13

Por la tarde seguían descendiendo, pero a un ritmo más lento, y con un aire más ligero que el que respiraban antes del almuerzo. La tierra boscosa, de robles, abedules y algunos abetos, revelaba indicios del hombre: tocones, segundos crecimientos, matorrales bajos que había comido el ganado, o que estaban rasurados por cerditos recién destetados, y finalmente un camino que bajaba serpenteando hasta el pueblo que Alianora esperaba pudieran llegar ese mismo día. Agotado por el encuentro que había tenido con Balamorg, Holger dormitaba en la silla. Los cantos de los pájaros lo adormecían, por lo que pasaron varios minutos antes de que se diera cuenta de que ése era el único ruido.

Pasaron junto a una granja. La casa de troncos y techo de paja y los rediles indicaban que el propietario era rico. Pero no salía de ella humo alguno. No se movía nada, salvo un cuervo que saltaba sobre los corrales vacíos y se les quedó mirando. Hugi señaló hacia el sendero.

—Por las huellas parece que condujo los ganados hacia allí hace algunos días —comentó el enano—. ¿Por qué lo haría?

La luz del sol que se filtraba entre los arcos de hojas le pareció a Holger menos cálida. Por la noche aparecieron en un claro. Por delante se extendían campos de trigo maduro, cultivados sin duda por los aldeanos. El sol se había puesto detrás del bosque, que parecía negro hacia el oeste, sobre algunas luces rojizas. Hacia el este estaban las montañas, sobre las que titilaban las primeras estrellas. La luz era suficiente para que Holger viera una nube de polvo a unos dos kilómetros del camino. Animó a Papillon y el corcel rompió a trotar fatigadamente. Alianora, que se había divertido lanzándose sobre los murciélagos que aparecían al atardecer, tomó tierra detrás del hombre y recuperó la forma humana.

—No tiene sentido alarmar a los tuyos —dijo Alianora—. Sea cual sea su problema, los ha vuelto bastante tímidos.

La narizota de Hugi olfateó el aire.

—Están llevando las ovejas y el ganado dentro de los muros —dijo el enano—. ¡Qué rancio es el olor! Pero hay algo por debajo… el sudor huele más fuerte cuando un hombre tiene miedo… y veo un espectro, o algo fantasmal.

Se recostó hacia atrás en la silla, apoyándose en el pecho de Holger cubierto por la cota de malla.

El ganado era muy numeroso. Se salía del camino y cruzaba por entre los cereales. Los muchachos y perros que perseguían a los extraviados caminaban por las ringleras de los cereales. Holger pensó que alguna emergencia les tenía que haber obligado a aquello. Tiró de las riendas al ver a varios lanceros. Entrecerrando los ojos para ver mejor en la luz del atardecer, vio que los campesinos eran gentes robustas, de tez blanca, de barba y cabellos largos, vestidos con capas de lana gruesa cosida toscamente y pantalones cruzados. Eran demasiado necios para estar histéricos, pero las voces que le preguntaron su nombre revelaban una gran inquietud.

—Sir Holger de Dinamarca y dos amigos —contestó. Era inútil explicarles la complicada verdad—. Venimos en paz y quisiéramos pasar aquí la noche.

—¿Holger? —preguntó un hombre fornido de mediana edad que parecía el jefe, bajando la lanza y rascándose la cabeza—. ¿No he oído antes ese nombre, o uno parecido?

Un murmullo surgió entre los hombres, pero nadie pudo dar una respuesta inmediata, y el ganado no daba tiempo a la reflexión. Por eso, Holger añadió rápidamente:

—Quien lleve tal nombre no soy yo. Soy un extranjero que vengo de muy lejos y sólo estoy de paso.

—Pues bien, señor, bienvenido seáis a Lourville —dijo el campesino principal—. Temo que hayáis venido en un mal momento, pero sir Yve estará contento de veros… ¡Tú, aparta de ahí a esa condenada vaquilla antes de que termine en el ducado de al lado!… me llamo Raoul, sir Olger. Le ruego perdone este tumulto.

