorno a unos hábitos olvidados se mostraba de innumerables modos sutiles que transformaban la impresión total que daba. ¿Cómo debió ser aquel caballero de los corazones y los leones?
Bueno, veamos. Partamos de la base de lo que ha sucedido hasta ahora. Evidentemente, un guerrero poderoso, que era lo que más contaba en este mundo. Un tipo fuerte y de buen talante, no especialmente listo, pero simpático. Posiblemente tenía algo de idealista: Morgana había dicho que defendía la Ley aunque podía obtener más beneficios de Caos. Debía tener un atractivo para las damas, pues si no alguien como Morgana no habría querido llevárselo a Avalon. Y… y… eso era todo lo que podía deducir. ¿O recordar?
No, un momento, Avalon. Holger se miró la mano derecha. Esa misma mano había descansado sobre una balaustra— da de malaquita verde cuya parte superior servía de base a figuras de plata que tenían joyas en el centro. Recordaba cómo había caído el sol sobre el dorso de su mano, poniendo de color dorado los pelos de su dorada piel, y cómo la plata que tenía bajo su palma era más caliente que la piedra, y los rubíes brillaban con color carmesí. Directamente debajo de la balaustrada había un precipicio que era de cristal. Desde arriba podía ver cómo las grutas descomponían la luz en un millón de fragmentos de arco iris, volviendo a extender la luz de nuevo hacia fuera, como chispas cálidas de rojo, oro y violeta.
El mar que había abajo era tan oscuro que parecía casi morado, con una espuma de una blancura nívea sorprendente donde el agua y el precipicio se encontraban… pues Avalon no permanecía nunca en un lugar, sino que la isla flotaba sobre el océano occidental en una neblina creada por su propia magia…
No recordaba nada más. Holger suspiró y se dispuso a dormir.
Tras pasar aproximadamente una semana, había perdido la cuenta de los días, dejaron la selva y entraron en tierras en las que los bosques iban convirtiéndose en matorrales y pequeños grupos de árboles bajos. Podían verse los amarillos campos de trigo más allá de las colinas. Tras las vallas, pastaban vacas y peludos caballos pequeños. Las casas campesinas se iban haciendo numerosas, y sobre todo estaban hechas con tierras del lugar apisonada, reunidas en caseríos entre los campos cultivados. De vez en cuando podía verse un castillo con una empalizada de madera. Los más modernos, hechos de piedra, se encontraban hacia el oeste, donde el Sacro Imperio dominaba plenamente. Las montañas que Holger había cruzado, y el muro crepuscular de Faerie, hacía tiempo que habían dejado de verse. Sin embargo, hacia el norte podía ver la oscura línea azul de una cordillera mucho más alta, tres de cuyas cumbres nevadas parecían flotar pálidas y desencarnadas en el cielo. Hugi dijo que el Mundo Medio esta— ba también detrás de aquellas montañas. No era de extrañar que aquí los hombres siempre fueran armados, incluso cuando trabajaban en el campo; no era de extrañar que la elaborada civilización jerárquica del Imperio quedara menguada en favor de la falta de formalismos de las fronteras. Los caballeros a los que los viajeros fueron viendo durante dos noches sucesivas eran analfabetos, tipos parecidos a policías occidentales duros de puños, aunque bastante amigables y ávidos de noticias.
Hacia el anochecer del tercer día que pasaban en las zonas de campos entraron en Tarnberg, que Alianora decía era lo más próximo a una ciudad en toda la mitad oriental del ducado. Pero su castillo estaba vacío. El varón y sus hijos habían caído en la batalla contra los asaltantes paganos del norte, su dama se había ido hacia el oeste, con sus familiares imperiales, y no había llegado todavía ningún sucesor. Aquello formaba parte de la mala suerte general de los últimos años, de la irradiación de Caos conforme los mundomedianos iban extendiendo sus poderes. Ahora los hombres de Tarnberg hacían ellos mismos la guardia en los muros de madera y se gobernaban mediante consejos improvisados.
Al entrar cabalgando en su caballo, Holger vio una calle empedrada en la que jugaban los niños, los perros y los cerdos, y que serpenteaba entre casas hechas a medias de madera hacia la plaza del mercado, en la que había una iglesia, también hecha de madera, bastante parecida a una iglesia presbiteriana noruega. Papillon avanzó entre un ruidoso grupo de trabajadores y sus esposas, quienes se quedaron con la boca abierta, hicieron torpes reverencias pero no se aventuraron a dirigirse a él. No tenía ningún sentido anunciarse, por lo que había cubierto su escudo. Alianora, que cabalgaba delante con Hugi, era bien conocida, y Holger oyó que la llamaban.
