14

La morada del caballero estaba en una plaza, frente a la iglesia y encerrada entre casas. La cocina y los establos eran edificios separados. El salón no resultaba impresionante, pues era un habitáculo de madera con techo de paja, no mucho más grande que un apartamento del mundo de Holger. Tenía forma de T, con la rama izquierda del brazo de la cruz sirviendo de base a la torre que había observado antes. La parte frontal estaba en el extremo de la T, cerrada. La luz brillaba por entre las ventanas cerradas; los perros alborotaban en los establos. Hugi se acercó a la puerta de entrada remachada en hierro.

—Por aquí huyó el warg —afirmó.

—¡Y la familia de mi amo está sola! —exclamó Frodoart, tratando de abrir el cerrojo—. Cerrada con barras. ¡Sir Yve! ¿Podéis oírme? ¿Estáis bien?

—Odo, cubre la parte de atrás —gritó Holger—. Alianora elévate e infórmame de cualquier cosa inusual.

El cabalgó hasta la puerta y la golpeó con el pomo de la espada. El herrero reunió a varios hombres que corrieron hacia atrás. Hugi les siguió. Más gente iba llegando a la plaza. Gracias al fugitivo brillo amarillento de las antorchas, Holger reconoció que entre la gente estaban algunos de los pasto— res. Raoul, el campesino, se abrió paso entre la multitud para unirse a él, con la espada en la mano. Nadie respondía a la llamada.

—¿Estarán muertos ahí dentro? —sollozaba Frodoart—. ¡Derribemos la puerta! ¿Sois hombre o perros, que os quedáis ociosos cuando vuestro señor os necesita?

—¿Hay alguna puerta trasera? —preguntó Holger. La sangre le resonaba en las sienes. No tenía miedo del hombre lobo, ni siquiera una sensación de extrañeza. Aquello estaba bien: era el trabajo para el que había nacido.

Hugi se abrió camino entre las piernas y movió el estribo para llamar la atención de Holger.

—No hay otra puerta, salvo ventanas, todas tan cerradas como la última —informó el enano—. Pero el warg no ha salido de aquí. He olido todos los alrededores. Aunque hubiera saltado de la torre, he cubierto el terreno donde habría podido caer. Ahora todas las salidas están bloqueadas. Lo tenemos atrapado.

Holger miró a su alrededor. Los aldeanos habían dejado de moverse confusamente; todos rodeaban el salón y estaban muy quietos. La luz de la antorcha iluminaba pasajeramente el rostro pálido y asustado de una mujer, el cabello sudoroso de un hombre, el brillo de unos ojos en la sombra. Por encima de todos, sobresalían las armas, lanzas, hachas, picos, guadañas, mayales.

—¿Y qué hay de los siervos? —preguntó a Frodoart.

—No hay ninguno dentro, señor —contestó el escudero—. Los servidores de la casa son gentes del pueblo, que se van a casa al oscurecer, quedándose sólo el viejo Nicholas para atender a la familia. Y veo que está allí, lo mismo que los mozos de establo… ¡Entremos!

—Lo haré si me dejáis espacio.

Frodoart y Raoul abrieron un espacio con una eficacia bien intencionada aunque brutal. Holger acarició las crines de Papillon y murmuró:

—Muy bien, muchacho, veamos haber si servimos. Puso de manos al caballo, que con las patas delanteras golpeó la puerta. Una vez, dos veces, tres veces, hasta que el cerrojo se soltó y la puerta quedó abierta.

Cabalgando, Holger entró en una habitación larga. El suelo, sucio, estaba cubierto de juncos. Por encima de los bancos empotrados en los muros colgaban armas y trofeos de caza. Entre las vigas del techo se agitaban polvorientos estandartes de batalla. Unos candelabros fijados en la pared iluminaban bastante bien el lugar, mostrando que estaba vacío y resaltando una puerta que había al final. Detrás debía estar la barra cruzada de la T, los apartamentos privados de sir Yve y su familia. Un grito se elevó entre los hombres que se amontonaban detrás de Holger. Pues la puerta estaba bloqueada por una forma que brillaba como el acero bajo la luz de las velas.

