Sucedió el penúltimo sábado de agosto de 1958. Hacia las tres de la madrugada, la dirección del viento cambió de sudoeste a nordeste y, en la oscuridad de su habitación, Eddie O'Hare dejó de oír el ruido del oleaje. Sólo un viento del sur podía transmitir el rugido del mar hasta Parsonage Lane. La frialdad del aire indicó a Eddie que era un viento del nordeste. Aunque parecía apropiado que en su última noche en Long Island tuviera la sensación de que era otoño, el muchacho no pudo despertarse del todo para levantarse de la cama y cerrar las ventanas del dormitorio. Se limitó a arrebujarse en la sábana y, exhalando sobre las manos frías y ahuecadas, intentó volver a dormirse profundamente.
Al cabo de unos instantes soñó que Marion aún dormía a su lado, pero que se levantaba de la cama para cerrar las ventanas. Eddie extendió el brazo, esperando encontrar el lugar cálido que sin duda Marion acababa de dejar, pero la cama estaba fría. Entonces, tras oír el cierre de las ventanas, oyó que las cortinas también se cerraban. Eddie nunca corría las cortinas y solía convencer a Marion de que las dejara abiertas. Le gustaba ver a Marion dormida a la tenue luminosidad que precede al amanecer.
Incluso en plena noche -y las tres de la madrugada lo es- había una débil luz en el dormitorio de Eddie, y por lo menos los contornos del apretado mobiliario se veían en la semioscuridad. La lámpara con el pie en forma de S que estaba sobre la mesilla de noche arrojaba una leve sombra sobre la cabecera de la cama. Y la puerta del cuarto, que permanecía siempre entreabierta (de modo que Marion pudiera oír a Ruth si ésta la llamaba), estaba bordeada por una luminosidad gris oscuro. Aquélla era toda la luz que podía penetrar por la puerta, aunque sólo fuese la luz difusa procedente de la lámpara piloto del baño principal. Incluso esa luz llegaba al cuarto de Eddie, porque también la puerta del dormitorio de Ruth estaba siempre abierta.
Pero aquella noche alguien había cerrado las ventanas y las cortinas, y cuando Eddie abrió los ojos se encontró inmerso en una oscuridad absoluta y antinatural, porque alguien había cerrado la puerta de su dormitorio. Retuvo el aliento y percibió el rumor de una respiración.
Muchos jóvenes de la edad de Eddie sólo ven la persistencia de la oscuridad, y adondequiera que dirigen la mirada sólo ven penumbra. Eddie O'Hare, cuyas expectativas eran más esperanzadas, tendía a buscar la persistencia de la luz. En la oscuridad total de su dormitorio, lo primero que se le ocurrió a Eddie fue que Marion había vuelto a su lado.
– ¿Marion? -susurró el muchacho.
– Hombre, hay que reconocer que eres optimista-le dijo Ted Cole-. Creía que nunca ibas a despertarte.
Su voz, en la oscuridad circundante, procedía de todas partes y de ninguna en particular. Eddie se irguió en la cama y tanteó en busca de la lámpara sobre la mesilla de noche, pero no estaba acostumbrado a no verla y no daba con ella.
– Deja estar la luz, Eddie -le dijo Ted-. Esta historia es mejor en la oscuridad.
– ¿Qué historia? -inquirió Eddie.
– Sé que quieres escucharla -le dijo Ted-. Me dijiste que le habías pedido a Marion que te la contara, pero ella no podía hacerlo. Le basta con pensar en ella para quedarse inmóvil como una piedra. Supongo que recuerdas que la dejaste petrificada con sólo pedirle que te la contara, ¿no es cierto, Eddie?
– Sí, lo recuerdo -respondió el muchacho.
Así que ésa era la historia. Ted quería contarle el accidente. Eddie hubiera deseado que Marion le contara lo ocurrido. Pero ¿qué habría podido decir el muchacho? Desde luego, necesitaba oírlo, aunque fuese de labios de Ted.
– Bueno, cuéntame -le dijo, fingiendo la mayor indiferencia posible.
Eddie no podía ver dónde estaba Ted, ni si se hallaba de pie o sentado, pero no importaba, porque la voz de Ted, cuando narraba cualquiera de sus relatos, quedaba muy realzada por la atmósfera general de oscuridad.
Desde el punto de vista estilístico, la historia del accidente de Thomas y Timothy tenía mucho en común con El ratón que se arrastra entre las paredes y La puerta en el suelo, por no mencionar los numerosos borradores que Eddie había transcrito fielmente de Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. En otras palabras, era un relato con el sello inconfundible de Ted Cole, y a ese respecto la versión de Marion nunca podría haber igualado a la de Ted.
En primer lugar, y Eddie lo vio enseguida con claridad, Ted había trabajado el relato. A Marion le hubiera resultado insoportable prestar tanta atención a los detalles de las muertes de sus hijos como lo había hecho Ted. En segundo lugar, Marion habría contado lo sucedido sin recursos literarios, con la mayor sencillez posible. En cambio, el principal recurso que utilizaba Ted en la narración carecía de naturalidad, incluso era artificial, pero es posible que, sin él, Ted no hubiera sido capaz de contar la historia.
Como en la mayor parte de los relatos de Ted Cole, el recurso principal también era inteligente. Al relatar el accidente de Thomas y Timothy, Ted hablaba en tercera persona, lo cual le permitía distanciarse considerablemente de sí mismo y del relato. «Ted» no era más que un personaje de apoyo en un relato con personajes más importantes.
Si Marion hubiera contado la historia, habría estado tan cerca de ella que, al relatarla, habría caído en la locura final, una locura mucho mayor que la locura, cualquiera que fuese, que le había impulsado a abandonar a su único vástago vivo.
– Bueno, las cosas sucedieron así -empezó a contar Ted-. Thomas tenía permiso de conducir, pero Timothy no. Tommy tenía diecisiete años, y llevaba todo un año conduciendo. Timmy tenía quince, y hacía muy poco que su padre había empezado a darle lecciones de conducción. Ted opinaba que Timothy, que estaba aprendiendo, ya era un alumno más atento de lo que Thomas había sido jamás. No es que Thomas fuese un mal conductor. Estaba atento y tenía confianza, sus reflejos eran excelentes; y era lo bastante cínico como para prever lo que iban a hacer los malos conductores, aun antes de que esos mismos conductores supieran qué iban a hacer. Ted le había dicho que ésa era la clave, y Thomas lo creía: siempre has de suponer que todos los demás conductores son malos.
