16

La búsqueda entre sus libros confirmó a Martinus en la creencia de que no poseía hechizos lo bastante poderosos como para levantar el velo de la mente de Holger. Pero con algunos pases y algunos humos malolientes, proporcionó al danés un rostro nuevo. Un espejo mostró a Holger que su semblante se había vuelto oscuro y de aspecto rudo; el cabello y la barba amarillenta corta se habían convertido ahora en negros, y los ojos en marrones. Alianora suspiró.

—Me gustabas más tal como eras —dijo.

—Cuando deseéis recuperar vuestra apariencia natural, llamad a Belgor Melanchos y este hechizo desaparecerá —dijo Martinus—. Pero procurad no acercaros demasiado a objeto sagrado alguno. La espada Cortana, por ejemplo, también disolvería el hechizo. El pecado implicado por esta taumaturgia particular apenas si es más que venial, pero contiene elementos paganos, y la influencia sagrada… Sea como sea, manteneos a distancia de las cosas benditas. La ley del cuadrado inverso, ya sabéis.

—Será mejor que cambie a mi caballo —añadió Holger—. También tiene una forma bastante característica.

—¡Mi querido amigo! —exclamó Martinus. —Por favor —ronroneó Alianora, moviendo las pestañas en su honor.

—Bueno, muy bien, muy bien. Traedlo. Pero espero que sepa comportarse.

Papillon casi llena él solo la tienda. Al salir de allí era un caballo de guerra grande y color castaño. Ya que estaba en ello, Martinus transformó también el escudo de Holger. Preguntado por qué nuevo dispositivo quería, el danés sólo pudo pensar en Ivanhoe, por lo que apareció en el escudo un árbol desenraizado. El mismo, por estar implicado en la ilusión, sólo podía ver tales cosas en un espejo.

—Volved mañana y os diré lo que he podido averiguar —añadió el mago—. Pero no antes del mediodía, os lo ruego. Estos patanes de por aquí vienen a horas inverosímiles.

Al dirigirse a la posada, pasaron junto a la iglesia. Holger detuvo el caballo. Quería entrar a rezar. Pero no, no se atrevía con ese disfraz. ¿Más rasgos del caballero desconocido? Debía haber sido de maneras piadosas. Era difícil volver a la oscuridad sin haber recibido la hostia… Holger espoleó a Papillon poniéndolo al trote.

Para entonces, la noche había caído y recorrieron las calles sin iluminar hasta llegar a la taberna. Un hombre rollizo y de aspecto alegre les recibió en el patio.

—¿Alojamiento para vuestras mercedes? Claro, sir, tengo una hermosa habitación que ha acomodado incluso cabezas coronadas.

Espero que no durmieran con inquietud por causa de las chinches, pensó Holger.

—Dos habitaciones —dijo.

—Bueno, yo dormiré en el establo con los caballos —intervino Hugi.

—Seguimos necesitando dos habitaciones —dijo Holger.

Al desmontar, Alianora se apoyó en él. Holger captó el débil olor soleado de sus cabellos.

—¿Pero por qué, querido señor? —preguntó ella con un susurro—. Hemos pernoctado en las cañadas uno al lado del otro.

—Sí —murmuró él a modo de respuesta—. Pero ya no puedo confiar más en mí.

Ella unió las manos y exclamó:

—¡Oh, estupendo!

—Yo… yo… ¡Diablos! ¡He dicho que dos habitaciones!

El tabernero se encogió de hombros. Cuando pensó que nadie miraba, se palmeó la frente.

Las cámaras eran pequeñas y no tenían más amuebla—miento que un jergón, pero parecían bastante limpias. Holger se preguntó por cómo podría pagarlas. Tenía demasiadas cosas en la mente para recordar que estaba en bancarrota. Y Alianora, como hija de los bosques, bien podría haberse olvidado de ese aspecto. Además, las murmuraciones acerca de su entrada original se habrían extendido por la ciudad; cualquiera podría deducir que el caballero de tez oscura había obtenido ese rostro en Martinus, y quizá aquello llegar a oídos del sarraceno. Bueno, ya cruzaría esos puentes cuando llegara a ellos.

Se despojó de la armadura y se puso la mejor túnica con capucha, guardando la espada a su lado. Al salir se encontró con Alianora. Le alegró bastante que el corredor fuera lo bastante oscuro para impedir que ella viera su expresión.

—¿Comemos? —preguntó Holger sin convicción.

—Claro —dijo ella, con unas palabras que quedaron un tanto ahogadas. De pronto, ella le cogió las manos—. Holger, ¿es que no te gusto?

—Nada de eso —contestó él—. Me gustas mucho.

—¿Entonces es porque soy una doncella—cisne, salvaje y sin cristianar? Puedo cambiar eso. Puedo aprender a ser una dama.

