Por la tarde, tras haber practicado los golpes suaves, se sentó en el extremo poco profundo de la piscina, con la compresa de hielo en el hombro, y se puso a leer La vida de Graham Greene
Le gustaba la anécdota de las primeras palabras que pronunció Graham en su infancia, que al parecer eran "pobre perro", refiriéndose al perro de su hermana, al que habían atropellado en la calle. La niñera de Greene puso al animal muerto en el cochecito con el niño
Su biógrafo escribía acerca de ese incidente: "Por muy pequeño que fuese, Greene debía de tener una percepción instintiva de la muerte, por la presencia del cadáver, el olor, tal vez la sangre o los dientes al descubierto, como si se hubiera quedado paralizado mientras gruñía. ¿No experimentaría una creciente sensación de pánico, incluso de náusea, al verse encerrado, irrevocablemente obligado a compartir el estrecho espacio del cochecito infantil con un perro muerto?"
Ruth Cole pensó que existían cosas peores. El mismo Greene había escrito en El ministerio del miedo: "En la infancia vivimos bajo el lustre de la inmortalidad, el cielo es real y está tan cerca como la orilla del mar. Al lado de los detalles complicados del mundo están las cosas sencillas: Dios es bueno, el hombre y la mujer adultos conocen la respuesta a todas las preguntas, la verdad existe y la justicia es tan mesurada e impecable como un reloj"
La infancia de Ruth no fue así. Su madre la abandonó cuando ella tenía cuatro años, Dios no existía, su padre no le decía la verdad o no respondía a sus preguntas o ambas cosas a la vez. Y en cuanto a la justicia, su padre se había acostado con tantas mujeres que ella había perdido la cuenta
Sobre el tema de la infancia, Ruth prefería lo que Greene escribió en El poder y la gloria: "En la infancia siempre hay un momento en el que la puerta se abre y deja entrar el futuro". Ella estaba de acuerdo, pero habría hecho la salvedad de que a veces hay más de un momento, porque hay más de un futuro. Por ejemplo, estaba el verano de 1958, el momento en que con mayor evidencia la supuesta "puerta" se había abierto y el supuesto "futuro" había penetrado. Pero estaba también la primavera de 1969, cuando Ruth cumplió quince años y su padre le enseñó a conducir
Llevaba más de diez años preguntando a su padre por el accidente que mató a Thomas y Timothy, y él se negaba a contárselo. "Cuando seas lo bastante mayor, Ruthie, cuando sepas conducir", le había dicho siempre
Salían diariamente a pasear en coche, en general a primera hora de la mañana, incluso en los fines de semana veraniegos, cuando los Hamptons estaban atestados. El padre de Ruth quería que se acostumbrara a los malos conductores. Aquel verano, los domingos por la noche, cuando el tráfico se demoraba en el carril de la carretera de Montauk en dirección al oeste y los veraneantes que habían ido a pasar el fin de semana se mostraban impacientes -algunos de ellos se morían literalmente por regresar a Nueva York-, Ted salía con Ruth en el viejo Volvo blanco, y daban vueltas hasta que encontraban lo que él llamaba "un buen follón". El tráfico estaba detenido y algunos idiotas ya habían empezado a avanzar por el arcén mientras otros trataban de salir de la hilera de coches para dar la vuelta y regresar a sus segundas residencias, a fin de esperar una o dos horas o echar un buen trago antes de reanudar la marcha
– Parece que aquí hay un buen follón, Ruthie -le decía su padre
Y Ruth se apresuraba a cambiar de asiento… en ocasiones mientras el enfurecido conductor del coche que estaba detrás de ellos protestaba haciendo sonar el claxon una y otra vez. Por supuesto, conocían todas las carreteras secundarias. A lo mejor Ruth avanzaba centímetro a centímetro por la carretera de Montauk y entonces se separaba del tráfico y corría en paralelo a la carretera por las vías de enlace, y siempre encontraba la manera de volver de nuevo a la hilera de coches. Su padre miraba atrás y decía: "Parece que has adelantado a unos siete coches, si ése de ahí es el mismo estúpido Buick que creo que es"
A veces Ruth conducía hasta la autopista de Long Island antes de que su padre le dijera:
– Ya está bien por hoy, Ruthie, ¡o acabaremos en Manhattan sin darnos cuenta!
Ciertos domingos por la noche, el tráfico estaba tan congestionado que al padre le bastaba con que Ruth diese media vuelta y regresaran a casa como demostración suficiente de sus habilidades
Ted recalcaba constantemente lo importante que era mirar por el retrovisor y, por supuesto, Ruth sabía que cuando estaba parada y en espera de girar a la izquierda, cruzando un carril de sentido contrario, jamás debía girar las ruedas a la izquierda en previsión del giro que iba a dar. "¡No se te ocurra nunca hacer eso!", le dijo su padre desde la primera lección, pero aún no le había contado lo que les ocurrió a Thomas y Timothy. Ella sólo sabía que Thomas iba al volante cuando ocurrió el accidente
– Paciencia, Ruthie; has de tener paciencia -le decía su padre una y otra vez
– Tengo paciencia, papá -replicaba Ruth-. Todavía espero que me cuentes lo que pasó, ¿no es cierto?
– Quiero decir que tienes que ser una conductora paciente, Ruthie… No pierdas nunca la paciencia al volante
El Volvo, como todos los de Ted, que empezó a comprar modelos de esa marca en los años sesenta, tenía cambio de marchas manual. (Le había dicho a su hija que desconfiara siempre de un chico que condujera un automóvil con cambio de marchas automático.)
– Y si vas en el asiento del pasajero y yo soy el conductor, nunca te miraré -le dijo Ted-. No me importa lo que digas ni si tienes una rabieta o si te estás sofocando. Fíjate: si yo estoy al volante, hablaré contigo pero no te miraré, eso jamás. Y cuando conduzcas tú, no mires a quien esté a tu lado, tanto si soy yo como cualquier otro. No vuelvas la cara hasta que salgas de la carretera y pares el coche. ¿Está claro?
– Entendido -respondió Ruth
– Y si sales con un chico y es él quien conduce, si te mira, por la razón que sea, le dices que no lo haga o te bajarás del coche y te irás a pie. O le dices que te deje conducir. ¿Has entendido eso también?
– Sí -dijo Ruth, y se apresuró a pedirle-: Dime lo que les pasó a Thomas y a Timothy
Pero su padre hizo oídos sordos
– Y si estás preocupada, si algo en lo que estás pensando te altera de repente, si te echas a llorar y las lágrimas te impiden ver con claridad la carretera…, supón que estás llorando a mares, por la razón que sea…
– ¡Vale, vale, lo he entendido! -le interrumpió Ruth.
– Bueno, si alguna vez te ocurre eso, si lloras tanto que no puedes ver la carretera, desvíate al arcén y para el coche. ¿De acuerdo?
– ¿Cómo fue el accidente? -le preguntó Ruth-. ¿Estabas allí? ¿Ibais mamá y tú en el coche?
