22

Carahue iba el primero, llevando a Hugi como guía. La yegua hacía un gran ruido. Por un momento, Holger pudo ver las cintas rojas y azules entrelazadas en su cola. Luego los músculos de Papillon se pusieron tensos entre sus rodillas.

Dirigiéndose hacia el este por la escarpadura, tenían que pasar junto al enemigo. Oyeron un aullido. Holger vio que una lanza venía desde la izquierda. La vio girar en el aire y formar un arco hacia abajo. Levantó su escudo y la lanza rebotó. Un instante después, tres flechas se clavaban sólidamente en el marco de madera.

Aceleró hacia la oscuridad, lejos de la hoguera. La yegua blanca y las prendas blancas sueltas de Alianora formaban una mancha que podía distinguirse de las sombras. Papillon tropezó. Las chispas indicaban el lugar en el que los cascos de los caballos golpeaban el pedernal. Los animales tuvieron que reducir obligatoriamente su carrera. Por ambos lados y por arriba Holger estaba cegado. No sabía si su imaginación o sus sentidos le indicaban los riscos que quedaban a la izquierda. Sentía el peso de éstos por encima, abrumadoramente, como si estuviera ya enterrado debajo.

Al echar una mirada hacia atrás, pudo ver al jefe de los montañeses. El hombre de la capa de tejón había cogido una ama de la hoguera. La sacudió por encima de su cabeza, hasta que prendieron las llamas, y se quedó allí bajo los colores rojizo y amarillento. Lanzando un grito a sus guerreros, levantó el hacha y se lanzó en su persecución.

Se acercó rápidamente a los caballos. Holger vislumbró que otros le seguían, aunque no con tanta ansia. Pero su atención estaba centrada en ese hombre. El jefe se acercó por el lado izquierdo, donde la espada del caballero no le podía alanzar. Se abalanzó y golpeó la cubierta de fieltro de Papión. El semental resbaló, derribando casi a sus jinetes. Holger le dio la vuelta para hacer frente al siguiente ataque.

Si me quedo aquí un minuto más, todos ellos me rodearán, pensó el danés.

—¡Aguanta, Alianora! —se inclinó hacia adelante y atacó a u oponente. Este detuvo el golpe con el hacha. Con agilidad, el caníbal retrocedió. El rostro pintado de barba trénzala se burló de Holger.

Pero la antorcha que llevaba en la mano izquierda estaba d alcance de la espada. Holger se lanzó contra el pecho del montañés. El salvaje lanzó un ladrido de dolor. Antes de que pudiera recuperarse, Holger estaba lo bastante cerca como para golpear de nuevo. Y esta vez el acero encontró la carne. El jefe cayó.

Valiente bastardo, pensó Holger. Espoleó a Papillon para que siguiera a Carahue. El encuentro sólo había durado unos segundos.

Siguieron moviéndose interminablemente. El enemigo los seguía, no atreviéndose a encontrarse con ellos. Las flechas silbaban en la oscuridad. Se escuchaban gritos.

—Pronto se unirán y se acercarán a nosotros —dijo Carahue por encima del hombro.

—No lo creo así —contestó Alianora—. ¿No lo oléis?

Holger abrió las ventanas de su nariz. El viento le daba en el rostro. Podía oírlo, y sentir cómo movía sus ropas. Sintió lo helado que era. Nada más. —¡Uffl —exclamó Carahue un momento más tarde— ¿Es eso lo que huelo?

Alguien gimió en la noche, por atrás. La nariz de Holger, menos eficaz por causa del tabaco, fue la última en captar el olor. Pero para entonces los caníbales habían abandonado la persecución. Sin duda se quedarían por allí para asegurarse a la mañana siguiente de que los enemigos no daban la vuelta y bajaban por la colina; pero no pensaban seguir adelante en esa dirección.

Si es posible describir un olor como espeso y frío, así es como habría que hacerlo con el del troll. Cuando Holger llegó a la entrada de la cueva, se tuvo que tapar la nariz.

Tiró de las riendas. De un salto, Alianora bajó al suelo.

—Tenemos que coger ramas para antorchas, para alumbrar el camino —explicó—. Hay ramas secas por aquí, posiblemente traídas en montones en la bestia para hacerse el nido.

En un momento había recogido varias, que Hugi encendió utilizando el acero y el pedernal. Cuando crecieron las llamas, Holger vio un agujero de tres metros en la pared de la roca. Más allá se abría la oscuridad.

