Giraron hacia el norte y cabalgaron varias horas, la mayor parte de las cuales Hugi las empleó en recordar sus hazañas entre las hembras de su especie. Holger le escuchaba con un oído, simulando un respeto que ciertamente merecería si la mitad de lo que contaba era cierto. Pero en la otra mitad de sí mismo estaba perdido en sus pensamientos. Conforme iban ascendiendo a mayor altura, el bosque se volvía más abierto, y podían ver prados llenos de flores silvestres, iluminados por la luz del sol, piedras cubiertas de líquenes grisáceos entre grupos de árboles, y de vez en cuando tenían una vista a través de las colinas que se perdían en una distancia púrpura. Había por allí muchos torrentes, que saltaban y destellaban en su prisa por llegar a los valles inferiores, formando arco iris por encima, allá donde caían sobre los riscos. Revoloteaban por allí los martín pescadores, pasando como pequeños rayos azules, los halcones y las águilas se remontaban a gran altura, una bandada de gansos silvestres se levantó ruidosamente de entre los juncos de un lago, pudo vislumbrar conejos, un ciervo y un par de osos. Las nubes blancas iban trazando su línea de sombra a través de la tierra desigual, de muchos colores, y el viento soplaba fríamente en el rostro de Holger. Pero descubrió que el viaje le gustaba. Incluso la armadura, que al principio le arrastraba hacia abajo, se estaba convirtiendo en parte de sí mismo. Y .de alguna manera oscura sentía una sensación de patria en aquellas tierras, como si las hubiera conocido hacía mucho tiempo.
Trató de perseguir ese recuerdo. ¿Había sido en los Alpes, o en el alto saetere de Noruega, o en los prados montañosos que rodeaban Rainier? No, era algo más que una similaridad. Casi conocía esas marcas de Faerie. Pero la imagen no le llegaba y la rechazó como otro caso más de deja vu.
También pensó que si su transición hasta allí le había permitido aprender una lengua nueva, también podría haberle hecho otros trucos a su cerebro. Por un momento tuvo la idea absurda de que quizá su mente había sido transferida a otro cuerpo. Miró sus grandes manos, levantó una de ellas para tocar el hoyo familiar en el puente de la nariz, recuerdo de aquel gran día en el que ayudó a la paliza que tuvo como resultado Politécnica 36 a 24. No, seguía siendo él mismo. Y dicho sea de paso, con bastante necesidad de un buen afeitado.
El sol estaba ya bajo cuando cruzaron un último prado y se detuvieron bajo los árboles que había a orillas de un lago. El agua captaba la luz y durante dos kilómetros se convertía en una hoja de fuego; una bandada de gansos se agitó entre los matorrales.
—Podemos esperar aquí —dijo Hugi, deslizándose hasta el suelo y frotándose las nalgas con las manos—. Buf —exclamó con una mueca—. ¡Mi pobre y viejo trasero!
Holger también desmontó y sintió también ciertos efectos. No había motivos para atar a Papillon, que se comportaba como un perrillo. Le quitó las bridas y el corcel empezó a corretear alegremente.
—Vendrá pronto —ronroneó Hugi—. Tiene su choza por aquí. Mientras esperamos, podríamos refrescarnos.
Holger captó la sugerencia y destapó la cerveza.
—Todavía no me has dicho quién es «ella» —comentó.
—Es Alianora, la doncella—cisne —dijo mientras trasegaba la cerveza—. Recorre da aquí palla to el bosque, a veces hasta el Mundo Medio, y los habitantes le cuentan sus rumores. Es una amiga muy querida. ¡Uau! ¡La vieja Madre Gerd será una bruja, pero como cervecera no hay otra!
Papillon relinchó. Al darse la vuelta, Holger vio una forma alargada de color amarillo manchado que se deslizaba hacia el lago. ¡Un leopardo! Antes de darse cuenta tenía la espada desenvainada y en alto.
—No, quieto —dijo Hugi tratando de cogerle el brazo, pero como no llegaba tan alto le sujetó de las piernas—. Viene en paz. No os atacará si no ofendéis a la doncella—cisne.
El leopardo se detuvo, se sentó y se quedó mirándoles con unos ojos fríos de color ámbar. Holger volvió a envainar la espada. Estaba cubierto de sudor. Ahora que esos lugares empezaban a volvérsele familiares, tenía que ocurrir algo así. Oyeron por encima un batir de alas.
—¡Es ella! —gritó Hugi, dando saltos y moviendo los brazos—. ¡Hola, hola, baja!