En el extremo menos hondo de la piscina, Ruth notaba que el hielo se le fundía sobre el hombro. Las frías gotas formaban un hilillo líquido que avanzaba por la clavícula, recorría el pecho y caía en el agua, más cálida, de la piscina. El sol se había puesto por detrás del alto seto
Pensó en el padre de Graham Greene, el maestro de escuela, cuyo consejo a sus ex alumnos (que le adoraban) era extraño pero encantador a su manera. "No te olvides de ser fiel a tu futura esposa", le dijo Charles Greene, en 1918, a un muchacho que dejaba la escuela para incorporarse al ejército. Y a otro muchacho, poco antes de su confirmación, le había dicho: "Un ejército de mujeres viven de la lujuria de los hombres"
¿Adónde había ido a parar aquel "ejército de mujeres"? Ruth suponía que Hannah era uno de esos presuntos soldados perdidos de Charles Greene
Hasta donde se remontaba su memoria, y no sólo desde que aprendiera a leer, sino desde la primera vez que su padre le contó un cuento, los libros y sus personajes habían penetrado en su vida y quedado "arraigados" en ella. Los libros, y los personajes que aparecen en ellos, estaban más "arraigados" en la vida de Ruth de lo que estaban su padre y su mejor amiga, por no mencionar a los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían revelado casi tan indignos de confianza como Ted y Hannah
Graham Greene había escrito en su autobiografía, Una especie de vida: "Durante toda mi vida he abandonado por instinto cualquier cosa para la que no tuviera talento". Era un buen instinto, pero si Ruth lo pusiera en práctica, se vería obligada a dejar de relacionarse con los hombres. Entre los que conocía, sólo Allan parecía admirable y constante; sin embargo, mientras permanecía sentada en la piscina, preparándose para la prueba con Scott Saunders, lo que veía ante todo en su mente eran los dientes lobunos de Allan y el excesivo vello en el dorso de sus manos
Cuando jugó al squash con Allan no lo pasó bien. Allan era un buen atleta y un jugador de squash bien entrenado, pero demasiado corpulento para la pista, y sus embestidas y giros eran demasiado peligrosos para el adversario. No obstante, Allan nunca intentaba hacerle daño o intimidarla. Y aunque Ruth había perdido en dos ocasiones al jugar con él, no dudaba de que acabaría por vencerle. Tan sólo tenía que aprender a mantenerse fuera de su alcance y, al mismo tiempo, no temer su dejada de revés. Las dos veces que perdió, Ruth había salido de la T. La próxima vez, si la había, estaba decidida a no cederle la posición idónea en la pista
Mientras el hielo fundido hacía su efecto, pensaba que, en el peor de los casos, el encuentro podría significar unos puntos en una ceja o la nariz rota. Además, si Allan la golpeaba con la raqueta, lo sentiría muchísimo y luego le cedería la posición preferida en la pista. Ella le vencería con facilidad en un abrir y cerrar de ojos, tanto si la golpeaba como si no. Entonces se preguntó que para qué iba a molestarse en vencerle
¿Cómo podía pensar en la posibilidad de renunciar a los hombres? De quienes desconfiaba era de las mujeres, y en un grado mucho mayor
Había permanecido sentada durante demasiado tiempo en la piscina, a la fría sombra del atardecer, por no mencionar el frío de la pegajosa compresa de hielo que se le había fundido en el hombro. La frialdad ponía un toque de noviembre en el veranillo de San Martín y le recordaba a Ruth aquella noche de noviembre de 1969 en que su padre le dio la que él llamaba "última lección de conducir" y "penúltimo examen de conducción"
Iba a cumplir los dieciséis antes de la primavera, y entonces obtendría el permiso de principiante, tras lo cual aprobaría el examen de conducción sin la menor dificultad, pero aquella noche de noviembre, su padre, a quien le tenían sin cuidado los permisos de principiante, le advirtió:
– Espero por tu bien, Ruthie, que nunca tengas que pasar un examen más duro que éste. Vamos
– ¿Adónde vamos? -le preguntó ella. Era el domingo por la noche del fin de semana de Acción de Gracias
La piscina ya estaba cubierta en previsión del invierno, los árboles frutales desprovistos de fruto y hojas, incluso el seto estaba desnudo y sus ramas esqueléticas se movían impulsadas por la brisa. En el horizonte septentrional había un resplandor: los faros de los coches que ya estaban parados en el carril en dirección oeste de la carretera de Montauk, los domingueros de regreso a Nueva York. (Normalmente el recorrido era de dos horas, tres a lo sumo.)
– Esta noche me apetece ver las luces de Manhattan -dijo Ted a su hija-. Quiero ver si ya han colocado los adornos navideños en Park Avenue. Quiero tomar una copa en el bar del Stanhope. Una vez tomé allí un armagnac de agio. Ya no tomo armagnac, claro, pero me gustaría volver a beber algo tan bueno. Tal vez un buen vaso de oporto. Vamos
– ¿Quieres conducir hasta Nueva York, papá?
Si se exceptuaban el fin de semana correspondiente al Día del Trabajo o el final de la jornada del Cuatro de julio (y tal vez el fin de semana en que se celebraba el Día del Recuerdo), aquélla era probablemente la peor noche del año para ir a Nueva York por carretera
– No, no quiero conducir hasta Nueva York, Ruthie. No puedo conducir hasta allí, porque he bebido. Me he tomado tres cervezas y una botella entera de vino tinto. Lo único que le prometí a tu madre es que no conduciría nunca bebido, por lo menos cuando viajara contigo. Eres tú quien va a conducir, Ruthie
– Nunca he conducido tanto -le dijo Ruth, pero no se le ocultaba que, de haberlo hecho, la prueba no habría sido tan importante
Por fin entraron en la autopista de Long Island por Manorville
– Colócate en el carril rápido, Ruthie, y mantén el límite de velocidad -le dijo Ted-. No te olvides de mirar por el retrovisor. Si alguien viene por detrás y tienes tiempo suficiente de pasar al carril central, y además dispones de bastante espacio para hacerlo, cambia de carril. Pero si uno se te echa encima, frenético por pasar, deja que te adelante por la derecha
– ¿No es esto ilegal, papá? -inquirió ella, pensando que aprender a conducir tenía ciertas limitaciones, como la de no hacerlo de noche ni más allá de un radio de veinticinco kilómetros desde tu lugar de residencia. Ignoraba que ya había conducido ilegalmente porque carecía de permiso de principiante
– Por medios legales no puedes aprender todo cuanto necesitas saber -replicó su padre
Ruth tuvo que concentrarse por completo en la tarea de conducir, y aquélla fue una de las pocas ocasiones, durante las salidas en el viejo Volvo blanco, en que no le pidió a su padre que le contara lo sucedido a Thomas y Timothy. Ted aguardó hasta que se aproximaron a Flushing Meadows, y entonces, sin previo aviso, empezó a contárselo exactamente de la misma manera que se lo contara en su día a Eddie O'Hare, refiriéndose a sí mismo en tercera persona, como si él fuese un personaje más del relato y, por cierto, un personaje secundario
Ted se interrumpió antes de revelar lo mucho que él y Marion habían bebido y por qué Thomas fue el más indicado, el único conductor sobrio, para decirle a Ruth que saliera del carril rápido y se colocara en el que estaba más a la derecha
– Por aquí conectas con la Gran Carretera Central, Ruthie -le dijo tranquilamente
Ella tuvo que cambiar de carril con demasiada rapidez, pero lo consiguió sin dificultad. Pronto distinguió el estadio Shea a su derecha
Al llegar al punto del relato en que él y Marion discutían sobre el mejor sitio para girar a la izquierda, Ted volvió a interrumpirse, esta vez para decirle a Ruth que siguiera el bulevar Northern, a través de Queens
Ruth sabía que el motor del viejo Volvo blanco tendía a recalentarse si avanzaba en primera o segunda, se detenía y arrancaba de nuevo en medio de un tráfico muy lento, pero cuando se lo mencionó a su padre, éste respondió:
– No pises el embrague, Ruthie. Si estás un rato detenida, ponlo en punto muerto y pisa el freno. Mantén el pie fuera del embrague tanto como puedas, y no te olvides de mirar por el retrovisor
Por entonces Ruth estaba llorando. Ted le había contado la escena de la máquina quitanieves, cuando su madre supo que Thomas había muerto pero aún desconocía la suerte de Timothy. Marion preguntaba una y otra vez si Timmy estaba bien, y Ted no le decía nada… acababa de presenciar la muerte de Timmy, pero no podía articular palabra
Cruzaron el puente de Queensboro, y entraron en Manhattan cuando Ted hablaba a su hija de la pierna izquierda de Timothy: la máquina quitanieves le había seccionado el muslo por la mitad y, cuando intentaron retirar el cuerpo, tuvieron que dejar allí la pierna
– No veo la calzada, papá -le dijo Ruth
– Pero aquí no podemos parar, ¿verdad? -replicó su padre-. Tendrás que seguir adelante, no hay más remedio. -Entonces le refirió el momento en que la madre reparó en el zapato de su hermano ("Oh, Ted, mira, necesitará el zapato", dijo Marion, sin darse cuenta de que el zapato estaba todavía unido a la pierna del muchacho. Y etcétera, etcétera.)