—¿Qué problema tienen? —preguntó Alianora—. Veo que llevan a los animales dentro de la ciudad esta noche, y no me parece muy normal.

Holger escuchó que un anciano murmuraba algo sobre esos visitantes extranjeros y sus queridas escandalosamente vestidas. Otro le susurró:

—He oído hablar de ella, abuelo, es una doncella—cisne que vive un poco al norte y al oeste del territorio de Lourville. Dicen que es amable.

Holger prestó más atención a Raoul.

—Sí, mi señora, estos últimos días llevamos juntos a todo el ganado y los encerramos en la ciudad cuando oscurece. Esta noche incluso las personas se amontonarán dentro de los muros; nadie se atreve ya a ir a solas por el exterior cuando cae la noche. Anda suelto un hombre lobo.

—¿Qué dice? —ladró Hugi—. ¿Un cambia-piel?

—Ay. Muchas cosas han ido mal en estos últimos años, una desgracia tras otra en todas las casa. A mí se me deslizó el hacha y me abrió la pierna esta primavera, y lo mismo le sucedió a mi hijo mayor. Nos pasamos tres semanas en la cama, precisamente en la época de la siembra. Y no sólo una familia cuenta tales cosas. Y dicen que es así porque en el Mundo Medio, que está más allá de las montañas, la brujería es tan fuerte que su poder llega hasta aquí y lo vuelve todo del revés. Eso es lo que dicen —afirmó Raoul santiguándose—. Yo, no lo sé. El loup-garou ha sido lo peor hasta ahora. Cristo nos guarde.

—¿Y no podría tratarse de un lobo natural que ataca vuestros rebaños? —preguntó Alianora—. A menudo, he oído hablar a la gente de alguien que tenía una forma extraña, cuando en realidad sólo era un animal más grande y más astuto que la mayoría.

—Quizá fuera eso —afirmó Raoul severamente—. Aunque es difícil entender que un animal natural pueda haber roto tantas puertas o levantado tantos cerrojos. Tampoco los lobos auténticos masacran a una docena de ovejas de una vez, por mera diversión, como una comadreja. Pero la última noche el asunto se aclaró. Pier Piesgrandes y Berte, su mujer, estaban en su casa, metida seis kilómetros en el bosque, cuando el hombre gris irrumpió por la ventana y les robó al bebé que tenían en la cuna. Pie le golpeó con la podadera, y jura que el hierro traspasó las costillas del lobo sin dañarlo. Entonces Berte se enfureció y enloqueció y golpeó a la bestia con una vieja cuchara de plata que tenía de su abuela. Entonces dejó caer al bebé, por la gracia de Dios no muy mal herido, y huyó por la ventana. Y yo te pregunto: ¿es eso un animal natural?

—No —respondió Alianora, sintiéndose deprimida y asustada.

Raoul escupió al suelo y siguió hablando:

—Por eso dormiremos dentro de los muros de la ciudad mientras dure este peligro, y dejaremos que el lobo merodee por los bosques sin cuidar. Quizá podamos descubrir quién está cambiando de forma, y quemarlo —y añadió en un tono más suave—: una gran pena es esto para sir Yve, precisamente ahora que su hija Raimberge se estaba preparando para viajar hacia el oeste y casarse en Vienne con el tercer hijo del Margrave. Ruego a Dios que terminen pronto nuestras penas.

—Nuestro señor no podrá entreteneros tal como os merecéis, sir Olger —añadió un muchacho—. Piensa pasarse to— da la noche caminando por los muros por si acaso el lobo tratara de saltarlos. Y su dama, Blancheflor, está enferma en la cama. Pero su hijo e hija harán lo que puedan.