—Oye, doncella-cisne, ¿qué te trae por aquí?
—¿Quién es el caballero?
—¿Qué noticias hay en los bosques, doncella—cisne? —¿Hay noticias de Charlemont? ¿Viste a mi primo Hersent?
—¿Conoces algo de las huestes de Faerie? —preguntaba una voz ansiosa; las gentes que oyeron esa palabra se santiguaron.
—¿Nos traes un señor para que nos defienda?
La joven sonreía y saludaba, pero no muy felizmente. No le gustaba tener a su alrededor muchos muros y personas.
Guió a Holger a una casa todavía más estrecha e irregularmente esquinada que las demás. Un cartel de madera colgaba del balcón, encima de la puerta. Holger leyó la florida escritura:
MARTINUS TRISMEGISTUS
Magister magici
Hechizos, encantamientos, profecías, curación, pociones amorosas, bendiciones, maldiciones, bolsas siempre llenas. Precios especiales para grupos
—Vaya —dijo Holger—. Parece un tipo emprendedor.
—Lo es, ciertamente —contestó Alianora—. También es el apotecario, dentista, escribano, zahorí y médico de caballos.
Alianora se bajó de un salto, dejando ver por un momento sus largas piernas desnudas. Holger se apeó también del caballo y ató las riendas a un poste. Había por allí algunos hombres de aspecto rudo, mirando intensamente los animales y el equipo.
—Vigila esto, Hugi —dijo.
—Si alguien trata de robar a Papillon haré que lo lamente —respondió el enano.
—Ja, eso es lo que temo —dijo Holger.
Dudaba si confiar su secreto a este brujo de caballos. Pero Alianora le había hablado muy bien de él, y no sabía en qué otro lugar buscar ayuda. Al entrar en la tienda sonó una campana. El lugar estaba oscuro y polvoriento. Repisas y mesas se amontonaban con una multitud de botellas, frascos, morteros, alambiques, retortas, enormes libros cerrados con cueros, cráneos, animales disecados y Dios sabría qué otras cosas. Un búho ululó desde donde estaba subido, un gato saltó desde el suelo.
—Entrad, entrad, buen señor, un momento por favor —dijo una voz delgada. El maestro Martinus salió trotando de las habitaciones posteriores mientras se frotaba las manos. Era un hombre pequeño vestido con una túnica negra raída en la que los símbolos del zodiaco habían ido desvaneciéndose de tantos lavados. Su cabeza, redonda y calva, mostraba una barba tenue y unos débiles ojos parpadeantes; su sonrisa era tímida—. ¿Cómo le va, sir, cómo le va? ¿Qué puedo hacer por usted? —añadió escrudiñándole más atentamente—. Vaya, si es la pequeña doncella—cisne. Entra, querida, entra. Aunque, evidentemente, ya has entrado, ¿no es así? Claro, claro que has entrado.
—Tenemos una tarea para ti, Martinus —dijo Alianora—. Puede que te resulte excesiva, pero no tenemos a ningún otro que pueda ayudarnos.
—Bien, bien, bien, haré lo que pueda, querida, y vos también, buen señor. Haré lo que pueda. Excusadme.
Martinus limpió el polvo de un pergamino que colgaba de la pared, y con eso atrajo la atención de Holger. Lo que allí había escrito afirmaba que Martinus, hijo de Holofii, había cumplido los niveles de la junta examinadora, etc., etc., y ahora, en virtud de los poderes con los que me han investido los regentes de la universidad de Rhiannon, le confiero el grado de magíster en el campo de la magia, con todos los privilegios y obligaciones que conlleva, etc.
—Creo que no puedo —Holger iba a explicar que no tenía dinero, pero Alianora le dio un codazo en las costillas.
—Hay temibles secretos en esta historia —dijo ella rápidamente—. Por eso ningún brujo común de las montañas puede conocer su alma —añadió dando al mago tal sonrisa que hasta Holger, que estaba en el límite, se sintió protegido—. Por eso te traje aquí al caballero.
—Y muy sabiamente que hiciste, joven, muy sabiamente, si se me permite decirlo. Entrad, por favor, entrad en mi despacho y discutiremos vuestro problema —dijo Martinus, conduciéndoles a un cubículo tan oscuro y arracimado como la tienda. Quitó los libros de las sillas, murmurando algunas excusas sobre su ama de casa, y gritó en voz alta—: ¡Vino! Trae vino para tres —y tras un breve silencio dijo—: ¡Atención! ¡Despierta! Vino para tres.