—¿Quiénes sois? —preguntó el hombre ondeando una espada por encima de su escudo— ¿A qué se debe este ultraje?

—¡Sir Yve! —exclamó Frodoart—. ¿No os ha dañado el lobo?

—¿Qué lobo? ¿De qué diablos habláis? Y vos, señor, ¿qué excusa tenéis para abriros camino a la fuerza? ¿Sois enemigo mío de sangre? ¡Si no es así, por la muerte de Dios que pronto os convertiré en uno!

Holger desmontó y se acercó caminando. Sir Yve de Lourville era un hombre alto y bastante delgado, de rostro caballuno y melancólico, y grises mostachos caídos. Llevaba una armadura más elaborada que la del danés, un casco con visera, corselete, brazaletes, coderas, musleras, espinilleras y cota de mallas. El escudo tenía borrada una cabeza de lobo, un sable sobre «barry» de seis, gules y plata, y en conjunto le pareció a Holger extrañamente sugerente. Si algún antepasado distante había sido un loup-garou, el hecho podría haber pasado desapercibido para generaciones posteriores, pero había permanecido como escudo de armas tradicional…

—Me llamo Holger de Dinamarca. El hombre lobo se presentó ante mí y ante otros muchos. Sólo por la piedad de Dios rescatamos al niño que había robado. Y lo hemos rastreado hasta aquí.

—Sí —dijo Hugi—. El rastro llega claramente hasta vos.

Un grito surgió entre el pueblo, como el primer viento antes de una tormenta.

—¡Mientes, enano! He estado sentado aquí esta noche. Ningún animal entró —sir Yve apuntó con la espada hacia Holger—. No hay nadie presente, salvo mi dama, que está enferma, y mis dos hijos. Si afirmáis otra cosa, deberéis demostrarlo sobre mi cuerpo.

Su voz temblaba. No era demasiado bueno como fanfarrón. Raoul fue el primero en gruñir:

—Si las cosas son como decís, sir Yve, entonces uno de los vuestros será el desalmado.

—Os perdono por esta vez —contestó frenéticamente sir Yve—. Sé que estáis sobreexcitado. Pero el siguiente que pronuncie esas palabras colgará de la horca.

Frodoart se adelantó, con las lágrimas cayéndole por las mejillas.

—Enano, Enano, ¿cómo puedes estar seguro? —gimió.

Sir Yve captó la pregunta.

—¿En quién confiáis, en este hombrecillo malformado y el caballero desconocido, o en vuestro señor que os ha defendido todos estos años?

Apareció tras él un muchacho de unos 14 años, delgado y rubio. Se había puesto un casco, cogido la espada y el escudo, pero con evidente precipitación, pues en otro caso llevaría la colorida túnica y la capucha que era el equivalente local de una corbata. Evidentemente, pensó Holger, en un puesto alejado de la civilización todo aristócrata se vestiría para una cena.

—Aquí estoy, padre —jadeó el joven. Sus ojos verdes se estrecharon al mirar a Holger—. Soy Gui, hijo de Yve de Lourville, y aunque todavía no me han nombrado caballero os llamo falso y os desafío a combatir. Hubiera resultado más impresionante de no haber soltado un gallo de adolescente, pero fue, sin embargo, conmovedor.

¿Por qué no iba a ser así? El licántropo es una persona muy decente, salvo cuando el furor le hace cambiar de piel.

Holger suspiró y apartó su hoja.

—No quiero luchar —dijo—. Si vuestras gentes no me creen, me iré.

Los pueblerinos empezaron a moverse, miraron al suelo, volvieron a mirar a Holger y a Yve. Frodoart lanzó una patada furtiva a Hugi, que la esquivó. Entonces llegó Odo el herrero y abrió camino a Alianora.

—Debería hablar la doncella—cisne —dijo con voz resonante—. La doncella—cisne que salvó a Lusiane. Callaos ahí, cabezas de chorlitos, u os la veréis conmigo.