Ruth avanzó hacia el centro de la ciudad por la Tercera Avenida
– Ya te diré cuándo debes girar para seguir por Park Avenue. Hay ahí un sitio concreto donde merece la pena ver los adornos navideños
– Estoy llorando demasiado, no veo por dónde voy, papá -insistió Ruth
– Pero ésa es la prueba, Ruthie. La prueba consiste en que a veces no hay sitio donde parar, a veces no puedes detenerte y has de encontrar la manera de seguir adelante. ¿Lo has comprendido?
– Sí
– Pues entonces ya lo sabes todo -dijo su padre
Más adelante Ruth comprendió también que había pasado la parte de la prueba no mencionada: no había mirado a su padre ni una sola vez, y Ted había permanecido como invisible en el asiento del pasajero. Mientras su padre le contaba el accidente, Ruth no había apartado la vista de la carretera ni del retrovisor, y eso también había formado parte de la prueba
Aquella noche de noviembre de 1969 su padre le hizo avanzar por Park Avenue mientras comentaba los adornos navideños. En algún lugar, pasada la Calle 80, le pidió que virase a la Quinta Avenida. Entonces bajaron por la Quinta Avenida hasta el hotel Stanhope, enfrente del Metropolitan. Era la primera vez que Ruth oía restallar las banderas del museo sacudidas por el viento. Su padre le había dicho que diera al portero del Stanhope las llaves del Volvo. El hombre se llamaba Manny, y a Ruth le impresionó que conociera a su padre
Pero en el Stanhope le conocía todo el mundo. Debía de haber sido un cliente habitual. Entonces Ruth lo comprendió: ¡era allí adonde llevaba a sus mujeres! "Alójate siempre aquí, Ruthie…, cuando te lo puedas permitir -le había dicho su padre-. Es un buen hotel." (Desde 1980, ella pudo permitírselo.)
Aquella noche fueron al bar y su padre cambió de idea acerca del oporto y pidió en su lugar una botella de excelente Pommard. Dio cuenta del vino y Ruth se tomó un café doble, en previsión del viaje de vuelta a Sagaponack. Mientras estuvo sentada en el bar, Ruth tuvo la sensación de que seguía aferrada al volante, y aunque había tenido la oportunidad de mirar a su padre en el bar, antes de regresar al viejo Volvo blanco, no podía hacerlo. Era como si él aún estuviera contándole el terrible accidente
Pasada la medianoche, su padre le indicó el camino para ir a la avenida Madison, y en algún lugar, más allá de la Calle 90, le dijo que girase hacia el este. Avanzaron por la avenida Franklin Delano Roosevelt hasta el Triborough, y después por la Gran Carretera Central hasta la carretera de Long Island, donde Ted se quedó dormido. Ruth recordó que Manorville era la salida que debía tomar, y no tuvo que despertar a su padre para preguntarle el camino de regreso
Conducía en sentido contrario al de los automóviles que regresaban a la ciudad al final de la jornada festiva, y las luces del denso tráfico incidían continuamente en sus ojos, pero casi nadie iba en su dirección. En un par de ocasiones pisó el acelerador a fondo, sólo para ver la velocidad máxima que podía alcanzar el viejo coche. Alcanzó los ciento treinta y cinco en un par de ocasiones y ciento cuarenta y cinco otra vez, pero a esas velocidades se producía una vibración extraña en el morro del coche que la asustaba. Durante la mayor parte del trayecto respetó el límite de velocidad y pensó en el relato de la muerte de sus hermanos, sobre todo el momento en que su madre trataba de recuperar el zapato de Timmy
Ted Cole no se despertó hasta que pasaban por Bridgehampton
– ¿Cómo es que no has tomado las carreteras secundarias? -le preguntó
– Me apetecía estar rodeada por las luces de la ciudad y por los demás coches
– Ah -dijo su padre, y pareció que iba a dormirse de nuevo.
– ¿Qué clase de zapato era? -inquirió Ruth
– Era una zapatilla de baloncesto, el calzado favorito de Timmy
– ¿Esas altas, más arriba del tobillo?
– Así es
– Comprendo -dijo Ruth al tiempo que viraba por Sagg Main
A pesar de que en aquellos momentos no había otros vehículos a la vista, Ruth había puesto el intermitente cincuenta metros antes de efectuar el giro
– Has conducido bien, Ruthie -le dijo su padre-. Si alguna vez tienes que hacer un recorrido más difícil que éste, espero que recuerdes lo que has aprendido
Ruth estaba temblando cuando por fin salió de la piscina, y sabía que debía calentarse antes de empezar a jugar al squash con Scott Saunders, pero tanto sus recuerdos de cuando aprendió a conducir como la biografía de Graham Greene la habían deprimido. Norman Sherry no tenía la culpa, pero la biografía de Greene había tomado un giro al que ella se oponía. El señor Sherry estaba convencido de que cada personaje importante en una novela de Graham Greene tenía un homólogo en la vida real. En una entrevista concedida a The Times, el mismo Greene le había dicho a V. S. Pritchett que era incapaz de inventar. No obstante, en la misma entrevista, si bien admitía que sus personajes eran "una amalgama de fragmentos de personas reales", Greene también negaba que tomara sus personajes de la vida real. "Los personajes inventados desplazan a las personas reales, que son demasiado limitadas", decía el escritor. Pero a lo largo de demasiadas páginas de su biografía, el señor Sherry hablaba una y otra vez de las "personas reales"
A Ruth le entristecía sobre todo la vida amorosa del joven Greene. Lo que su biógrafo llamaba "su amor obsesivo" por la "católica fervorosa" que llegaría a ser la esposa de Greene era precisamente una de las cosas que Ruth no quería saber acerca de un autor cuya obra amaba. "Hay una pizca de hielo en el corazón del escritor", había escrito Greene en Una especie de vida. Pero en las cartas cotidianas que el joven Graham escribía a Vivien, su futura esposa, Ruth sólo veía el patetismo de un hombre prendado de una mujer
Ruth nunca se había sentido prendada, y era posible que su renuencia a aceptar la proposición matrimonial de Allan fuese su conocimiento de lo prendado que Allan estaba de ella
Había interrumpido la lectura de La vida de Graham Greene en la página 338, el inicio del capítulo veinticuatro, titulado "Por fin el matrimonio". Era una lástima que hubiera dejado de leer ahí, porque cerca del final de ese capítulo habría encontrado algo que la habría congraciado un poco con Graham Greene y su novia. Cuando la pareja por fin contrajo matrimonio y partieron de luna de miel, Vivien entregó a Graham una carta cerrada que le había dado la entrometida madre de ella, "una carta con instrucciones sobre el sexo", pero Vivien se la dio a su marido sin abrirla. Él la leyó y la rompió de inmediato, sin que Vivien hubiera podido echarle un vistazo. A Ruth le hubiese gustado saber que la flamante señora Greene había llegado a la conclusión de que podía arreglárselas muy bien sin los consejos de su madre
En cuanto a "Por fin el matrimonio", ¿por qué el título del capítulo, la frase en sí, la deprimía? ¿Acaso también podría decir eso cuando ella misma se casara? Parecía el título de una novela que Ruth Cole nunca escribiría y que ni siquiera querría leer
Ruth pensó que debería limitarse a releer las obras de Graham Greene, pues estaba segura de que no quería saber nada más de su vida. Allí estaba ella, reflexionando sobre lo que Hannah llamaba su "tema favorito", que era su escrutinio infatigable de la relación entre lo "real" y lo "inventado". Pero le bastó pensar en Hannah para volver al presente
No quería que Scott Saunders la viese desnuda en la piscina, todavía no
Entró en la casa y se puso unas prendas limpias y secas para jugar al squash. Introdujo polvos de talco en el bolsillo derecho de los pantalones cortos. Le mantendría seca y suave la mano que sujetaba la raqueta, y así evitaría el riesgo de que le salieran ampollas. Ya había enfriado el vino blanco, y ahora preparó el arroz, lo lavó y, con la cantidad adecuada de agua, lo depositó en el recipiente del vaporizador eléctrico. Todo lo que tendría que hacer más tarde era apretar el botón que pondría el aparato en marcha. Ya había puesto la mesa con dos servicios
Finalmente trepó por la escala hasta el piso superior del granero y, tras hacer unos ejercicios de estiramiento, empezó a practicar con la pelota
No le costó adquirir el ritmo: cuatro golpes directos a lo largo de la pared y alcanzaba la chapa reveladora; cuatro reveses y alcanzaba de nuevo la chapa. Cada vez que golpeaba la chapa, apuntando bajo ex profeso, le daba a la pelota con fuerza suficiente para que el golpe contra la chapa resonara estrepitosamente. En el juego real, Ruth casi nunca golpeaba la chapa. En un partido difícil, tal vez la tocaba dos veces, pero quería asegurarse de que, cuando llegara, Scott Saunders le oyera golpear la chapa. Así, cuando subiera por la escala para jugar con ella, pensaría: "Para ser una presunta buena jugadora, toca mucho la chapa". Después, cuando empezaran a jugar, le sorprendería ver que la pelota de Ruth casi nunca alcanzaba la chapa
Cada vez que alguien trepaba por la escala hasta el piso del granero, se percibía un ligero temblor en la pista de squash. Cuando Ruth notó ese temblor, contó cinco golpes más, y al quinto alcanzó la chapa. Podría haberla tocado fácilmente con los cinco golpes en el tiempo que tardaba en decir: "¡Papá con Hannah Grant! "
Scott golpeó un par de veces la puerta de la pista de squash con la raqueta, y después la abrió cautamente:
– Hola, espero que no estés practicando por mí -le dijo.