Carahue y él desmontaron. Dieron los caballos a Alianora para que los condujera desde atrás. Ellos se pusieron al frente, con Hugi como portador de la antorcha.

—Bien —dijo el danés inútilmente—. Aquí estamos.

Sentía la lengua seca.

—Me gustaría volver a ver las estrellas —comentó Alianora. El viento se llevó sus palabras. Hugi le apretó la mano.

—En marcha —dijo Carahue—. ¿Suponéis que nos encontraremos con el troll? Nuestras espadas lo cortarán en jirones. No tenemos que asustarnos por cuentos de viejas.

Cabalgó a paso vivo hasta la entrada de la cueva y penetró por ella.

Holger le siguió, sintiendo la pesadez de la espada en la mano derecha y el escudo en el brazo izquierdo. Sentía el sudor goteando bajo su cota de malla, produciéndole una picazón que no se podía rascar, y dolores apagados en donde harían caído los golpes. El aire de la cueva estaba lleno de olor troll y a carroña. Las llamas de la antorcha danzaban, mentaban y volvían a avivarse, agitando las sombras de los muros. Holger habría jurado que algunas de las formaciones de sombras eran rostros que le miraban. El suelo estaba cubierto de piedras que acuchillaban los dedos de los pies. Precavidamente, Alianora siguió recogiendo trozos de madera y paja entre los huesos de animales esparcidos por el camino. El ruido más fuerte era el de los cascos de los caballos, un agudo golpeteo que era seguido por el eco. Holger tenía cada vez más la sensación de que las paredes se apretaban hacia el interior.

Al final de la cueva habían excavado un túnel de algo menos de tres metros de altura, y no mucho más ancho, lo que obligó a Holger y Carahue a aproximarse. Holger procuró no pensar si el troll lo habría excavado con las manos. En una o los ocasiones sus pies chocaron con lo que podía reconocerse como restos de cráneos humanos. Tras recorrer varias bajadas del túnel, perdió el sentido del equilibrio y sólo sabía que descendían, interminablemente, hacia las tripas de la tierra. Sofocó un deseo de gritar.

El pasillo desembocaba en una caverna ligeramente más grande. En el extremo opuesto se abrían otros tres agujeros, Hugi hizo una seña a sus compañeros y deambuló por allí, desconcertado. La antorcha resaltaba las prominencias de su rostro y pintaba detrás su sombra, como si fuera algo negro y grotesco que fuera a comérselo.

Estudió la llama, que se había vuelto amarillenta y echaba mucho humo; humedeció el pulgar y lo puso en varias direcciones; se agachó para oler el suelo. Finalmente, miró hacia a salida de la izquierda.

—Esta es —gruñó.

—No —replicó Holger—. ¿No te das cuenta de que el suelo desciende en esa dirección.

—No, no es así. No arméis tanto alboroto. —¡Te digo que estás chiflado! —protestó Holger—. Cualquier estúpido…

Hugi le miró con el ceño fruncido.

—Cualquier estúpido puede seguir sus caprichos —terminó el enano—. Quizá tengáis razón. No puedo decirlo con seguridad. Pero opino que éste es el túnel, y sé más de madrigueras que vos. ¿Estáis dispuesto a seguir?

Holger tragó saliva.

—De acuerdo —dijo—. Lo siento. Sigamos.

El espectro de una sonrisa levantó los bigotes de Hugi.

—Buen muchacho —dijo, entrando al trote por el pasillo que había elegido. Los demás le siguieron.

Enseguida cogieron un camino inequívocamente ascendente. Holger no dijo nada cuando Hugi pasó junto a varios agujeros sin ni siquiera mirarlos. Pero cuando llegó a otra triple elección, el enano se quedó deliberando unos minutos. Al final, turbado, dijo:

—Por lo que parece, debemos coger el del centro. Aunque creo que la peste a troll es más fuerte en él.

—¿Acaso eso importa algo? —preguntó Carahue irónicamente.

—A lo mejor su nido está en esa dirección —susurró Alianora. Uno de los caballos resopló: en ese espacio estrecho y resonante, el ruido que produjo fue fantasmal—. ¿No se puede rodear por ninguna parte?

—Es posible —contestó Hugi dubitativamente—. Aunque sería un rodeo muy largo.

—Y tenemos que llegar pronto a la iglesia —intervino Holger.

—¿Por qué? —preguntó Carahue.

—Eso no importa ahora —contestó Holger—. ¿Creéis mi palabra?