Se produjo un siseo que terminó en un silencio en el que podía oírse aullar a los perros del exterior. Holger vio que Raoul apretaba tanto su lanza, que tenía los nudillos blancos. Un hombrecillo de ropa sacerdotal se puso de rodillas con un crucifijo en la mano. La mandíbula imberbe de Gui cayó hacia abajo. Sir Yve se estremeció como si le hubieran herido. Nadie dejaba de mirar a Alianora. Estaba en pie, esbelta y bien erguida, con las luces de las velas brillando en su cabello cobrizo, y entonces dijo:

—Algunos de vosotros conocéis mi nombre, pues habito en el lago Arroy. No me gustan las fanfarronadas, pero en los lugares cercanos a mi casa, como Tarnberg y Cromdhu, os dirán cuántos niños perdidos en el bosque he devuelto y cómo cogí a la propia Mab para que le quitara la maldición que había echado a Philip el molinero. He conocido a Holger toda mi vida y voto por él. Ninguno de nosotros ganaríamos nada con la calumnia. Ha sido una fortuna para vosotros que el mejor caballero que ha vivido nunca haya llegado a tiempo para liberaros del warg aunque tome forma humana. ¡Os pido que lo escuchéis! Se adelantó un anciano, medio ciego, se quedó parpadeando y dijo a la multitud:

—¿Quieres decir que es el Defensor?

—¿De qué está hablando? —preguntó Holger con consternación.

—El Defensor… el que regresará en nuestros momentos de máxima necesidad… la leyenda, gran señor, no me dice su nombre, ¿pero sois vos, señor caballero, sois vos?

—No… —la protesta de Holger quedó ahogada por un murmullo como el de la marea. Raoul saltó hacia adelante con la lanza preparada.

— ¡Por los cielos que no es mi amo quien roba niños! —gritó el campesino.

Frodoart le lanzó una estocada, pero débilmente. El campesino pudo apartar el golpe con el palo de la lanza. Un momento más tarde, cuatro hombres habían sujetado al escudero.

Sir Yve saltó sobre Holger. El danés sacó la espada justo a tiempo para parar el golpe.

Lo devolvió con tanta fuerza que agrietó el borde del escudo del otro. Yve se tambaleó. De otro golpe, Holger derribó la espada de Yve. Dos campesinos cogieron de los brazos de su señor. Gui trató de atacar, pero con una horca le punzaron en el pecho y le hicieron apoyarse en el muro.

—¡Odo, Raoul, controlad a estas gentes! —gritó Holger—. Que no hieran a nadie. Tú, y tú, y tú —dijo señalando a varios jóvenes fornidos—. Defended esta puerta. Que no pase nadie. Alianora, Hugi, venid conmigo.

Volvió a envainar la espada y entró rápidamente en un corredor recubierto por madera tallada que corría transversal—mente a la sala principal, con una puerta a cada lado y otra en el centro. Holger empujó esta última. Al abrirse, mostró una cámara de la que colgaban pieles y un tapiz comido por la polilla. La luz de los cirios iluminaba a una mujer que yacía en una cama con dosel. Sus cabellos grises caían lacios alrededor de un rostro hermoso y enrojecido; estornudó y se sonó con un pañuelo. Un mal caso de gripe, pensó Holger. La joven que estaba sentada al lado de la cama, y que se levantó en ese momento, era más interesante: sólo tendría 16 años, pero poseía una figura agradable, largas trenzas rubias, ojos azules, nariz ligeramente inclinada y boca atractiva. Llevaba puesto un vestido simple, recogido con un cinto dorado.

Holger hizo una reverencia.

—Perdonadme la intromisión, señora, señorita. La necesidad obliga.

—Lo sé —dijo la joven con inquietud—. Lo he oído.

—¿Sois la señorita Raimberge?

—Sí, la hija de sir Yve. Y ella es mi madre Blancheflor —la dama se limpió la nariz y miró a Holger con un miedo emborronado por la desgracia física. Raimberge se retorcía sus pequeñas manos—. No puedo creer lo que pensáis, señor. Que uno de nosotros es… es esa cosa… —se mordió los labios para no llorar. Era la hija de un caballero.

—La peste llega hasta aquí —dijo Hugi.

—¿Acaso habéis presenciado la entrada de la bestia? —preguntó a Holger.