Había un aspecto especialmente importante de la conducción en el que Ted creía que su hijo menor, Timothy, superaba, aunque sólo fuese en potencia, a Thomas. Timothy siempre había sido más paciente que Thomas. Por ejemplo, Timmy tenía la paciencia de mirar siempre el espejo retrovisor, mientras que Tommy descuidaba hacerlo de la manera regular y automática con que Ted consideraba que debía hacerlo un conductor. Y con frecuencia en los giros a la izquierda se pone a prueba la paciencia de un conductor de una manera muy concreta, a saber, cuando te paras y esperas para girar a la izquierda en un carril con tráfico que viene hacia ti, jamás debes girar las ruedas a la izquierda antes del giro que te dispones a hacer. Nunca debes hacer eso…, ¡nunca!
En fin -siguió diciendo Ted-, Thomas era uno de esos jóvenes impacientes que a menudo giran las ruedas a la izquierda mientras aguardan para virar en esa dirección, aunque su padre, su madre y hasta su hermano menor le habían pedido repetidas veces que no moviera las ruedas hasta que realizara el giro. ¿Sabes por qué, Eddie?
– Para evitar que, si tienes detrás un vehículo, no te empuje al carril con tráfico que viene en tu dirección -respondió Eddie-. Si estás en tu propio carril, el que viene por detrás te hará avanzar simplemente adelante en línea recta.
– ¿Quién te ha enseñado a conducir, Eddie? -le preguntó Ted. -Mi padre.
– ¡Bien por él! Dile que ha hecho un buen trabajo. -De acuerdo -dijo Eddie en la oscuridad-. Sigue…
– Bien, ¿dónde estábamos? La verdad es que estábamos en el Oeste. Era una de esas vacaciones para esquiar que la gente del Este se toma en primavera, cuando en el Este no puedes tener ninguna confianza en la posibilidad de practicar eso que se llama esquí de primavera. Si quieres estar seguro de que habrá nieve en marzo o en abril, es mejor que vayas al Oeste. Así que allí estaban los habitantes del Este desplazados, que no se sentían a sus anchas en el Oeste. Y no eran tan sólo unas vacaciones primaverales de Exeter, sino la pausa primaveral de innumerables escuelas y universidades, por lo que había muchos visitantes de otros lugares que no estaban familiarizados ni con las montañas ni con las carreteras. Y muchos de esos esquiadores no conducían sus propios coches, sino coches alquilados, por ejemplo. La familia Cole había alquilado un coche.
– Comprendo -dijo Eddie, seguro de que Ted se tomaba su tiempo a propósito antes de llegar a lo que había sucedido, probablemente porque quería que Eddie previera el accidente casi tanto como quería que lo viera.
– Bien; nos habíamos pasado el día esquiando, bajo una nevada constante, una nieve húmeda y pesada. Uno o dos grados más de temperatura y habría llovido en vez de nevar. Ted y Marion no eran unos esquiadores tan empecinados e insaciables como sus hijos. Thomas y Timothy, con diecisiete y quince años respectivamente, daban ciento y raya a sus padres, quienes por entonces tenían cuarenta y treinta y cuatro y a menudo terminaban la jornada en las pistas antes que ellos. Aquel día, en particular, Ted y Marion se habían retirado al bar de la estación de esquí, donde esperaron mucho tiempo, según les pareció, a que Thomas y Timothy bajaran una última pista…, y otra última después de ésa. Ya sabes cómo son los chicos, no se cansan de esquiar, así que la mamá y el papá esperaron…
– Comprendo, estabais borrachos -dijo Eddie.
– Ése fue un elemento más de algo que sería trivial…, me refiero a la discusión que tendrían Ted y Marion. Marion decía que Ted estaba borracho, aunque él no lo creía así. Y Marion, aunque no estaba borracha, aquella tarde había bebido más de lo que tenía por costumbre. Cuando Thomas y Timothy se reunieron con sus padres en el bar, ambos comprendieron que ni su padre ni su madre se encontraban en la mejor forma para conducir el coche alquilado. Además, Thomas tenía permiso de conducir y no había bebido. Estaba claro cuál de ellos debía ponerse al volante.
– Así que Thomas conducía -le interrumpió Eddie.
– Y, como eran hermanos, Timothy ocupó el asiento delantero. En cuanto a los padres, se sentaron allí donde un día acaban la mayoría de los padres: en el asiento trasero. En cuanto a Ted y Marion, siguieron haciendo lo que muchos padres hacen sin cesar: siguieron discutiendo, aunque la discusión seguía siendo irremisiblemente trivial. Por ejemplo, Ted había limpiado de nieve el parabrisas, pero no la luneta trasera, y Marion insistía en que debería haberlo hecho. Ted replicaba diciendo que en cuanto el coche estuviera caliente y en marcha, la nieve se desprendería. Y aunque resultó ser así (la nieve se desprendió de la luneta trasera cuando ni siquiera habían adquirido la velocidad normal en la carretera), Marion y Ted siguieron discutiendo. Sólo cambiaba el tema, la trivialidad permanecía.
Era aquélla una de esas poblaciones que viven del esquí; el pueblo en sí es más bien poca cosa. La calle principal es en realidad una carretera de tres carriles, cuyo carril central está diseñado para girar a la izquierda, aunque no pocos idiotas confunden un carril para girar con un carril de circulación, lo comprendes, ¿verdad? Detesto las calzadas de tres carriles, Eddie, ¿tú no?
Eddie se negó a responderle. Aquél era un clásico relato de Ted Cole: uno siempre ve aquello que debería temer, lo ve venir, cada vez más cerca. El problema es que nunca ve todo lo que viene.