—Yo… Alianora… Ya sabes que tengo que llegar a mi mundo. A pesar de lo que ellos dicen, no tengo un sitio auténtico en éste. Por eso, alguna vez tendré que abandonarte. Para siempre. Y sería duro para ambos si… si me llevo conmigo tu corazón, y tú conservas aquí el mío.

—¿Pero y si no puedes regresar? —susurró— ¿Y si tienes que permanecer aquí?

Eso… sería otra historia.

—¿Cómo deseo que fracases? Y sin embargo, me esforzaré con toda mi voluntad para ayudarte a llegar a tu mundo, puesto que ése es tu deseo —añadió, apartándose de él, y apenas pudo ver cómo dejaba caer la cabeza—. Ay, la vida es algo incomprensible.

El la tomó de la mano y descendieron por las escaleras.

El bodegón, largo y bajo, estaba iluminado por velas y por una auténtica chimenea. En aquellos tiempos turbulentos el tabernero sólo ponía platos en la mesa para un huésped, además de Holger y Alianora. Cuando entraron éstos, el hombre saltó del banco dando un grito. Pero se interrumpió al ver que era el danés el que aparecía.

—Me equivoqué, señor —dijo haciendo una inclinación—. Pensé que erais aquel a quien busco. Os ruego me perdonéis, mi dama y mi señor.

Holger lo estudió. Debía ser el sarraceno. Era de altura media, delgado y ágil, iba muy elegante con una camisa blanca suelta, pantalones y zapatos rojos. De su cinto pendía una cimitarra. Bajo el turbante, adornado con broche de esmeraldas y plumas de avestruz, su rostro era oscuro y estrecho, de nariz aguileña, dejaba entrever una barba negra puntiaguda y unos anillos de oro en las orejas. Se movía con suavidad de felino y su tono era bajo y culto, pero Holger comprendió que sería un adversario difícil en una lucha.

—La paz sea con vos —le dijo el danés, tratando de ser cortés—. ¿Puedo presentaros a la dama Alianora de la Forét. Yo soy… sir Rupert de Graustark.

—Me temo que nunca he oído hablar de vuestras solariegas, buen señor, pero yo soy de muy al sur, e ignorante de estos lugares. Sir Carahue, en otro tiempo rey de Mauritania, y humildemente a vuestro servicio —exclamó el sarraceno haciendo una inclinación que le llevó casi hasta el suelo—¿Querréis cenar conmigo? Eso me complacería.

—Os lo agradezco, gracioso caballero —replicó Holger enseguida. Era un alivio que otro se encargara de la cuenta de la cena. Alianora y él se sentaron. Carahue quedó un poco asombrado ante la vestimenta tan poco convencional de la joven, pero apartó la vista delicadamente.

Insistió en que le llevaran muestras de los vinos del tabernero, dio un sorbo de cada uno de ellos, hacía una mueca acompañándola de las mejores explicaciones que podía para cada vino. Holger no pudo evitar el decirle:

—Pensaba que vuestra religión prohibía las bebidas fuertes.

—Ah, os equivocáis conmigo, sir Rupert. Soy tan cristiano como vos mismo. Cierto que en otro tiempo luché por el paganismo, pero el caballeroso y gentil señor que me venció me ganó también para la auténtica fe. Pero, aunque siguiera siendo un seguidor de Mahoma, no sería tan descortés como para no beber a la salud de vuestra hermosísima dama.

Compartieron la cena amigablemente, charlando de cosas inconsecuentes. Después, Alianora empezó a bostezar y se fue a la cama, pues el aire cerrado le daba sueño. Holger y Carahue siguieron despiertos y se dispusieron a beber seriamente. El danés se recató al principio; no le gustaba que le invitaran a todas las rondas. Pero el sarraceno insistió en hacerlo.

—Gozo de la compañía de personas gentiles que saben recitar una sextina lo mismo que romper una lanza —afirmó—. Y son tan raros en estas fronteras toscas. Os suplico me permitáis expresar mi gratitud.

—Ciertamente que no es éste un buen lugar por el que andar —contestó Holger. Y a modo de tentativa añadió—: Algún importante propósito debe haberos traído hasta aquí.

—Cierto, busco a un hombre —los ojos de Carahue se estrecharon por encima del borde de su copa—. Quizá hayáis oído hablar de él. Es un hombre grande, de vuestro tamaño, pero de cabellos amarillos. Debe cabalgar probablemente sobre un semental negro y lleva armas de un águila, sable o plata, tres corazones sanguíneos y tres leones dorados.

—Uhmm —exclamó Holger, frotándose la barbilla y tratando de parecer calmado—. Algo creo haber oído, pero no recuerdo muy bien. ¿Cuál dijisteis que era su nombre?