Blancheflor lo negó con un gesto de la cabeza. Raimberge explicó verbalmente:

Estábamos separadas en nuestras cámaras, Gui en la suya y yo en la mía, preparándonos para la cena, y mi madre dormía aquí. Nuestras puertas estaban cerradas. Mi padre se hallaba en el salón principal. Cuando escuché el tumulto, corrí a consolar a mi madre.

—Entonces el propio Yve debe ser el warg —dijo Alianora.

—¡No, mi padre no! —susurró Raimberge. Blancheflor se cubrió el rostro. Holger se dio la vuelta.

—Echemos un vistazo.

La habitación de Gui estaba al pie de la torre, a la que conducía una escalera. Estaba llena de recuerdos infantiles. Raimberge se encontraba en el extremo opuesto del corredor, con un arca llena con el ajuar, una rueda de hilar y todas las cosas que suele poseer una joven de cuna ligeramente alta. Las tres habitaciones traseras tenían ventanas, y Holger no podía seguir el aroma con detalle. Dijo que estaba por todas partes. El lobo había vivido en esa parte de la casa una noche tras otra. Y nadie necesitaba verlo aparecer. Podía utilizar una ventana para salir y entrar de nuevo, cuando todos los demás estaban dormidos.

—Uno de los tres —dijo Alianora, y podía verse por su voz que no se sentía feliz.

—¿Tres? —preguntó Hugi enarcando las cejas— ¿Por qué piensas que la dama no puede ser la bestia? ¿No tendría salud nada más convertirse en lobo?

—¿Pasaría eso? No lo sé. Los wargs no son tan comunes como para haber oído hablar de lo que sucede cuando una enferma… cuatro entonces. Uno de los cuatro.

Taciturno, Holger había regresado a la cámara principal. Raoul y Odo habían establecido una especie de orden. Los hombres se habían distribuido alrededor de los muros, Papillon estaba junto a la puerta principal. Yve y Gui estaban sentados en el asiento alto, atados de pies y manos. Frodoart se acurrucaba debajo, desarmado pero sin ninguna herida. El sacerdote pasaba las cuentas del rosario.

—¡Bien! —dijo Raoul, volviéndose con fiereza a los recién llegados—. ¿Quién es el maldito?

—No lo sabemos —dijo Alianora.

Gui escupió a Holger.

—Cuando os vi por primera vez sin el casco, imaginé que erais un caballero —le insultó el muchacho—. Pero ahora, que os veo enfrentaros a una mujer indefensa, sé que no lo sois.

Raimberge entraba detrás de Holger. Fue junto a su padre y lo besó en la mejilla. Tras recorrer todo el salón con una mirada, gritó:

—¡Peor que las bestias sois, que os volvéis contra vuestro señor!

Odo agitó la cabeza. —No, mi señora. No es señor aquel que falla a su pueblo. Yo he de cuidarme de mis pequeños. No correr el riesgo de que se los coman vivos.

Raoul golpeó con el extremo de la lanza un panel de madera que cubría el muro.

—¡Guardad silencio! —ladró—. El lobo muere esta noche. Nómbrelo, sir Holger. O vos —dijo, dirigiéndose a Alianora—. Decidnos el nombre del lobo.

—Yo… —empezó a decir Holger, pero de pronto se sitió enfermo. Se humedeció los labios.

—No lo sabemos —dijo Hugi.

—Vaya —dijo Raoul hacia la taciturna asamblea, toscamente vestida—. Me lo temía. Pues bien, ¿confesará la bestia? Le matará piadosamente con un cuchillo de plata en el corazón.

—El hierro servirá mientras es humano —dijo Odo—. Hablad ahora, o me gustaría someteros a tortura.

Frodoart se movió.

—Antes de hacerlo tendréis que quitarme las manos de la garganta.

Pero lo ignoraron.

—Si no confiesa nadie —dijo Raoul—, será mejor que mueran todos. Tenemos aquí al sacerdote para confesarlos.

Gui reprimió un sollozo. Raimberge se quedó inmóvil como si estuviera muerta. Oyeron toser a Blancheflor en el extremo oscuro de la casa. Yve pareció encogerse.

—Bien —dijo sin tono alguno en la voz—. Yo soy el lobo.

