23

Estaban sobre el risco, comprendió sorprendido Holger. No sabía cuánto tiempo habían permanecido en el subterráneo, pero la luna se dirigía hacia el oeste.

¿La luna? Sí. Sí, las nubes se estaban deshaciendo por el fuerte viento. El viento silbaba sobre una llanura de hierbas rígidas, en la que de vez en cuando había un árbol sin hojas, todo grisáceo bajo la pálida luz de la luna y las luces implacables de las estrellas. Holger no podía ver el humo que salía de la caverna del troll; el viento lo había esparcido rápidamente. Hacia el sur, muy cerca, la ondulación terminaba en el borde del risco, y más allá no se veía nada salvo la oscuridad, como si estuviera de pie al borde de la creación. Hacia el norte, creyó ver unas montañas que se encumbraban hacia el cielo, un destello de glaciares, pero no estaba seguro. El frío lo caló hasta los tuétanos.

Cojeando, Carahue se aproximó a él. Holger se preguntó si su aspecto sería tan malo como el del sarraceno, desgarrado, cubierto de sangre, negro como el humo, con un casco mellado y unas ropas desgarradas, llevando una espada ruinosa. En ese momento la luz se oscureció. Una nube se tragó la luna y ya no pudo ver nada.

—¿Estamos todos? —gruñó. Carahue respondió en voz tan baja que el crujido de las hierbas cercanas enterró su voz.

—Me temo que el hombrecito salió mal parado.

—No —dijo con los restos de un bajo gruñido—. Todavía estoy aquí.

La luna se liberó de nuevo. Holger se arrodilló junto a Alianora. Esta acunaba en su regazo la cabeza de Hugi. La sangre le brotaba por un lado, con un flujo uniforme, cuando Holger la vio.

—Hugi —susurró ella—. No puedes morir. No es posible.

—No, no te apenes —murmuró—. Habéis pagado un alto precio por mí.

Holger se agachó. Bajo la luz blanca e irreal de la luna, el rostro que contempló parecía tallado en una vieja y oscura madera. Sólo la barba, agitada por el viento, y algunas burbujas de sangre en los labios, seguían moviéndose. Vio que la herida no podía cerrarse. Era demasiado grande para un cuerpo tan pequeño.

Hugi extendió una mano y palmeó la de Alianora.

—No llores —susurró—. Hay unas cincuenta mujeres de mi raza que tienen motivo para gemir. Pero siempre has sido tú a la que más hemos amado —movió la mano en el aire—. Te daría algún buen consejo si pudiera. Pero el ruido que hay en mi cabeza es demasiado grande.

Holger se quitó el casco y comenzó a recitar el Aventaría No podía hacer ninguna otra cosa y quizá ninguna fuera mejor en esa montaña fría barrida por el viento. Pidió que trataran bien al alma de Hugi. Y, cuando el enano murió, Holger le cerró los ojos y le hizo la señal de la cruz.

Levantándose, dejó sola a Alianora mientras Carahue y él abrían una tumba de escasa superficie con sus espadas. Después amontonaron unas rocas encima y clavaron la daga de Hugi en el montículo con la empuñadura hacia arriba. A unos kilómetros, los lobos aullaron. Holger esperó que no encontraran la tumba. Finalmente, se curaron sus propias heridas lo mejor que pudieron. —Hemos tenido fuertes pérdidas —dijo Carahue. La fatiga había acabado con su alegría—. No sólo a nuestro amigo, sino también un caballo, y la muía de los equipajes. Nuestras espadas no son sino mazos de hierro sin filo, y las cotas de malla están destrozadas. Alianora no puede volar hasta que su ala… hasta que su brazo se cure.

Holger miró la tierra grisácea. El viento le golpeó en el rostro.

—Eso era cosa mía —dijo—. No está bien que otros salieran heridos.

El sarraceno le miró fijamente.

—Creo que ésa es la tarea de todos los hombres honorables —dijo.

—Carahue, debería haberos dicho que se nos enfrenta la propia reina Morgana le Fay. Ella sabrá que hemos llegado hasta aquí. Imagino que estará ya en el Mundo Medio, consiguiendo los hombres necesarios para que nos detengan.

—Los mundomedianos viajan rápidamente —respondió Carahue—. Será mejor que no nos detengamos a descansar. ¿Pero qué haremos cuando lleguemos a esa iglesia?

—Entonces habrá terminado mi búsqueda… quizá… y quizá estemos a salvo. O puede que no. No lo sé.

Holger estuvo a punto de contarle a Carahue toda la historia, pero el sarraceno ya se había dado la vuelta para coger su caballo. No había tiempo.

Alianora saltó detrás de Holger sobre Papillon. Le estrechó la cintura con sus brazos, con una fuerza desesperada. Sólo se volvió una vez, para despedirse de aquel que quedaba enterrado.