Holger se dejó caer en una de las sillas, que gimió alarmantemente bajo su peso. Alianora se puso en el borde de otra, parpadeando como un pájaro cogido en una trampa. Martinus encontró un tercer asiento, cruzó las piernas, hizo un puente con sus dedos y dijo:
—Y ahora, señor, ¿cuál es vuestra dificultad?
—Bueno, vaya —contestó Holger—, bueno, todo empezó cuando… oh, diablos, apenas sé por dónde empezar.
—¿Preferiría un lecho en el que tumbarse? —preguntó Martinus solícito.
Una botella y tres sucias copas entraron flotando y aterrizaron sobre la mesa.
—A tiempo —gruñó el brujo. Al cabo de un momento, cuando el invisible criado parecía haberse ido, siguió hablando—. Hoy en día no puede encontrarse una ayuda decente, ninguna. Ese espíritu está ahora totalmente imposible. Improbable, al menos —se corrigió—. No como cuando yo era un niño. Los pertenecientes a esa clase sabían cuál era su lugar. Y en cuanto a las hierbas, momias, y sapos en polvo, bueno, ya no son de la misma calidad que antes. ¿Y los precios? Mi querido señor, apenas lo creerá, pero sólo el último Michaelmas…
Alianora tosió.
—Ah, perdonadme —dijo Martinus—. Me he perdido. Mala costumbre esa de divagar. He de tomar nota para no divagar —dijo, sirviendo el vino y ofreciendo una ronda. Podía beberse—. Proceda, buen señor, se lo ruego. Decid lo que queráis.
Holger suspiró y se lanzó a contar su historia. Martinus le sorprendió con cuestiones y comentarios tan sagaces como lo habían sido los del duque Alfric. Cuando Holger le contó su estancia con la Madre Gerd, el brujo sacudió la cabeza.
—La conozco —dijo—. No es buena. No me sorprende que os metiera en dificultades. Trafica con la magia negra. Estos practicantes sin licencia son los que dan el mal nombre a toda la profesión. Pero proseguid, sir.
Al final, Martinus frunció los labios.
—Extraño relato —dijo—. Sí, pienso que vuestra suposición es correcta. Sois la parte esencial de una materia verdaderamente grande.
Holger temblaba cuando inclinándose hacia adelante preguntó:
—¿Quién soy? ¿Quién lleva los tres corazones y tres leones?
—Me temo que no lo sé, sir Holger. Sospecho que sois, o fuisteis, algún gran hombre de las tierras occidentales, por ejemplo Francia —Martinus le miró con aspecto pedante—. ¿Estáis familiarizado con la geografía mística? Bueno, veréis, el mundo de la Ley, del hombre, está rodeado de extrañeza, como una isla en el mar del Mundo Medio. Hacia el norte viven los gigantes, hacia el sur los dragones. Aquí, en Tarnberg, estamos cerca del borde oriental del asentamiento humano, y conocemos algo sobre reinos como Faerie y Trollheim. Pero las noticias viajan lentamente, y si disipan en el proceso. Por eso tan sólo tenemos rumores vagos y distorsionados de las esferas occidentales… y no simplemente de los dominios del Mundo Medio que hay en el océano occidental, como Avalon, Lyonesse y Huy Braseal, sino que incluso desconocemos condados humanos, como Francia y España. Así, aunque este caballero de los corazones y leones, que en algunos aspectos parece que sois vos mismo, puede tener un nombre que procede de esas partes del mundo y no puedo identificar. Pienso que tampoco esa información está en mis libros, aunque en realidad debería catalogar mi biblioteca uno de estos días.
El interés de Martinus fue creciendo, y perdió parte de su nerviosismo.
—Sin embargo —siguió hablando—. De una manera general, creo que puedo ver lo que ha sucedido. Este caballero occidental debió haber sido un enemigo demasiado grande para Caos. Probablemente era uno de los elegidos, como Cari, o Arturo, o sus mejores paladines. Y no quiero decir un santo, sino un guerrero al que Dios concedió muchos dones humanos y luego sometió a una carga superior a la común. Los Caballeros de la Tabla Redonda y de la corte de Cari han muerto hace tiempo, pero otro campeón puede haber ocupado su lugar. Por tanto, antes de que Caos pueda esperar avanzar, este hombre ha de ser apartado de su camino.
Morgana pudo haberlo hecho, enterrando su vida pasada más allá de la ayuda de un hechizo ordinario, convirtiéndolo en un niño, y proyectándolo a vuestro otro mundo, con la esperanza de que no retornaría hasta que Caos hubiera ganado irremediablemente. Por qué no se limitó a asesinarlo, no puedo saberlo. Quizá no tuviera valor para hacerlo. O quizá, siendo uno de los elegidos, estaba defendido por un poder mayor que el de ella.