El cisne bajó aleteando hasta el suelo, deteniéndose a un metro de distancia. Era el cisne más grande que Holger había visto nunca. La luz de la tarde daba un tono dorado a su plumaje. Con dificultad, Holger dio un paso adelante, preguntándose por la manera de presentarse a un cisne. El ave aleteó y retrocedió.
—No, no, no ha miedo, Alianora —intervino Hugi—. Es un caballero que sólo quiere hablarte.
El cisne se detuvo, tocó suelo, extendió las alas y se quedó sobre las puntas de los dedos. Su cuerpo se hizo más largo, encogió el cuello, se estrecharon las alas…
—¡Por Jesucristo! —gritó Holger santiguándose. Allí había una mujer.
No, una joven. No debía tener más de 18 años: un cuerpo juvenil alto y esbelto, flexible y dorado por el sol, de cabellos color bronce que le caían sueltos sobre los hombros, enormes ojos grises, algunas pecas sobre una nariz corta e inclinada, una boca ancha y suave… ¡era muy hermosa! Casi sin pensarlo, Holger se quitó la correa de la barbilla, se desprendió del casco y la gorra y se inclinó ante ella.
Ella se aproximó tímidamente, moviendo sus largas y suaves pestañas. Iba vestida tan sólo con una breve túnica, sin mangas y ajustada, que parecía tejida con plumas blancas; sus pies descalzos no nacían ruido alguno en la hierba.
—Así que eres tú, Hugi —dijo ella con un tono de contralto suave que recordaba la entonación del enano—. Bienvenido. Y también vos, sir caballero, si sois un amigo de mi amigo.
El leopardo se agachó, movió la cola y miró a Holger con suspicacia. Alianora sonrió y se agachó para acariciarle bajo la barbilla. El leopardo se restregó contra sus piernas ronroneando como si fuera un motor Diesel.
—Este tipo alto es sir Holger —dijo Hugi, como dándose importancia—. Y como veis, compañero, ésta es la propia doncella—cisne. ¿Cenamos?
—Bueno… —empezó a decir Holger, y se detuvo para buscar las palabras adecuadas—. Es un placer conocerla, mi dama —dijo procurando utilizar el pronombre formal; ella tenía miedo de él y el leopardo seguía presente—. Espero que no la hayamos molestado.
—Qué va —contestó ella sonriendo y relajándose—. El placer es mío. Veo a tan pocos caballeros galantes.
Su tono no contenía una coquetería particular, sólo estaba tratando de ponerse a la altura de la cortesía de él.
—Bueno, comamos —gruñó Hugi—. Tengo la barriga pegada al espinazo.
Se sentaron sobre la hierba. Los dientes de Alianora desgarraron el pan duro y negro que le ofreció Holger con la misma facilidad que los del enano. No habló ninguno hasta que terminaron, cuando el sol estaba ya en el horizonte y las sombras se habían hecho tan largas como el mundo. En ese momento, Alianora miró directamente a Holger y le dijo.
—Hay un hombre que le está buscando, sir caballero. Un sarraceno. ¿Es amigo suyo?
—Ah, ¿un sarraceno? —preguntó Holger abriendo tanto la mandíbula que ésta produjo un ruidito—. No. Soy un… un extranjero. No conozco a nadie. Debéis estar equivocada.
—Puede ser —añadió Alianora cautamente—. ¿Qué os trajo entonces hasta mí?
Holger le explicó su dificultad, si podía o no confiar en la bruja. La joven frunció el ceño y se formó una pequeña arruga entre sus cejas oscuras.
—Me temo que eso no lo puedo saber —murmuró—. Pero os movéis en oscura compañía, sir caballero. Madre Gerd no es una alma buena, y todos saben lo tramposo que es el duque Alfric.
—¿Pensáis entonces que sería mejor no ir a verle?
—No puedo decirlo —exclamó ella con aspecto entristecido—. En nada conozco a los nobles de Faene. Sólo conozco a algunas de las gentes menores del Mundo Medio, algunos espíritus malévolos y nisser, una o dos hadas de las setas, y gentes así.
Holger parpadeó. Ya estaban otra vez con eso. Apenas había empezado a imaginar que estaba cuerdo, en una situación cuerda aunque improbable, cuando se ponían a hablar de lo sobrenatural como si esto formara parte de la cotidianidad.
Bueno. Quizá fuera así en este lugar. ¿Acaso no había visto cómo un cisne se convertía en un ser humano. Fuera o no una ilusión, estaba seguro de que en su propio mundo jamás habría visto tal cosa.