—¡No! —gritó Gui—. ¡Yo lo soy!

Raimberge se puso en pie un momento y una sonrisa dura conmovió sus labios.

—Ambos mienten noblemente —dijo—. La que se cambia de piel soy yo, buenas gentes, y no necesitáis matarme, tan sólo guardarme hasta que vaya a casarme a Vienne. Eso está lejos de las tierras de Faene, y estaré fuera del alcance de los poderes que me obligan a cambiar. —No la creáis —afirmó Gui. Yve sacudió la cabeza violentamente. Una especie de relincho pudo significar que Blancheflor se echaba la culpa a sí misma.

—Esto no nos lleva a parte alguna —dijo Raoul—. No podemos correr el riesgo de dejar suelto al hombre lobo. Padre Valdabrun, ¿tenéis preparados los últimos ritos para esta familia?

Holger sacó la espada y de un salto se puso ante el alto asiento.

—No mataréis a un inocente mientras yo viva —dijo una voz, y reconoció con asombro que era la suya.

El herrero Odo cerró los puños.

—No me gustaría atacaros, sir Holger —dijo—. Pero si debo hacerlo por mis hijos, lo haré.

—Si sois el Defensor —intervino Raoul—, dadnos el nombre de nuestro enemigo.

La rigidez volvió a caer sobre el grupo, extendiéndose casi hasta el punto de ruptura. Holger sintió en su espalda los tres pares de ojos ardientes: el preocupado Yve, el ardiente Gui, Raimberge, que había estado tan llena de esperanza. Oyó la tos de la mujer enferma. Cristo que expulsas a los demonios, ayudadme ahora. Sólo después se dio cuenta de que había dicho por primera vez desde su infancia una oración consciente.

Pero lo que tenía en su mente era otra cosa, el enfoque prosaico del ingeniero. Ya no estaba tan seguro de su vieja creencia según la cual todos los problemas de la vida eran prácticos. Pero éste sí lo era. Una cuestión de análisis racional. No era un detective, pero tampoco el warg era un criminal profesional. Debía ser…

De pronto se le ocurrió.

—¡Por la Cruz, sí! —gritó.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaban los hombres, poniéndose en pie. Holger movió su espada en alto. Las palabras salían de él. No sabía lo que iba a decir después, estaba pensando en voz alta, pero ellos le escuchaban maravillados. —Mirad, el que buscamos es una forma malvada por su nacimiento. No necesita ninguna piel mágica, como la doncella-cisne que hay aquí. Pero entonces sus ropas no cambiarán con él, ¿no es así? Por eso tendrá que ir desnudo. Frodoart me dijo, un momento antes de que el lobo se exhibiera, que acababa de dejar a su maestro, plenamente armado, en el salón. Y solo. Ni siquiera con ayuda, sir Yve podría haberse quitado esa armadura, y habérsela puesto después, en sólo unos minutos. Por tanto, no es el warg.

Gui trató de presentarse como el culpable para salvar a quien lo sea. Pero él mismo ha descubierto que no lo es. Mencionó que me había visto sin casco. Y estuve así un minuto, cuando me detuve a preguntar el camino para llegar hasta aquí. Me puso de nuevo el casco cuando comenzó la confusión. El lobo no podría haberlo visto. El… no, ella… ella estaba dentro de la casa. Entró por la puerta trasera y escapó por una ventana delantera, que había estado cerrada. La única forma en la que Gui podría haberme visto sin el casco, bajo la luz de la antorcha, fue desde arriba de la torre que hay sobre su habitación. Observé que sobresale por encima de los tejados. Debió subir para ver cómo entraban el ganado. Por eso no podía estar cerca del lugar en donde vimos al warg.

«La dama Blancheflor —empezó a decir, pero se detuvo. ¿Cómo diablos podría explicar la teoría de los gérmenes?—. La dama Blancheflor ha estado enferma, con una enfermedad que no tiene la tribu de los perros. Si al convertirse en lobo no mejoraba, estaría demasiado débil para ir por ahí, tal como vi que hacía el animal. Pero si el cambio la mejoraba, entonces la gente que causa la enfermedad no podría vivir en su cuerpo animal. Entonces, en este momento, no podría tener fiebre ni mocos en la nariz. En cualquiera de los casos, queda eliminada.