– En fin -siguió diciendo Ted-, lo cierto es que Thomas estaba haciendo un buen trabajo, si tenemos en cuenta las condiciones adversas. Todavía nevaba, y ahora además estaba oscuro…, todo resultaba desconocido. Ted y Marion empezaron a pelearse acerca de cuál sería la mejor ruta para regresar al hotel. Era una estupidez, porque todo el pueblo estaba a un lado u otro de la carretera de tres carriles, y la carretera era en realidad una sucesión de hoteles, moteles, estaciones de servicio, restaurantes y bares, alineados a ambos lados de la carretera; sólo era necesario saber a qué lado de la calzada se dirigía uno. Y Thomas lo sabía. Sería un giro a la izquierda, al margen de cómo lo hiciera. Como conductor, no le ayudaba nada que sus padres estuvieran decididos a elegir exactamente el punto donde debía girar. Por ejemplo, podía girar a la izquierda en el mismo hotel (Ted aprobaba este enfoque directo), o podía pasar ante el hotel y seguir hasta el siguiente semáforo. Allí, cuando la luz estuviera en verde, podría dar media vuelta, y entonces se aproximaría al hotel por la derecha. Marion opinaba que dar media vuelta en el semáforo era más seguro que virar a la izquierda en el carril para girar, donde no había semáforo.
– ¡Vale! ¡Vale! -gritó Eddie en la oscuridad-. ¡Ya lo veo! -¡No, no lo ves! -gritó Ted a su vez-. ¡No puedes verlo hasta que haya terminado! ¿0 prefieres que no siga?
– No, sigue, por favor -respondió Eddie.
– Así pues, Thomas pasa al carril central, un carril para girar, no un carril de circulación, y enciende el intermitente sin saber que las dos luces traseras están cubiertas de nieve húmeda y pegajosa, pues su padre no las ha limpiado, como tampoco ha limpiado la luneta trasera. Nadie situado detrás del coche de Thomas puede ver el intermitente que indica hacia dónde va a girar, ni siquiera las luces de posición o las de freno. El coche no es visible, o sólo lo es en el último segundo, para cualquiera que se aproxime por detrás.
Entretanto, Marion dijo: "No gires aquí, Tommy… Es más seguro ahí adelante, en el semáforo".
"¿Quieres que dé media vuelta y que le pongan una multa, Marion?", preguntó Ted a su mujer.
"No me importa que le pongan una multa, Ted, es más seguro girar en el semáforo", respondió Marion.
"¡Basta ya!", exclamó Thomas. "No quiero que me multen, mamá", añadió el muchacho.
"De acuerdo, entonces gira aquí", le dijo Marion.
"Será mejor que lo hagas enseguida, Tommy, no te quedes aquí", terció Ted.
"Una estupenda manera de conducir desde el asiento trasero", comentó Timothy. Entonces Timmy vio que su hermano había girado las ruedas a la izquierda mientras esperaba todavía para virar. "Has girado las ruedas demasiado pronto", le dijo Tim.
"¡Es porque he pensado que iba a girar y después he pensado que no, capullo!", dijo Thomas.
"Tommy, por favor, no llames capullo a tu hermano", pidió Marion a su hijo.
"0 por lo menos no lo hagas delante de tu madre", añadió Ted.
"No, Ted, eso no es lo que quiero decir", dijo Marion a su marido. "Quiero decir que no debe llamar capullo a su hermano, y punto."
"¿Oyes eso, capullo?", preguntó Timothy a su hermano.»"Timmy, por favor…", dijo Marion.
"Puedes virar después de que pase esa máquina quitanieves", señaló Ted a su hijo.
"Papá, por favor, conduzco yo", replicó el muchacho.»Pero de repente el interior del coche se inundó de luz: eran los faros del coche que avanzaba hacia ellos por detrás, una de aquellas furgonetas llamadas «rubias» cargada de estudiantes de Nueva jersey. Era la primera vez que viajaban a Colorado. Es concebible que, en Nueva Jersey, no haya ninguna diferencia entre los carriles que sirven para girar y los de circulación.»En cualquier caso, los estudiantes creyeron que pasaban. Hasta el último instante no vieron el coche que esperaba para girar a la izquierda delante de ellos… en cuanto pasara la quitanieves que avanzaba por la otra dirección. Así pues, el coche de Thomas fue embestido por detrás y, como Thomas ya había girado las ruedas, el vehículo penetró en el carril del tráfico que venía en dirección contraria, que en este caso consistía en una máquina quitanieves muy grande que circulaba a unos setenta kilómetros por hora. Más tarde los estudiantes dijeron que su rubia debía de ir a unos ochenta por hora.
– Dios mío… -dijo Eddie.
– La máquina quitanieves partió el coche casi perfectamente por la mitad -siguió diciendo Ted-. A Thomas lo mató la columna de dirección del coche, le aplastó el pecho. Murió en el acto. Y Ted estuvo atrapado durante unos veinte minutos en el asiento trasero, directamente detrás de Thomas. Ted no podía ver a Thomas, pero sabía que estaba muerto porque Marion sí podía verle y, aunque no pronunció ni una sola vez la palabra "muerto", repetía continuamente a su marido: "Oh, Ted…, Tommy se ha ido. Tommy se ha ido. ¿Puedes ver a Timmy? Ted, Timmy no se ha ido también, ¿verdad? ¿Puedes ver si se ha ido?".
Como Marion permaneció atrapada durante más de media hora en el asiento trasero, detrás de Timothy, no podía ver al chico, que estaba exactamente delante de ella. Sin embargo, Ted podía ver muy bien a su hijo menor, que había quedado inconsciente cuando la cabeza chocó con el parabrisas. Sin embargo, Timothy todavía vivió algún tiempo. Ted le veía respirar, pero lo que no podía ver era que la máquina quitanieves, al partir el coche por la mitad, también había cortado la pierna izquierda de Timmy por el muslo. Llegó una ambulancia, y mientras el equipo de rescate luchaba para extraerlos del coche siniestrado, que había quedado como un acordeón entre la máquina quitanieves y la rubia, Timothy Cole se desangró por la arteria femoral sajada y murió.