Holger supuso que debería ofrecerse voluntario para ayudar en la guarda, pero no creía que después del día que había pasado pudiera mantenerse despierto. Pidió a Alianora, que iba cabalgando lentamente por delante del ganado, que le explicara la amenaza.

—Hay dos maneras por las que los hombres toman forma animal —respondió—. La una es por magia sobre un ser humano común, como mi prenda de plumas hace por mí siempre que lo deseo. La otra es más oscura. Algunos pueden nacer con naturalezas gemelas. No necesitan de encantamientos para cambiar la forma, y cada noche el deseo de convertirse en oso, en jabalí, en lobo o en cualquier animal en que puedan convertirse… cada noche, ese deseo los abruma. Y entonces enloquecen. Pueden ser personas amables y sensatas cuando caminan como seres humanos, pero como animales no pueden dejar de hacer daño hasta que se sacia su sed de sangre, o hasta que el miedo a ser descubiertos les hace recuperar nuestra forma. Cuando son animales, es casi imposible matarlos, pues las heridas cuidan al instante. Sólo la plata les duele y un arma de plata los mataría. Pero de tales armas pueden escapar más rápido que los que tienen verdadera carne y sangre.

—Pero entonces, si el hombre lobo no puede evitarlo, el que hay por aquí debe ser extranjero, ¿no? Uno del lugar habría asolado la zona desde hace años.

—No. Temo que, tal como dijo el campesino, esa criatura es uno de los suyos. Pues un débil contenido de esa sangre puede pasar sin ser observada, desconocida, toda una vida, por no ser lo bastante fuerte para revelarse. Y solamente muy tarde, cuando la fuerza de la brujería ha crecido lo suficiente, que despierta el demonio dormido. No me cabe duda de que el propio hombre lobo está sobrecogido por el horror. Dios le ayude si los demás se enteran de quién es. —Que Dios le ayude pensando en que tus patanes asustados puedan decidir hacer al «warg» —gruñó Hugi.

Mientras cabalgaba hacia la puerta, Holger iba con el ceño fruncido. Aquello tenía sentido si se tenía en cuenta las cosas fantásticas que predominaban en este universo. Hombres lobos… ¿cuál era la palabra?… Ah, sí, la licantropía, heredada probablemente como una serie de genes recesivos. Si tenías la serie completa, eras un licántropo siempre y en todas partes… y probablemente tu padre te matara la primera vez que encontrara un cachorro de lobo en la cuna de su hijo. Con una herencia incompleta, la tendencia a cambiar era más débil. Podía ser totalmente latente, y el pobre campesino que llevara la maldición no sospecharía lo más mínimo: hasta que la brujería redoblada del Mundo Medio soplara por encima de las montañas y reforzara cualquier química corporal que se viera implicada en ello.

Miró los alrededores a través de la luz crepuscular. El pueblo estaba rodeado por una gruesa empalizada, sobre la que había un sendero por el que sir Yve haría esta noche su ronda. En el interior había casas de madera, estrechas y apretadas, de dos o tres pisos. Las calles que serpenteaban entre ellas eran simples senderos, que apestaban por el estiércol que los animales dejaban caer cada noche. Aquella en la que entró era un poco más ancha y recta, pero tampoco demasiado. Varias mujeres vestidas con largas túnicas terminadas en griñones, con hijos de pelo alborotado, y unos artesanos vestidos con delantal se quedaron mirándolo cuando traspasó la puerta. Casi todos llevaban antorchas que llameaban y chisporroteaban bajo el cielo de color morado oscuro. Mientras lo seguían a él charlaban en un tono respetuosamente bajo.

Holger se detuvo cerca de una calle que conducía a un lado, un túnel negro encerrado por los muros de las casas circundantes y techados por sus galerías colgantes. Silueteada por encima de las cumbreras, pudo ver la parte superior de una torre cuadrada que pertenecía sin duda al salón de sir Yve. Se agachó hacia un hombre fornido, que se tiró del pelo antes de decir:

—Odo el herrero, señor, a vuestro servicio.