La sorpresa inicial y la sorpresa interior que esto produjo estaban desapareciendo. Había empezado a comprender, con todo su ser, lo lejos que estaba de su hogar, y lo solo que se encontraba. Cerró los puños y los apretó tratando de no maldecir ni llorar.
Para mantener la mente ocupada, preguntó:
—¿A qué os referís al hablar de un sarraceno?
—Ah, él —dijo la joven mirando a través del brillo crepuscular del lago. En medio de una enorme quietud, las golondrinas se lanzaban hacia abajo y ascendían—. No es que le haya visto yo misma, pero en los bosques corre el relato, los topos lo murmuran en sus madrigueras y los tejones se lo cuentan a las nutrias, el martín pescador y el cuervo se enteran y lo gritan a todos. Así es como oí, de esto hace ya muchas semanas, que un guerrero solitario, que por su rostro y vestido es un sarraceno, ha cabalgado por todas estas zonas preguntando por un caballero cristiano que cree está próximo. No ha dicho por qué quiere a ese hombre, pero su aspecto, tal como lo relata el sarraceno, es el vuestro: un gigante rubio que cabalga en un caballo negro llevando armas de… —se detuvo y miró a Papillon—. Ah, vuestro escudo está cubierto. El habla de tres corazones y tres leones.
Holger se puso rígido.
—No conozco a sarraceno alguno. No conozco a nadie aquí. Vengo de más lejos de lo que podríais entender.
—Quizá sea un enemigo vuestro que os busca para descuartizaros —intervino Hugi interesado—. O un amigo.
—¡Os digo que no lo conozco! —exclamó Holger, dándose cuenta de que había gritado—. Perdonadme. Me siento como si estuviera en la Luna.
Alianora abrió mucho los ojos.
—¿En la Luna? Oh, cielos —exclamó lanzando una risita que era un sonido muy dulce—. Bonita frase.
En alguna parte de su mente Holger registró el hecho, para su uso futuro, de que las frases hechas de su mundo parecían aquí algo nuevo. Pero, sobre todo, estaba pensando en el sarraceno. ¿Quién diablos sería? ti único musulmán que había conocido nunca era ese tímido y pequeño sirio de gafas de la facultad universitaria. ¡Bajo ninguna circunstancia iría él por ahí con uno de esos atavíos de langosta!
El, Holger, debía haberse hecho con el caballo y el equipo de un hombre que, por coincidencia, se le parecía. Eso podía producirle verdaderos problemas. De nada serviría buscar al guerrero sarraceno. Con seguridad que no.
Un estado de ánimo de desesperanza nihilista se apoderó de él.
—Iré a Faerie —afirmó—. No parece que tenga ninguna otra posibilidad.
—Es un lugar arriesgado para los mortales —intervino Alianora con gravedad. Se inclinó hacia adelante—. ¿De qué lado estáis, la Ley o el Caos?
Holger vaciló.
—No tengáis miedo —le presionó ella—. Me mantengo en paz con la mayor parte de los seres.
—La Ley, supongo —contestó lentamente—. Aunque no sé nada de este mun… esta tierra.
—Así lo pensaba —dijo Alianora—. Pues bien, también yo soy humana, e incluso aunque los favoritos de la Ley sean a menudo unos brutos, pienso que me gusta su causa más que la de Caos. Por eso me uniré a vos. Puede que os sirva de alguna ayuda en el Mundo Medio.
Holger iba a iniciar una protesta, pero ella levantó su mano esbelta y dijo:
—Nanay, ni una palabra. Apenas es un riesgo para mí, que puedo volar. Y… —se echó a reír—. ¡Y a fe mía que podría ser una alegre aventura!
La noche se acercaba y empezaron a sentir su frescor, y a ver las estrellas. Holger extendió la manta de la silla para dormir sobre ella, mientras Alianora se iba diciendo que buscaría cobijo en un árbol. El hombre permaneció despierto mucho tiempo, observando las constelaciones. Le resultaban familiares, el cielo de finales de verano del norte de Europa. ¿Pero estaba muy lejos el hogar? ¿O seguía teniendo la distancia algún significado?
Recordó que cuando Alianora tomó la forma humana, él, sin pensarlo, se santiguó. No lo había hecho en toda su vida. ¿Era sólo el efecto de ese entorno medieval, o parte de las habilidades inconscientes, la lengua, el saber montar a caballo y Dios sabía qué más, que había obtenido de algún modo? No conociéndose ni siquiera a sí mismo, se sentía solitario.
No había mosquitos allí. Agradece las pequeñas bendiciones. Pero en ese caso, por recordarle el hogar, habría dado la bienvenida a uno de ellos.,
Finalmente, se quedó dormido.