No era ése el lugar apropiado para detenerse a explicar la complicada verdad, por muy fiel que el sarraceno hubiera demostrado ser. Pero el hecho evidente era que la espada Cortana resultaba decisiva. El enemigo no se habría esforzado tanto para bloquear esa búsqueda de no haber sido sí.

Morgana podría haber llegado a la iglesia antes que él sin problemas. Pero no debía ser capaz de llevarse el arma a otra arte. Sin duda era demasiado pesada para su fuerza natural, demasiado santa para sus hechizos. Necesitaría ayuda humana, como lo había necesitado cuando robó por primera vez Cortana. Pero los paganos estaban demasiado asustados por la iglesia de San Grimmin para acercarse a ella, incluso aunque Morgana se lo mandara; y sus hombres de otras pares del mundo estaban demasiado atareados preparando el ataque al Imperio.

Sin embargo, si tenía suficiente tiempo podría encontrar a alguien. O… más probablemente… podría invocar a los poderes que interceptarían a Holger en su camino. Hasta ahora había tenido más suerte de la que se merecía; pero sabía perfectamente que no podría seguir abriéndose camino así a través de los aliados de Morgana. Sólo un santo podría conseguirlo, y él estaba muy lejos de la santidad.

Tenía que darse prisa.

Carahue posó gravemente su mirada en él antes de decir:

—Como deseéis, amigo mío. Tomemos entonces el canino más recto.

Hugi se encogió de hombros y abrió la marcha. El agujero se retorcía, se elevaba, se hundía, volvía a elevarse, se esquinaba, se estrechaba, para volver a ensancharse y a estrecharse otra vez. Las pisadas del grupo parecían tamborileos. Como si estuvieran anunciando: Aquí, aquí estamos, troll, aquí. Aquí, aquí, aquí estamos.

Cuando las paredes de la roca se cerraron tanto que les rozaban los hombros, Holger se encontró detrás de Hugi, con Carahue a su espalda y Alianora guiando los caballos junto a la espalda del sarraceno. Ante sus ojos sólo podía ver los chisporroteos de la antorcha. Oyó murmurar a Carahue:

—El más grave de mis pecados es haber permitido a tan dulce doncella entrar en un lugar tan horrible. Dios no me lo perdonará.

—Lo haré yo por él —respondió ella en voz baja.

Carahue sofocó una risa.

—¡Bueno! ¡Con eso basta! Y al fin y al cabo, dama mía, ¿quién necesita el sol, la luna o las estrellas cuando vos estáis presente?

—No, os lo suplico, no debemos hablar.

—Entonces pensaré. Tendré pensamientos de belleza, de gracia, de suavidad y encanto; en resumen, pensaré en Alianora.

—Ay, Carahue…

Holger se mordió los labios hasta que sintió dolor.

—Guardad silencio —les reprendió Hugi—. Nos acercamos a su madriguera.

El túnel terminaba. La luz de la antorcha no se extendía más allá de la caverna. Holger había confundido las visiones de los muros curvándose hacia arriba perdiéndoles en una oscuridad móvil. El suelo estaba lleno de ramas, hojas, paja y huesos: por todas partes había huesos roídos. La peste a muerte le superó. Vomitó.

^¡Silencio! —ordenó Hugi—. ¿Creéis que me gusta este lugar? Quedaos donde estáis. Hay muchas salidas en el otro lado.

El alfombrado crujía bajo sus pies, más fuerte a cada paso. Holger se tambaleaba mareado. Tropezó con un leño. Una rama le arañó el cuello, como si buscara sus ojos. Un mentón humano se deshizo cuando lo pisó. Oía que los caballos se hundían bajo su peso, sacudiéndose indignados.

La antorcha se avivó. En ese mismo momento, Holger sintió una corriente fría.

—¡No estamos muy lejos de la salida! —exclamó Hugi.

«No», repitió el eco. «Nooo.»

El troll se movió bajo las hojas muertas.

Alianora gritó. Holger pensó que hasta entonces nunca había escuchado en su voz un miedo auténtico. —Dios tenga piedad de nosotros —dijo en voz baja Carahue. Hugi se agachó y gruñó. A Holger se le cayó la espada, se gachó para recogerla y volvió a caérsele de nuevo porque mía las manos cubiertas de sudor.

El troll se acercó arrastrando los pies. Debía tener más de dos metros de altura, bastante más. Iba inclinado hacia el frente, con los brazos colgándole junto a las gruesas patas, terminadas en unos pies con garras, aunque era difícil saberse con seguridad. Su piel verde, sin pelo, se movía encima del cuerpo. Su cabeza tenía una raja como boca, una larga nariz y los ojos que eran como dos agujeros negros, sin pupilas ni parte blanca, unos ojos que se bebían la débil luz de la antor—ha sin devolver ni un sólo brillo.