– Bueno, sólo un poco -respondió Ruth
Estuvo observando a Scott durante los cinco primeros puntos, pues quería ver cómo se movía. Era razonablemente rápido, pero manejaba la raqueta como un tenista y no movía la muñeca. Además tenía un solo servicio, duro, directo hacia ella. Solía ser demasiado alto, y ella se apartaba de la trayectoria y devolvía la pelota a la pared del fondo. El servicio de revés de Scott era débil y la pelota caía al suelo a mitad de la pista. Normalmente Ruth podía rematarla dirigiéndola hacia una esquina. Obligaba a correr a su oponente ya desde la pared del fondo a la frontal, ya desde una esquina a la otra
El resultado del primer juego fue de 15 a 8, antes de que Scott se percatara de lo buena jugadora que Ruth era en realidad. Scott era uno de esos jugadores que sobrestiman su capacidad. Cuando perdía, pensaba que no acababa de jugar bien, pero, hasta el tercer o cuarto juego, no se le ocurrió pensar que su contrincante era superior. Ruth intentó mantener la puntuación bastante igualada en los dos siguientes juegos, porque disfrutaba viendo correr a Scott
Ganó el segundo juego por 15 a 6 y el tercero por 15 a 9. Scott Saunders estaba en muy buena forma, pero después del tercer juego necesitó la botella de agua. Ruth no bebió ni una gota. Scott era el único que corría
Aún no había recobrado el aliento cuando falló el primer servicio del cuarto juego. Ruth percibió su frustración, como un olor repentino
– Es increíble que tu padre todavía te gane -le dijo con la respiración entrecortada
– Algún día le ganaré -replicó Ruth-. Quizá la próxima vez. Ella venció por 15 a 5. Mientras perseguía una pelota baja en una esquina, Scott resbaló en un charco de su propio sudor, se deslizó sobre la cadera y su cabeza golpeó contra la chapa.
– ¿Estás bien? -le preguntó Ruth-. ¿Quieres que lo dejemos?
– Juguemos otro juego -respondió él con brusquedad
A Ruth le desagradó esa actitud. Le venció por 15 a 1, y Scott obtuvo su único punto cuando ella (en contra de lo que le aconsejaba su buen juicio) intentó un revés en la esquina que alcanzó la chapa. Fue la única vez que tocó la chapa en cinco juegos. Se enfadó consigo misma por intentar aquel golpe de revés, que confirmaba su opinión sobre los golpes de bajo porcentaje. De haber mantenido la pelota en juego, estaba segura de que en el último juego hubieran quedado 15 a 0
Pero perder por 15 a 1 ya había sido bastante desgracia para Scott Saunders. Ruth no estaba segura de si él hacía pucheros o si tenía la cara desencajada porque intentaba recobrar el aliento. Estaban a punto de abandonar la pista cuando una avispa entró por la puerta abierta y Scott la atacó con un torpe raquetazo. Falló y el insecto zigzagueó, como era natural, cerca del techo, donde estaría supuestamente a salvo. A pesar de su vuelo rápido y errático, Ruth la alcanzó con su golpe de revés. Hay quien afirma que la volea alta de revés es el golpe más difícil en el squash. El cordaje de su raqueta partió por la mitad el cuerpo de la avispa
– Bien cazada -dijo Scott, quien por su tono parecía a punto de vomitar
Ruth se sentó en el borde de la plataforma junto a la piscina, se quitó los zapatos y los calcetines y se refrescó los pies en el agua. Scott parecía inseguro de lo que debía hacer. Estaba acostumbrado a desvestirse por completo y ducharse al aire libre con Ted. Ruth tendría que hacerlo primero
La joven se puso en pie y se quitó los pantalones cortos y la camiseta de media manga, temerosa de la posible torpeza, la acrobacia habitual e involuntaria, de librarse del sudado sujetador deportivo, pero lo consiguió sin un forcejeo embarazoso. Finalmente se quitó las bragas y se puso bajo la ducha sin mirar a Scott. Ya se había enjabonado y estaba bajo el agua, cuando él subió al plato de la ducha y abrió el grifo de su cabezal. Ruth se lavó la cabeza, eliminó la espuma del champú y entonces le preguntó si era alérgico a las gambas
– No, me gustan -respondió Scott
Con los ojos cerrados, mientras se aclaraba la cabeza, ella supuso que él tenía necesariamente que estar mirándole los pechos.
– Me alegro, porque eso es lo que vamos a cenar
Cerró la ducha, salió a la plataforma y se lanzó a la piscina en el extremo profundo. Cuando salió a la superficie, Scott estaba inmóvil en la plataforma y miraba algo más allá de ella
– ¿No es una copa de vino eso que está en el fondo de la piscina? -le preguntó-. ¿Has dado hace poco una fiesta?
– No, fue mi padre quien la dio -dijo Ruth, mientras pedaleaba en el agua
Scott Saunders tenía el pene más grande de lo que ella había imaginado. El abogado se zambulló hasta el fondo de la piscina y recogió la copa
– Debió de ser una fiesta moderadamente alocada -comentó.
– Mi padre es más que moderadamente alocado -replicó Ruth
Flotaba boca arriba; cuando Hannah lo intentaba, apenas conseguía mantener los pezones por encima de la superficie.
– Tienes unos senos muy bonitos -le dijo, zalamero, Scott, quien pedaleaba en el agua a su lado
Llenó la copa de agua y la vertió sobre sus pechos.
– Probablemente mi madre los tenía mejores -dijo Ruth-. ¿Qué sabes de mi madre?