Holger señaló hacia el callejón.

—¿Es éste el camino que lleva a la casa de vuestro señor?

—Cierto, sir. Oye, Frodoart, ¿está el amo en casa todavía?

Un hombre joven de capucha escarlata descolorida, que llevaba espada, asintió.

—Hace un momento lo he dejado, armado de pies a cabeza, tomando una copa de cerveza antes de subir a los muros. Su escudero soy, sir caballero. Allá os guiaré, que este lugar es ciertamente un laberinto.

Holger se quitó el casco, pues tenía los cabellos humedecidos por el sudor tras ir vestido con armadura el día entero, y la brisa del atardecer era fresca, aunque maloliente. Ya en el salón, comprendió que nada lujoso podía esperar. Evidentemente, sir Yve de Lourville no era rico: un caballero de una zona desértica con un puñado de seguidores que defendía estos lugares contra los bandidos, y administraba una tosca justicia. Raoul se había sentido lleno de orgullo cívico con la boda de la hija con el hijo pequeño de un noble menor, en la zona occidental del Imperio.

No importa, pensó Holger, algo que comer y un lugar donde dormir es todo lo que necesito ahora.

El escudero encendió una antorcha y caminó delante de él. Palpó a Papillon para estimularlo y comenzó a bajar por el callejón.

Una mujer gritó.

Holger se había vuelto a poner el casco y a sacar la espada antes de que terminara el grito. Papillon giró. Las gentes se acercaron unas a otras. Crecieron las voces. La luz de la antorcha arrojaba inquietas sombras sobre las casas de la calle principal; los pisos superiores quedaban perdidos en la negrura. Holger vio que todas las ventanas y puertas estaban bien cerradas. Tras una de aquellas paredes, la mujer gritó de nuevo.

Una contraventana cerrada con cerrojo de hierro saltó en astillas. La forma que salió de ella era alargada y peluda, resultando grisácea como el acero bajo la luz rojiza. Se había abierto camino de un cabezazo. Al caer a la calle, levantó el hocico del pecho. Llevaba entre las mandíbulas a un niño pequeño y desnudo.

—¡El lobo! —exclamó el herrero atragantándose—. ¡Virgen santa, estamos encerrados con el lobo!

La madre del niño apareció en la ventana.

—Entró por atrás —aulló estúpidamente. Extendía los brazos hacia el animal, hacia todos ellos—. ¡Entró y se llevó a Lusiane! ¡Ahí está, ahí está, por Dios, hombres, devolvedme a mi Lusiane!

Papillon avanzó rápidamente. El lobo, sosteniendo al niño, sonreía. La piel sonrosada del bebé estaba ensangrentada, pero seguía luchando y gritando. Holger lanzó un tajo con la espada, pero el lobo no estaba ya allí. Con vertiginosa rapidez se había metido entre las patas de Papillon y se había ido por la calle.

Frodoart el escudero trató de interceptarlo. El lobo ni siquiera se hizo a un lado, pues saltó sobre él. Más adelante aparecía la boca de otro callejón. Holger hizo que Papillon girara y galopó tras él. Demasiado tarde, pensó, demasiado tarde. Una vez estuviera en ese laberinto de pasadizos oscuros, el lobo podría devorar a su presa y convertirse en ser humano de nuevo antes de que cualquiera pudiera…

Escuchó un batir de alas blancas. Alianora, en forma de cisne, golpeó con el pico los ojos del warg. Este echó las orejas hacia atrás, torció hacia un lado y se dirigió hacia la siguiente salida. Pero el cisne descendió delante de él. Como si fuera una dura tormenta de nieve, detuvo al fugitivo.