Durante aquel rato, que le parecieron veinte minutos pero quizá fueron menos de cinco, Ted vio morir a su hijo. Como extrajeron a Ted unos diez minutos antes de que el equipo de rescate pudiera liberar a Marion (él sólo se había roto varias costillas y, por lo demás, estaba ileso), vio que los enfermeros retiraban el cuerpo de Timmy (pero no su pierna izquierda) del coche. La pierna cortada del muchacho seguía trabada entre la máquina quitanieves y el asiento delantero cuando el equipo de rescate por fin pudo extraer a Marion del compartimiento trasero del coche. Sabía que Thomas había muerto, pero sólo que a su Timothy le habían sacado del coche destrozado, y confiaba en que lo llevasen al hospital. Por eso seguía preguntando a Ted: "Timmy no se ha ido, ¿verdad? ¿Puedes ver si se ha ido?".
Pero Ted no tenía valor para responder a esa pregunta y no dijo nada, ni entonces ni más adelante. Pidió a un miembro del equipo de rescate que cubriera la pierna de Timmy con una lona, para que Marion no pudiera verla. Y cuando Marion estuvo a salvo fuera del coche (de pie, e incluso cojeando de un lado a otro, aunque luego supo que se había roto un tobillo), Ted intentó decirle que su hijo pequeño, lo mismo que el mayor, había muerto, pero no podía articular palabra. Antes de que pudiera decir nada, Marion vio el zapato de Timmy. No podía saber, no podía imaginar que el zapato de su hijo todavía calzaba el pie. Creía que no era más que el zapato, así que dijo: "Oh, Ted, mira, necesitará el zapato". Y sin que nadie la detuviera, se acercó cojeando al amasijo de hierros y se agachó para recoger el zapato.
Ted quiso impedírselo, naturalmente, pero le ocurría como cuando se dice de alguien que se ha vuelto de piedra: en aquel momento se sentía absolutamente paralizado. Así permitió que su mujer descubriera que el zapato de su hijo estaba unido a una pierna. Entonces Marion empezó a comprender que Timothy también se había ido. Y éste -concluyó Cole, a su manera- es el final de la historia.
– Vete de aquí -le dijo Eddie-. Ésta es mi habitación, por lo menos durante una noche más.
– Casi es de día -replicó Ted, y descorrió una cortina para que Eddie pudiera ver la incipiente luminosidad.
– Vete de aquí -repitió Eddie.
– No creas que nos conoces a mí o a Marion -dijo Ted-. No nos conoces, y a ella la conoces aún menos.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Eddie.
Vio que la puerta del dormitorio estaba abierta. Desde el largo pasillo llegaba la familiar luz gris oscuro.
– Marion no me dijo nada hasta después de que Ruth naciera -siguió diciendo Ted-. Quiero decir que, hasta entonces, no había dicho una sola palabra sobre el accidente. Pero un día, después de que Ruth naciera, Marion entró en mi cuarto de trabajo…, nunca se acercaba ahí, ¿sabes?…, y me dijo: «¿Cómo pudiste dejar que viera la pierna de Timmy? ¿Cómo pudiste?». Tuve que decirle que había sido físicamente incapaz de moverme, que estaba paralizado, convertido en piedra. Pero todo lo que ella fijo fue: «¿Cómo pudiste?». Y nunca volvimos a hablar de ello. Lo intenté, pero ella no respondía nunca.
– Vete de aquí, por favor -le pidió Eddie.
– Nos veremos por la mañana, Eddie -dijo Ted al salir.
La única cortina que Ted había descorrido apenas dejaba entrar en la habitación algo de aquella luminosidad previa al amanecer para que Eddie pudiera ver la hora. Sólo vio que el reloj de pulsera, la muñeca, la mano y el brazo tenían el color cerúleo, gris plateado, de un cadáver. Giró la mano, pero no percibió ninguna diferencia en la tonalidad gris. La palma y el dorso de la mano eran del mismo color. Incluso su piel, las almohadas y las sábanas arrugadas eran de aquel color uniformemente gris. Yació despierto, esperando que la luz se afirmara e intensificara. Contempló el cielo a través de la ventana, y vio que la oscuridad se desvanecía lentamente. Poco antes de que saliera el sol, el cielo había adquirido el color de un moratón una semana después de recibir el golpe.
Eddie sabía que Marion debía de haber contemplado infinidad de veces aquella luz que precedía al alba. Probablemente la estaba viendo en aquel momento, pues sin duda no habría podido dormir, dondequiera que se encontrara. Y ahora Eddie comprendía lo que Marion veía siempre que estaba despierta: la nieve blanda que se fundía sobre la carretera mojada y negra, que también podría tener franjas de luz reflejada, los incitadores letreros de neón, que prometían cobijo (con diversiones), alimento y bebida, los faros que pasaban constantemente, los coches que avanzaban con tanta lentitud porque todo el mundo tenía que mirar el accidente, la luz azul giratoria de los coches de la policía, las parpadeantes luces amarillas del camión grúa y también las destellantes luces rojas de la ambulancia. ¡Y no obstante, incluso en medio de aquel desastre, Marion había visto el zapato!
Siempre recordaría haber dicho: «Oh, Ted, mira, necesitará el zapato», y que fue cojeando al vehículo siniestrado y se agachó. Eddie se preguntó qué clase de zapato sería. La falta de detalles le impedía ver la pierna con precisión. Posiblemente una bota para después de esquiar. Tal vez era una vieja zapatilla de deporte, algo que a Timothy no le importaba que se mojara. Pero el no saber el tipo de zapato o de bota, fuera lo que fuese, le impedía a Eddie verlo, y no verlo le impedía ver la pierna. Ni siquiera podía imaginar la pierna.
Afortunado Eddie. Marion no tenía tanta suerte. Siempre recordaría el zapato empapado en sangre. El detalle exacto del zapato siempre le haría recordar la pierna.
Trabajando para el señor Cole
Como no sabía qué clase de zapato era, Eddie se quedó dormido sin proponérselo. Cuando despertó, el sol estaba bajo y brillaba en la única ventana con la cortina descorrida. El cielo era de un azul nítido, sin nubes. Eddie abrió una ventana para comprobar el frío que hacía (sin duda haría frío durante la travesía en el transbordador, eso si lograba que alguien le llevara hasta Orient Point) y allí, en el sendero de acceso, vio una camioneta de caja descubierta, un vehículo desconocido por completo. En la caja de la camioneta había un tractor-cortacésped y otro cortacésped manual, junto con rastrillos, palas, azadas y un surtido de cabezales de riego. Había también una larga manguera bien enrollada.