– Nada…, sólo he oído rumores -admitió Scott
– Lo más probable es que sean ciertos. Quizá sepas casi tanto como yo
Nadó hasta la zona que no cubría y él la siguió, sosteniendo todavía la copa. De no ser por la dichosa copa, ya habría tocado a Ruth. Ella salió de la piscina y se envolvió en una toalla. Antes de encaminarse a la casa, con la toalla alrededor de la cintura y los pechos al descubierto, vio que Scott se secaba minuciosamente
– Si metes la ropa en la secadora, estará seca después de cenar -le dijo. Él la siguió al interior, también con la toalla alrededor de la cintura-. Si tienes frío, dímelo. Puedes ponerte algo de mi padre
– Estoy bien con la toalla
Ruth puso en marcha el vaporizador de arroz, abrió una botella de vino blanco y llenó dos copas. Tenía muy buen aspecto con tan sólo la toalla alrededor de la cintura y los senos al aire
– También yo estoy bien con la toalla -le dijo ella, y entonces le permitió que se los besara
Él le rodeó un seno con la mano.
– No esperaba esto -admitió Scott
Ruth se preguntó si lo decía en serio. Cuando tomaba una decisión acerca de un hombre, esperar a que la sedujera era algo que la hastiaba sobremanera. No se había relacionado con ninguno desde hacía cuatro, casi cinco meses, y no tenía ganas de esperar
– Voy a enseñarte una cosa -le dijo Ruth, y le condujo al cuarto de trabajo de su padre, donde abrió el cajón inferior del llamado escritorio de Ted
El cajón estaba lleno de fotografías Polaroid en blanco y negro, centenares de ellas, así como una docena de recipientes tubulares que contenían líquido para revestimiento de positivos. Esa sustancia hacía que las fotos y todo el cajón olieran mal
Ruth le tendió a Scott un rimero de Polaroids sin hacer ningún comentario. Eran las fotos que Ted había hecho a sus modelos, tanto antes como después de dibujarlas. Decía a las mujeres que las fotos eran necesarias a fin de poder seguir trabajando en los dibujos cuando ellas no estuvieran presentes, que las necesitaba "como referencia". Lo cierto era que nunca seguía trabajando en los dibujos y tan sólo quería hacer las fotografías
Cuando Scott terminó de mirar un rimero de fotos, Ruth le mostró otro. Las fotografías tenían ese aire de amateurismo que suele poseer la mala pornografía, y el motivo no estribaba tan sólo en que las modelos no eran profesionales. La torpeza de sus poses indicaba que se sentían avergonzadas, pero las mismas fotografías daban una sensación de apresuramiento y descuido.
– ¿Por qué me enseñas esto? -le preguntó Scott
– ¿No te ponen cachondo? -inquirió ella.
– Tú me pones cachondo
– Supongo que estimulan a mi padre -dijo Ruth-. Son las fotos de sus modelos…, se las ha tirado a todas ellas
Scott pasaba rápidamente las fotos sin detenerse a mirarlas. Era difícil hacerlo si uno no estaba a solas
– Aquí hay muchas mujeres
– Mi padre se ha tirado a mi mejor amiga… Sí, ayer y anteayer -le dijo Ruth
– Tu padre se ha tirado a tu mejor amiga… -repitió Scott, pensativo
– Somos lo que un estudiante idiota especializado en sociología llamaría una familia disfuncional -comentó ella
– Yo me especialicé en sociología -admitió Scott Saunders.
– ¿Y qué aprendiste? -le preguntó Ruth, mientras dejaba las Polaroids en el cajón inferior
El olor del líquido para revestir positivos Polaroid era lo bastante fuerte para provocarle arcadas. En cierta manera, era un olor todavía más desagradable que el de la tinta de calamar. (Ruth descubrió las fotos en el cajón inferior del escritorio de su padre cuando tenía doce años.)
– Decidí ir a la Facultad de Derecho, eso es lo que aprendí de la sociología -dijo el abogado pelirrojo
– ¿También has oído rumores sobre mis hermanos? -le preguntó Ruth-. Están muertos -añadió
– Creo haber oído algo -respondió Scott-. Eso fue hace mucho tiempo, ¿no?
– Te enseñaré una foto de ellos -le dijo Ruth, tomándole de la mano-. Eran unos chicos muy guapos
Subieron por la escalera enmoquetada, sin que sus pies hicieran el menor ruido. La tapa del vaporizador de arroz matraqueaba y la secadora también estaba en funcionamiento. Se oía sobre todo el ruido de algo que golpeaba el tambor giratorio de la secadora
Ruth condujo a Scott al dormitorio principal, donde la gran cama estaba sin hacer. Ella casi podía ver las depresiones dejadas en las sábanas arrugadas por los cuerpos de su padre y de Hannah
– Aquí están -dijo Ruth a su acompañante, señalando la foto de sus hermanos
Scott contempló la imagen con los ojos entrecerrados, tratando de leer la inscripción latina encima del portal.
– Supongo que no estudiaste latín cuando te especializaste en sociología -le dijo Ruth
– En derecho hay muchas expresiones latinas
– Mis hermanos eran bien parecidos, ¿no crees? -inquirió Ruth
– Sí, es cierto. Venite significa "venid", ¿no?
– "Venid acá, muchachos, y sed hombres" -le tradujo Ruth.
– ¡Eso sí que es un desafío! -exclamó Scott Saunders-. Me gustaba más ser un muchacho
– Mi padre nunca ha dejado de serlo -le confesó Ruth.
– ¿Es éste el dormitorio de tu padre?
– Mira lo que hay en el cajón de arriba, el que está bajo la mesilla de noche -le pidió Ruth-. Vamos, ábrelo
Scott titubeó, probablemente pensando que allí había más fotos Polaroid
– No te preocupes, no contiene fotos -le aseguró Ruth. Scott abrió el cajón. Estaba lleno de preservativos en envoltorios de brillantes colores, y había además un tubo de gelatina lubricante
– Bueno… Supongo que éste es, en efecto, el dormitorio de tu padre -dijo Scott, mirando a su alrededor con nerviosismo.
– Este cajón está tan lleno de cosas juveniles como no he visto nunca otro igual -dijo Ruth
(Descubrió los preservativos y la gelatina lubricante en el cajón de la mesilla de noche de su padre cuando tenía nueve o diez años.)
– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó Scott.
– No lo sé -contestó Ruth
– ¿No esperas que venga?
– Supongo que vendrá mañana hacia las once -respondió Ruth
Scott contempló los preservativos en el cajón abierto
– Dios mío, no me he puesto un condón desde que iba a la universidad
– Pues ahora vas a tener que ponértelo -replicó Ruth. Se quitó la toalla anudada a la cintura y se sentó desnuda en la cama deshecha-. Si te has olvidado de cómo funciona un condón, puedo recordártelo -añadió
Scott eligió un preservativo con envoltorio azul. Besó a Ruth durante largo tiempo y se puso a lamerla durante más tiempo todavía. Ella no necesitaba en absoluto la gelatina que su padre guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Tuvo un orgasmo poco después de que Scott la penetrara, y notó que él eyaculaba sólo un instante después. Durante casi todo el tiempo, y sobre todo mientras Scott la lamía, Ruth contempló la puerta abierta del dormitorio de su padre, aguzando el oído por si percibía las pisadas de Ted en la escalera o en el pasillo del piso superior, pero lo único que llegaba a sus oídos era el chasquido o golpeteo de la secadora. (La tapa del vaporizador de arroz ya no matraqueaba; el arroz estaba cocido.) Y cuando Scott la penetró y ella supo que iba a correrse, casi instantáneamente (el resto también terminaría con mucha rapidez), Ruth pensó: "¡Ven ahora a casa, papá! ¡Sube aquí y mírame ahora!"