Entonces llegó Holger. Lejos ya de las antorchas apenas si veía nada, pero sí pudo ver la gran forma sombría. Su espada silbó. Sintió cómo el filo cortaba la carne. Unos ojos lobunos le miraron destellantes, de un color verde frío, llenos de odio. Levantó la espada, la hoja atrajo la luz que por allí había y se dio cuenta de que no tenía sangre. El hierro no tenía capacidad para herir.

Papillon levantó los cascos, tiró a tierra al loup—garou y lo pisoteó. Pero la forma velluda se movía hacia un lado y otro y no recibía herida alguna. Desapareció por el callejón, pero dejando caer al niño, que lloraba.

Cuando los aldeanos llegaron, Alianora había tomado de nuevo forma humana. Sostenía en sus brazos a la pequeña niña, cubierta de sangre y barro.

—Ya, pobrecita, pobrecita mía, ya, ya, ya. Ya ha pasado todo. No estás muy malherida, sólo tienes pequeños cortes. Vaya, qué asustada estarás. Pero piensa que podrás decir a tus hijos que el mejor caballero del mundo te salvó. Ya, amor mío, no pasa nada…

Un hombre de barba negra que debía ser el padre, le cogió la niña de los brazos, se quedó un momento mirándola y cayó de rodillas, conmovido por un fuerte llanto.

Holger, sirviéndose de la parte plana de la espada y de la masa de Papillon, trató de mantener separada a la multitud.

—Tened calma —gritaba—. Que haya orden. La niña está bien. Tú, y tú, y tú, venid aquí. Necesito portadores de antorchas. Dejad de chillar. Lo que tenemos que hacer ahora es cazar ese lobo.

Varios hombres se pusieron de color verde, se santiguaron y desaparecieron. Odo, el herrero, sacudió un puño hacia la salida del callejón y dijo:

—¿Cómo hacerlo? Este barro no guarda huellas, ni tampoco el pavimento que hay en otros lugares. El enemigo llegará a su propia casa sin que lo sigan y volverá a convertirse en uno de nosotros.

Frodoart contempló los rostros que sobresalían entre las móviles sombras.

—Sabemos que no es ninguno de los que estamos aquí —dijo el escudero por encima de la algarabía—. Ni ninguno de los pastores que están en la puerta. Eso nos servirá de ayuda. Que cada hombre recuerde a aquel que está a su lado.

Hugi tiró de la manga de Holger.

—Si lo deseáis, podemos seguirlo —dijo—. Los pelos de mi morro seguirán su pestuza.

Holger arrugó su nariz y dijo:

—A lo único que huelo es a estiércol y basura.

—Ah, pero vos no sois un enano de los bosques. Rápido, dejadme en el suelo y seguiré el rastro. ¡Pero cuidad de estar bien cerca!

Holger subió a Alianora a la silla (el padre de la niña besó los pies de ésta) y siguió la forma parda de Hugi. Frodoart y Odo caminaban a ambos lados, con las antorchas bien levantadas. Unas docenas de hombres se apretaban tras los aldeanos más audaces, armados con cuchillos, palos y lanzas. Si cogían al licántropo, pensó Holger, sería posible sujetarlo por la fuerza hasta que le pudieran echar unas cuerdas. Y después… pero no le gustaba pensar en lo que vendría después.

Hugi rastreó los callejones varios minutos. Apareció en la plaza del mercado, que estaba empedrada y se encontraba algo más iluminada bajo las estrellas.

—Tan claro como la mostaza el olor —gritó—. Nada en el mundo apesta tanto como un hombre animal en esta última forma.

Holger se preguntó si las secreciones glandulares serían las responsables de esto. Las piedras sonaban huecas bajo los cascos de Papillon.

La calle que tomaron se alejaba de la plaza del mercado, estaba más o menos pavimentada y comparativamente era ancha. De vez en cuando había casas encendidas, pero Hugi ignoró a las personas que había dentro. Corría en línea recta hasta que Holger escuchó un grito a sus espaldas.

—¡No! —gruñó Frodoart—. ¡No, en el salón de mi amo!

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