Acobardada, Raimberge retrocedió hasta el muro. Su padre dejó escapar una exclamación y se retorció, tratando de cogerla con sus manos atadas.

—No, no, no —se quejaba. Los aldeanos empezaron a emitir un ruido parecido al de un lobo. Empezaron a acercarse, formando una masa de manos y armas.

La joven se puso a cuatro patas. Su rostro se agitó y alteró; era horrible verlo.

—¡Raimberge! —gritó Holger con voz ronca—. ¡No! No les permitiré…

Raoul trató de alcanzarla con la lanza. Pero Holger la apartó y cortó el eje con la espada. Raimberge aulló. Alianora cayó a sus rodillas y cogió en sus brazos su cuerpo alterado a medias.

—No —suplicaba—. No, hermana mía, regresa. El jura que te salvará —las mandíbulas trataron de morderla. Ella puso el antebrazo en la boca forzando los labios por encima de los colmillos, para que el lobo no pudiera morder. Consiguió inmovilizar al animal—. Jovencita, jovencita, no te queremos ningún mal.

Holger mantuvo quieta a la multitud. Se produjo un torbellino, pero después de haber golpeado a varios, con el puño o la parte plana de su espada, se aquietaron. Gruñeron, pero el hombre de la cota de mallas les superaba. Se volvió hacia Raimberge. Esta había recuperado su forma humana y yacía llorosa bajo el abrazo de Alianora.

—Yo no lo quería. No lo quería. Me sucedió así. Y, y, y tenía tanto miedo de que me quemaran… ¿Está perdida mi alma, padre Valdabrun? Cre… creo que debo estar ya en el infierno. La forma en que gritaban aquellos niños…

Holger intercambió una mirada con el sacerdote.

—Enferma —dijo el danés—. No es dueña de su propia voluntad. No puede evitarlo.

Yve miraba como si estuviera ciego.

—Había pensado que sería ella —murmuró—. Cuando el lobo entró corriendo, pasó a mi lado, y yo sabía dónde estaban Blancheflor y Gui… cerré la puerta. Esperaba que esto pudiera pasar hasta que se fuera…

Holger cuadró sus hombros. —No veo por qué no va a ser así —respondió—. La idea es totalmente sensata, tal como yo veo el asunto. Que se vaya lo bastante lejos y la influencia del Mundo Medio será demasiado débil para afectarla. Hasta entonces, desde luego, tendréis que tenerla bajo vigilancia. Ahora está apenada, pero creo que no durará.

—Lo estará al amanecer, cuando despierte su alma humana —dijo el sacerdote—. Entonces necesitará verdaderamente consuelo.

—Bien —dijo Holger—, nada demasiado grave ha sucedido nunca. Su padre puede pagar compensaciones a los que sufrieron pérdidas y a los padres cuyos hijos fueron heridos. Mandadla al Vienne, lo antes posible. Yo diría que 200 kilómetros serán suficientes para estar segura. Nadie en el Imperio ha de saberlo.

Raoul, con un ojo amoratado, se arrojó a los pies de sir Yve mientras Odo, con una nariz que sangraba, trataba de liberar al caballero y a su hijo.

—Amo, perdónanos —suplicó el campesino.

Yve mostró una sonrisa fatigada.

—Me temo que soy yo quien debe pediros perdón. Y sobre todo a vos, sir Holger.

Raimberge levantó su cara humedecida.

—Llevadme —dijo, y empezó a tartamudear—. Sient… sient… siento que la oscuridad retorna. Encerradme hasta el amanecer —dijo extendiendo los brazos hacia las cuerdas que le quitaban a su padre—. Mañana, sir caballero, podré agradeceros verdaderamente… que hayáis salvado mi alma del infierno.

Frodoart abrazó las rodillas de Holger.

—El Defensor ha venido —dijo.

—¡Oh, señor! —protestó el danés—. Por favor, no decid cosas absurdas. Quiero decir que odio las escenas emocionales y sólo vine aquí para conseguir una comida. ¿Pero podría tomar primero algo de vino?

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