—Hu-u-u —dijo, sonriendo y extendiendo la mano.

Carahue gritó. El sable destelló. Golpeó con sonido de carnicero. De la herida se elevó humo. Pero la sonrisa del troll no se alteró. Extendió la otra mano hacia Carahue. Holger sujetó la espada y le atacó ese brazo.

El troll le golpeó. Pero Holger detuvo el golpe con el escudo. La madera de éste se agrietó. Holger trastabilló en la podredumbre del suelo. Un momento después estaba acosado, esforzándose por respirar. La yegua de Carahue relinchó aterrorizada y se desbocó. Alianora tiró de las riendas, eso fue todo lo que vio Holger antes de ponerse de nuevo en pie. Dirigió entonces su mirada hacia Carahue.

El sarraceno bailaba sobre el nido. Aunque parecía increíble, conseguía mantener su equilibrio en esa maraña. Esquivaba cada torpe embestida del troll, sin dejar descansar su espada. Este silbaba y vociferaba confusamente, tras su sonrisa. Pero cada golpe penetraba más en la carne verde. El troll gruñía. Y Carahue seguía buscando fría y cuidadosamente la muñeca adecuada.

Hasta que con un golpe final le cortó esa mano.

—¡A por la otra! —dijo, riendo en voz alta—. ¡Ilumínanos, Hugi!

El enano había dejado erguida la antorcha entre dos ra— mas y ahora trataba de ayudar a Alianora a controlar la yegua. Papillon marchaba en círculos, buscado una oportunidad de ayudar.

El semental aprovechó su oportunidad cuando el troll se echó hacia la izquierda ante Carahue. Corrió desde atrás y dejó caer los cascos delanteros con terrible furia sobre las anchas espaldas de la bestia. El troll cayó hacia adelante. Papillon se levantó a su tremenda altura y se dejó caer de nuevo. Machacó la cabeza del troll.

—Por el cielo piadoso —exclamó Carahue jadeante. Se santiguó. Volviéndose hacia Holger, le dijo alegremente—: No estuvo mal, ¿verdad?

Holger miró su escudo destrozado.

—No —contestó con voz de arrepentimiento—. Sólo mi actuación estuvo mal.

La yegua seguía inquieta, aunque se había calmado lo suficiente como para dejar que Alianora le acariciara el cuello.

—Vamos, salgamos de aquí —dijo Hugi—. Este hedor va a acabar con mi nariz.

Holger asintió.

—La salida no debe estar lejos… Jesucristo!

Como una enorme araña verde, la mano cortada del troll empezó a correr sobre sus dedos. Recorrió el suelo, se subió por un leño enganchándose a la corteza y bajó de nuevo, hasta encontrar la muñeca cortada. Y allí creció rápidamente. La cabeza machacada del troll se rehizo. Este volvió a ponerse en pie y les sonrió. La débil antorcha iluminó sus colmillos rojizos.

Se lanzó hacia Holger. Por un breve momento, el danés deseo huir. Pero no había ningún lugar por donde hacerlo. Escupió en el suelo y levantó la espada. Cuando el troll se dirigía hacia él, la dejó caer con todas sus fuerzas. Una y otra vez, su brazo, fuerte como un roble, movía la espada. El hierro resonaba en la oscuridad. Brotaba una sangre verde y helada, que se volvía negra con el humo de esa carne innatural. La espada parecía brillar. Cortó el brazo de la bestia por el hombro. Rodó sobre las hojas, se sacudió y empezó a buscar el camino de regreso. Carahue atacaba por el lado derecho, el sable se metía en las costillas del troll. Pero los trozos que cortaban, con un ruido de succión, se arrastraban hacia su sueño. Papillon se ponía de manos y golpeaba con los cascos delanteros. El troll tenía desgarrada la mitad del rostro. Bajó las mandíbulas hacia el semental y le mordió el tobillo. Este relinchó. El troll le golpeó en el costado con la mano que le quedaba. Brotó la sangre. Carahue se metió en medio de otro golpe, en su vientre cubierto por la armadura, cayó al suelo con estrépito y no volvió a levantarse.

¡Verdaderamente no podemos matarlo!, pensó Holger. Qué lugar para morir.

—¡Vete de aquí, Alianora!

—No —exclamó, cogiendo la antorcha y acercándose a Papillon, que estaba enloquecido por el dolor en la pata—. Lo haré por ti —gritó ella—. Aguanta y te liberará.