Pero Ted no llegó a casa a tiempo de ver a su hija como a ella le hubiera gustado que la viera
Hannah había puesto demasiada salsa para marinar las gambas, las cuales, además, habían permanecido en la marinada durante más de veinticuatro horas y ya no sabían a gambas. Pero esto no impidió que Ruth y Scott dieran cuenta de todas ellas, así como del arroz y las verduras fritas, junto con una especie de chutney de pepino que había conocido mejores tiempos. También tomaron una segunda botella de vino blanco y Ruth abrió otra de tinto para acompañar con el queso y la fruta. De esta última botella tampoco quedó ni una gota
Comieron y bebieron sin más prenda que las toallas alrededor de la cintura, Ruth con los senos desafiantemente desnudos. Aún tenía la esperanza de que su padre entrara en el comedor, pero no lo hizo, y a pesar del compañerismo que se estableció durante la cena, tan bien provista de vino, con Scott Saunders, por no mencionar el aparente éxito de su intenso encuentro sexual, su conversación en la mesa era tensa. Scott le informó de que su divorcio había sido "amistoso" y que tenía una relación "afable" con su ex esposa. Los hombres recientemente divorciados solían hablar demasiado de sus ex mujeres. Si el divorcio había sido realmente amistoso, ¿para qué hablar de él?
Ruth le preguntó a qué clase de derecho se dedicaba, pero él respondió que no era interesante, algo relacionado con la propiedad inmobiliaria. También le confesó que no había leído sus novelas. Había intentado leer la segunda, Antes de la caída de Saigón, creyendo que se trataba de un relato bélico. De joven había hecho grandes esfuerzos para evitar que le llamaran al servicio militar durante la guerra de Vietnam, pero el libro le había parecido una "novela femenina", expresión que a Ruth siempre le hacía pensar en un surtido de productos para la higiene femenina
– Trata de la amistad entre mujeres, ¿no? -le preguntó Scott, y le comentó que su ex mujer había leído todas las novelas de Ruth Cole-. Es una gran admiradora tuya
(¡Otra vez la ex mujer!)
Entonces le preguntó a Ruth si "salía con alguien". Ella intentó hablarle de Allan, sin mencionar su nombre. Para ella, el tema del matrimonio era independiente de Allan. Le dijo a Scott que el matrimonio la atraía intensamente, pero al mismo tiempo temía que le resultara opresivo
– ¿Quieres decir que te produce más atracción que temor? -inquirió el abogado
– ¿Cómo dice ese pasaje de George Eliot? -replicó Ruth-. Cuando lo leí, me gustó tanto que lo anoté. "¿Existe algo más admirable para dos almas que la sensación de unirse para siempre…? " Pero…
– ¿Estaba casado? -le preguntó Scott
– ¿Quién?
– George Eliot. ¿Estaba casado?
Ruth pensó que si se levantaba e iba a fregar los platos, tal vez él, aburrido, se marcharía
Pero cuando estaba cargando el lavavajillas, Scott se puso detrás de ella y le acarició los pechos. Ella notó la presión del pene erecto a través de las dos toallas
– Quiero hacértelo así, desde atrás -le dijo.
– No me gusta de esa manera -replicó ella
– No me refiero al agujero inapropiado -le explicó Scott rudamente-. Hablo del sitio correcto, pero por detrás
– Sé a qué te refieres -dijo Ruth. Scott le acariciaba los senos con tal insistencia que a ella le resultaba un poco difícil colocar las copas de vino en la bandeja superior del lavavajillas-. No me gusta por detrás… y punto -añadió
– Entonces, ¿cómo te gusta?
Era evidente que él esperaba hacerlo de nuevo
– Te lo enseñaré en cuanto termine de cargar el lavavajillas
Ruth no había dejado abierta por casualidad la puerta principal, como tampoco encendidas las luces de la planta baja y del pasillo superior. También había dejado abierta la puerta del dormitorio de su padre, con la esperanza, cada vez menor, de que él regresara y la encontrara haciendo el amor con Scott. Pero eso no iba a ocurrir
Se puso a horcajadas encima de Scott, y permaneció sentada sobre él durante largo tiempo. Mientras se movía en esta posición, Ruth estuvo a punto de adormilarse. (Ambos habían bebido demasiado.) Cuando percibió, por la rapidez de su respiración, que él estaba a punto de correrse, Ruth se desplomó sobre su pecho y, sujetándole de los hombros, le hizo dar la vuelta, de modo que quedara encima de ella, porque no soportaba ver la expresión que transformaba el rostro de la mayoría de los hombres cuando se corrían. (Ruth no sabía, claro, nunca lo sabría, que esa manera de hacer el amor fue la que su madre prefería con Eddie O'Hare.)
Permaneció en la cama, oyendo el ruido del lavabo cuando Scott arrojó el condón a la taza y tiró de la cadena. Después él regresó a la cama y se quedó dormido casi al instante. Ruth permaneció despierta, escuchando el sonsonete del lavavajillas. Estaba en el ciclo final de enjuague, y parecía como si dos copas de vino se restregaran una contra otra
Scott Saunders se había dormido con la mano izquierda sobre el seno derecho de Ruth. No era precisamente cómodo, pero ahora que el hombre estaba profundamente dormido y roncaba, su mano ya no le sujetaba el seno, sino que más bien era un peso muerto encima de ella, como la pata de un perro dormido
Ruth intentó recordar el resto del pasaje de George Eliot acerca del matrimonio. Ni siquiera sabía a qué novela del autor pertenecía la cita, aunque recordaba claramente que mucho tiempo atrás la había copiado en uno de sus diarios
Ahora, mientras cedía al sueño, se le ocurrió que seguramente Eddie O'Hare sabía a qué novela pertenecía aquel pasaje. Por lo menos eso le daría una excusa para telefonearle. (En realidad, de haber llamado a Eddie, éste le habría dicho que no conocía el pasaje. No era un admirador de George Eliot. Eddie habría llamado a su padre. Minty O'Hare, aunque ya estaba jubilado, sabría a qué novela de George Eliot correspondía el fragmento.)
"… de fortalecerse mutuamente en toda dura tarea…", susurró Ruth, recitando el pasaje de memoria. No temía despertar a Scott, que roncaba ruidosamente. Y las copas de vino seguían tintineando en el lavavajillas. Había pasado tanto tiempo desde que sonara el teléfono que Ruth tenía la sensación de que el mundo entero se había dormido. Quienquiera que hubiera llamado de una manera tan insistente, se había dado por vencido
"… apoyarse el uno en el otro en los momentos de aflicción…", había escrito George Eliot acerca del matrimonio. "Auxiliarse en el sufrimiento -recitó Ruth-, de entregarse como un solo ser a los silenciosos e inefables recuerdos en el momento de la última partida…" Eso le parecía a Ruth Cole una idea bastante buena, y finalmente se quedó dormida al lado de un hombre desconocido, cuya respiración era tan ruidosa como una banda de música
El teléfono sonó una docena de veces antes de que Ruth lo oyera. Scott Saunders se despertó cuando ella respondió a la llamada. Ruth notó que la pata sobre su seno revivía
– ¿Sí? -dijo Ruth, y al abrir los ojos tardó un instante en reconocer el reloj digital de su padre
También transcurrió un instante antes de que la pata que tenía sobre el pecho le recordara dónde estaba y en qué circunstancias… y por qué no había querido responder al teléfono
– Estaba muy preocupado -le dijo Allan Albright-. Te he llamado una y otra vez
– Ah, eres tú, Allan… -Eran las dos de la madrugada pasadas. El lavavajillas se había detenido, y la secadora mucho antes. La pata sobre su pecho se había convertido de nuevo en una mano y le sujetaba el seno con firmeza-. Estaba dormida -dijo Ruth
– ¡He llegado a temer que estuvieras muerta! -exclamó Allan.