Ted Cole segaba personalmente el césped y sólo lo regaba cuando creía que la hierba lo necesitaba o cuando encontraba tiempo para hacerlo. Puesto que el jardín no estaba terminado, como resultado del distanciamiento entre Ted y Marion, no era un jardín que mereciera la atención de un jardinero a dedicación plena. No obstante, el hombre de la camioneta sí parecía un jardinero a dedicación plena.
Eddie se vistió y bajó a la cocina. Allí, desde una de las ventanas, pudo ver mejor al conductor de la camioneta. Ted, que sorprendentemente ya estaba despierto y había preparado café, miraba por una ventana al misterioso jardinero, que para él no era ningún misterio.
– Es Eduardo -susurró Ted a Eddie-. ¿A qué habrá venido? Eddie reconoció entonces al jardinero de la señora Vaughn, aunque sólo le había visto una vez, y brevemente, cuando Eduardo Gómez le frunció el ceño desde lo alto de la escalera de mano. Allá arriba, el hombre trágicamente maltratado se dedicaba a retirar pedazos de dibujos pornográficos del seto de los Vaughn.
– Tal vez la señora Vaughn le ha contratado para matarte -especuló Eddie.
– ¡No, Eduardo no! -replicó Ted-. Pero ¿la ves a ella en alguna parte? No está en la cabina ni detrás.
– A lo mejor está tendida debajo de la camioneta -sugirió Eddie.
– Hablo en serio, hombre. -Yo también.
Ambos tenían motivos para creer que la señora Vaughn era capaz de asesinar, pero Eduardo Gómez parecía estar solo, sentado al volante de su camioneta. Ted y Eddie vieron el vapor que salía del termo de Eduardo cuando se sirvió una taza de café. El jardinero aguardaba cortésmente hasta que tuviera alguna indicación de que los habitantes de la casa se habían despertado.
– ¿Por qué no vas a enterarte de lo que quiere? -le preguntó Ted a Eddie.
– Yo no voy -respondió el muchacho-. Me has despedido…, ¿no es cierto?
– Joder… Por lo menos acompáñame.
– Será mejor que me quede al lado del teléfono -replicó Eddie-. Si tiene un arma y te pega un tiro, llamaré a la policía. Pero Eduardo Gómez iba desarmado. La única arma del jardinero era un trozo de papel de aspecto inocuo, que sacó de la cartera y mostró a Ted. Era el cheque borroso, ilegible, que la señora Vaughn había lanzado al agua del surtidor.
– Ha dicho que es el cheque de mi última paga -le explicó Eduardo a Ted.
– ¿Le ha despedido?
– Sí, porque le advertí a usted que le perseguía con el coche -dijo Eduardo.
– Ah -musitó Ted, sin desviar la vista del cheque nulo-. Ni siquiera se puede leer. Podría estar en blanco.
Tras su aventura en el surtidor, el cheque estaba cubierto por una pátina de tinta de calamar desvaída.
– No era mi único trabajo -le explicó el jardinero-, pero sí el más importante, mi principal fuente de ingresos.
– Ah -repitió Ted, y tendió a Eduardo el cheque color sepia, que el jardinero devolvió con gesto solemne a su cartera-. A ver si le entiendo bien, Eduardo. Usted cree que me salvó la vida y que eso le ha costado su empleo.
– No es que lo crea, es que le salvé la vida y eso me ha costado el empleo.
La vanidad de Ted, que se extendía a la ligereza de sus pies, le impulsaba a creer que, aunque la señora Vaughn le hubiera sorprendido cuando estaba inmóvil, podría haber reaccionado y corrido más que su Lincoln. No obstante, Ted nunca habría discutido el hecho de que el jardinero se había comportado con valentía.
– ¿De cuánto dinero exactamente estamos hablando? -le preguntó Ted.
– No quiero su dinero, no he venido aquí en busca de limosna-respondió Eduardo-. Confiaba en que tuviera algún trabajo para mí.
– ¿Quiere usted trabajo? -inquirió Ted.
– Sólo si tiene alguno para mí -replicó Eduardo.
El jardinero contemplaba con desesperación el jardín casi abandonado. Ni siquiera el césped desigual mostraba señales de cuidado profesional. Necesitaba fertilizante, por no mencionar la evidente falta de riego. Y no había arbustos con flores ni plantas perennes ni anuales, o por lo menos Eduardo no veía ninguna. Cierta vez la señora Vaughn le había dicho a Eduardo que Ted Cole era rico y famoso, y ahora el jardinero pensaba que aquel hombre no invertía dinero en adornos vegetales.
– No parece que tenga algún trabajo para mí -le dijo a Ted. -Espere un momento. Le enseñaré dónde quiero poner una piscina y algunas cosas más.
Desde la ventana de la cocina, Eddie los vio caminar alrededor de la casa. El muchacho no percibió nada amenazante en su conversación y supuso que podía reunirse con ellos sin ningún temor.
– Quiero una piscina sencilla, rectangular, no es necesario que sea de tamaño olímpico -le decía Ted a Eduardo-. Sólo necesito que tenga una parte honda y otra de menor profundidad, con escalones. Y sin trampolín. Los trampolines son peligrosos para los niños. Tengo una niña de cuatro años.
– Yo tengo una nieta de cuatro años, y estoy de acuerdo con usted -convino Eduardo-. No construyo piscinas, pero conozco a quienes lo hacen. Puedo ocuparme del mantenimiento, desde luego, pasar el aspirador y mantener las sustancias químicas en equilibrio, ya sabe, de manera que no se enturbie el agua o la piel no se le vuelva verde o lo que sea.
– Lo que usted diga -dijo Ted-. Puede ocuparse de ello. Lo único que no quiero es un trampolín. Y puede plantar algo alrededor de la piscina, para que los vecinos y los transeúntes no nos estén mirando siempre.
– Le recomiendo un escalón, bueno, tres escalones -propuso Eduardo-. Y encima de los escalones, para afirmar el suelo, le sugiero unos olivos silvestres. Aquí arraigan bien, y las hojas son bonitas, de un verde plateado. Tienen unas flores amarillas fragantes y un fruto parecido a la aceituna. También se les llama acebuches.