En cualquier caso, creo que retornó aquí en el momento decisivo. La intervención divina directa parece improbable; con todos los respetos, sir, dudo que sigáis totalmente en estado de gracia, y ciertamente el hechizo sobre vuestra mente permanece. No, pienso que Morgana no entendió esa unidad de la creación sobre la que decís que especulasteis. En el momento de máxima necesidad, el campeón tenía que regresar. Y ahora, el Mundo Medio está utilizando sus haces y fuerza para bloquearle. O para bloquearos a vos, según sea el caso —dijo Martinus, y después puso un final que redujera el clima de tensión—: Pero esto es sólo una teoría, mi querido señor. Sólo una teoría. Si bien puedo jactarme de que se ajusta a hechos conocidos.
Holger dejó caer los hombros. Era una extraña situación. No le gustaba ser una pieza de ajedrez.
No, no lo era. Era libre. Demasiado libre. Encarnaba un poder que no había conocido y no podía manejar. ¡Maldita sea! ¿De todas las almas vivas, por qué tenía que sucederle precisamente a él?
—¿Podéis hacer que regrese? —preguntó con tensión.
Alianora tomó aliento y miró hacia otro lado. Ella sabía que él quería regresar, pensó Holger con un poco de remordimiento, pero había ignorado el hecho hasta ese momento, viviendo en una especie de sueño.
Martinus agitó la cabeza.
—No, sir, temo que la tarea sea demasiado grande para mí. Y probablemente demasiado grande para cualquiera, ya sea mortal o habitante del Mundo Medio. Si mi conjetura es correcta, no sólo habéis sido atrapado en la lucha entre la Ley y el Caos, sino que formáis parte integrante de ella.
Holger suspiró.
Quizá una vez, cuando era joven, alegre y arrogante, hubiera tratado de complaceros. Habría intentado cualquier cosa en aquellos tiempos. Si no habéis visto un colegio de magos, no podéis haceros idea de cómo son las bromas estudiantiles… pero he aprendido mis limitaciones. Temo que no pueda daros mucha ayuda, ni siquiera consejo.
—¿Pero qué debería hacer? —preguntó Holger, indefenso—. ¿Dónde debería ir?
—No puedo decíroslo. Y sin embargo… sin embargo, está ese factor de la espada Cortana. Hay relatos procedentes del oeste, pero tan inusitadamente claros y completos que pienso que los acontecimientos concernidos pudieron suceder bastante cerca de aquí. Es la historia de una espada llamada Cortana, hecha con el mismo acero que Joyeuse, Durendal y Excalibur; y la historia cuenta que un hombre santo, un santo verdadero, dio su bendición a Cortana, que en manos de su verdadero propietario defendería a la cristiandad ahora que las otras grandes armas han desaparecido con sus dueños. Pero cuenta la historia que más tarde la espada fue robada y enterrada en algún lugar distante por los secuaces de… ¿Morgana le Fay? Ya veis, no pudieron destruirla, pero con la ayuda de paganos que ignoraban lo sagrado, escondieron a Cortana para que no pudiera usarse contra ellos.
—¿Y debo tratar de encontrarla, entonces?
—Es un asunto peligroso, joven caballero. Pero no veo ninguna otra cosa que pueda protegeros mucho tiempo contra vuestros enemigos. Os diré una cosa —añadió Martinus, dando unos golpecitos en la rodilla de Holger—. Os diré lo que voy a hacer. Utilizaré mis poderes, que hay algunos seres lo bastante amables para decir que son considerables, tratando de descubrir quién sois y dónde está oculta la espada. Su aura puede ser perceptible para espíritus tan sutiles como los que yo puedo invocar. Sí, ese parece ser el mejor camino.
—Te lo agradezco más de lo que puede expresar —dijo Alianora, a quien la perspectiva de peligro no parecía importar, aliviada al saber que Holger no iba a desaparecer en un instante.
—Temo no tener espacio para daros alojamiento —añadió Martinus—. Pero hay una taberna donde podréis pasar la noche. Decid al propietario que yo os envío y… bueno, no, que me olvido de esa cuenta suya. Bien, regresad mañana… Ah, sí. ¿No os gustaría un disfraz contra el sarraceno? Tengo algunos disfraces buenos y a precios muy razonables.
—¿El sarraceno? —exclamó Holger.
—¿Cómo, no os lo dije? Bendita sea mi alma, no. Qué olvido. Siempre tengo la mente ausente. He de recordar hacer un hechizo que fortalezca la memoria. Claro, el sarraceno que oísteis que os buscaba. También está en la ciudad.