—No lo dije —respondió Carahue—. Dejemos estar su nombre, si me permitís tal capricho. La verdad es que tiene muchos enemigos poderosos que caerían rápidamente sobre él si ese conocimiento llegara al exterior.

—¿Entonces sois amigo suyo, sir?

—Quizá sea mejor que mis razones queden también ocultas. No es que desconfíe de vos, sir Rupert, pero hay oídos en todos los lugares y algunos no son humanos. Además, soy un extranjero, no sólo en esta parte del mundo, sino también en este tiempo.

—¿Cómo decís?

Carahue se quedó mirando fijamente a Holger, como para captar cualquier reacción, y contestó:

—Eso me atrevo a relatarlo. Conocí hace siglos al hombre que busco. Pero desapareció en las esferas de lo desconocido. Me he enterado de que él regresó cuando le beau pays de France estaba en peligro, y rechazó a los paganos invasores, para desaparecer luego de nuevo. Pero eso fue después de mi época. Pues cuando él se había ido, salía al mar en su búsqueda. Una gran tormenta me llevó a las orillas de Huy Braseal, en donde fue recibido en su castillo encantado por una hermosísima dama —en ese momento suspiró soñadoramente—. El tiempo fluía extrañamente en esa esfera, como se dice que sucede en Avalon o en la Colina del Elfo. Me pareció que sólo un año había estado con ella; pero cientos de años pasaron en las tierras de los hombres. Cuando al final escuché rumores de que se reunían las huestes en todo el Mundo Medio, robé el uso de las artes mágicas de mi amada y aprendí que el torbellino irrumpiría primero en estas tierras orientales. También me enteré de que O… el caballero al que tenía que encontrar de nuevo, se vería atraído por la fuerza de la tormenta que se estaba preparando desde las esferas extrañas a las que había sido exilado. Por eso tomé una nave encantada, que en una noche me llevó desde Huy Braseal hacia la costa sur de esta esfera. Conseguí allí un caballo y me dirigí hacia el norte en su busca. Pero Dios no ha querido que hasta ahora lo consiga.

Carahue se dejó caer hacia atrás y bebió sediento. Holger frunció el ceño. Estaba totalmente dispuesto a creer ese relato. El mismo había experimentado peores hechos. Aunque el sarraceno podía estar mintiendo… no, Holger tenía la idea de que estaba diciendo la verdad. El rostro delgado y tostado le resultaba familiar. En algún lugar, en algún tiempo, debía haber conocido realmente a Carahue. ¿Pero como amigo o enemigo? El otro había evitado cuidadosamente comprometerse sobre ese punto, y Holger pensaba que no sería prudente preguntarle. Cierto que el moro había hablado bien del hombre al que buscaba, pero nada probaba eso. Según el código fantástico de la caballería, los hombres podían cantar las alabanzas de otros mientras les sacaban el hígado.

Aquella parte sobre un conocimiento producido hacía cientos de años no perturbaba a Holger. No podía sentirse ya más solo ni nostálgico. Y la idea explicaba algunas cosas. El, Holger, el de los tres corazones y los tres leones, había sido un caballero al que Morgana se llevó a su isla intemporal de Avalon. Regresó una vez, cuando Francia le necesitaba. Ella le había dejado hacerlo, probablemente sin preocuparse de quién ganara esa guerra, y había regresado al terminar. Y otra vez… Pero en esta ocasión retornaba desde un lugar más lejano, y Morgana se oponía a él con todos sus oscuros poderes.

—No quisiera ser demasiado entrometido, sir Rupert —dijo Carahue cortésmente—. Pero me parece extraño que también busquéis algo a solas en estas inquietas tierras. Os ruego que me lo digáis. ¿Dónde se encuentra vuestro Graustark?

—Oh, algo hacia el sur —murmuró Holger—. Hice un… un voto. La doncella-cisne aceptó amablemente ayudarme a cumplirlo.

Carahue enarcó las cejas. Era evidente que no creía una sola palabra de todo aquello. Pero simplemente sonrió.

—Venid, ¿os parece que os complazcamos con una o dos canciones? Quizá conozcáis una balada, villanilla o sirvienta que caigan dulcemente en unos oídos demasiado tiempo acostumbrados al aullido de los lobos y los vientos lluviosos.

—Podemos intentarlo —respondió Holger, que se alegraba de cambiar de tema.

Estuvieron cantando durante algunas horas. Para eso necesitaban mucho vino con el que humedecer la garganta y lubricar el cerebro. Carahue quedó muy complacido con una tosca traducción de Auld Lang Syne. El y Holger despertaron a toda la casa cantándola cuando, con paso ya algo inestable, se ayudaban el uno al otro a subir las escaleras para irse a la cama.

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