– Usted mismo, lo dejo en sus manos. Y luego está la cuestión del perímetro de la finca. Creo que ésta nunca ha tenido un límite visible.
– Siempre podemos plantar un seto de aligustres -replicó Eduardo Gómez. El hombrecillo pareció estremecerse un poco al pensar en el seto del que había colgado, agonizando a causa de los gases de escape. Sin embargo, podía obrar maravillas con el seto de aligustres. El de la señora Vaughn había crecido bajo sus cuidados una media de cuarenta y cinco centímetros al año-. Sólo tiene que abonarlo, regarlo y, sobre todo, podarlo -añadió el jardinero.
– Claro, pues entonces que sea ligustro -convino Ted-. Me gustan los setos.
– A mí también -mintió Eduardo.
– Y quiero más césped -dijo Ted-, quiero librarme de las estúpidas margaritas y las hierbas altas. Apuesto a que hay garrapatas en esas hierbas altas.
– Seguro que las hay -convino Eduardo.
– Quiero un césped como el de un campo de deportes -manifestó Ted con vehemencia.
– ¿Lo quiere con líneas pintadas? -inquirió el jardinero. -¡No, no! Quiero decir que el tamaño del césped debe ser el de un campo de deportes.
– Ah -dijo Eduardo-. La extensión de césped es muy amplia. Hay mucho que segar, una gran cantidad de cabezales de riego…
– ¿Qué tal la carpintería? -preguntó Ted al jardinero. -¿Qué tal?
– Quiero decir si puede hacer usted trabajos de carpintería. He pensado en poner una ducha al aire libre, con varias alcachofas. La carpintería será mínima.
– Claro que puedo hacer eso -le dijo Eduardo-. No me dedico a la fontanería, pero conozco a uno que…
– Lo que usted diga -repitió Ted-. Lo dejo en sus manos. ¿Y qué me dice de su esposa? -añadió.
– ¿Qué quiere saber?
– Si trabaja. ¿A qué se dedica?
– Pues ella hace la comida, a veces cuida de nuestra nieta y de los hijos de otras personas. Se ocupa de la limpieza en algunas casas…
– A lo mejor le gustaría limpiar ésta -le dijo Ted-. Podría cocinar para mí y cuidar de mi hija de cuatro años. Es una niña muy simpática. Se llama Ruth.
– Claro, se lo preguntaré. Apuesto a que aceptará.
Eddie estaba seguro de que Marion se habría sentido desolada de haber sido testigo de aquellas transacciones. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido, pero su marido ya la había sustituido, por lo menos mentalmente. Había contratado a un jardinero, carpintero, vigilante implícito y factótum, ¡y la esposa de Eduardo pronto cocinaría y cuidaría de Ruth!
– ¿Cómo se llama su mujer? -preguntó Ted a Eduardo. -Conchita.
Conchita acabaría cocinando para Ted y Ruth. No sólo llegaría a ser la principal niñera de Ruth, sino que cuando Ted emprendiera un viaje, Conchita y Eduardo se trasladarían a la casa de Parsonage Lane y cuidarían de Ruth como si fuesen sus padres. Y la nieta de los Gómez, María, que tenía la misma edad que la hija de Ted, sería con frecuencia su compañera de juegos durante los años de crecimiento de Ruth.
Su despido por parte de la señora Vaughn sólo tendría unos resultados felices y prósperos para Eduardo. Pronto su principal fuente de ingresos procedería de Ted Cole, quien también aportaría el ingreso principal de Conchita. Como patrono, Ted se revelaría más agradable y digno de confianza que como hombre, aunque no hubiera sido así en el caso de Eddie O'Hare.
– Bueno, ¿cuándo puede empezar? -preguntó Ted a Eduardo aquella mañana sabatina de agosto de 1958.
– Cuando usted quiera -respondió el jardinero.
– Bien, Eduardo, puede empezar hoy mismo -dijo Ted y, sin mirar a Eddie, que estaba de pie junto a ellos en el jardín, añadió-: Puede empezar llevando a este chico a Orient Point para que tome el transbordador.
– Claro, así lo haré. -Eduardo hizo una cortés inclinación de cabeza a Ted, el cual le correspondió con el mismo gesto. -Puedes marcharte de inmediato, Eddie -dijo Ted al muchacho-. Quiero decir antes del desayuno.
– Me parece muy bien, Ted -replicó Eddie-. Iré a buscar mis cosas.
Y así fue como Eddie O'Hare se marchó sin despedirse de Ruth. Tuvo que irse cuando la niña todavía estaba dormida. Eddie apenas se tomó el tiempo imprescindible para telefonear a su casa. Había despertado a sus padres de madrugada, y ahora volvió a despertarlos, antes de las siete de la mañana.
– Si llego primero a New London, te esperaré en el muelle -le dijo a su padre-. Conduce con prudencia.
– ¡Estaré allí! -exclamó Minty, jadeante-. ¡Estaré cuando atraque el transbordador! ¡Los dos estaremos, Edward!
Eddie estuvo a punto de meter en la bolsa la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons, pero rompió cada una de las hojas en largas tiras, hizo con ellas una bola y la arrojó a la papelera de la habitación de invitados. Después de que Eddie se hubiera ido, Ted fisgaría en la habitación, descubriría la lista y la confundiría con cartas de amor. Se tomaría el minucioso trabajo de recomponer la lista hasta percatarse de que ni Eddie ni Marion podían haberse escrito semejantes «cartas de amor».
El muchacho ya había guardado el ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes propiedad de la familia O'Hare. Era el ejemplar que Minty deseaba que le firmara el señor Cole, pero, dadas las circunstancias, Eddie no podía pedir su firma al famoso autor e ilustrador. Birló una de las estilográficas de Ted, con la clase de plumín que a éste le gustaba para firmar autógrafos. Supuso que, una vez a bordo, tendría tiempo para imitar lo mejor posible la meticulosa caligrafía de Ted Cole. Confiaba en que sus padres jamás notarían la diferencia.