El troll cogió el brazo izquierdo y volvió a colocárselo. La mitad de su rostro parecía seguir riendo. Holger golpeaba una y otra vez, abriendo heridas profundas, pero éstas se cerraban enseguida. Tropezó hacia atrás. Por encima del hombro del troll vio a Alianora meterse bajo las pezuñas de Papillon, coger al semental por la brida y lograr que se detuviera. Se arrodilló para tratar de soltarle las mandíbulas del troll, que se habían desprendido y estaban clavadas en él.

Cuando se acercó su antorcha, soltaron el bocado. Sorprendida, se hizo a un lado. El troll lanzó un grito. Apartándose de Holger, buscó los huesos, los cogió y se los puso en a cabeza. Sus dientes entrechocaban cuando se dio la vuelta para dirigirse otra vez hacia el danés.

Alianora gritó con fuerza. Le golpeó la espalda con la antorcha. El troll lanzó un grito y cayó a cuatro patas. La piel quemada no se curaba.

Entonces, Holger lo comprendió.

—¡Un fuego! —gritó con estruendo—. ¡Encended un fuego! ¡Quemad a la bestia! Alianora metió la antorcha en un montón de paja. Esta se encendió. El humo le picaba a Holger en la nariz… era un humo limpio, pensó locamente, llamas limpias, que quemaban la peste a tumba que le rodeaba. Fortaleció su posición y atacó.

Le cortó una mano al troll por la muñeca, que por la fuerza del tajo recorrió la mitad de la caverna. Alianora se lanzó sobre ella. Aunque la tenía cogida, aquella cosa se agitaba, unos dedos parecidos a gusanos verdes trataban de liberarse clavándose en ella. Alianora la lanzó al fuego. Por un momento, la mano siguió sacudiéndose, clavando incluso las garras en las llamas. Pero enseguida se puso negra. Al morir, el fuego se la tragó.

El troll gritaba. Utilizaba su brazo mutilado como si fuera un mazo. A Holger se le cayó la espada de las manos. Se agachó para cogerla. El troll se lanzó encima de él. Por un momento estuvo bajo esa masa, sin poder respirar. Papillon atacó y el monstruo se retiró.

Dando traspiés, Carahue se levantó y reemprendió la lucha. Papillon derribó al troll. Carahue comenzó a golpear una pata, una y otra vez. Cuando la cortó, Alianora la cogió con los brazos. El fuego estaba prendiendo ahora en la madera. La grieta se había convertido en un fuelle; llenaba la cueva de luz. Necesitó de toda su fuerza pero consiguió empujar la pata entre los carbones.

Holger se dio la vuelta. Una mano se había agarrado a su tobillo… la otra mano que había cortado Carahue. Se la quitó y la arrojó al fuego. De alguna manera cayó en un claro y se arrastró a lugar seguro, bajo un leño. Hugi se lanzó por ella. El enano y la mano rodaron juntos.

El troll perdió la cabeza. Se movía y babeaba mientras Holger le atacaba con la espada. La arrojó a las llamas. Rodó, ardiendo y extendiendo las llamas, hacia Alianora. Holger volvió a atacarla. Despreocupándose de lo que le sucedería al temple de su espada, la ensartó sobre el fuego hasta que se consumió. Quedaba el torso. Era una terrible tarea cuando Holger y tararme le hicieron rodar, aunque fuera tan pesado como el mundo entero, hacia el horno de la cueva, mientras el torso trataba de librarse, utilizando sus tripas como si fueran serpientes. Después, Holger no pudo recordar claramente lo que había sucedido, pero consiguieron quemarlo.

Lo último que vieron sus ojos fue la mano rojiza como las propias llamas que Hugi arrojó al fuego, para destruirla. Se dejó caer entonces al fuego y se quedó inmóvil.

Alianora acudió junto a él.

—Está malherido —gritó. Holger apenas podía oírla entre a conflagración. El calor y el humo le mareaban y le impelían pensar—. ¡Hugi, Hugi!

—Será mejor que escapemos antes de que todo el lugar se convierta en un caldero de fuego —jadeó Carahue junto al oído de Holger—. Veamos cómo sale el humo del túnel. Ese era nuestro camino. Que ella lleve al enano y vos ayudadme con este torpe caballo mío.

De alguna manera consiguieron tranquilizar al animal. De alguna manera se abrieron camino por un pasillo en el que cada respiración resultaba dolorosa. Pero llegaron al aire libre.

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