– Me he peleado con mi padre y por eso no respondía al teléfono -le explicó Ruth
La mano le había soltado el pecho, y ella vio que esa misma mano pasaba por encima de ella y abría el cajón superior de la mesilla de noche. La mano eligió un preservativo, otro de color azul, y también sacó el tubo de gelatina
– He intentado llamar a tu amiga Hannah. ¿No iba a acompañarte? -le preguntó Allan-. Pero no salía más que la grabación del contestador automático… Ni siquiera sé si ha recibido mi mensaje
– No hables con Hannah -le dijo Ruth-. También me he peleado con ella
– Entonces, ¿estás ahí sola? -inquirió Allan.
– Sí, estoy sola -respondió Ruth
Intentó tenderse de costado con las piernas bien apretadas, pero Scott Saunders era fuerte y consiguió ponerla de rodillas. Había aplicado suficiente gelatina lubricante al preservativo, de modo que penetró en ella con una facilidad pasmosa. Por un momento la dejó sin respiración
– ¿Qué? -dijo Allan
– Me siento fatal -le dijo Ruth-. Ya te llamaré por la mañana.
– Podría reunirme contigo -le sugirió Allan
– ¡No! -exclamó Ruth, dirigiéndose tanto a Allan como a Scott
Apoyó su peso en los codos y la frente. Persistió en el intento de tenderse boca abajo, pero Scott le tiraba de las caderas con tanta fuerza que a ella le resultaba más cómodo permanecer de rodillas. Su cabeza golpeaba una y otra vez contra la cabecera de la cama. Quería despedirse de Allan, pero tenía la respiración entrecortada. Además, Scott la había desplazado tan adelante que no llegaba a la mesilla de noche para colgar el teléfono
– Te quiero -le dijo Allan-. Lo siento
– No, soy yo quien lo siente -logró decir Ruth antes de que Scott Saunders le quitara el teléfono y colgara
Entonces Scott le rodeó ambos senos con las manos, apretándoselos hasta hacerle daño, y copuló por detrás, como un perro, a la manera en que Eddie O'Hare había copulado con su madre
Afortunadamente, Ruth no se acordaba del episodio de la lámpara inadecuada con mucho detalle, pero su recuerdo bastaba para que no quisiera encontrarse nunca en la misma posición. Ahora lo estaba. Tenía que empujar hacia atrás contra Scott con todas sus fuerzas para evitar que su cabeza siguiera golpeando contra la cabecera de la cama
Había dormido sobre el costado derecho y tenía el hombro de ese lado dolorido tras el partido de squash, pero el hombro derecho no le dolía tanto como las embestidas de Scott Saunders. Había algo en esa postura que le hacía daño, no se trataba tan sólo del recuerdo de su madre. Y Scott le apretaba los senos con mucha más brusquedad de la que a ella le hubiera gustado
– Para, por favor -le pidió, pero él notaba la presión de las caderas de Ruth contra su cuerpo y arremetía con más intensidad. Cuando él hubo terminado, Ruth se tendió sobre el costado izquierdo, frente al lado de la cama que Scott acababa de abandonar. Oyó el ruido del agua cuando el pelirrojo echó el otro preservativo a la taza y tiró de la cadena. Al principio ella tuvo la sensación de que sangraba, pero sólo era el exceso de gelatina lubricante. Cuando Scott volvió a la cama, trató de tocarle de nuevo los senos, pero Ruth le apartó la mano
– Te dije que no me gusta de esa manera -le dijo.
– La he metido en el sitio correcto, ¿no? -replicó él
– Te dije que no me gustaba por detrás, y no hay más que hablar
– Vamos, mujer, bien que meneabas las caderas -arguyó Scott-. Te gustaba
Ella sabía que se había visto obligada a mover las caderas contra él a fin de no seguir aporreando con la cabeza la cabecera de la cama. Tal vez él también lo sabía. Pero Ruth se había limitado a decirle: "Me haces daño"
– Vamos… -dijo Scott. Trató una vez más de tocarle los pechos, y ella le apartó la mano
– Cuando una mujer dice que no, cuando dice "para, por favor"…, si entonces el hombre no se detiene, ¿qué significa? ¿No es en cierto modo como una violación?
Él se volvió en la cama, dándole la espalda.
– Vamos, vamos. Estás hablando con un abogado.
– No, estoy hablando con un gilipollas -dijo ella
– En fin…, ¿quién te ha llamado por teléfono? -inquirió Scott-. ¿Era alguien importante?
– Más importante que tú
– Dadas las circunstancias, supongo que no es tan importante -dijo el abogado
– Vete de aquí, por favor -le pidió Ruth-. Te ruego que te vayas
– Muy bien, muy bien -replicó él
Pero cuando Ruth regresó del baño, Scott había vuelto a dormirse. Estaba tendido de lado, con los brazos extendidos hacia el lado de la cama que le correspondía a Ruth. Ocupaba toda la cama
– ¡Levántate! -le gritó ella-. ¡Fuera de aquí!
Pero él, o se había vuelto a dormir profundamente, o fingía estarlo
Más adelante, cuando pensara en lo sucedido, Ruth se diría que debía haber reflexionado un poco más en la decisión que tomó entonces. Abrió el cajón de los preservativos y sacó el tubo de gelatina lubricante, y la vertió en la oreja de Scott. La sustancia salió del tubo mucho más rápidamente de lo que ella esperaba. Era más líquida que la gelatina normal, y despertó a Scott Saunders en el acto
– Es hora de que te vayas -le recordó Ruth
No había previsto en absoluto la posibilidad de que él le pegara. Con los zurdos, siempre hay algo que no ves venir. Scott la golpeó una sola vez, pero lo hizo con violencia. Primero se llevó la mano izquierda al oído, y al cabo de un instante estaba fuera de la cama, de pie ante ella. Alcanzó el pómulo derecho de Ruth con un directo propinado con el puño izquierdo, un movimiento que ella ni siquiera vio. Mientras yacía sobre la alfombra, aproximadamente donde había visto la maleta abierta de Hannah, Ruth comprendió que su amiga había acertado de nuevo: su supuesto instinto para detectar la capacidad de un hombre para mostrarse violento con las mujeres, incluso la primera vez que estaban juntos, no era el instinto que ella había creído poseer. Según Hannah, hasta entonces tan sólo había tenido suerte. "Lo que pasa es que aún no has salido con esa clase de hombres", la había advertido Hannah. Por fin se había relacionado con esa clase de hombres
Ruth esperó a que la habitación dejara de dar vueltas antes de intentar moverse. Una vez más, pensó que estaba sangrando, pero era sólo la gelatina con que se había embadurnado la mano de Scott cuando se la llevó a la oreja
Yació en una posición fetal, con las rodillas alzadas hasta el pecho. Tenía la sensación de que la piel del pómulo derecho estaba demasiado tensa, y notaba un calor antinatural en la cara. Al parpadear veía estrellas, pero cuando mantenía los ojos abiertos, las estrellas desaparecían en pocos segundos
Volvía a estar encerrada en un armario. No había experimentado tanto miedo desde su infancia. No podía ver a Scott Saunders, pero le dijo:
– Iré a buscarte la ropa. Aún está en la secadora
– Sé dónde está la secadora -replicó él de mal humor
Como si estuviera separada de su cuerpo, le vio pasar por encima del lugar donde ella yacía sobre la alfombra. Entonces oyó el crujido de los escalones a medida que él bajaba
Al levantarse, se sintió momentáneamente mareada. La sensación de vómito se prolongó más tiempo. Bajó la escalera con aquellos conatos de náuseas, cruzó el comedor y se encaminó a la terraza a oscuras. El aire nocturno la reanimó al instante. Pensó que el veranillo de San Martín había terminado, y sumergió los dedos de un pie en la piscina. El agua, suave como la seda, estaba más cálida que el aire
Más tarde se daría un chapuzón, pero de momento no quería estar desnuda. Encontró su viejo equipo de squash en la plataforma, cerca de la ducha al aire libre. Las prendas estaban húmedas de sudor frío y rocío, y el contacto de la camiseta le hizo estremecerse. No se tomó la molestia de ponerse las bragas, el sostén ni los calcetines. Bastaría con la camiseta, el pantalón corto y las zapatillas. Estiró el dolorido hombro derecho. También el hombro, aunque le doliera, bastaría
La raqueta de Scott Saunders estaba apoyada, con el mango hacia arriba y la cabeza abajo, en el plato de la ducha. Era una raqueta demasiado pesada para ella, el mango más grueso de lo conveniente para abarcarlo con su mano. Pero de todos modos no se proponía jugar a squash con ella. Mientras regresaba al interior de la casa, se dijo que aquella raqueta le serviría
Encontró a Scott en el lavadero. No se había molestado en ponerse el suspensorio. Se había puesto el pantalón corto, guardándose el suspensorio en el bolsillo derecho, mientras metía los calcetines en el izquierdo. Se había calzado, pero sin atarse los cordones. Se estaba poniendo la camiseta cuando Ruth le alcanzó con un golpe de revés bajo que le aplastó la rodilla derecha. Scott logró sacar la cabeza por el cuello de la camiseta, tal vez medio segundo antes de que Ruth le golpeara en plena cara con un drive ascendente. Él se cubrió la cara con las manos, pero Ruth, con la raqueta ladeada, le golpeó en los codos… un revés, un drive, en ambos codos. El hombre tenía los brazos insensibles y no podía alzarlos para protegerse la cara. Le sangraba una ceja. Ella golpeó con un smatch en cada clavícula. Rompió varias cuerdas de la raqueta con el primer golpe, y con el segundo separó por completo la cabeza del mango
El mango seguía siendo un arma bastante eficaz. Siguió atizando a Scott, golpeándole en todas sus partes descubiertas. Él intentó salir a gatas del lavadero, pero la rodilla derecha no aguantaba su peso y tenía rota la clavícula izquierda, por lo que no podía arrastrarse. Mientras le golpeaba, Ruth repetía las puntuaciones de sus juegos de squash, una letanía bastante humillante. "¡Quince a ocho, quince a seis, quince a nueve, quince a cinco, quince a uno!"