Muy poco había que decir a guisa de despedida, formal o informal.
– Bueno -le dijo Ted. Hizo una pausa y concluyó-: Eres un buen conductor, Eddie.
Le tendió la mano y Eddie aceptó el apretón. Cautamente le ofreció con la mano izquierda el regalo para Ruth, en forma de hogaza y con el envoltorio deteriorado. ¿Qué iba a hacer con él, sino dárselo a Ted?
– Para Ruth, pero no sé qué es -le dijo-. Un regalo de mis padres. Ha estado en mi bolsa todo el verano.
Percibió el desagrado con que Ted examinaba el arrugado papel de envolver, que estaba prácticamente abierto. El regalo pedía a gritos que lo abrieran, aunque sólo fuera para liberarlo de su espantoso envoltorio. Ciertamente, Eddie sentía curiosidad por ver qué era, aunque también sospechaba que se azoraría al verlo. Comprendió que Ted también quería verlo.
– ¿Lo abro o dejo que lo haga Ruth? -le preguntó Ted. -Ábrelo tú mismo -respondió el muchacho.
Ted abrió el envoltorio y mostró el contenido: era ropa, una pequeña camiseta de media manga. ¿Qué interés puede tener por la ropa una pequeña de cuatro años? Si Ruth hubiera abierto el regalo se habría llevado una decepción, porque no era un juguete ni un libro. Además, la camiseta ya era demasiado pequeña para la niña. El verano siguiente, cuando volviera la época de usar camisetas, aquella prenda le quedaría muy corta.
Ted desplegó por completo la camiseta para que Eddie la viera. El tema de Exeter no debería haber sorprendido al muchacho, pero éste, por primera vez en dieciséis años, acababa de pasar casi tres meses en un mundo donde la escuela no era el único tema de conversación. Eddie leyó la inscripción en rojo oscuro sobre fondo gris que iba de un lado a otro de la pechera: EXETER 197…
Ted también mostró a Eddie la nota adjunta de Minty. Éste había escrito: «No es probable que la institución admita jamás chicas, por lo menos mientras nosotros vivamos, pero he pensado que, como camarada exoniano, usted apreciaría la posibilidad de que su hija estudiara en Exeter. ¡Con mi agradecimiento por haberle proporcionado a mi hijo su primer trabajo!». Firmaba la nota «Joe O'Hare, 1936». Eddie pensó en la ironía de que 1936, el año en que su padre se graduó por Exeter, fuese también el año en que Ted y Marion contrajeron matrimonio.
Pero la realidad sería aún más irónica, porque Ruth Cole podría asistir a Exeter pese a la creencia de Minty, y muchos otros profesores de la escuela, de que la coeducación en el viejo centro docente sería imposible. Lo cierto es que, el 27 de febrero de 1970, la junta de administración anunció que en otoño de aquel año Exeter admitiría alumnas. Entonces Ruth se marcharía de Long Island para incorporarse al venerable internado de New Hampshire. Tenía dieciséis años. A los diecinueve se graduaría por Exeter, en el curso de 1973.
Ese año, la madre de Eddie, Dot O'Hare, enviaría a su hijo una carta diciéndole que la hija de su antiguo patrono se había graduado por el centro, junto con otras cuarenta y seis chicas, que eran las compañeras de clase de doscientos treinta y nueve muchachos. Dot admitía que la cifra de alumnas podría incluso ser más baja, puesto que había contado a varios de los muchachos como chicas, tantos eran los que llevaban el pelo largo.
Es cierto que, durante el curso de 1973, se demostró que estaba de moda el pelo largo entre los chicos. El cabello largo y lacio con raya en el medio era también un estilo preferido por las jóvenes, y en aquella época Ruth no sería una excepción. Iría a la universidad con la cabellera larga y lacia, dividida en el centro, antes de que llegara a decidir por sí misma cómo quería llevar el cabello y se lo cortara, como siempre lo había deseado, según sus propias palabras, y no sólo para fastidiar a su padre.
En el verano de 1973, cuando Eddie O'Hare pasara una breve temporada en casa, visitando a sus padres, sólo prestaría una atención pasajera al anuario del curso en que se graduó Ruth y que Minty se empeñó en mostrarle.
– Creo que tiene el aspecto de su madre -le dijo a Eddie, aunque Minty no podía saberlo porque no conocía a Marion.
Tal vez había visto una foto de ella en un periódico o una revista, más o menos por la época en que los chicos murieron, pero de todos modos esas palabras llamaron la atención de Eddie.
Al ver el retrato de Ruth en su graduación, Eddie opinó que se parecía más a Ted. No era sólo el cabello oscuro, sino también la cara cuadrada, los ojos muy separados, la boca pequeña, la mandíbula grande. Ruth era atractiva, desde luego, pero no una gran belleza; era agraciada de una manera casi masculina.
Y reforzaba esta impresión de Ruth, que por entonces tenía diecinueve años, el aspecto atlético que mostraba en la fotografía del equipo universitario de squash. Hasta el año siguiente no habría en Exeter un equipo femenino de squash. En 1973, a Ruth se le permitió jugar en el equipo masculino, donde ocupaba el tercer puesto. En la foto del equipo, Ruth podría haber sido fácilmente confundida con uno de los chicos.
La única otra fotografía de Ruth Cole que aparecía en el anuario de 1973 de Exeter era un retrato de grupo de las chicas de su residencia, llamada Bancroft Hall. Ruth sonreía serenamente en el centro del grupo y parecía satisfecha pero reservada.
Esa superficial visión de Ruth en las fotos del anuario de Exeter permitiría a Eddie seguir considerándola como «la pobre chica» a la que vio por última vez dormida en el verano de 1958. Pasarían veintidós años desde ese verano hasta que Ruth Cole publicara su primera novela, a los veintiséis. Eddie O'Hare tendría treinta y ocho cuando la leyera. Sólo entonces reconocería la posibilidad de que la joven hubiera heredado más aspectos de Marion que de Ted. Y Ruth tendría cuarenta y uno antes de que Eddie comprendiera que en Ruth había más de sí misma que de Ted o de Marion.