El semental estaba deshecho, y la yegua se arrastraba agotada. Los cascos resonaban sobre la piedra, la hierba se abría con murmullos secos, el tojo rechinaba y los árboles muertos crujían. Abajo, por encima del horizonte, la media luna aturdía los ojos de Holger, como si tratara de cegarle.

Al cabo de un rato, Alianora dijo: —¿El enemigo se lanzó contra nosotros por casualidad, bajo el paso?

—No —contestó Holger mirando la tierra incolora punteada de sombras. Carahue era una silueta sobre las estrellas y las nubes… posiblemente iba dormido en la silla, pues no respondió cuando Holger siguió diciendo—: Primero llegó Morgana. Envió a los montañeses después de que habláramos.

—¿Y qué te dijo esa bruja?

—Ella… nada. Sólo quería que me rindiera.

—Imagino que desearía algo más —añadió Alianora—. Fue tuya en otro tiempo, ¿no?

—Así es —contestó Holger apagadamente.

—Ella podría darte una vida de orgullo.

—Le dije que prefería quedarme contigo.

—Oh, querido —susurró Alianora—. Yo… Yo…

Holger se dio cuenta de que estaba intentando no llorar.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Ay, no lo sé. Debería ser tan feliz ahora… y, y sin embargo, no puedo evitarlo…

Se limpió los ojos con lo que quedaba del manto de Holger.

—Pero —replicó Holger tartamudeando—. Pero yo creía que tú y Carahue.

—¿El? Ciertamente es agradable. ¿Pero realmente crees, Holger, de verdad crees que yo quería otra cosa que mantener su mente apartada de ti y tu secreto? ¿Y quizá darte un poco de celos? ¿Cómo mujer alguna va a querer a un hombre que no seas tú?

El se quedó mirando la estrella polar.

Ella recuperó el aliento y le puso las manos en los hombros.

—No hablemos más de eso ahora —dijo Alianora con firmeza—. Pero si te pillo mirando a otra mujer, Holger, te irá muy mal —se detuvo—. Alguna mujer que no sea yo. Holger hizo que el caballo se detuviera.

—¡Carahue! —gritó—. ¡Despierta!

—¿Qué pasa? —preguntó el sarraceno cogiendo el sable.

—Nuestros animales —dijo Holger, no del todo especiosamente—. Si no les damos un descanso morirán. A la larga, correremos más si descansamos aquí una hora.

El rostro de Carahue era un contorno ovalado y borroso, su armadura tenía un brillo apagado, pero Holger pudo ver que meditaba sus palabras.

—No sé. Cuando Morgana se lance a perseguirnos, sus caballos son como una tempestad. Pero, sin embargo… —se encogió de hombros—. Como deseéis.

Se deslizaron por la hierba, Alianora iba cogida firmemente de la mano de Holger. El hizo una señal a Carahue, esperando que su gesto no fuera demasiado presuntuoso. El sarraceno pareció sorprendido un momento y después se echó a reír.

—Buena suerte, amigo mío —dijo. Se estiró cuan largo era sobre el suelo y se quedó silbando una melodía al cielo.

Holger siguió un trecho a Alianora. Se había olvidado de su dolor y su fatiga. El corazón le latía, pero no violentamente, sino con un tono alegre y fuerte que recorría todo su cuerpo. Cuando se detuvieron, se cogieron de las manos y permanecieron mirándose uno al otro.

La luz de la luna fluía sobre el montículo, grisáceo, cubierto por las sombras, destellando sobre la escarcha. Las nubes que quedaban tenían los bordes luminosos; las estrellas brillaban entre ellas. El viento seguía siendo fuerte, pero Holger no le prestaba atención. Veía a Alianora como una especie de azogue, de sombra deslizante de luz blanca y fría. Las gotas de rocío centelleaban en el pelo de ésta y la luz de la luna estaba en sus ojos.

—Quizá no tengamos oportunidad de hablar de nuevo —dijo ella tranquilamente.

—Quizá no —respondió él.

—Entonces déjame que te diga ahora que te amo.

—Y yo te amo a ti.

—Ay, querido mío… —se acercó a él y él la abrazó.

—He sido un estúpido —dijo él entonces, deseando poder encontrar palabras mejores—. No sabía lo que quería. Pensé que cuando esto terminara podría irme y dejarte. Estaba equivocado.

Ella le perdonó con las manos, los labios y los ojos.

—Si de alguna manera seguimos con vida —dijo él—, nunca nos separaremos. Pertenezco a este mundo. Al mundo en que tú vives.

Las lágrimas de ella captaron la luz de la luna, pero su risa era baja y feliz.

—Basta por ahora —dijo ella.

—El la besó de nuevo.

El grito de Carahue los apartó. El ruido volaba con el viento, sonoramente, y moría en ese lago de la luz de la una.

—¡Rápido, venid rápido, los montañeses!

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