Cuando Scott yacía en una postura orante ladeada, ocultándose el rostro con las manos, Ruth dejó de golpearle. Aunque no le ayudó, dejó que se pusiera en pie. A causa de la rodilla derecha lesionada, cojeaba a saltitos, lo cual sin duda le producía un dolor considerable en la clavícula izquierda rota. El corte en la ceja sangraba mucho. Ruth le siguió hasta su coche a una distancia prudencial, todavía con el mango de la raqueta en la mano. Ahora que había desaparecido la cabeza, el peso del mango parecía el apropiado para ella
Le preocupaba un poco el estado de la rodilla derecha de Scott, pero sólo por si eso le impedía conducir. Entonces reparó en que el cambio de marchas de su coche era automático; de ser necesario, podría accionar el acelerador y el freno con el pie izquierdo. Le resultaba deprimente que sintiera casi tanto desprecio por un hombre que conducía un coche con cambio de marchas automático que por uno que golpeaba a las mujeres. "¡Mírame, Dios! -se dijo Ruth-. ¡Soy hija de mi padre!"
Después de que Scott se marchara, Ruth encontró la cabeza de la raqueta en el lavadero y la tiró a la basura junto con lo que quedaba del mango. Entonces se dispuso a lavar algo de ropa: sólo su equipo de squash, unas prendas interiores y las toallas que ella y Scott habían usado. Lo hizo más que nada para oír el zumbido de la lavadora, porque la tranquilizaba. La gran casa, sin nadie más que ella, estaba demasiado silenciosa
Se bebió casi un litro de agua y, desnuda de nuevo, se dirigió con una toalla limpia y dos compresas de hielo a la piscina. Se dio una prolongada ducha caliente, enjabonándose dos veces, y entonces se sentó en el último escalón de la piscina. No había querido mirarse en el espejo pero, a juzgar por lo que notaba, tenía hinchados el pómulo y el ojo derechos. Tan sólo podía entreabrir el ojo. Por la mañana estaría totalmente cerrado
Después de la ducha caliente, al principio notó fría el agua de la piscina, pero era suave como la seda y mucho más cálida que el aire nocturno. La noche era clara y en el cielo debía de haber un millón de estrellas. Ruth confió en que la noche siguiente, cuando volara a Europa, fuese también clara, pero estaba demasiado fatigada para pensar más en su viaje. Dejó que el hielo la insensibilizara
Estaba tan inmóvil que una ranita saltó hacia ella, y Ruth la sostuvo en el hueco de la mano. Tendió la mano y dejó la rana en la plataforma; desde allí, el animalito se escabulló dando saltos. Al final el cloro hubiera acabado con ella. Entonces Ruth se restregó la mano bajo el agua hasta que desapareció la sensación viscosa dejada por la rana. La baba le había recordado sus experiencias recientes con la gelatina lubricante
Cuando oyó que la lavadora se detenía, salió de la piscina e introdujo la ropa húmeda en la secadora. Se acostó en su habitación y permaneció entre las sábanas limpias, escuchando el agradable y familiar golpeteo de algo que giraba en la secadora
Pero más tarde, cuando tuvo que bajar de la cama para ir al lavabo, sintió dolor al orinar, y pensó en el lugar desacostumbrado, tan profundo, en el que había hurgado Scott Saunders. Allí también le dolía, pero este último dolor no era agudo, sino una molestia, como el inicio de un calambre, sólo que no era el momento de tener calambres ni aquél un lugar donde antes hubiera sentido dolor
Por la mañana llamó a Allan antes de que él partiera hacia el trabajo
– ¿Me querrías menos si abandonara el squash? -le preguntó Ruth-. No creo que tenga muchas ganas de volver a jugar…, es decir, después de que derrote a mi padre
– Pues claro que no te querría menos por eso -le dijo Allan.
– Eres demasiado bueno para mí -le advirtió ella
– Te he dicho que te quiero
"¡Dios mío, debe de amarme de veras!", pensó Ruth, pero se limitó a decirle:
– Volveré a llamarte desde el aeropuerto
Ruth se había examinado las marcas dejadas por los dedos de Scott en los senos. También tenía en las caderas y en las nalgas, pero no podía vérselas todas sólo con el ojo izquierdo. Aún no quería mirarse la cara en el espejo; no tenía necesidad de verse para saber que debía seguir poniéndose hielo en el ojo derecho, y así lo hizo. Se notaba rígido y dolorido el hombro derecho, pero estaba cansada de aplicarse hielo. Además, tenía cosas que hacer. Acababa de cerrar el equipaje cuando llegó su padre a casa.
– Dios mío, Ruthie… ¿Quién te ha pegado?
– Ha sido jugando a squash -mintió ella.
– ¿Con quién jugabas?
– Básicamente, yo sola -respondió Ruth.
– Ruthie, Ruthie… -le dijo su padre
Se le veía fatigado. No aparentaba setenta y siete años, pero su hija llegó a la conclusión de que parecía tener sesenta y tantos. Le gustaban los dorsos suaves de sus manos pequeñas y cuadradas. Ruth se concentró en las manos porque no podía mirarle a los ojos, por lo menos no podía hacerlo con el ojo derecho hinchado y cerrado
– Lo siento, Ruthie -siguió diciéndole-. Lo de Hannah…
– No quiero saber nada de eso, papá -le interrumpió Ruth-. Eres un pichabrava, no puedes tenerla quieta. En fin, la vieja historia de siempre
– Pero es que Hannah… -intentó decirle su padre.
– No quiero ni oír su nombre -replicó Ruth.
– De acuerdo, Ruthie
No soportaba ver su timidez, y ya sabía que él la amaba más que a nadie. Lo peor era que también ella le quería, más que a Allan y, desde luego, más que a Hannah. No había nadie a quien Ruth Cole amara o detestara tanto como a su padre
– Ve a buscar tu raqueta -se limitó a decirle.
– ¿Puedes ver con ese ojo? -le preguntó él.
– Puedo ver con el otro