Pero ¿cómo podría Eddie O'Hare haber predicho tales cosas a partir de una camiseta que, en el verano de 1958, ya era demasiado pequeña para Ruth? En aquel momento Eddie, como Marion, sólo quería marcharse, y le esperaban para partir. El muchacho subió a la cabina de la camioneta al lado de Eduardo Gómez. Mientras el jardinero hacía marcha atrás en el sendero, Eddie consideraba si debía despedirse o no de Ted, que permanecía de pie al lado del sendero. Decidió que si Ted agitaba la mano primero, le devolvería el saludo. Le pareció que Ted estaba a punto de agitar la pequeña camiseta, pero Ted estaba a punto de hacer algo más llamativo.
Antes de que Eduardo pudiera salir del sendero de acceso a la casa, Ted echó a correr y detuvo la camioneta. Aunque el aire matutino era fresco, Eddie, que llevaba la sudadera de Exeter puesta del revés, había apoyado el codo en la ventanilla abierta, y Ted se lo iba apretando mientras le hablaba.
– Acerca de Marion…, hay otra cosa que deberías saber -dijo al muchacho-. Incluso antes del accidente, era una mujer difícil. Quiero decir que, de no haber habido un accidente, Marion habría seguido siendo difícil. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Eddie?
Ted no dejaba de presionarle el codo, pero Eddie no podía moverse ni hablar. «Detiene la camioneta para decirme que Marion es "una mujer difícil"», se decía. Incluso a un muchacho de su edad esa manifestación le parecía insincera, mejor dicho, falsa por completo. Era una expresión estrictamente masculina, lo que los hombres que se creían corteses decían de sus ex esposas. Era lo que decía un hombre de una mujer inalcanzable para él, o que de alguna manera se había hecho inaccesible. Era lo que un hombre decía de una mujer cuando quería decir otra cosa, cualquier otra cosa. Y cuando un hombre dice eso, siempre lo hace en un tono desdeñoso, ¿no es cierto? Pero a Eddie no se le ocurría nada que decir.
– Me olvidaba de algo, una última cosa -le dijo Ted al muchacho-. Acerca del zapato… -Si Eddie hubiera podido moverse, se habría tapado los oídos con las manos, pero estaba paralizado, era como una estatua de sal. Era comprensible que Marion se hubiera vuelto de piedra a la mera mención del accidente-. Era una zapatilla de baloncesto -siguió diciendo Ted-, de esas que llegan más arriba del tobillo.
Eso era todo lo que Ted tenía que decir.
Cuando la camioneta pasó por Sag Harbor, Eduardo dijo: -Aquí vivo yo. Podría vender mi casa por un montón de dinero. Pero tal como están las cosas, no podría comprar otra casa, por lo menos en esta zona.
Eddie asintió y sonrió al jardinero, pero no podía hablar. El aire frío le atería el codo, que aún sobresalía por la ventanilla; sin embargo, no podía mover el brazo.
Tomaron el primer transbordador pequeño hasta la isla Shelter, la atravesaron y tomaron el otro transbordador de pequeño calado en el extremo norte de la isla, hasta Greenport. (Años después, Ruth siempre consideraría esos pequeños transbordadores como el primer paso de su alejamiento del hogar, para volver a Exeter.)
Una vez llegaron a Greenport, Eduardo Gómez le dijo a Eddie O'Hare:
– Con lo que sacaría por mi casa en Sag Harbor, podría comprarme aquí una casa estupenda. Pero nadie se gana muy bien la vida como jardinero en Greenport.
– No, supongo que no -articuló Eddie, aunque se notaba algo raro en la lengua, y su propia voz le parecía extraña.
En Orient Point, el transbordador aún no estaba a la vista. En el agua azul oscuro se formaba una infinidad de cabrillas. Como era sábado, numerosos pasajeros que regresarían el mismo día aguardaban la llegada del barco. Muchos de ellos, que ni siquiera estaban motorizados, iban de compras a New London. Era un pasaje distinto al de aquel día de junio en que Eddie desembarcó en Orient Point y Marion estaba allí para recibirle. («Hola, Eddie -le dijo-. Creía que nunca ibas a verme.» ¡Como si él pudiera haber dejado de verla!)
– Bueno, hasta la vista -le dijo Eddie al jardinero-. Gracias por traerme.
– Si no te importa que te lo pregunte -replicó sinceramente el jardinero-, ¿qué tal es trabajar para el señor Cole?
Era tal el frío y el viento en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal que Eddie buscó abrigo a sotavento del puente de mando. Allí, a resguardo del viento, imitó una y otra vez la firma de Ted Cole en uno de sus cuadernos. Las mayúsculas T y C eran fáciles, pues Ted las escribía como letras de imprenta de tipo abastonado, pero las minúsculas se las traían. Ted trazaba unas minúsculas pequeñas y perfectamente oblicuas, equivalentes a una cursiva de tipo Baskerville. Al cabo de veintitantos intentos en el cuaderno, Eddie seguía viendo su propia caligrafía en las imitaciones más espontáneas de la firma de Ted, y temía que sus padres, que conocían muy bien la caligrafía de su hijo, sospecharan el fraude.
Estaba tan concentrado que no reparó en la presencia del mismo conductor de un transporte de marisco que cruzó el canal con él aquel fatídico día de junio. El camionero, que hacía a diario, excepto los domingos, el trayecto entre Orient Point y New London (y el regreso), reconoció a Eddie y se sentó a su lado en el banco. El hombre no pudo dejar de observar que Eddie estaba absorto en el acto de perfeccionar lo que parecía una firma. Recordó que le habían contratado para hacer algo raro, que habían hablado brevemente de lo que podría hacer con exactitud un ayudante de escritor, y supuso que la tarea de escribir una y otra vez aquel nombre tan corto debía de formar parte de la peculiar actividad del muchacho.
– ¿Cómo va, chico? -le preguntó el camionero-. Pareces muy ocupado.
Como futuro novelista, aunque nunca de gran éxito, Eddie O'Hare tenía el suficiente instinto para percibir el fin de una situación, y se alegró de volver a ver al camionero. Le explicó la tarea que tenía entre manos: se había «olvidado» de pedirle su autógrafo a Ted Cole y no quería decepcionar a sus padres. -Déjame intentarlo -se ofreció el camionero.